Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
—Hacia las ocho. Más o menos.
—Cuénteselo al conserje, si es tan amable. Yo volveré en seguida. El ayudante se marchó apresuradamente pasando frente al mostrador de información.
Foster se acercó al mostrador de recepción, detrás del cual se hallaba el uniformado conserje, y, en voz baja, repitió la historia de la agresión a Emily Ashcroft.
La cara rojiza del conserje palideció.
—Terrible, terrible —murmuraba—. ¿Intentó realmente apuñalarla?
—Lo intentó, sí.
—Debió de habérnoslo notificado en seguida.
—No pude —dijo Foster—. La señorita Ashcroft estaba muy asustada y quise consolarla. —Se detuvo—. La cuestión es saber si alrededor de las ocho de la tarde de ayer, quizás un poco más tarde, vio usted a alguien cruzar el vestíbulo corriendo y marcharse. Un tipo bajo y fuerte, más bien joven, de piel oscura y musculoso.
El conserje levantó las manos con un gesto.
—Señor Foster, entra y sale tanta gente a esa hora, y yo suelo estar tan ocupado aquí detrás cuando trabajo por las tardes, que es difícil fijarse en alguien. No recuerdo anoche a nadie que fuese especialmente de prisa o que tuviera un aspecto sospechoso, pero...
Fueron interrumpidos por el regreso del ayudante de dirección. Llevaba un álbum de fotos rectangular, con tapas naranjas.
—Nuestras fichas de identificación del personal del servicio de restaurante en las habitaciones — dijo mientras abría el álbum y se lo tendía a Foster. Eran fotografías de tamaño carnet con los rostros de varios camareros de habitaciones y sus nombres y números de empleo impresos debajo—. Examínelo —insistió el ayudante de dirección— y vea si reconoce al hombre que entró en el baño de la señorita Ashcroft.
Foster fue repasando con detenimiento las fotografías, guardadas en fundas de plástico transparente dentro del álbum. Pasó las páginas, esperando encontrar un destello familiar. Cuando terminó, sabía ya que el agresor no estaba entre ellos.
—Nada —dijo Foster, devolviendo el álbum—. Sin duda vino de fuera, se introdujo de alguna manera y se disfrazó de camarero.
—Estoy intentando pensar qué precauciones podemos tomar —dijo el preocupado ayudante de dirección.
El jefe de recepción se inclinó sobre el mostrador hacia Foster y le dijo:
—¿Me permite una sugerencia, señor? En el fondo yo no creo que éste sea un asunto exclusivamente del hotel. Seguramente exige una mayor capacidad de acción.
—¿Qué quiere decir?
–Que este asunto debe comunicarse al jefe de policía de Berlín occidental —dijo el conserje—. Resulta que conozco personalmente al jefe Wolfgang Schmidt. Desearía telefonearle ahora e informarle de que usted debe visitarle inmediatamente. Es la persona más adecuada en estos casos, es un auténtico terror de los criminales, como dicen las películas americanas de la televisión. En cuanto a la cuestión política, si esta agresión tiene implicaciones políticas como usted ha insinuado, puede estar seguro de que el jefe Schmidt se mostrará interesado. Siente gran odio hacia los neonazis. Siempre ha intentado eliminarlos de nuestra sociedad. Ha de saber que el jefe Schmidt fue un héroe de la resistencia alemana antinazi: el único conspirador importante que sobrevivió a la depuración que hizo Hitler después de que fallara el complot de Von Stauffenberg para liquidarle. Le telefonearé diciendo que está usted de camino. Por favor infórmele del caso sin más dilación.
Foster tomó un taxi directamente hasta el Polizeipräsident de Berlín en el número 5 de la Platz der Luftbrücke. Tenía mucho tiempo libre antes de la cita con Rudi Zeidler y la seguridad de Emily era prioritaria. Si la policía no podía seguir la pista del agresor, al menos podrían descubrir qué había motivado el ataque y proporcionar cierta protección.
