Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
Evelyn había observado después que nunca colgaron el óleo en el salón o en el comedor, y que había sido relegado al dormitorio trasero de prima Liesl.
Así que Evelyn dejó de llevarles regalos valiosos. Después de aquello, y ya para siempre, sus regalos fueron chocolates, pastitas o colonias.
Esa mañana eran pastitas, y Klara tarareaba alegremente mientras acercaba la bandeja de pastas a su madre y a su tía Evelyn. Cuando Klara se sentó, Evelyn la miró con placer, disfrutando y contagiándose de su euforia. Klara charlaba de la nueva vida que crecía en ella, y de lo feliz que había hecho a Franz, y discutía los diferentes nombres de niño o niña.
Evelyn escuchaba con un ojo en el reloj de mesa (no le gustaba hacer esperar a Wolfgang Schmidt en la cita de su almuerzo semanal, pues sabía lo ocupado que estaba siempre) y decidió que la próxima semana compraría unas botitas blancas de bebé; estaba segura de que un regalo así gustaría tanto a la madre como al padre.
Se despidió exactamente a las doce menos cuarto, volvió caminando hacia la Ku'damm y luego se dirigió al restaurante Mampes Gute Stube, donde ella y Schmidt se seguían citando para esos almuerzos semanales desde hacía tantos años.
Al acercarse al restaurante, Evelyn vio que Wolfgang Schmidt estaba ya allí. El Mercedes negro que utilizaba el jefe de policía de Berlín, con el chófer dormitando detrás del volante, estaba aparcado en su plaza reservada. Al ver el coche, Evelyn se dio cuenta, una vez más, de lo afortunada que era por tener un amigo de confianza, tan querido, y tan poderoso, en esa metrópolis que se había convertido para ella en nueva y desconcertante.
Evelyn recordó que, en realidad, Schmidt había empezado en un humilde puesto del cuerpo de policía, y había logrado llegar a la cima gracias exclusivamente a su esfuerzo y capacidad. Schmidt, después de terminar su servicio en las derrotadas Schutzstaffel, buscó un empleo apropiado para él, regresó a Berlín, su ciudad nativa, y solicitó un trabajo en la policía. Los aspirantes tuvieron que pasar un exhaustivo examen del nuevo gobierno democrático, pero las credenciales de Schmidt, como Camisa Negra de las SS y a la vez antinazi secreto durante muchos años, fueron las que más impresionaron de todas las presentadas. Entre los muchos oficiales que habían estado a las órdenes del conde Von Stauffenberg —quien había intentado derribar a Hitler y asesinarle en Rastenburg en julio de 1944—, Schmidt había sido el único gran conspirador que escapó al castigo. Schmidt había esquivado todas las trampas nazis tendidas a los conspiradores y sobrevivió para convertirse en héroe antinazi. Estas referencias eran lo único que necesitaba la ciudad de Berlín para darle un cargo en las fuerzas de la policía. Diez años atrás pasó a ser jefe de policía, y actualmente seguía siéndolo. Aparte de Klara y de su prima Liesl, ésta era la persona de quien más dependía Evelyn Hoffmann en el mundo exterior.
Evelyn entró en el Mampes Gute Stube por la terraza acristalada del café, y se introdujo en la fría oscuridad del restaurante. Pasó junto a las banquetas tapizadas de marrón y las mesas de superficie de cerámica hasta la solitaria mesa situada al lado de la antigua y decorativa estufa de porcelana en el extremo izquierdo de la sala, una mesa que la dirección mantenía aislada de las demás en atención a su cliente habitual, el jefe de policía.
Cuando vio a Evelyn, el jefe Wolfgang Schmidt se puso en pie dificultosamente con la gracia de un elefante. Evelyn pensó que su semblante tenía el aire prusiano de Erich von Stroheim, sólo que Schmidt era más grande, mucho más grande, con una reluciente calva, músculos abultados, estómago protuberante, y como siempre no iba con uniforme, sino con un traje azul de ejecutivo.
Evelyn se sentó cómodamente enfrente suyo.
—¿Has pedido? —preguntó como siempre Evelyn.
—Ya está encargado —dijo él.
Eso significaba que la gemischter Salat, los Rühreier mit Speck Wecke y el segundo té del día para Evelyn, y el plato de Rinderroulade o de Leberwurst, Bratkartoffeln, y la pinta de cerveza Weihenstephan para Schmidt, llegarían en seguida.
—¿Cómo estás, Wolfgang? —preguntó.
—Mejor que nunca —respondió él—. Y tú, Effie, ¿cómo estás tú? —era la única persona viva que se atrevía a llamarla por su apodo íntimo de antaño, y a ella le alegraba que lo hiciese.
—Una mañana llena de incidentes —dijo Evelyn—. Tengo que contarte noticias maravillosas. ¡Klara está embarazada!
Schmidt respondió con una ancha sonrisa y le cogió la mano.
—Felicidades, Effie; sé lo que eso significa para ti.
—Lo significa todo. Te agradezco tus buenos deseos.
