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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (9 page)

—En todo caso, cuando yo llegué a Nueva Germania, Mengele ya no estaba allí. Se había marchado una semana antes. Intenté enterarme de dónde había ido y conseguí unas cuantas pistas. Me dediqué, pues, a recorrer la región haciéndome pasar por autora de libros de viajes. Fui a Hernandarias, Mbaracayu, San Lorenzo, etcétera, y acabé mi recorrido en Concepción. Ni rastro de Mengele en ninguna parte. Lo cierto es que había muchos alemanes paraguayos en todas las ciudades y pueblos. Alguien me aseguró que eran setenta mil en total, la mayor minoría étnica de la región. Unos cuantos me contaron que habían visto a Mengele, pero nadie dijo dónde.

—En otras palabras, que no has tenido suerte.

—No, ninguna, y lo siento, Ben.

—Bueno, por lo menos lo has intentado. Es todo lo que podemos pedir. —Shertok se quedó pensando un momento—. Me estaba preguntando... ¿crees que encontraremos alguna vez a Mengele?

—Yo creo que sí. Estoy convencida de ello. No creo que Mengele esté enterrado en Brasil. Ninguna de las personas con quienes hablé se dejaría tentar nunca por una recompensa: todos eran nazis convencidos. Pero algún día alguien más falible deseará tener los cuatro millones. Esta será la persona que lo delatará. Estoy segura de que algún día encontraremos a Mengele, más tarde o más temprano. Cuento con que así sea.

Shertok señaló el cuaderno de notas de Tovah.

—¿Qué hay de los demás?

Tovah apuró su taza de café y continuó informando.

—Vamos a ver. Me ordenaron que mantuviera bien abiertos los ojos y los oídos sobre todo lo referente a Heinrich Müller, uno de los jefes de la Gestapo de Himmler. No pude llegar a saber si Müller estaba o no en Paraguay. Alguien dijo que podía haberse pasado a la Unión Soviética después de la segunda guerra mundial y trabajar para la KGB. Esto era sólo un rumor.

—¿Qué hay de Josef Schwammberger y de Walter Kutschmann? Tovah estudió de nuevo su cuaderno.

—Schwammberger. Comandante de las SS en el campo de concentración de Przemysl, en Polonia. Es seguro que vive en Argentina, pero de modo invisible. En cuanto a Kutschmann, el verdugo nazi de Polonia, estuvo también en Argentina, pero varias personas opinaron que actualmente vive en Paraguay. No conseguí ninguna pista, ni una sola.

Habían acabado ya de almorzar. Shertok se reclinó en la silla y encendió un nuevo cigarro.

—¿Alguien más?

—Uno más a quien tampoco vi, pero tuve noticias seguras de que estaba aquí.

—¿Quién?

—No es un criminal de guerra, sino un científico nazi. El profesor Dieter Falkenheim. Figura en alguna de nuestras listas como desaparecido.

—¿Y has podido localizarlo?

—Estoy segura —dijo Tovah—. Falkenheim vive en algún lugar del norte de Paraguay. ¿Quieres saber cómo escapó de Alemania? Alsos, la misión de la inteligencia norteamericana encargada de recoger a los científicos nazis y de trasladarlos a los Estados Unidos, descubrió que este científico nuclear, que había intentado fabricar la bomba atómica, vivía en la ciudad de Ilm. Cuando los Alsos llegaron a su laboratorio en Ilm lo encontraron vacío, abandonado precipitadamente. Ahora he sabido que Falkenheim marchó clandestinamente a Dinamarca, y que desde allí Juan Domingo Perón lo envió en avión a Argentina. Trabajó para Perón hasta el exilio de éste. Luego se escabulló a Paraguay, y ha vivido aquí desde entonces. Se especula que pudo haber enviado cien toneladas de uranio desde Alemania durante la caída del país. ¿Recuerdas que los americanos encontraron cien toneladas de mineral de uranio escondido en una mina de sal de las afueras de Stassfurt? Pues bien, quizás el total tenía que ser de mil doscientas toneladas. Quizá Falkenheim se llevó el resto.

