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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (8 page)

Después de dar un rodeo se acercó a la plaza de la Constitución, contempló el palacio del Congreso como se merecía y tomó asiento en un rincón sombreado para refrescarse y mirar a los peatones, menos numerosos ahora, pues había empezado la hora de la siesta.

Sentada en el banco, Tovah sintió deseos de reconstruir los últimos tres años de su vida: los hechos que la habían llevado a aquella ciudad remota y húmeda. Antes, en la escuela, había estudiado inglés (todos los jóvenes de Israel hablaban inglés), español (porque era difícil) y alemán (porque sus abuelos, tanto paternos como maternos, habían nacido, vivido y muerto en Alemania). Habían muerto en campos de concentración o cámaras de gas, aunque antes habían enviado a sus hijos a Palestina, y éstos habían crecido allí, se habían conocido, se habían casado y se habían convertido en sus padres).

Tovah, para mejorar su español, había pasado sus primeras vacaciones en Suramérica, y en dos ocasiones había acompañado a su padre a Berlín occidental por una cuestión de compensaciones. Su abuelo paterno había sido propietario de una próspera tienda en aquella ciudad, que le fue confiscada antes de morir él mismo en la Solución Final nazi. Tovah no acabó de congeniar con Berlín occidental, y a pesar de la animación y vida de la ciudad, despreció lo que había sido en el pasado. A pesar de todo consideró que los jóvenes eran personas decentes, amistosas y muy parecidas a sus amigos israelíes. Cuando le confesó esta debilidad a su padre, éste se echó a reír y dijo:

—No te preocupes por los jóvenes. No son nuestros enemigos. Preocúpate por los viejos, los de sesenta a ochenta años. Puedes estar segura de que la mayoría de ellos eran nazis. Son los que dicen: «Ah, con el Führer los tiempos eran mejores. Ahora Berlín se ha llenado de extranjeros, y nuestros estúpidos jóvenes se dejan drogar por los americanos y por otros extranjeros. Tenemos que ser más duros con ellos. Tenemos que limpiar toda esta porquería.» Son ellos, Tovah, quienes desean tener de nuevo un país de rubios.

Aparte de los idiomas, la otra especialidad de Tovah en la universidad había sido el periodismo. Ella había tenido desde siempre curiosidad de periodista y ojos de reportero. Había obtenido resultados brillantes en sus clases de periodismo, y después de graduarse y de servir en el ejército, había entrado fácilmente en el Jerusalem Post como cronista colaboradora. Cuando estaba a punto de finalizar su primer año en la empresa la llamó a su despacho el director del periódico, un acontecimiento no muy frecuente.

—Tovah —le dijo—, tengo un encargo especial para ti, muy especial.

—¿Qué significa especial?

—Significa que el director del Mossad quiere concederte una entrevista. El Mossad no ha hecho nunca nada semejante, no ha permitido siquiera que entrara en su edificio de las afueras de Tel Aviv ningún periodista nuestro. Pero esta mañana el director del Mossad nos ha hecho la propuesta correspondiente y ha pedido concretamente que fueras tú.

Tovah quedó asombrada. Era bien conocido el secreto que envolvía esa rama del gobierno israelí, el servicio secreto fundado en 1951.

—¿Por qué yo? —preguntó.

—Probablemente han leído alguno de tus artículos y les ha gustado.

—¿Qué pueden contarme?

—Averígualo. Mañana a las diez de la mañana estás citada con el memuneh, el padre, o sea el director en persona. Sí, mañana te enterarás.

Cinco minutos después de encerrarse a solas con el director del Mossad, un hombre enérgico y directo que no malgastaba palabras, Tovah descubrió qué quería contarle. No quería proporcionarle un artículo: quería darle trabajo.

—Nuestro trabajo consiste en vigilar lo que hace la gente —le dijo—, y en el último medio año hemos vigilado lo que ha estado usted haciendo. Disponemos de novecientos agentes y personal adicional. Un centenar de personas están en esta central y el resto en otras partes del mundo, pero la mayoría de los agentes no son mujeres. A mí me ocurre lo mismo que a nuestro anterior jefe, Meir Amit: no me siento cómodo cuando utilizo a mujeres. Tarde o temprano una hembra puede considerar necesario utilizar el sexo para conseguir lo que desea. No me gusta, pero...

Se encogió de hombros, dejando el tema en suspenso, y Tovah se dio cuenta de que estaba repasándola. Ella sabía, lo sabía desde siempre, que era una mujer atractiva, atractiva de un modo perfectamente goy. Cabello largo y muy rubio. Ojos azules. Nariz aguileña. Boca pequeña. Pecho firme y lleno. Piernas bien torneadas. Nada que recordara a una judía. Los alemanes arios podrían considerarla como uno de sus ejemplares perfectos.

El director había estado midiendo ahora su calidad de mujer. Ella sintió la necesidad de responder.

—No me importa. Me refiero al aspecto sexual. No soy una niña. Una hace en la vida lo que tiene que hacer.

El director emitió un gruñido.