Foster tuvo que identificarse en la oficina de seguridad e información antes de entrar en el gran vestíbulo del edificio de cuatro plantas; le dejaron pasar y le condujeron a una puerta con el nombre de «DER POLIZEIPRÄSIDENT». Cuando Foster entró en el poco ostentoso despacho del jefe de policía se encontró con que Wolfgang Schmidt y su amplio escritorio eran los únicos objetos voluminosos de la habitación. Detrás del jefe, entre dos ventanas cerradas, colgaba de la pared un marco sencillo con una fotografía dedicada de Konrad Adenauer.
Al parecer, el conserje del Kempinski había informado ya a Schmidt de lo sucedido la noche anterior, y éste esperaba a Foster. Schmidt le señaló una butaca, colocó un cuaderno amarillo en posición de escribir y escogió un bolígrafo.
—Tengo una idea esquemática de lo que sucedió anoche en la suite 229 del Bristol Kempinski —dijo Schmidt—. A las ocho de la tarde, ¿no es así?
—Minuto más o menos.
—Muy bien —dijo el jefe de policía—, creó que es mejor que me cuente usted mismo lo que sucedió exactamente. No omita nada, por intrascendente que le parezca.
Mientras Foster hablaba en un tono objetivo y monótono, Schmidt tomaba laboriosamente notas en su cuaderno.
Cuando Foster terminó su relación de los hechos, Schmidt levantó la vista.
—¿Está usted seguro que el individuo blandía un cuchillo?
—He traído el cuchillo aquí mismo —dijo Foster.
Durante la velada con Emily, había ido al baño a retirar el cuchillo del suelo, lo envolvió con una toalla del lavabo y lo metió en el bolsillo de su chaqueta. Esa mañana había trasladado el cuchillo a su cartera. La abrió entonces, sacó el arma envuelta aún y la puso sobre el escritorio del jefe.
Schmidt retiró la toalla, cogió con tiento la afilada hoja por la punta y la levantó.
—Un vulgar cuchillo de caza con una marca común. Debe de haber millones como éstos en circulación. Me temo que el nombre de la marca no sea muy revelador. Sin embargo, quizás hayan algunas huellas dactilares.
—Tal vez las haya manchado yo. Cogí el cuchillo con la mano desnuda. En ese momento no podía pensar.
—Entonces tendremos que tomarle a usted también las huellas dactilares para compararlas. Esperemos que haya dejado usted alguna huella clara del agresor —dijo Schmidt—. Haré que espolvoreen el arma. —Volvió a poner el cuchillo sobre la toalla y lo empujó a un lado—. ¿Y el agresor? ¿Puede usted describirlo?
—Me temo que no muy bien. Todo pasó muy de prisa. Era mucho más bajo que yo. Quizá metro sesenta y cinco. Le tiré por encima de mi hombro y puedo asegurarle que era pesado y musculoso. Calculo que unos ochenta y siete kilos. Tenía el pelo negro, los ojos oscuros, nariz ancha y plana, algo atezado.
Schmidt estaba escribiendo.
—¿Cree usted que era alemán? —preguntó.
—No tengo ni idea.
Schmidt dejó su bolígrafo y se recostó en su baja butaca giratoria. —Y de la víctima en potencia, Emily Ashcroft —dijo el jefe—, ¿puede usted contarme algo más?
—¿Que le gustaría saber?
—¿Sabe usted si tiene algún enemigo en Berlín occidental?
—¿Enemigos? —preguntó Foster—. De hecho no conoce a nadie aquí. Es una investigadora inglesa absolutamente inofensiva. No me imagino que alguien pueda tener motivo alguno para hacerle daño.
—Entonces, está aquí como turista —dijo Schmidt bruscamente. Foster meditó la respuesta. Si quería ayudarle, lo mejor sería decir la verdad.