—Es poco probable. Sospecho que fue un error de aritmética por parte de los americanos. De todos modos, Falkenheim no es nuestro objetivo primario.

—De todos modos es un nazi. Pensaba que sería interesante conocer su paradero.

—Quizá sí, lo ignoro. Propónselo al director cuando estés de vuelta. Hablando del director, ¿te pidió que te interesaras por Martin Bormann mientras estabas en Paraguay?

—No, no dijo ni una palabra sobre Bormann. Creo que el Mossad acepta la teoría de que murió en una explosión mientras intentaba escapar de Berlín. Creo que lo han borrado de la lista.

—Es posible. —Shertok, desde detrás de una nube de humo, hizo una pregunta más en tono casual—. ¿Y qué me dices de Hitler?

Tovah se sobresaltó.

—¿Adolf Hitler?

—En Paraguay. ¿Dijo alguien que lo había visto?

—Vamos, Ben. Me estás tomando el pelo. Hitler se pegó un tiro en el Führerbunker en 1945. Todo el mundo lo sabe.

—No todo el mundo, Tovah. Desde luego no todo el mundo. —Shertok se inclinó hacia ella—. ¿Te suena el nombre de sir Harrison Ashcroft?

—Ashcroft, Ashcroft —intentó recordar Tovah—. ¿No he leído yo algo sobre él en el periódico de hoy?

—Lo leíste. Su hija, Emily Ashcroft, y sus amigos asistieron a su entierro en las afueras de Oxford.

—¿Y...?

—Los Ashcroft estaban completando una biografía de Adolf Hitler llamada Herr Hitler. Luego alguien proporcionó en Berlín una pista al doctor Ashcroft diciéndole que Hitler no se suicidó en el búnker como todo el mundo cree. Este informador dijo que los restos que los rusos desenterraron no eran los de Hitler. No había restos de Hitler. El doctor Ashcroft fue a Berlín a investigar. El día antes de empezar las excavaciones alrededor del búnker un conductor que luego se dio a la fuga lo atropelló; fue un accidente extraño.

—¿Un accidente real?

—No lo sabemos.

Tovah escrutó la seria cara de intelectual de Shertok. —Gracias por la información. ¿Qué tiene que ver esto conmigo?

—Quizá tenga algo que ver. —Shertok se movió intranquilo en la silla—. Esta mañana recibí un mensaje en código de Chaim Golding, que dirige el Mossad en Berlín occidental. Dice que Emily Ashcroft ha decidido terminar el trabajo por sí sola. Hoy ha llegado a Berlín occidental. Se ha inscrito en el hotel Bristol Kempinski.

—¿Cómo sabéis todo eso?

—Chaim Golding está enterado de todo lo que pasa en Berlín, en los dos Berlines, especialmente cuando esto tiene relación con Hitler. —Shertok dudó un momento—. Comprendo que tu trabajo aquí ha sido duro y que estás cansada. Tienes derecho a unas vacaciones. Ya sé que querías regresar directamente a Tel Aviv y reunirte con tus padres y con tu amigo. Pero, bueno...

—Quieres que vaya a Berlín.

—Lo quiere Golding. También lo quiere el director. Tú conoces la ciudad. Dominas el alemán. Sabes lo mucho que deseamos conocer la verdad, sea lo que sea, sobre Hitler. El Mossad querría que aplazaras la vuelta a Tel Aviv. Quédate en Berlín por lo menos una semana.

—¿Para hacer qué?

—Para hablar con Emily Ashcroft y descubrir lo que sabía su padre, o lo que ella sabe ahora sobre la posibilidad de que Hitler no muriera cuando se supone que murió. Puedes convertirte de nuevo en Tovah Levine. Utiliza tu antigua tapadera, el Jerusalem Post. Quizá podrías entrevistarla.

—Ben, sabes muy bien que no tendrá interés en hablar con ningún periodista.

—Su padre lo hizo.

—Sí, Ben, pero mira cómo acabó.

—Quizás estés en lo cierto. Bueno, en cualquier caso utiliza algún pretexto para hablar con ella, para que le caigas simpática. Averigua lo que ella sabe. No creo que se consiga nada concreto, pero, ¿quién sabe? Tovah, debemos estar seguros de que el pez gordo no escapó.

