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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (24 page)

—Sí quiero —dijo dejando su copa—. ¿Seguro que estás preparada?

—Estoy preparada —dijo—. Falta saber si lo estás tú.

Foster nunca se había desnudado más de prisa; tiró sus ropas al suelo, hasta quedar desnudo delante de ella.

La mirada de Emily no le abandonó ni un momento, y los dos supieron que estaba preparado.

Emily alargó la mano para acariciar su dura erección.

—¡Qué delicioso! —susurró.

Rex sintió que si no la poseía pronto su cabeza se desvanecería y su rígido cuerpo en tensión también.

Se reclinó en la cama junto a ella mientras los delgados dedos de Emily jugueteaban alrededor de su pene. Ella lo miraba con una sonrisa.

—Me gusta lo que veo —dijo suavemente—. Por lo que veo va muy en serio.

—Lo más en serio posible, y quiere compañía.

Ella le soltó, con su sonrisa todavía en los labios, y se dejó caer sobre la almohada.

—Estás invitado —susurró.

Levantándose sobre las rodillas la vio desnuda, por fin con claridad. Bajo los protuberantes pechos de un blanco lechoso con las puntas marrones, arrancaba su abdomen liso, su caja torácica tersamente perfilada, su ombligo como un fino tajo, el cabello rojizo y fino de su pubis: una maravillosa franja triangular que dejaba ver el capullo de su clítoris y los estrechos pliegues de su vulva y sus labios.

Emily abrió ampliamente sus piernas y él se inclinó entre ellas para acariciar su clítoris con la lengua.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, querido!

Luego él se tumbó encima suyo, entre sus muslos, y deslizó muy hondo su pene dentro de ella, sintiendo la maravillosa sensación de su vulva que se abría húmeda y cálida agarrando su pene y sujetándolo profundamente en su interior.

—¡Oh, Dios mío! —repetía Emily una y otra vez.

Él consiguió recobrar su voz y dijo:

—Nunca, nunca he sentido nada parecido en mi vida. Te amo, Emily.

Luego empezó a moverse firmemente dentro de ella, primero con movimientos largos y suaves, y luego más rápidos, más fuertes e incesantes.

Veía el radiante rostro de Emily, los ojos cerrados, la cabeza girando de un lado a otro sobre la almohada, los labios pronunciando algo que no podía oír. Podía ver el ascenso y descenso de sus pechos redondos y los movimientos circulares de sus nalgas. Levantaba mucho las caderas, levantaba sus muslos temblorosos, y él se introducía más profunda e incansablemente en ella. Las manos de Emily buscaron a tientas sus testículos y los recogieron. Él suspiró y cayó de plano sobre ella, sintiendo el regalo de sus pechos, buscando y hallando sus labios carnosos, su lengua, escuchando cómo su corazón y el martilleo de Emily sonaban al unísono.

La humedad se estaba tragando a Rex debajo suyo, pero él no disminuía el ritmo, seguía moviéndose hacia adelante y hacia atrás, dentro de aquel camino resbaladizo.

Bruscamente el torso de Emily se levantó, sus nalgas se alzaron, sus muslos se estrecharon alrededor de él, atornillándole en una grande y prolongada convulsión.

—¡Oh, querido! —exclamó jadeando.

Pero él continuó, y entonces ella tuvo otro estremecimiento orgásmico y, momentos después, explosivamente, se corrió también él.

Yacieron inmóviles uno en los brazos del otro durante minutos que parecieron infinitos. Después de un rato, vio que los ojos de Emily se cerraban de sueño y pudo oír su respiración en un relajado sopor de adormecimiento.

Dulcemente, separó su cuerpo del suyo, retirando su fláccido y saciado pene.

Después de un rato, sentado en la cama junto a ella, con las piernas cruzadas, comenzó a contemplarla dormida. Nunca se había sentido más satisfecho, más lleno, más en paz consigo mismo. La miraba con amor y apenas podía recordar ya a esa mujer tal como la vio cuando se conocieron. La recordaba a medias como una mujer demasiado serena, dueña de sí misma, autónoma, intimidante por su erudición e independencia, deseable pero aparentemente inalcanzable.

Y ahora se había desnudado totalmente para él, había sucumbido a su pasión hacia él, se había fundido con él, había pasado a formar parte de él como él había pasado a formar parte de ella.

El amor que sentía hacia ella era casi insoportable. E igual era su felicidad.

Cuando volvió a cubrir su cuerpo con la manta se dio cuenta, más que nunca, de lo valiosa que era para él. Sintió un estremecimiento al recordar lo que había sucedido pocas horas antes. Alguien había intentado matarla. Alguien podía intentarlo de nuevo. No debía permitirlo. No se arriesgaría a perderla.

Sin embargo, sabía que ella sólo podía estar segura si abandonaba la búsqueda de Hitler e ignoraba el enigma de la muerte de su padre.

Foster comprendió con claridad que Emily no abandonaría ninguna de las dos pesquisas, por mucho que le amara, por mucho que quisiera estar con él.

