Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
—¿Por qué hacen esto? —preguntó Emily moviendo la cabeza con tristeza—. Saben que la gente no quiere entrar clandestinamente aquí, sólo quiere salir.
—Están buscando contrabando. Saben que existe un intenso mercado negro en Alemania oriental, como puedes imaginar.
Subieron la segunda barrera. Plamp avanzó un poco el coche hasta una tercera barrera. Otro guardia había cogido los pasaportes y estaba comparando fríamente las fotografías con sus rostros. Satisfecho, devolvió los pasaportes a Plamp y levantaron la última barrera.
El Mercedes siguió hacia adelante y continuaban estando en Friedrichstrasse, pero en la de Berlín oriental.
Emily respiró a fondo.
—Peter, me pregunto si el profesor está enterado de lo que pasa en el punto de control.
—Debería estarlo —dijo Nitz con una leve sonrisa—, es un importante funcionario de Alemania oriental.
—Pero parece tan buen persona...
—Estoy seguro de que es buena persona. Es su país el que está paranoico.
Cuando se acercaban al semáforo de la Leipziger Strasse, Emily salió de las profundidades del asiento trasero y se inclinó para hablar con el conductor.
—Llévenos a la Puerta de Brandenburgo —le indicó—. Después quiero que recorramos lentamente el Unter den Linden para poder echar otra ojeada. Luego puede llevarme a la dirección que le di de la Marx-Engels Platz, donde el profesor Blaubach tiene su despacho.
—Pero primero —ordenó Nitz al conductor— déjeme en el café Am Palast. Luego lleve a Fräulein Ashcroft a su cita, espere a que termine y luego me recoge a la vuelta.
Plamp asintió y se pusieron en camino.
A los pocos minutos Emily vio y reconoció la Puerta de Brandenburgo a través de la ventanilla del coche. Las tres partes del monumento, las más pequeñas y la enorme del centro, podían verse detrás de la curva de una valla baja de madera.
—Impresiona realmente —dijo Emily—. Es irónico que la escultura verdosa que hay encima se llame la Diosa de la Paz. —Y cuando giraban a la derecha para entrar en una ancha avenida, Emily repitió maravillada—: Y aquí Unter den Linden, tan bella como siempre.
Era bella realmente, una de las avenidas más sombreadas y graciosas que había visto nunca. Había aceras y relucientes tiendas a cada lado, y en el centro la dehesa larga y estrecha de un parque, alineada con verdes árboles a ambos lados.
Emily dijo volviéndose hacia Nitz:
—Había olvidado que éste era propiamente el corazón del Berlín de Hitler, tal como aparece en nuestro libro, antes de que Berlín fuese una ciudad dividida y los berlineses orientales se quedaran con su arteria principal.
—Pero los berlineses occidentales se quedaron con la mayor parte de la industria, los parques, los lagos y la gente.
—Es cierto —admitió Emily.
Mientras el vehículo avanzaba por Unter den Linden, Emily observó que el bulevar estaba despejado.
—Apenas hay coches ni tráfico aquí —observó Emily.
Los coches son aún demasiado caros, excepto para los diplomáticos y los funcionarios del gobierno de la República Democrática Alemana —le recordó Nitz. Y señalando a una serie de automóviles aparcados a lo largo del bordillo central que dividía la avenida, indicó un turismo pequeño—. Éste es el más popular, el Trabant. ¿Sabías que la carrocería está hecha realmente con papel prensado? Anda con un motor de motocicleta de dos cilindros. Cuesta cinco mil cuatrocientas libras de las tuyas, y la media de los alemanes orientales gana al mes unos mil marcos o trescientas sesenta libras. Pero hay pocas cosas en las que gastar el dinero, así que suelen ahorrar para comprar un coche de éstos. Conseguir un Trabant puede llevarles seis años de ahorros y de esperas. Aún tardarían más tiempo para adquirir este Eisenach de aquí y aquel Warthburg de allí. Estos tienen carrocerías metálicas y también están fabricados en este lado del Muro. Y en cuanto a los demás números fuertes, éste es un Skoda checoslovaco, y el siguiente es un Lada fabricado por la Fiat en Italia para la Unión Soviética.
—No veo ningún soldado soviético por aquí.
—Ni los verás. Al menos no en la ciudad. Están todos fuera de Berlín oriental, formando un enorme ejército.
Mientras el Mercedes avanzaba a paso de tortuga por Unter den Linden, Emily examinó más detenidamente los edificios de cada lado. A la izquierda, la embajada húngara, y la embajada polaca. A la derecha la embajada soviética con un busto de Lenin en mármol blanco en el patio. Luego la fachada de una tienda de Meissner Porzellan, una agencia de Aeroflot, un comercio de alimentos de importación que exhibía productos de Vietnam y de China.
Poco a poco, los edificios iban haciéndose más majestuosos. La Universidad Humboldt, con estudiantes que entraban y salían. El Neve Waches, o Monumento a las Víctimas del Fascismo y del Militarismo, con su antorcha eternamente encendida dentro y su cambio de guardia fuera marchando a paso de ganso.
