Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
—Tiene razón —dijo el alemán—. No aparece la indicación del lugar por ninguna parte.
Foster examinó su expresión.
—Pero el propio dibujo... ¿no le suena a nada?
—Sí, pero muy vagamente —dijo Zeidler—. Desde luego el plano es mío, eso es cierto. No hay duda. Lo dibujé y firmé personalmente. Generalmente cuando realizaba estos diseños para Hitler, él me hacía imprimir en ellos el lugar donde iba a construirse el búnker. Es evidente que en este caso no lo hizo. —Como si quisiera reafirmarse, Zeidler repitió—. No, no lo hizo. En éste no. Me pregunto por qué. No puedo recordarlo.
—Tal vez Hitler no tenía aún claro dónde debería construir este búnker —propuso Foster—. O quizá lo sabía, pero no quería que usted ni nadie más supiera su localización.
Zeidler seguía desconcertado.
—Podría ser. Sin embargo, todos los demás búnkers que hice para Hitler también eran secretos y yo conocía la localización de cada uno. Pero no de este séptimo búnker. Al parecer olvidó decírmelo, o... no quiso hacerlo.
—Bueno, lo que me resulta insólito —dijo Foster— es preparar el diseño de una edificación sin tener idea de dónde va a construirse.
—No es tan raro como usted cree —dijo Zeidler—. Por una parte yo sabía que estaba diseñando algo que iba a ser subterráneo, como todos los demás que hice. Por otra, a menudo recibía órdenes concretas de Hitler sobre las dimensiones y las habitaciones que deseaba y demás. En eso era bastante bueno. Recuerde la experiencia que tenía como artista. No hay duda, para este número siete me dijo que quería un búnker enorme y me especificó en qué tipo de suelo habría que trabajar. Yo creo que él sabía desde el principio en qué lugar de Alemania situaría su construcción. Si no me lo dijo a mí, puede estar seguro de que no se lo dijo a nadie. Lo que tenía en la cabeza murió con él en 1945.
—¿No sabe usted realmente —dijo Foster— si Hitler utilizó su diseño para construir finalmente el búnker?
—No. No sé si llegó a construirse alguna vez. Los únicos que podrían saber si se construyó serían los obreros esclavos que trabajaron en él.
—¿Quiere decir que todos los búnkers subterráneos que usted diseñó y que finalmente se edificaron fueron construidos por trabajadores esclavos? ¿Por judíos, checos, gitanos, polacos y ucranianos capturados?
Zeidler dudó antes de responder.
—Bueno, quizá no todos fueron construidos por trabajadores esclavos. Sabemos con seguridad que por lo menos el búnker del Führer fue edificado por una vieja empresa constructora alemana. Sin embargo, me atrevería a decir que la mayoría de los demás cuarteles generales subterráneos, debido a la escasez de mano de obra, fueron excavados y construidos por trabajadores esclavos.
—¿Y está usted sugiriendo que uno de aquellos trabajadores podría recordar haber excavado este búnker, en caso de que se hubiese hecho, y que podría decirme dónde encontrarlo?
Zeidler negó enérgicamente con la cabeza:
—No, no, no se lo propongo como una posibilidad a considerar, señor Foster, simplemente porque ya no queda ningún obrero esclavo. Hitler los hizo exterminar a todos cuando hubieron terminado su trabajo. No quería que ninguno anduviera por ahí revelando dónde estaban situados sus búnkers secretos. Cuando los obreros esclavos terminaban una obra, se los recompensaba con un viaje a Dachau, o a Auschwitz, o a alguna otra cámara de gas. Por lo tanto, me temo que el pie de fotografía del séptimo búnker de su libro tendrá que constar como «desconocido».
—A no ser —dijo Foster lentamente— que yo pueda encontrar a unos cuantos trabajadores forzados supervivientes de la guerra que sean capaces de reconocer este plano.
