Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
—He venido a Berlín para hablar con usted.
—Imposible.
—Pero usted vio a mi padre. Usted estaba dispuesto a ayudar a mi padre.
—Mire lo que le pasó a él —respondió el doctor Thiel más malhumorado que antes.
—Eso fue un accidente.
La voz del doctor Thiel se suavizó ligeramente:
—Quizá. Quizá fuera un accidente. No estoy seguro —Titubeó un momento—. Lo siento por usted. —Luego añadió con tozudez—: De todos modos, yo no quiero arriesgarme. Por favor, no vuelva a molestarme. Usted puede escribir lo que quiera.
—Yo quiero escribir la verdad —dijo Emily exaltada. Entonces recordó lo que le había sugerido Nitz: utilizar el relato de Vogel como cebo—. Supongo que sólo puedo utilizar lo que Ernst Vogel me dijo...
—¿Quién?
—Ernst Vogel. Fue un sargento de las SS y guardia de honor en el búnker del Führer. Presenció los últimos días de Hitler. Hoy le vi. Me confirmó lo que Linge, Günsche y Kempka habían dicho bajo juramento. Vogel insiste en que Hitler se mató de un tiro y él vio cómo le llevaban al jardín del búnker y le incineraban. Confirma la historia aceptada. Da a entender que cualquier otra versión sobre el final de Hitler sólo puede proceder de maniáticos y chiflados.
El doctor Thiel mordió el anzuelo.
—Vogel es un auténtico imbécil —replicó secamente y con enojo—. Cree lo que le obligaron a creer lavándole el cerebro. Yo le conozco. Es un guardia idiota que ni conoció a Hitler.
—¿Pero usted conoció a Hitler? —preguntó Emily inocentemente.
—Claro que le conocí. Demasiado bien.
—Y usted sabe algo más que comunicó a mi padre. Es una pena que no quiera contarme lo que le dijo a él. Ahora me veo obligada a perpetuar la mentira, a no decir la verdad, a dejar que la historia continúe tergiversada.
Se hizo un corto silencio.
—¿Importa eso realmente después de cuarenta años? Dejemos las cosas como están.
—Pero usted insinuó que quizá las cosas no eran como estaban —dijo Emily apasionadamente—. Sí, yo creo que importa, y mucho, que al final llegue a conocerse todo sobre Hitler. Para que nunca vuelva a aparecer entre nosotros un hombre como él. Si Hitler aún sigue vivo, debe ser desenmascarado y castigado. No debe permitírsele seguir en libertad. La verdad importa mucho, señor. Eso pensaba mi padre. Yo soy su hija y pienso lo mismo. ¿Cree usted que debe permitirse a los Vogel del mundo perpetuar sus falsos mitos, si realmente lo son? Si hay algo más que añadir a la historia, desearía que usted me ayudara. Por respeto a mi padre. Él era una buena persona que...
—Sí, era una buena persona —asintió el doctor Thiel—. Me resultó muy agradable. Pero era un hombre imprudente, y quizá pagó por ello. —Dudó un momento—. Bueno, tal vez también yo sea ahora un imprudente si acepto recibirla. Quizá podamos vernos, pero sólo un ratito. Siempre que el encuentro sea discreto y esta vez sin publicidad.
—No habrá ninguna publicidad. Seré una tumba, se lo prometo.
—Muy bien. Ya tiene mi dirección. Dispongo de una hora antes de la cena. ¿Puede usted venir inmediatamente?
—Inmediatamente, desde luego.
Emily se sentó y se inclinó hacia adelante, en la única silla del pequeño laboratorio dental, situado en una ala de la espaciosa casa de ladrillo de dos pisos del doctor Thiel. La casa estaba cerca de un ancho bulevar llamado Heerstrasse, al oeste del río Havel y a unos veinticinco minutos en taxi del hotel Kempinski. El doctor Max Thiel se sentó enfrente, en un alto taburete blanco, con un codo apoyado sobre el mostrador de formica que tenía detrás.