—Lo que tú digas. ¿Cuándo?

—Sal mañana por la mañana para Buenos Aires. Desde allí ve directamente a Berlín occidental.

—¿Y mi hotel?

—Ya tienes reservada habitación en el hotel Bristol Kempinski.

—Muy cómodo.

—Sí. Te dije que has de estar lo más cerca posible de Emily Ashcroft. —Shertok le entregó los billetes de avión—. Quizás en esta ocasión todo sean rosas.

—Confío que las tenga en la mano y no sobre mi tumba —dijo Tovah sonriendo débilmente.

Evelyn Hoffmann había salido del café Wolf de Berlín occidental a las diez en punto de una mañana gris, y se había detenido un momento junto a la librería de la esquina de Stresemann Strasse y Anhalter Strasse a aspirar el aire fresco de la mañana.

Lo que en esos momentos estaba haciendo, y lo que haría el resto de la mañana y parte de la tarde, era una rutina que repetía desde hacía veintidós años, casi sin variación alguna al menos durante los últimos diez años.

Pero esa mañana, antes de comenzar su actividad rutinaria, Evelyn Hoffmann se paró frente a la cristalera del café Wolf para mirarse en el reflejo del ventanal. Lo que vio no le disgustó nada. A los setenta y tres años no podía pretender parecer una chica de veintitrés. En los viejos tiempos había sido una belleza, todos coincidían en ello. Era más alta que la media, delgada, el cabello rubio ceniza, era reservada, tenía mucho estilo, sus largas y bien formadas piernas le daban un aire arrogante. Aún acariciaba en su recuerdo una descripción que el querido Keitel —el capitán general Wilhelm Keitel— había hecho de ella después de la guerra: «Muy delgada, de aspecto elegante, bonitas piernas: eso saltaba a la vista. No parecía que fuese tímida, sino más bien reservada y retraída: muy bella persona.» En realidad, había posado como modelo, en desnudos, para el gran escultor Otto Brecker, y tenía grandes esperanzas de convertirse en una estrella de cine en Hollywood cuando el conflicto hubiera terminado. De eso hacía mucho tiempo. Ya no importaba. Ahora, a los setenta y tres años, decidió que su figura aún era majestuosa. Su cuerpo apenas se había encogido con el paso del tiempo, su porte era erguido y elegante, llevaba el cabello teñido de castaño, su rostro estaba surcado por minúsculas arrugas, pero no estaba mal para ser una mujer mayor. Su brillantez y su memoria seguían tan afiladas como siempre. Sólo su caminar había cedido con los años, se había vuelto más lento, más vacilante, su respiración más entrecortada.

Ahora lo de siempre.

Evelyn Hoffmann se alejó de la cristalera del café y se dirigió hacia la angosta tiendecita vecina, con un letrero sobre la entrada que rezaba «KONDITOREI». Esperó su turno, y luego pidió una caja de Nurkirchen recién hechos e hizo que se la envolviesen con un lazo para regalo.

Salió de la tienda, caminó lentamente por la calle, su bolso en una mano y la caja de pastelillos en la otra, hasta Askanischer Platz, deteniéndose un momento en Schöneberger Strasse para comprar el Berliner Morgenpost del día. Se había agotado y tuvo que conformarse con un periódico más sensacionalista, el BZ o Berliner Zeitung que no leía casi nunca, y se puso en la cola de la parada del autobús a esperar el número 29 que ya llegaba y que la llevaría al Ku'damm en veinte minutos.