—Sí, claro —aceptó Zeidler—. Podría comenzar su caza practicando la búsqueda de una aguja en un pajar.
Cuando Irwin Plamp detuvo su Mercedes frente al sucio edificio de cinco plantas de Dahlmannstrasse donde Ernst Vogel tenía su piso y su negocio de libros por encargo, Tovah Levine salió del coche delante de Emily.
Tovah se apresuró hacia el edificio del librero; estaba ansiosa por obtener la confirmación definitiva de Vogel sobre la entrada de un segundo Hitler en el búnker del Führer dos días antes del final.
Durante casi dos horas Tovah había esperado impacientemente en la suite de Emily a que llegara el momento de visitar a Vogel. Mientras tanto, Emily había puesto a Tovah al corriente sobre los antecedentes de Vogel. Luego había examinado las notas de investigación que Emily le había enseñado, en donde todos los testigos coincidían en que Hitler no había abandonado ni regresado al búnker del Führer durante los supuestos últimos veinte días de su vida. Sin embargo, todos esos informes habían sido rebatidos por el único guardia que realmente había visto entrar a Hitler dos días antes de su anunciada muerte. Tovah y Emily habían coincidido una y otra vez en la existencia de un doble de Hitler en el búnker, que se había suicidado en su lugar mientras que el auténtico Hitler había sobrevivido y escapado.
Ahora, con Emily detrás, Tovah entró apresuradamente en el edificio intentando encontrar el apartamento de Vogel. Emily señaló la escalera y dijo:
—Está en el piso de arriba, la primera puerta a la izquierda del rellano. Creo que llegamos justo a tiempo.
Tovah dejó que Emily la guiara. Al llegar al rellano de la escalera ambas giraron a la izquierda, entrando en un pasillo, y se detuvieron frente a la primera puerta marrón, algo desconchada, que necesitaba una capa de pintura. A un lado había un timbre, Emily lo pulsó y esperó a que la puerta se abriera. Como no se abría, Emily volvió a pulsar el timbre. Tampoco esta vez hubo respuesta. Tovah, como para asegurarse de que había llamado correctamente, pulsó ella misma el timbre. Llamó tres o cuatro veces, pero tampoco hubo suerte.
—Tal vez esté cortada la luz —dijo Tovah.
—Puede ser —convino Emily—. Entonces llamemos con el viejo sistema.
Emily comenzó a golpear la puerta, Tovah hizo lo mismo y las dos a la vez golpearon con fuerza.
La única respuesta llegó de debajo de la escalera. Una rolliza anciana subía lentamente los escalones.
—¿Qué es esto? ¿Qué pasa aquí? —preguntó jadeante cuando llegó arriba—. Están armando mucho barullo. Yo soy Frau Lecki, la patrona. ¿Quiénes son ustedes?
—Somos clientas del señor Vogel —respondió Emily con calma—. Estábamos citadas para verle hace cinco minutos. Iba a enseñarnos un libro importante —y añadió señalando la puerta—: Pero no contesta.
Frau Lecki se mostró inmediatamente comprensiva:
—Ach, Vogel, ya conocen a Vogel. La mitad de las veces no contesta porque no oye bien, y cuando se quita el aparato, no oye nada. —La patrona hurgó en el bolsillo de su delantal en busca de un aro con llaves—. Si Vogel dijo que las esperaba aquí, estará dentro. Lo único que debe pasar, estoy segura, es que no lleva el aparato del oído. Voy a entrar a decirle que tiene visita.
Frau Lecki introdujo una llave maestra en el hueco de la cerradura, abrió la puerta y la empujó. Entró pisando fuerte, llegó hasta la habitación y profirió un gruñido de triunfo.
—Lo que yo decía. Está en su balancín sin el aparato del oído y parece dormido. —Hizo señas a Emily y a Tovah—. Pasen mientras le despierto.
En cuanto Tovah entró en la salita de estar, husmeó algo y arrugó la nariz.