El doctor se mostró amable y cortés desde el momento de su llegada. Era un hombre alto, encorvado, como un gran pájaro, con su fino cabello gris peinado hacia los lados, vivaces ojos azules tras sus gafas con montura de oro, y un rostro largo y caballuno. Llevaba un traje de verano azul, camisa blanca, corbata lisa apretada sobre un cuello almidonado. Emily calculó que rondaría los ochenta años.
Después de conducirla hasta su laboratorio, desapareció y regresó portando una bandeja con dos tazas de té y un plato de pastitas de parte de su esposa, la cual no se dejó ver.
Se subió a su taburete, sorbió ruidosamente su té, y luego dejó la taza a un lado, sobre el mostrador, antes de empezar a hablar.
—Así que aquí estamos, señorita Ashcroft. ¿Le contó su padre algo sobre nuestro encuentro de hace unas semanas?
—Nada en realidad, sólo que lo que usted le dijo despertó su interés y le estimuló a organizar una excavación. Dijo que era demasiado para hablarlo por teléfono y que me lo contaría cuando regresara a Oxford. O sea que no sé nada de lo que sucedió entre ustedes. Únicamente que era muy importante.
—Pues ahora lo sabrá —dijo el doctor Thiel.
Emily se inclinó hacia él con expectación.
—Usted sabe, claro, que los soviéticos fueron los únicos que investigaron la hipotética muerte y entierro de Adolf Hitler.
—Sí, tenemos los datos relativos a su autopsia archivados en Oxford. No los he revisado últimamente. Debía examinarlos cuando llegara al capítulo final de la biografía de Hitler.
—Para aprovechar el tiempo de que disponemos, permítame que le resuma los descubrimientos de los diversos investigadores soviéticos. Para empezar, usted ha notado sin duda que hay una omisión importante en todas las pruebas. Nadie vio realmente suicidarse a Hitler. Nadie vio suicidarse a Eva Braun. Nadie ha afirmado nunca haber presenciado sus muertes. Sólo conocemos la historia que los interrogadores soviéticos, así como los británicos, franceses y norteamericanos, oyeron de los alemanes que se hallaban dentro y alrededor del búnker del Führer en abril de 1945. Oímos una declaración según la cual Hitler planeó matarse cuando vio su causa perdida y que el Tercer Reich se desmoronaba. Después de eso oímos que él y su esposa se habían suicidado en privado, se los había visto yacer muertos, y se los había sacado al exterior para incinerarlos. Pero más allá de las palabras de sus colaboradores y de los guardias de seguridad, nunca existió una prueba científica que demostrase que la pareja que se suicidó era realmente Adolf y Eva. Para demostrar un crimen, ya sea infligido a uno mismo o de otro tipo, suele ser norma en todos los tribunales invocar un cuerpo del delito: la sustancia material o el cuerpo de la víctima de la violencia. En este caso no había cuerpos, ni cadáveres, que examinar. Los cuerpos fueron incinerados apresuradamente, reducidos a menudas cenizas y a huesos chamuscados. Sin los cuerpos, ¿cómo podía cualquier investigador estar científicamente seguro de que Hitler y su esposa habían acabado con sus vidas?
—Pero había algunas pruebas materiales —le interrumpió Emily.
—Algunas —reconoció el doctor Thiel—. Los investigadores soviéticos estaban convencidos de que Hitler y Eva habían muerto. Pero yo no lo estaba de que hubieran muerto realmente.
El corazón de Emily se sobresaltó al oír las últimas palabras. No era de extrañar que su padre se hubiera entusiasmado. También ella se estaba empezando a entusiasmar.
Sin embargo, trató de contener sus sentimientos, e hizo un último y débil intento para jugar el papel de abogado del diablo.