—Me preguntaba si esto llegaría a pasar. Ahora por fin vas a ser abuela —manifestó Schmidt, moviendo su voluminosa cabeza. Evelyn miró furtivamente a su alrededor.
—Voy a ser tía abuela —replicó, corrigiendo a su amigo.
—Si insistes.
—Ya sabes que es mejor para todos.
—Supongo que sí —dijo afirmando con un gesto.
Los dos permanecieron en silencio mientras un camarero con delantal servía a Schmidt su bistec enrollado con patatas fritas, y a Evelyn la ensalada mixta, los huevos revueltos con bacon, y una cesta de panecillos.
Schmidt dijo despreocupadamente mientras se llevaba un trozo de carne a la boca:
—¿Has leído ya el periódico de hoy?
—¿Quieres saber si he leído algo sobre la biografía de Hitler que van a publicar en Londres? Sí, lo he leído. Y también que la hija del doctor Ashcroft va a terminar el libro por él. No me sorprende en absoluto. Supuse que ella o alguien más lo haría.
Schmidt examinó a Evelyn desde debajo de sus pobladas cejas.
—Ésas no son las últimas noticias, Effie.
—¿Ah, no?
—La última noticia es que Emily Ashcroft llega a Berlín dentro de poco. Se alojará en el Kempinski. —Se detuvo un momento—. Tú sabes que ésta no es una visita social.
Evelyn esperó.
—Por supuesto viene para descubrir si el Führer sobrevivió a la guerra, y de ser así, cuándo y dónde terminó realmente su vida. Evelyn asintió un momento con la cabeza:
—Qué imprudencia la suya —dijo a media voz.
Ambos siguieron comiendo en silencio, ni siquiera volvieron a referirse al tema hasta que terminaron y se preparaban para despedirse.
Evelyn, levantándose, ya de pie, dijo como si se le acabara de ocurrir:
—Emily Ashcroft —murmuró—, supongo que será interesante saber qué descubre.
—No te preocupes, Effie. Sabremos en todo momento con quién habla la señorita y sobre qué hablan. Déjalo en mis manos. Siempre has podido confiar en mí. Ahora también puedes hacerlo.
Evelyn apretó los dedos de Schmidt.
—Amigo mío —dijo, y se marchó.
Media hora después, se apeó de su autobús en la Askanischer Platz, se detuvo en el semáforo, cruzó la calle, pasó por delante de la librería de la esquina y entró en el café Wolf. Las pocas mesas dispersas estaban vacías, pero en la barra de su derecha la secretaria de una oficina del mismo edificio estaba pagando un bocadillo de jamón para llevárselo a su jefe.
Evelyn avanzó lentamente hacia el extremo del café, luego entró en la cocina por una puerta giratoria. Allí estaban apostados, como siempre, dos guardias, discretos pero fornidos, ambos vestidos de chef. Uno de ellos, el mayor de los dos, le resultaba familiar. El otro, el más joven, no. Les lanzó una sonrisa fugaz y pasó entre ellos.
El más joven alargó la mano, con la intención de interceptarla y bloquearle el paso, pero el otro le agarró por el brazo, le empujó hacia atrás e inclinó respetuosamente la cabeza a su paso. Evelyn abrió una puerta situada en el extremo de la cocina que dejó ver una escalera, y se perdió de vista.
El guardián más joven protestó diciendo:
—Pero no ha enseñado su tarjeta de identidad.
El guardián mayor agitó la cabeza comprensivamente.
—Tú eres nuevo aquí, Hans. ¿Viniste con esa última hornada de Suramérica?
—Sí. Y me ordenaron que todo el que entrara debía presentar una tarjeta de identidad.
—Menos ella. Ella no —dijo el mayor.
—¿Por qué no? ¿Quién es ella?
El guardián mayor sonrió:
—Bueno, a sus espaldas su apodo fue siempre la Viuda Alegre.
—¿La Viuda Alegre?
—Sí, porque en los viejos tiempos su amante apenas estaba con ella, y se pasaba mucho tiempo sola.
—¿Pero su nombre auténtico?
El guardián mayor se inclinó acercándose al joven y dijo en voz baja:
—Acabas de conocer a Eva Braun. Más concretamente a Frau Eva Braun de Hitler. Sí, amigo mío, bien venido al Tercer Reich.
Emily Ashcroft, después de inscribirse en la recepción del hotel Bristol Kempinski, se fue al ascensor con el empleado, subió al tercer piso y entró en la suite 229. Era una suite excelente, con una salita de estar que le permitiría trabajar cómodamente, un gran dormitorio con una cama de matrimonio y un cuarto de baño revestido de cerámica que daba al dormitorio. Sobre la mesa de trabajo del dormitorio y la mesita de café de la sala de estar había un par de jarrones con flores recién puestas. Sobre el televisor descansaban tres botellas: whisky, vodka y vino rosado de Tavel, y además vasos, servilletas y un cuenco con hielo, y en el escritorio, al lado del aparato, una bandeja con queso y galletas saladas y una tarjeta que decía: «Saludos del director general.»
Una recepción acogedora.