Deslizándose bajo la manta a su lado, sintió que Emily se agitaba ligeramente y que luego cruzaba el brazo sobre su pecho. Miró su deliciosa cara en reposo, alcanzó a apagar la lamparilla e intentó pensar qué podía hacer para protegerla, a ellos dos, a su futuro. Esto en la oscuridad parecía insoluble. Y pronto se quedó dormido.

6

Foster se despertó a media mañana y al enfocar la mirada en el techo supo que no se hallaba en su propia habitación. Durante un momento no estuvo seguro de dónde había pasado la noche.

Pero instantáneamente recordó, y alargó el brazo buscando a Emily en la cama, sin encontrar nada. Giró la cabeza sobre la almohada y vio que su lugar estaba vacío.

Se enderezó inmediatamente.

Emily estaba de pie junto al tocador, cerrando un sobre grande. Tenía el pelo suelto, sin peinar, y llevaba el albornoz de baño que no acababa de cubrirle los pechos. Iba descalza y con las piernas desnudas.

Él comenzó a sentir el endurecimiento entre sus piernas.

—Emily, ¿qué haces?

Ella se volvió sonriendo.

–He encontrado el número telefónico y la dirección de Rudi Zeidler que no estaban en la guía. A eso viniste en realidad, ¿no es así?

Rex sonrió diciendo:

—¿Quién es Rudi Zeidler?

—Bueno, ya conseguiste lo que venías buscando, ¿no? Ahora vale más que te vayas y encuentres esos planos arquitectónicos que faltan, ¿no crees?

—Emily —dijo en voz baja—. Estoy enamorado de ti. Nunca he conocido a nadie como tú. Y no quiero volver a estar con ninguna otra mujer.

Emily dejó de sonreír y dijo:

—¿Lo dices en serio?

—Quiero estar contigo cada segundo de mi vida de ahora en adelante. —Su deseo hacia ella comenzaba a ser desbordante—. Emily, quiero estar contigo ahora mismo.

—¿Ahora mismo?

—En este instante —dijo en tono imperativo dejándole un sitio en la cama.

—¿Y por qué no? —dijo Emily.

Tiró el sobre, desató el albornoz, se lo sacó de encima y lo dejó caer a un lado.

Posó desnuda junto a la cama, con los brazos estirados lánguidamente a cada costado, pero sus pechos subían y bajaban al compás de su agitada respiración.

Foster sentía crecer su erección entre sus piernas.

Arrojó la manta a un lado y quedó tumbado de espaldas, con los brazos abiertos para recibirla, y su miembro dirigido hacia ella.

Con un grito de placer Emily saltó a la cama, se sujetó a sus hombros y se puso a horcajadas encima suyo. Fue bajando su cuerpo con soltura hasta que la punta de su miembro tocó su vagina. Se colocó de manera que su abertura encontrara la dureza de su erección. Luego se dejó caer cada vez más profundamente mientras su vulva se iba llenando con la penetración.

Luego Emily empezó a cabalgar encima suyo, moviéndose arriba y abajo y meciéndose, mientras se agarraban y se ceñían el uno al otro sin parar.

Después de muchos minutos, fueron rodando poco a poco sobre sus costados, colocándose cara a cara, y él comenzó a dominar los movimientos pélvicos.

Pronto estuvo encima de ella, y se aceleró el ritmo de su intenso acoplamiento.

Casi media hora después, él se soltó y la llenó con su orgasmo, y cuando hubo terminado, ella se corrió salvajemente, sintiendo la descarga desde la punta de los dedos hasta la punta de los pies. Al cabo de un ratito, se separó del cuerpo de Emily y vio que tenía los ojos fuertemente cerrados y que sus caderas se mecían. Se agachó entonces y comenzó a acariciar su clítoris. Ella se corrió en seguida otra vez. Y luego una tercera, y una cuarta.

Cuando hubieron acabado, él la tomó en sus brazos, y ella se abrazó a él con la cabeza sobre su velloso pecho.

Luego ella se desprendió, echó hacia atrás con la mano su largo cabello y se apoyó en un codo mirándole.

—¿Sabes? —dijo Emily—, podemos seguir haciéndolo todo el día.

—Y toda la noche —le recordó él.

—Pero uno de nosotros ha de ser práctico —dijo ella—. Puesto que tú eres el hombre de la casa, convendría que te pusieras a trabajar. Podrías visitar a Zeidler.

Él se sentó en la cama y preguntó:

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Voy a tomar un gran desayuno con el hombre al que amo. Luego le voy a despachar hacia Herr Zeidler.

—¿Y cuando me haya marchado?

—Voy a coger tu llave y voy a ir a tu habitación. Recogeré tus cosas y las trasladaré a esta suite. Podemos estar los dos aquí por el precio de uno. Nunca viene mal ahorrárselo. Eso si tú estás de acuerdo, claro.

—Totalmente —dijo Foster.

—Y cuando haya traído aquí tu equipaje, comenzaré de nuevo mi búsqueda de Herr Hitler.

—Pero con cuidado.

—Con mucho cuidado.

Foster saltó enérgicamente de la cama.