—Doctor Thiel, ¿está usted diciendo que Hitler pudo haber sobrevivido y huido? Si eso es cierto, ¿cómo pudo escapar? Según los documentos que he consultado, ese último día, cuando los soviéticos estaban cercando su búnker, Hitler no pudo haber huido ni a pie ni en coche. Quizás en avión. Pero tal como nos dijo Hanna Reitsch, la piloto que le visitó a las once, ella misma voló en el último aparato disponible, un Arado-96, para salir de Berlín. Ni siquiera el Oberführer Hans Bauer, piloto del propio Hitler, pudo encontrar un avión cuando estaba a punto de escapar. Tuvo que evadirse a pie y fue capturado y retenido en Rusia hasta 1955. Además, no había campos alemanes de aviación libres desde donde poder despegar. El coronel de las SS, Otto Skorzeny, el comando, declaró que no había un solo aeropuerto libre para utilización de los nazis. —Emily levantó las manos al aire—. Si Hitler hubiera sobrevivido, ¿cómo pudo escapar?
La respuesta del doctor Thiel fue sencilla.
—Yo no lo sé, Fräulein Ashcroft. Eso le corresponde a usted descubrirlo. Todo lo que sé, y de lo que estoy seguro, es que Hitler sobrevivió a su supuesto suicidio. No fue incinerado aquel día fatídico. Los soviéticos se equivocaron al anunciarlo. Y creo que yo puedo demostrarlo.
Una vez más, Emily sintió una oleada de esperanza y una gran curiosidad. En silencio, esperó la prueba del doctor Thiel.
—Permítame que le cuente lo que encontraron los soviéticos, y luego le diré lo que hallé yo mismo —siguió diciendo el doctor Thiel—. El día anterior a la supuesta muerte de Hitler, el comando soviético situado ya dentro de Berlín organizó un pequeño equipo de oficiales de la NKVD del Tercer Ejército de Asalto Ruso, ayudado por una intérprete llamada Yelena Rzhevskaya, para encontrar el paradero de Hitler y localizarlo, vivo o muerto. El teniente coronel Ivan Klimenko, un interrogador soviético, condujo oficialmente su propio equipo al búnker del Führer. Los rusos conocían la existencia de este profundo búnker, y que Hitler había pasado ya ciento cinco días en su interior. Poco después de que Klimenko iniciara su búsqueda, se mandaron al búnker otros rusos más, incluyendo a doce mujeres médicos del Cuerpo Médico del Ejército Rojo y a unos veinte oficiales soviéticos. No iban buscando a Hitler, sólo querían recuerdos. Estos cazadores de botín lo confiscaron todo, desde las lámparas a la vajilla de plata con iniciales, hasta los sujetadores franceses de satén negro de Eva Braun. El 2 de mayo de 1945, dos días después de la anunciada desaparición de Hitler, Klimenko llegó al búnker del Führer y lo investigó. Por la tarde había examinado un cuerpo de hombre que otro equipo había encontrado metido en un depósito de roble.
Ordenó que lo extendieran sobre el suelo de una sala de la vieja Cancillería vecina, y lo identificó provisionalmente como el cadáver de Hitler. Sin embargo, dos días después, Klimenko volvió al búnker del Führer. En un cráter de bomba del jardín de la Cancillería, un tal soldado Ivan Churakov había descubierto los restos de un hombre y una mujer. «Desde luego —dijo Klimenko—, al principio yo ni siquiera pensé que aquéllos podían ser los cuerpos de Hitler y de Eva Braun, pues creía que el cadáver de Hitler estaba ya en la Cancillería y sólo era preciso identificarlo. Ordené, por lo tanto, que envolvieran los cadáveres con mantas y los enterraran de nuevo.» Mientras tanto, dentro de la Cancillería, oficiales alemanes y diplomáticos que habían conocido a Hitler convenían en que ese primer cuerpo, tendido entonces sobre el suelo del vestíbulo, no era el de Hitler. Quizás el de un doble, pero no el del Führer. Entonces Klimenko recordó los dos cuerpos que había ordenado enterrar en el cráter de bomba a unos tres metros de la puerta de emergencia del búnker. Klimenko se apresuró a regresar con un equipo en jeep a aquel lugar. Permítame que le lea ahora lo que sucedió después.
El doctor Thiel abrió un cajón situado junto a él y sacó un fajo de papeles y algunos negativos de fotografías.
—Y desenterraron de nuevo los dos cadáveres —manifestó Emily.