—No, como turista realmente no —dijo—. Ella y su padre estaban escribiendo juntos una biografía definitiva sobre Adolf Hitler. A su padre, el doctor Harrison Ashcroft, le mataron en un accidente de tráfico en Berlín...
—Ya sabía que el nombre me resultaba familiar —le interrumpió Schmidt—. Hablé con su hija por teléfono. Recuerdo que yo mismo investigué el desgraciado accidente.
—... y después, Emily Ashcroft vino a Berlín sola para seguir algunas pistas que tenía sobre las últimas horas de Hitler.
—¿Qué más puede descubrir aquí? —dijo Schmidt encogiéndose de hombros—. Todo el mundo sabe que Hitler se suicidó en su búnker en 1945. Los soviéticos lo demostraron.
—Bueno, la señorita Ashcroft es una historiadora meticulosa. Quiere verificar todos los detalles. Existe una posibilidad de que Hitler sobreviviera y escapara.
Schmidt emitió una risa ronca.
—Sí, ya conozco todos esos descabellados rumores. El último que oí fue que sacaron a Hitler a escondidas de Alemania y le llevaron en un submarino alemán hacia el Japón. —Volvió a reírse—. Tal vez la señorita Ashcroft debería ir a investigar a Japón.
Foster se sintió molesto por las burlas del jefe de policía, e instintivamente comenzó a disgustarle aquel funcionario matón.
—Alguien intentó deliberadamente matarla aquí, en Berlín —dijo Foster sin sonreír—. Me han dicho que aún quedan grupos de veteranos de las SS rondando por Berlín occidental, que idolatran a Hitler y los viejos tiempos felices de su poder. Como usted debe de saber, la fotografía de la señorita Ashcroft apareció ayer en uno de sus periódicos berlineses. La vieron en la zona oriental visitando el lugar del búnker. Quizás alguno de esos grupos de veteranos de las SS se dio cuenta, y para que ningún extranjero se entrometa en el heroico final de Hitler decidió interrumpir la investigación.
El grueso rostro de Schmidt volvió a mostrarse solemne.
—Una posibilidad poco probable. Es cierto que aún existe un puñado de soñadores nazis, neonazis que recuerdan la gloria del Tercer Reich. Mi departamento está siempre sobre aviso para dar con ellos. Pero los intransigentes son muy pocos, muy entrados en años y totalmente ineficaces. Sin embargo, podría haber entre ellos algún demente.
—Y tal vez ese demente pagó a alguien para que asesinara a la señorita Ashcroft.
Schmidt se irguió en su butaca.
—Contaremos también con esa posibilidad, señor Foster, para seguir infiltrándonos en los grupos neonazis de la zona y descubrir si están tramando algo. Pero realmente yo no me preocuparía por eso.
—¿De qué debería preocuparse entonces la señorita Ashcroft? —insistió Foster—. Alguien intentó matarla anoche.
—Lo que sucedió suena más bien a una agresión inmotivada por parte de algún sádico desequilibrado. Sin embargo, tiene usted razón. Un distinguido visitante extranjero fue atacado, y es nuestra obligación dar con el agresor y llevarle ante la justicia. Me ocuparé yo mismo de la investigación. —El jefe de policía se levantó pesadamente de su butaca—. Puede usted asegurar a la señorita Ashcroft que a partir de ahora recibirá una protección especial. Voy a ordenar inmediatamente que el hotel tome mayores medidas de seguridad mientras ella permanece en Berlín. No ha de temer que vuelva a ocurrir un incidente similar, eso se lo prometo. —Schmidt se puso en pie—. Y ahora mandaré a alguien que vaya a esperarle al ascensor para tomar sus huellas dactilares. Informe, si es tan amable, a la señorita Ashcroft de que estaremos vigilantes.
—Así lo haré. Gracias.
Pero al abandonar la comisaría de policía, Foster se sentía embargado aún por una distintiva sensación de intranquilidad.