—Plamp —dijo Nizt de pronto—, si no le importa, me apearé en esta esquina.
—¿Por qué? —preguntó Emily sorprendida—. ¿Adónde vas?
—Cruzaré la calle hasta el café Am Palast. Está situado en la esquina de este nuevo hotel Palast de seiscientas habitaciones, construido por los suecos para los alemanes orientales. No te preocupes por mí, Emily. Leeré la prensa local y tomaré un té, quizá con algún dulce. Irwin te llevará a tu buen profesor Blaubach.
Nitz abrió la portezuela del coche y bajó en la esquina, pero antes de cerrarla añadió:
—No olvides, Emily, que ahora estás en medio de la zona que antaño fue el orgullo y la alegría de Adolf Hitler. Su vieja Cancillería del Reich estuvo situada por aquí. Y ahora es un solar de aparcamiento. Y, por supuesto, dentro de la zona fronteriza, su búnker del Führer. Las ruinas del poderoso Tercer Reich, el Reich de Hitler que iba a durar un milenio, pero que duró solamente doce años y tres meses. —Esbozó una leve sonrisa—. El Tercer Reich con sus misterios... Procura resolverlos.
Cuando Emily se sentó en la butaca frente a la encerada mesa de roble del profesor Blaubach, se dio cuenta de que ésa era su primera tentativa para resolver uno de los mayores misterios del siglo XX, y que debía resolverlo con éxito para seguir adelante.
Miró al profesor Blaubach que se dirigía a un alto sillón giratorio de cuerpo negro tras su escritorio. No había cambiado mucho desde la última vez que le vio años atrás. Parecía algo más viejo, más lento, pero llevaba el cabello gris pulcramente peinado, y su corbata de lazo, su traje gris oscuro y su chaleco estaban inmaculados. Sus gafas de montura dorada se sujetaban sobre el puente de su estrecha y afilada nariz. Al saludarla, su rostro, fruncido por amistosas arrugas, se mostró tan amable como siempre, pero sus modales eran aún algo reservados.
Blaubach se sentó en aquel momento y se acercó más al escritorio.
—¿Quiere beber algo, señorita Ashcroft? Con alcohol o sin, como guste.
—No, gracias. No quiero hacerle perder mucho tiempo. —Emily sonrió—. Me llamaba Emily las veces que nos vimos antes.
—¿Ah, sí? Bueno, eso era porque estaba usted con su padre y me resultaba una persona más joven. Ahora... ahora es toda una dama, que se da a conocer a través de sus propios programas de televisión. Pero tiene razón, pensándolo bien, llamarla señorita Ashcroft no parece apropiado. Te llamaré Emily entonces. —Cogió de encima del escritorio un abrecartas de acero toledano con forma de estoque en miniatura y jugando con él dijo—: ¿Así que vas a reanudar el trabajo en donde tu padre lo dejó?
—Eso es lo que me trajo a Berlín y a usted —dijo Emily—. Mi padre estaba muy agradecido de que usted le consiguiera el permiso para excavar, antes de su accidente.
—Ahora tú deseas hacer lo que él planeó. Quieres excavar en el jardín próximo al búnker del Führer.
—Sí, en el jardín. —E impulsivamente añadió—: Y también en el búnker.
—¿También en el búnker del Führer? —preguntó sorprendido el profesor Blaubach levantando las cejas.
Emily trató de comprender lo que la había impulsado a incluir también el búnker. Y se dio cuenta de que no era sólo un impulso. Recordó las dos pruebas del doctor Thiel que debía buscar. El auténtico puente de oro de Hitler con su minúscula grapa. El camafeo de Hitler con el rostro de Federico el Grande. Si no los podía encontrar en la somera fosa o en el cráter de bomba del jardín, existía aún la posibilidad de que Hitler los hubiera dejado atrás, en algún lugar de sus alojamientos privados en su búnker subterráneo. Si en el marco del jardín no descubría prueba alguna, quizá serviría de algo una búsqueda en el búnker enterrado.
—Sí —repitió Emily—, para mí sería una gran cosa intentarlo en el búnker después de haber excavado el jardín.
—Ummm. El búnker podría causarnos algún problema. Lo nivelamos con máquinas, en realidad lo hicieron los soviéticos, cubriéndolo de tierra para quitarlo de la vista. Siempre temieron que nazis recalcitrantes pudieran considerarlo el santuario de un mártir. Algunos de mis colegas podrían sentirse incómodos si se excavara de nuevo.
—Profesor, yo sólo dejaría una pequeña zona al descubierto durante un día o dos, el tiempo necesario para mi investigación. Luego lo volvería a tapar. Y quedaría como está ahora, como un montículo de tierra. No habría lugar a ningún santuario.
Blaubach aceptó sin explicación.
—Informaré de tu intención a mis colegas del consejo. Habrá que superar las objeciones que surjan. —Giró lentamente su abrecartas—. Interpreto que no estás buscando una vez más los cuerpos de Hitler y de Eva Braun. Supongo que hay más, algo más.
—¿Le dijo mi padre lo que estaba buscando?