—Antes déjame ducharme y vestirme. En cuanto hayamos terminado de desayunar, antes de intentar ver a Zeidler, iré a dirección y les contaré lo del hombre del cuchillo de anoche. No quiero que corras más riesgos, mi amor.

Ella le miró sonriendo desde la cama; él, por su parte, se inclinó para besarla y le resultó más difícil que nunca dejar de hacerlo.

En su habitación individual de la cuarta planta, Foster marcó el número que Emily le había proporcionado, donde esperaba encontrar a Rudi Zeidler.

La voz masculina que respondió al teléfono al otro lado del hilo sonaba alegre y joven, y Foster se preguntó si sería Zeidler, pues imaginaba que el socio de Speer debería tener ahora unos sesenta y cinco años.

La voz confirmó que sí, que él era realmente Rudi Zeidler.

—¿Quién es usted? —preguntó en alemán.

—Me llamo Rex Foster, y estoy tratando de localizarle hace algún tiempo —respondió Foster en alemán.

—Tiene usted acento americano —dijo Zeidler.

—Es que soy un arquitecto de Los Angeles —explicó Foster.

—Muy bien —dijo Zeidler, cambiando al inglés—. Me fascina la arquitectura primitiva de California, especialmente el estilo colonial español o de misión. —Tosió y continuó hablando—. ¿Por qué trataba usted de localizarme, y quién le dio mi número de teléfono?

—Conseguí su número de teléfono a través de una amiga británica, la señorita Ashcroft. Ella y su padre, el doctor Harrison Ashcroft, estaban trabajando en una biografía sobre Hitler. El doctor Ashcroft le entrevistó en una ocasión.

Hubo una pausa.

—Sí, sí, ahora me acuerdo. Un hombre inteligente. Pasé una tarde con él. Así que ahora me llama usted. ¿Y para qué?

—También para charlar un ratito con usted. Estoy terminando un libro sobre... —Foster se detuvo dudando, pues no quería emplear la palabra nazi—, sobre la arquitectura alemana durante el Tercer Reich. Sé que usted jugó un papel importante.

—Un papel menor. —Luego Zeidler pareció reconsiderar su juicio y añadió—: Bueno, quizás a su manera, fuese vital. ¡Ah, fue una locura lo que tuve que hacer para ese lunático de Hitler!

—Me gustaría conocer todo eso, y encontrarme con usted lo antes posible.

—Lo antes posible es hoy. ¿Está usted libre hoy?

—A cualquier hora, cuando a usted le vaya bien.

Quedaron para comer juntos.

Satisfecho con la cita y agradecido a Emily por haberlo hecho posible, Foster decidió emplear la siguiente hora echando una mano a Emily en el traslado de sus cosas a su suite.

Tarareando alegremente mientras pensaba en Emily y revivía las últimas escenas de amor, vació sus pocas prendas de los cajones del armario y las puso sobre la cama, descolgó sus chaquetas y pantalones de las perchas y las llevó a su bolsa, reunió todos sus artículos de tocador y los metió en un neceser de cuero, y finalmente metió las prendas que había encima de la cama en su cartera. Todo estaba en orden, dejaría su maleta allí para que Emily la llevara a su suite y la abriera.

Cuando estaba listo para salir, Foster llamó al mostrador de información y dijo que quería hablar con la dirección del Kempinski lo antes posible. Añadió que tenía que comunicar un incidente grave. Como se negó a decir nada más, le aconsejaron que bajara al vestíbulo en donde sería atendido.

Foster, vestido con una liviana chaqueta deportiva a cuadros, se puso la carpeta de su libro de arquitectura bajo el brazo y se dirigió hacia el ascensor.

En el vestíbulo encontró a una persona que le esperaba ya frente al mostrador de información.

El caballero, elegante y de baja estatura, que resultó ser suizo, no era el director sino un ayudante. El director pasaba unos días en Baden-Baden, y el ayudante estaba encargado temporalmente de la dirección.

—¿Tiene usted algún problema? —preguntó el ayudante.

—Sí, y creo que usted también —respondió Foster.

Foster, sin derrochar palabras, narró al ayudante de dirección lo que había sucedido anoche en la suite de Emily Ashcroft cuando atentaron contra su vida.

El ayudante de dirección escuchaba cada vez más horrorizado.

—¿Un camarero del servicio de restaurante con una navaja? —dijo marcando exageradamente cada sílaba—. ¿Está seguro de que era un camarero?

Foster describió el atuendo del agresor.

—¿Podría reconocer a ese hombre si le viera?

—Le vi a duras penas solamente un instante, pues todo pasó muy de prisa. Pero podría reconocerle.

—Muy bien, señor Foster. Espere un momento. Tenemos fotografías de identidad de todo nuestro personal, y también de los que llevan el servicio de restaurante en las habitaciones. Voy a enseñárselas. —Antes de marcharse dijo—: ¿Le importaría repetir lo que me ha contado al jefe de conserjería que está aquí? Quizás él vio a esa persona, a alguien sospechoso, salir del hotel anoche. ¿A qué hora fue?

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