Foster siguió a Rudi Zeidler a través de su casa, una casa de una planta, grande, irregular y bien amueblada, situada aproximadamente un kilómetro al oeste de Grunewal.
Zeidler vestía una camisa deportiva blanca, pantalones de dril blancos y zapatillas de tenis, y era tan alto como Foster, pero más delgado, más huesudo, un hombre de gran vivacidad para sus sesenta años. Su inglés era excelente, y lo empleaba para describir algunas piezas de escultura y de pintura expresionista francesa que iban viendo mientras recorrían su casa ultramoderna, amueblada con piezas danesas de teca encerada.
Al fondo llegaron a un estudio espacioso, bañado con el sol que penetraba por un tragaluz. El estudio, aparte de un escritorio plano y de varias butacas tubulares con respaldos de rejilla, únicamente estaba amueblado con mesas para fijar planos arquitectónicos.
Zeidler señaló la sala con un gesto del brazo.
—Parte de mi sala de trabajo —dijo indicando las mesas—. De vez en cuando aún tengo entre manos algunos encargos de arquitectura.
Retiró una silla para que Foster se sentara, y él se instaló detrás de la mesa metálica. Foster observó que encima de la mesa la única pieza del equipo era un ordenador verde.
—O sea —dijo Zeidler— que su libro es sobre arquitectura alemana. ¿Querría hablarme de él?
—Preferiría mostrárselo —dijo Foster. Levantó su carpeta y se la tendió—. Como puede usted ver se titula Arquitectura del milenario Tercer Reich. Lo que se hizo y lo que se planeó, pero nunca se llevó a cabo. No tiene que molestarse en examinar el libro entero. Sólo para darle una idea de lo que tengo. Y también para darle una idea de lo que me falta.
Zeidler comenzó a pasar las páginas de fotografías y dibujos de la carpeta. Sin levantar la mirada, preguntó:
—¿Qué es lo que falta?
—Los edificios y los diseños que usted realizó para Albert Speer y Hitler, cuando era socio de Speer. Por lo que usted me dijo por teléfono, debió de ser una época delirante.
—Mucho —confirmó Zeidler, mientras continuaba absorto en la carpeta. Terminó de hojearla, la cerró y la devolvió a Foster—. Sí, parece que lo tiene todo excepto lo que yo hice.
—Quiero que este libro sea completo, señor Zeidler. Necesito conocer lo que usted realizó.
—Más bien poco. Sin embargo, es de cierta importancia.
—Por lo que he podido saber, usted construyó y diseñó siete edificios para Hitler.
Zeidler movió afirmativamente su esquelética cabeza.
—Siete, exactamente.
—No he podido encontrar fotografías, ni siquiera dibujos, de ninguno de ellos entre los papeles de Speer.
Zeidler arrugó su afilada nariz.
—Speer no estaba precisamente orgulloso de ellos. Así que no conservó copias. No las encontrará en ninguna otra parte porque se suponía que eran secretos.
—¿Secretos? ¿Por qué?
—Porque los edificios eran alojamientos subterráneos ocultos destinados a Hitler cuando se trasladaba por Alemania durante la guerra —dijo Zeidler.
—¿Y realmente fueron mantenidos en secreto? —preguntó Foster.
—Bueno, en la medida en que pueden mantenerse secretas las obras de construcción —dijo Zeidler—. Al fin y al cabo en todas las construcciones interviene siempre un número bastante elevado de personas. Están los obreros, aunque en la mayoría de los casos Hitler daba estos trabajos a obreros esclavos: judíos, polacos, checoslovacos, y después de terminar la obra se los ejecutaba. Cuando se acababa uno, Hitler destinaba a un general de la Wehrmacht y a miembros de su estado mayor a cada subterráneo. Los enemigos del Reich no conocieron la existencia de estos edificios subterráneos hasta que la guerra hubo terminado.