—¡Qué mal huele! —susurró a Emily—. ¿Qué puede ser?
Pero Emily estaba observando a Ernst Vogel, reclinado en su balancín, con los ojos fuertemente cerrados. Tovah siguió su mirada y se detuvo en la apergaminada figura desplomada sobre el balancín, sus mejillas hundidas eran casi blancas y sus labios azulados.
—Parece que esté enfermo —musitó Emily.
Frau Lecki estaba sacudiendo a Vogel por el hombro.
—Levántate, Ernst. Tienes aquí unas clientas.
Los ojos de Vogel no se abrieron. En cambio su cabeza cayó hacia adelante, y cuando la patrona apartó su mano, él se deslizó hacia un lado dando contra el brazo del balancín.
—Me parece que está muerto —dijo Tovah en voz baja.
Emily se precipitó hacia adelante y puso una rodilla en el suelo frente a Vogel. Agarró su fláccido brazo y buscó el pulso. Después de un rato, sacudió la cabeza y se puso en pie tambaleando.
—¡Qué horrible! —dijo Emily con voz entrecortada. Cerró los ojos y volvió a sacudir la cabeza—. Está muerto, no hay duda. ¡Qué terrible! —Obligándose a abrir los ojos, los detuvo en la figura desplomada sobre el balancín—. Creo que lo que tú has olido, Tovah, es cianuro potásico.
—Pero si hace un par de horas se encontraba bien —se quejó Tovah.
—Pues ya no —dijo Emily—. El pobre hombre se tomó el veneno o le hicieron tomárselo. El cianuro le mató instantáneamente.
La patrona comenzaba a comprender y de pronto se llevó la mano a la boca para ahogar un sollozo.
—¡No!, ¡no puede estar muerto! Es imposible. Estaba de lo más vivo. Nunca se habría matado. Pero lo ha hecho, lo ha hecho...
—Tal vez con un poco de ayuda —murmuró Tovah.
Pero sólo Emily la oyó.
Frau Lecki estaba ya en el teléfono.
—¡Esto es terrible, terrible! Debo llamar a la policía. —Al coger el teléfono vio que el hilo colgaba suelto—. Está cortado. Será mejor que llame desde mi habitación.
Se dio media vuelta y salió corriendo por la puerta.
Emily apartó la mirada de Vogel y se fijó en una caja de almacén situada sobre una repisa junto al balancín.
—Esa caja —dijo— tiene algo escrito a lápiz por este lado. Dice «Registros del Búnker». Estaba preparado para cuando llegáramos. Tovah se acercó a la caja.
—Es el correspondiente al 28 de abril de 1945, en el que anotó el regreso de Hitler al búnker del Führer.
Tovah empezó a revisar los libros de registro, mirando la fecha de las cubiertas.
—Date prisa —gritó Emily—. No queremos que la policía nos encuentre aquí. —Luego añadió—: No creo que lo encuentres, Tovah.
Después de medio minuto más, Tovah se dio la vuelta. Miró a Emily frunciendo el entrecejo:
—Tienes razón. Es el único que falta.
Emily cogió a Tovah por el brazo.
—Han actuado rápidamente. Alguien escuchó nuestra conversación telefónica con Vogel y se enteró de qué pretendía enseñarnos...
—Pero, ¿cómo?
Emily se quedó un momento callada y luego dijo:
—No lo sé. Posiblemente mi teléfono esté intervenido. La cuestión es que alguien se nos adelantó y Vogel le abrió inocentemente. El tipo puso a Vogel una pistola en la sien, le obligó a tomarse una cápsula de cianuro, luego se hizo con el libro de registros y se fue en seguida. —Tovah dejó que Emily la empujara hacia la puerta—. Ahora tenemos que marcharnos nosotras —insistió Emily.
—Pero no podemos irnos. ¿Qué pasa con la policía? Le han asesinado.
—También a mi padre. Ahora estoy segura. ¿Dónde estaba la policía entonces? Vámonos. No podemos hacer nada aquí.