—Puede ser un trabajo peligroso para un agente de campo. Nosotros no somos partidarios de asesinar. Creemos en la autodefensa. Formamos a todos los agentes para que utilicen armas, muchas armas. Enseñamos a todos los agentes a mentir y a engañar, si es preciso. Nos interesan solamente los resultados. Nuestros agentes son funcionarios, con sueldo del gobierno. Se cobra durante tres años un millón trescientos diez mil shekel, no mucho si se pasa a moneda americana: ochocientos dólares al mes. Nadie se hace rico con esto. Todos saben que están ayudando a Israel a sobrevivir. Si está interesada, podemos arreglar su situación con su director. Usted continuará trabajando para el Jerusalem Post, aquí y en el extranjero. Ésta será su tapadera. Pero su trabajo principal consistirá en trabajar para el Mossad.

—¿Haciendo qué?

—Muchas cosas. La enviaremos en misión al extranjero. Primero la entrenaremos durante doce meses, mientras esté de excedencia de su periódico. Aprenderá a enviar comunicaciones codificadas, a seguir la pista de un sospechoso y a librarse de un perseguidor, aprenderá el combate cuerpo a cuerpo, y a utilizar una Beretta 22. Luego estará ya a punto para actuar.

—¿Y por qué yo? —insistió ella.

—Ya le he dicho que hemos seguido sus pasos. Nos ha gustado su rostro y su tenacidad. Nos gustaron sus artículos llenos de precisión. Nos gustó que dominara el alemán, el español, el inglés. —Hizo una pausa—. Bueno, ¿qué nos dice? —Hizo una nueva pausa—. ¿O desea pensárselo?

Tovah, sentada ante el director y escuchándole, había pensado ya en aquello, es decir, en su vida. El trabajo en el periódico estaba bien, pero se había convertido en una ocupación algo monótona y aburrida. Su vida amorosa no era nada especial, aunque recientemente había entrado en su vida alguien especial. Pero ya tendría tiempo para eso más tarde. Tovah ansiaba comprometerse con algo excitante, con algo que tuviera algún sentido. Además quería viajar, escaparse de aquella apretada comunidad de sufrientes, ver nuevos lugares, nuevas personas.

Tovah devolvió la mirada al director.

—Ya lo he pensado —dijo—. ¿Cuándo empiezo?

Tovah había estado ya en el ejército israelí. El entrenamiento con el Mossad fue un poco más de lo mismo, quizás algo más duro, más exigente, más variado, pero continuamente fascinador. Luego trabajó el resto del año en la central de Tel Aviv, descifrando mensajes en código, tomando informes de agentes, interrogando a posibles contactos.

Su primera misión en el extranjero con el nombre de Helga Ludwig fue preparar y escribir un importante artículo de viaje sobre Paraguay. En realidad el Mossad había descubierto una pista fresca sobre el supuestamente fallecido doctor Josef Mengele, el médico de las SS que había enviado a la muerte a trescientas ochenta mil personas inocentes durante el reino de terror de Hitler. Mengele había escapado de la zona americana de Austria y se había fugado a Argentina en 1951, y con ayuda de colonos alemanes, allí y en Paraguay había eludido a todos los cazadores de nazis. Últimamente el Mossad había descubierto un rastro reciente. Habían visto al doctor Mengele en Nueva Germania, una pequeña población del centro de Paraguay. Tovah recibió la orden de verificar la noticia e informarse sobre todo lo referente a otros cinco nazis buscados, que podían estar viviendo todavía ocultos en Paraguay. Tovah se había enterado de muchas cosas, pero la presa principal había resultado tan escurridiza como siempre. La misión ya estaba casi cumplida y Tovah ya podía irse de aquel país abandonado de la mano de Dios. Tovah regresó lentamente al presente, al banco de la plaza de Asunción.

El reloj le dijo que ya eran la una y media: el tiempo justo para regresar a su habitación, almorzar con Ben Shertok y pasarle su informe.

Cuando salió del ascensor del hotel y se dirigió a su habitación, se encontró con que Ben Shertok la estaba esperando ya, apoyado tranquilamente ante la puerta de su habitación y fumando un cigarrillo. Parecía un profesional: pelo alborotado, gafas de concha sobre una nariz de águila. Un jefe de inteligencia tranquilo y abnegado.

Plantó un beso sobre cada una de sus mejillas y se excusó por llegar con anticipación.

—El avión no ha sido puntual, ha llegado antes de hora. Por lo que no me importa si tienes que ir al baño.

Ella le hizo entrar en su habitación.

—Me da vergüenza vivir en este lujoso hotel, aunque sólo sea por un día. Te aseguro, Ben, que las últimas cuatro semanas no se parecieron nada a esto.

—Me lo imagino perfectamente —dijo él—. Me tomé la libertad de encargar el almuerzo mientras estaba abajo. No dispongo de mucho tiempo, pero tampoco quería que comiéramos con prisas. Tengo que estar esta misma tarde en Chile.

—Me lavaré solamente la cara y las manos —dijo Tovah—. He pasado mucho calor. ¿Qué tendremos para almorzar?