Emily cogió el folleto verde que llevaba impreso el número de su suite, y vio que la primera página contenía el siguiente encabezamiento: «Herzlich Willkommen im Bristol Hotel Kempinski Berlin.» Las demás páginas contenían fotografías e información sobre las amenidades que el hotel ofrecía. Luego Emily descubrió que debajo del folleto le habían dejado un mensaje telefónico.
Lo leyó y vio que procedía de Peter Nitz, el periodista del Berliner Morgenpost que le había escrito la semana anterior contándole que había presenciado el accidente de su padre. Emily le había contestado informándole de su traslado a Berlín para finalizar la investigación que su padre había comenzado; le decía que confiaba que podría verle poco después de su llegada, no sólo para darle personalmente las gracias, sino para que le informara sobre sus perspectivas en Berlín. El mensaje telefónico, recibido aquella mañana en la recepción, decía que Peter Nitz tendría mucho gusto en verla a las dos. Si ella no le indicaba otra cosa, acudiría directamente a su suite.
Esto le dio tiempo para deshacer las maletas, bañarse y cambiarse de ropa. Cuando hubieron depositado en el dormitorio las tres piezas de su equipaje, Emily abrió la bolsa y la colgó en un armario. Luego abrió las maletas. Una contenía libros y fichas necesarios como material de referencia para los capítulos finales de Herr Hitler. Emily cogió su neceser y entró en el baño. Había espejos por todas las paredes. Mientras se desvestía, Emily iba tomando conciencia de su cuerpo desnudo. No estaba mal para una mujer del mundo académico, pensara lo que pensase aquel imbécil de Jeremy Robinson. Algún día, alguna persona decente se sentiría atraída por su cabello castaño, sus ojos verdes, su nariz respingona y pecosa con delicadas ventanas y sus labios carnosos. Quizá los pechos resultaban algo pequeños para según qué gustos, pero eran firmes. El vientre era plano gracias a los esforzados ejercicios diarios, y la pequeña cintura flexible, y no dejaba de ser interesante el lunar marrón debajo de su hondo ombligo. Las caderas tenían una feminidad aceptable y los carnosos muslos completaban unas largas y bien torneadas piernas. Sin embargo, a pesar de todos estos atractivos no había conseguido encontrar al hombre adecuado. Cuando Emily hubo acabado su licenciatura se fugó con un profesor de literatura quince años mayor que ella, de quien se había enamorado. Él era una persona inmadura y arrogante, y un don Juan, pero sobre todo era un ser empalagoso. La unión duró sólo seis meses. Después Emily tuvo varias relaciones pasajeras y algunos amantes, pero sin hondura emocional ni auténtico amor.
Poco a poco fue encontrando sus principales satisfacciones en la enseñanza y en la creación literaria. Cinco años atrás, cuando su padre le había pedido que colaborara con él en la investigación de Herr Hitler y que escribiera la mitad de los capítulos, Emily aceptó emocionada. Pero de vez en cuando, y últimamente cada vez con mayor frecuencia, echaba a faltar el amor, la compañía y el calor físico de un hombre. El encuentro en la BBC con Jeremy Robinson le había dado algunas esperanzas, pero ahora, desde su perspectiva actual, comprendía que le habían impulsado a sostener aquella relación sus deseos de compañía y no sus sentimientos por el propio Jeremy. Se había cegado a sí misma y no había querido ver que en realidad era Jeremy una esperanza ilusoria.
Después de aquel desastre, le había dado más satisfacciones que nunca concentrar sus energías en Adolf Hitler y en su increíble corte de bufones.
Emily echó una última mirada a su desnuda figura, se sumergió en un baño tibio de burbujas y se preguntó si podría resolver por sí sola el enigma del fin de Hitler. Peter Nitz era un punto de partida bastante bueno. Un periodista como él le podría proporcionar algunas pistas. Y además contaba con el doctor Max Thiel, quien creía que Hitler había sobrevivido a la guerra y con el profesor de Alemania oriental Otto Blaubach, que quizá le concedería el permiso para excavar el búnker del Führer.
Cuando Emily hubo finalizado su baño y se hubo secado con la toalla del hotel buscó unos sostenes ajustados de color carne y unas minibragas de nailon (las normales no le gustaban), y se puso una blusa blanca sencilla, una falda plisada y fresca de color azul, y unos mocasines. Sin medias. Acababa de maquillarse cuando oyó el timbre y observó que Peter Nitz llegaba a la hora en punto.
Resultó ser un hombre bajo y grueso de negro y escaso cabello con grandes entradas, unos ojitos brillantes, un escuálido bigote y un cigarrillo encendido. Tenía en los labios una ligera sonrisa, pero Emily comprendió que pertenecía al grupo de los serios.
Nitz se quedó en el centro de la habitación mirándola atentamente.
—Estoy encantada de que haya venido, señor Nitz —dijo ella—. ¿Quiere almorzar? Puedo pedir que nos traigan comida.
—He almorzado ya, gracias. Pero encárguela para usted, por favor.
—Comí un bocadillo en el avión. De momento tengo suficiente. ¿Quiere beber algo?
—Bueno...