—Quizá tengas razón. No podemos permitir que nos mezclen en esto. Nadie sabe que hemos estado aquí.
Emily la miró y dijo:
—Aparte del asesino, claro.
Pasaron de prisa frente al apartamento de la patrona y corrieron hacia la calle. Cuando llegaron al Mercedes que las esperaba, Tovah preguntó:
—¿Qué supone esto para nuestro caso? Vogel juró haber visto a Hitler regresar de un paseo, cuando realmente nunca salió a dar ese paseo. Estábamos de acuerdo en que el Hitler que vio era un segundo Hitler, un doble, Manfred Müller. Ahora no tenemos ni a Vogel ni al libro de registros.
—No necesitamos a Vogel ni su libro de registros. Hace dos horas teníamos a Vogel y nos dijo ya todo lo que queríamos saber. Nos estamos acercando mucho a la verdad. Tovah, mucho. Aunque me sienta medio enferma, tengo que volver a mi excavación. ¿Dónde quieres que te deje?
—En el Kempinski, por favor.
Cuando se detuvieron frente al hotel, Tovah abrió la puerta de atrás para salir. Miró a Emily una vez más y dijo:
—Espero que tengas razón, Emily, y que estemos más cerca de la verdad.
—Daremos con ella —prometió Emily—, suponiendo que no nos atrape alguien a nosotros primero. Después de todo esto, vete a descansar un rato. Hasta luego.
Tovah, detenida en la curva, mientras miraba alejarse el Mercedes sabía que iba a estar demasiado ocupada para descansar. Estaban muy cerca de la verdad. Era el momento de que Tovah informara a sus superiores. Era el momento para establecer contacto con Chaim Golding y los demás agentes de inteligencia de la rama del Mossad en Berlín y ponerlos al corriente. Alguien iba a por ellos, pero les faltaba encontrar y castigar a la pieza mayor de todas.
Estaban dentro de la vigiladísima zona fronteriza de Berlín oriental, en el interior del Muro, y Plamp conducía con cuidado por el camino de tierra, en dirección al montículo del búnker del Führer. Emily estaba rígidamente sentada en el asiento de atrás, sujetando aún la tarjeta rosa que le había permitido entrar en la zona de seguridad.
Intentó distraerse de sus preocupaciones contando los postes de cemento con la valla de cadenas que recorría la carretera y la encerraba. Pero no podía dejar de pensar en aquello que ocupaba un lugar primordial en su mente. Los resultados de las excavaciones iniciales. Le habían dado una semana para descubrir las pruebas de la muerte o la supervivencia de Hitler, y aquél era el final del segundo día de excavación. Estaba segura de que Andrew Oberstadt y sus tres trabajadores habrían desenterrado ya la somera fosa y el cráter de bomba cercano. La primera fase estaría entonces terminada y se preguntaba qué habría resultado de la excavación.
Emily, mirando hacia su izquierda, podía ver la giba que formaba el montículo de hierbajos y cascotes cubriendo el viejo búnker del Führer. Detrás del montículo asomaba una parte de la camioneta Toyota de Oberstadt. Sus tres hombres no estaban a la vista, pero Emily le vio en seguida venir desde la parte frontal del búnker con una pala en la mano. Se detuvo, hundió la punta de la pala en la tierra y se apoyó en el mango esperando su llegada.
Plamp había desviado bruscamente el Mercedes de la carretera y se encaminaba dando sacudidas hacia el búnker, por el terreno irregular. Detuvo el vehículo a unos cinco metros de Oberstadt, apagó el motor y dejó el volante para dar la vuelta al coche y ayudar a Emily a salir de detrás.
—Gracias —dijo al chófer.
Se quitó la gabardina, se ajustó el cinturón de su mono azul, clavó los tacones de sus botas en la empapada hierba y se dirigió dando grandes zancadas hacia Oberstadt.