—Sí —asintió el doctor Thiel mientras estudiaba sus notas—. Los cuerpos estaban aún envueltos en las mantas. Los rusos los pusieron en cajas de madera y los mandaron en camión a un hospital de campaña en Berlín-Buch, un barrio al norte de Berlín. Allí especialistas soviéticos iniciaron una extensa autopsia.
—¿Con los cuerpos? —preguntó Emily—. Pero si no había cuerpos.
—No había cuerpos en el sentido más estricto —respondió el doctor Thiel—. Eran realmente restos de cuerpos. Permítame que le lea el informe soviético. En relación al cadáver masculino dice: «En vista de que el cadáver está muy deteriorado, resulta difícil estimar la edad del fallecido. Probablemente esté entre los cincuenta y los sesenta años. El cadáver está muy chamuscado y huele a carne quemada. Falta parte del cráneo. Se conservan partes del hueso occipital, el hueso temporal izquierdo y las mandíbulas superior e inferior. Carece totalmente de piel sobre la cara y el cuerpo; sólo se conservan restos de músculos carbonizados.» —El doctor Thiel alzó la mirada—. No había piel, por lo tanto no se disponía de huellas dactilares. —El doctor Thiel consultó los documentos que tenía en la mano—. El informe siguiente dice: «En vista de que las partes del cuerpo están muy carbonizadas, es imposible describir los rasgos de la mujer muerta. La edad de la mujer muerta se sitúa entre los treinta y los cuarenta años.» Tampoco esta vez había huellas dactilares. Sin embargo, los especialistas soviéticos decidieron que contaban con un medio de identificación igualmente seguro. Poseían las mandíbulas inferiores y superiores de los cadáveres, con los dientes y las dentaduras postizas intactas.
—¿De qué disponían exactamente para empezar?
—De los puentes dentales superior e inferior del hombre. Uno era una corona de metal amarillo, de oro, que encajaba en los molares. Luego había un puente dorado de la mandíbula de Eva Braun. La intérprete soviética, Yelena Rzhevskaya, pudo encontrar a Fräulein Käthe Heusemann, que había sido ayudante del dentista de Hitler, el doctor Hugo Blaschke, y a Fritz Echtmann, el técnico dental que había realizado los puentes. Fräulein Heusemann llevó a los investigadores al despacho clínico del doctor Blaschke en las ruinas de la Cancillería. Allí localizaron las últimas radiografías de los dientes de Hitler y de Braun, y los compararon con los puentes de los cadáveres que los soviéticos guardaban en una vieja caja de puros dentro de una bolsa. Los puentes reales coincidían con anteriores radiografías de los dientes de Hitler y de Braun. La Comisión Médica Forense soviética exigía solamente diez puntos de correspondencia para una identificación positiva, sin embargo dijeron haber hallado veintiséis puntos de correspondencia. A partir de esta autopsia forense, los soviéticos anunciaron el 9 de julio de 1945 que habían encontrado finalmente los restos de Adolf Hitler y de Eva Braun.
—Pero usted discrepa —dijo Emily—. Usted no cree que encontraron a Hitler y a Braun. ¿Por qué?
—Porque yo también fui uno de los dentistas personales de Hitler. Cuando Hitler ya no confiaba en el doctor Blaschke para ciertos trabajos especializados, me hizo llamar. No quería problemas con el doctor Blaschke, por lo cual mi intervención se mantuvo en secreto. En consecuencia, como los demás desconocían mi trabajo dental, los soviéticos no me interrogaron. Me las arreglé para conseguir copias de los informes en donde los soviéticos explicaban su identificación positiva. Pude comparar sus descubrimientos con el trabajo que hice a Hitler. Los puentes eran los mismos con una minúscula diferencia. Cuando yo arreglé los puentes de Hitler añadí una diminuta grapa, casi invisible, a la placa superior de Hitler para que se ajustara cómodamente a la corona de oro. Esta diminuta grapa no estaba en el puente que tenían los soviéticos, según su autopsia. Esto me hizo desconfiar del hallazgo de los rusos.