En el autobús empezó a leer por encima su BZ. La fotografía y el artículo de la portada decían que el presidente vaquero de los Estados Unidos había enviado más misiles nucleares a Alemania occidental, con sus cabezas dirigidas hacia la Unión Soviética. Eso le gustó, pues Evelyn odiaba aún más a los soviéticos que a los americanos. Mientras el autobús avanzaba con estruendo, Evelyn hojeaba distraídamente su periódico. Un titular más pequeño llamó su atención, y observó que el primer párrafo estaba fechado en Londres:

La empresa editorial inglesa Ryan and Maxwell, Ltd. anunció ayer que llevaría adelante el proyecto de publicar la polémica biografía de Adolf Hitler, Herr Hitler, obra de sir Harrison Ashcroft y de su hija Emily Ashcroft, de Oxford. Se habían planteado algunos interrogantes sobre el futuro de la obra inacabada a raíz del mortal accidente que sufrió el doctor Ashcroft en Berlín cuando realizaba una investigación sobre los últimos días de Hitler. Sin embargo, ayer la empresa editorial británica anunció que Emily Ashcroft estaba decidida a completar sola la biografía que ella y su padre habían estado preparando durante cinco años.

Evelyn, frunciendo involuntariamente el entrecejo, siguió leyendo, pero no tuvo paciencia para acabar de leer el resto de las noticias, así que dobló el periódico y lo metió en el bolso.

Se apeó del autobús en la animada Ku'damm y recorrió lentamente los pocos edificios de Knesebeckstrasse que la separaban del bloque de apartamentos de seis pisos donde vivían sus parientes más próximos. En el tercer piso, en un apartamento moderno y grande, residían su querida Klara Fiebig, que trabajaba como artista, a horas, en empresas publicitarias, y su marido, Franz Fiebig, un profesor de escuela, algo mordaz pero brillante, que daba clases de historia moderna en el Schliesion Oberschule en el barrio de Charlottenburg. La madre de Klara, Liesl, una mujer inválida que casi siempre estaba sentada en una silla de ruedas, vivía con ellos. Liesl había sido doncella de Evelyn en épocas mejores —la primera de dos doncellas con el mismo nombre—, y era una prima lejana tres años más joven que ella. Liesl había comprado a su hija y a su yerno aquel costoso apartamento en recompensa a sus cuidados.

Evelyn solía estar contenta cuando se aproximaba su visita semanal, con su té y su cotilleo en familia —una familia remota, desde luego, pero la única que le había quedado—, pero el viaje en autobús de esa mañana en cierto modo había cambiado y enfriado su buen humor, y al llegar al apartamento se sentía pesimista y perdida en cavilaciones.

En el salón del apartamento había una inexplicable atmósfera de alegría. Tanto Klara, que entonces abrazaba a su tía Evelyn, como Liesl, desde la silla de ruedas, estaban radiantes a causa de una noticia secreta y maravillosa.

—Díselo, díselo a tu tía Evelyn —gruñó Liesl desde la silla de ruedas.

Klara se llevó a su tía Evelyn a un lado y, con el rostro iluminado por una ancha sonrisa, le dijo:

—Tiíta, estoy embarazada.

Evelyn se sintió casi desfallecer, agarró a su sobrina y la colmó de besos:

—Embarazada, embarazada —susurró—. Por fin, gracias a Dios.

Evelyn había empezado a perder la esperanza. Klara se había casado tarde, a los treinta, y después de cinco años no había habido señal alguna de embarazo. Si pasaban algunos años más podría ser difícil concebir, incluso imposible. Pero ahora, a los treinta y cinco, Klara finalmente estaba embarazada ya en su sexta semana, y todo iba sobre ruedas.

Mientras Klara preparaba el té, desbordante de optimismo, Evelyn le entregó su simbólico regalo semanal, la cajita de pastas, deseando que con ello se diese cuenta de que podía haber llevado algo más duradero y memorable. Luego recordó por qué ya no regalaba a Klara y a Franz cosas caras. Fue por la mala acogida del último regalo importante que les hizo Evelyn en el primer aniversario de su matrimonio. Les había entregado una de sus preciadas posesiones, una valiosa reliquia de familia, el magnífico óleo realista de un majestuoso edificio oficial. Klara lo había agradecido, pero su marido, Franz, no había disimulado su poco entusiasmo. «Bonito, desde luego —dijo educadamente—, pero un poco macabro. Me recuerda a todos aquellos cuadros sórdidos del Tercer Reich. De todos modos, gracias, tía Evelyn. Muy amable de tu parte.»

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