—Creo recordar que cuando cenamos en Buenos Aires dijiste que te había gustado mucho aquel plato de maíz triturado y cebollas que habías probado cuando estuviste allí por primera vez.

—Sopa paraguaya —dijo Tovah—. No podías haber escogido mejor.

—También un poco de vino tinto —añadió él.

—Perfecto. Estaré lista en cinco minutos.

Cuando salió al cabo de veinte minutos, vio que ya les habían llevado la comida en un carrito con ruedas instalado entre la ventana y la cama. Descubrió que Shertok había estado despidiéndose de alguien, un hombre regordete con mono que llevaba en la mano una caja de herramientas.

Tovah interrogó a Shertok con la mirada, mientras él se sentaba ante el carrito del almuerzo.

—Un simple colega —explicó—; buscó aparatos de escucha ocultos en la habitación. No encontró ninguno.

Shertok empezó a degustar el vino mientras tiraba de su cigarro. Tovah buscó su bolso, extrajo de él un cuaderno de notas, lo abrió, lo puso sobre la mesa y se sentó ante Shertok.

—Si no dispones de mucho tiempo será mejor que empiece ahora —dijo mientras cortaba la primera bola de maíz, la mascaba y la regaba luego con vino seco.

—¿Cómo fue el viaje? —preguntó Shertok.

—En mi opinión, un fracaso total. No descubrí ninguna pista segura que pudiera informarme sobre el paradero de Josef Mengele.

—¿Vive en este país?

—Todo el mundo dice que sí, pero yo no estoy tan segura. La gente, me refiero a los del país, se dan importancia contando que han visto al «famoso» Mengele en persona o que han hablado con él. Es un magnífico tema de conversación, algo que da prestigio, por decirlo así.

—Sí, lo entiendo muy bien.

Tovah consultaba su cuaderno mientras comía.

—El elemento local sabe que Mengele, después de la ocupación aliada de Alemania y Austria, utilizó una de las redes de escape nazis para llegar hasta Roma, ocultarse en un monasterio de Via Sicilia, obtener un pasaporte falso en España y luego entrar en Argentina en 1951. No es ninguna novedad para nadie que cuando Mengele comprendió que sus perseguidores se le estaban acercando se trasladó a Paraguay, consiguió de algún modo convertirse en paraguayo y vivió de modo bastante público y seguro en Asunción.

Shertok asintió con la cabeza.

—Nosotros pedimos al presidente norteamericano Carter que interviniera en el asunto —dijo—. Carter hizo presión sobre Stroessner, el presidente paraguayo, quien anuló de mala gana la ciudadanía de Mengele. A continuación éste desapareció, se fue de la capital, y desde entonces ha vivido en algún lugar apartado del campo.

Tovah repasó rápidamente sus notas.

—Luego el director consiguió esta nueva pista —continuó diciendo—. Pensó que...

—Últimamente las pistas han sido muy numerosas —le interrumpió Shertok—, gracias a que el gobierno de Alemania oriental y un grupo de estadounidenses se han unido a nosotros y ofrecen en total casi cuatro millones de dólares de recompensa por la captura de Mengele. En junio corrió la voz de que se había trasladado a Brasil, de que vivió allí bajo el nombre de Wolfgang Gerhard y de que murió ahogado y fue enterrado en 1979.

—Bueno, ya sabes que el Mossad no ha aceptado nunca la idea de que Mengele haya muerto en Brasil y esté enterrado allí. En su opinión el informe forense se refería al cuerpo de una persona distinta. Todo fue un montaje perfecto para evitar más investigaciones y permitir a Mengele continuar viviendo seguro en Paraguay. En todo caso el director creyó que continuaba vivo. De hecho, según el director, se había visto recientemente a Mengele sano y salvo en una localidad paraguaya llamada Nueva Germania, un villorrio poblado por colonos alemanes y fundado en el siglo pasado por un maestro alemán que odiaba a los judíos. En todo caso, Mengele fue al lugar para curar a algunos nazis supervivientes. Como recompensa recibió la protección de los habitantes, y a mí me enviaron para descubrir si seguía viviendo allí.

Shertok tomó un sorbo de café.

—¿Sabías que esto era peligroso, Tovah?

—Sí, lo sabía.

—Pero, ¿hasta qué punto? Dos de tus predecesores, que no eran agentes del Mossad, se acercaron demasiado a Mengele y pagaron por su curiosidad.

—No, esto lo ignoraba —dijo Tovah lentamente—. ¿A qué te refieres?

—En 1961, una atractiva dama judía llamada Nora Eldoc, a quien Mengele había esterilizado en Auschwitz, lo descubrió en un lugar de veraneo. Llegó a hablar con él, pero antes de que pudiera actuar, Mengele se enteró de su identidad. Poco después encontraron su cadáver en Brasil. Luego, Herbert Cukur, un nazi rehabilitado, localizó a Mengele en un escondrijo argentino. El cuerpo de Cukur apareció en el maletero de un coche en Uruguay.

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