—He de reconocer que no... Se mostró muy cauteloso. Sólo me habló de generalidades. Dijo que algunos antiguos ocupantes del búnker del Führer habían revelado últimamente otros medios para determinar el momento de la muerte de Hitler. Yo no insistí. Éramos viejos amigos. Tenía mi absoluta confianza. Pero sí, fue cauteloso.
Ella debía serlo también, se dijo a sí misma. Su padre no había revelado el nombre de su informador el doctor Thiel, y ella tampoco debía hacerlo. Por supuesto, en Blaubach podía confiar. Sin embargo, había prometido al doctor Thiel que no daría a conocer el origen de las sospechas de su padre, o de las suyas, sobre la muerte de Hitler.
—Bueno —dijo Emily de manera evasiva—, simplemente quiero hurgar un poco buscando unos cuantos objetos, exactamente como había planeado mi padre. Quizá sea una búsqueda aventurada, pero si tengo un poco de suerte podré decirle, o bien que Hitler y Eva murieron tal como la historia afirma, o que ambos nos engañaron y sobrevivieron.
Blaubach dejó caer el abrecartas sobre el escritorio.
—Por supuesto, Emily, colaboraré contigo como deseas. Sólo porque no me gustaría verte decepcionada. Pero francamente, creo que tu empresa, que esta excavación, será inútil.
—¿Por qué?
—Verás, cuando el Ejército soviético hubo invadido Berlín, envió al menos cinco equipos de sus mejores soldados a recorrer la zona en busca de restos de Hitler. Inspeccionaron la trinchera, el cráter de bomba, las habitaciones subterráneas del propio Führerbunker. Todo lo que encontraron de Hitler y de Eva Braun, sus cuerpos, y algunos documentos, lo hicieron público. Dudo que los rusos omitieran algo.
Emily seguía en sus trece, a pesar de todo.
—Si se me permite decirlo, profesor Blaubach, la investigación de mi padre sobre las conclusiones soviéticas fue exhaustiva. Yo he estudiado su informe y tengo la impresión de que los soviéticos llevaron a cabo un trabajo de investigación precipitado y desordenado. Realmente la cuestión merece otro esfuerzo, una autopsia más.
—Quizá tengas razón en cuanto a nuestros amigos rusos —dijo el profesor Blaubach en tono amistoso—. No siempre son tan eficaces como hacen creer. De todos modos, me pregunto si sabes ya que no fueron ellos los últimos en excavar en el enclave del búnker del Führer.
—Sí, sé por nuestra documentación que después hubo otros.
—Hubo otros, sí. Casi nadie sabe que cuando los rusos terminaron su investigación en mayo y junio de 1945, los demás aliados, principalmente miembros del servicio de inteligencia norteamericano y británico, solicitaron, el 3 de diciembre de 1945, inspeccionar el mismo terreno de nuevo. El 30 de diciembre, los rusos les permitieron excavar durante un día o dos. Los aliados occidentales, con ocho obreros alemanes, revolvieron la zona y no sacaron ningún cadáver más que se pareciera al de Hitler y Braun. Encontraron algunas piezas de ropa con las iniciales E. B., sin duda del vestuario de Eva Braun. Desenterraron también algunos documentos pertenecientes a Josef Goebbels, que se había suicidado también junto a su esposa y que fue enterrado cerca.
—¿Pero los norteamericanos y los británicos trabajaron sólo un día o dos? Una búsqueda bastante superficial, diría yo.
—Bueno, si te he de ser sincero —dijo Blaubach algo incómodo—, ellos querían excavar durante más días, pero los rusos no los dejaron. Los soviéticos los acusaron de confiscar documentos de vital importancia que pertenecían por derecho a la Unión Soviética, así que los rusos interrumpieron la excavación y ya no extendieron más permisos.
—Ya veo.
—Sin embargo, para que no consideres a los rusos tan recelosos, he de decirte que aproximadamente un mes después, creo que fue en enero de 1946, invitaron a un grupo de militares franceses a Berlín a visitar el búnker del Führer y reanudar la excavación en la zona del jardín. Los franceses vinieron, y aunque no les permitieron descubrir de nuevo la trinchera o el cráter de bomba, los dejaron excavar el terreno cercano. No encontraron nada que les sirviera. Otras personas registraron el interior del búnker, antes de que volaran una parte y quedara finalmente enterrado bajo los escombros. —Blaubach añadió apresuradamente—: Pero Emily, no creas que con esto quiero desanimarte. Quizá te encuentres con que nuestros funcionarios de Alemania oriental son más indulgentes que los rusos. Tal vez tengas la oportunidad de verlo por ti misma. Yo recomendaré, mediante los canales adecuados, que te concedan el permiso para excavar.
—Se lo agradezco realmente, profesor Blaubach. —Emily se puso en pie—. ¿Tardará mucho?
—Seguramente lo sabré en seguida. Cuenta con recibir noticias mías dentro de dos o tres días, como mucho.
Emily alargó la mano, y Blaubach se inclinó para besarla, pero cuando hubo dado media vuelta para salir, la voz de Blaubach la alcanzó antes de que pudiera llegar a la puerta: