Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
Evelyn Hoffmann permaneció serena.
—¿Por eso me querías ver, Klara? Lo entiendo perfectamente. Al fin y al cabo, tu obligación principal es llevarte bien con tu marido. Siento que le disgustara el cuadro y que tú tuvieras que venderlo, pero si eso es todo, ahí queda...
—Eso no es todo, tiíta —la interrumpió Klara—. Ha pasado algo más.
Por primera vez, el rostro de Evelyn Hoffmann delató una señal de preocupación, y dijo:
—¿Algo más?
—A primera hora de esta tarde —siguió diciendo apresuradamente Klara— vino un hombre, un director de arte de Leningrado, un hombre llamado Nicholas Kirvov, y traía el cuadro consigo. El cuadro que tú nos regalaste. Al parecer lo vio en la galería Tisher y lo compró. Quiere incluir el cuadro en una exposición sobre arte alemán que está organizando en el Ermitage de Leningrado. Quería saber más cosas sobre la pintura, para su catálogo o tal vez para un libro de arte, no estoy segura.
—¿Y tú qué le dijiste? —preguntó Evelyn con lentitud.
—Ni una palabra. Le dije que yo nunca había tenido esa pintura y que ni siquiera la había visto. No quería verme metida en esto.
Evelyn expresó su aprobación:
—Actuaste correctamente, Klara. No debes darle más vueltas. Si lo único que te preocupaba es que pudiera enterarme de que vendiste el cuadro y enfadarme, pues no hace falta que pienses más en ello...
—Hay algo más, tiíta. Algo realmente raro y misterioso.
—¿Qué es?
—Cuando el señor Kirvov se marchaba, le pregunté por qué era tan interesante su cuadro. Dijo que el cuadro era obra de Adolf Hitler y que lo pintó en 1952. Yo le dije que eso era absurdo, que Hitler no lo pudo haber pintado porque murió en 1945. El señor Kirvov dijo que sí, que eso era lo que daba interés al cuadro.
Evelyn Hoffmann se enderezó.
—¡Eso es ridículo! El señor Kirvov debe de estar loco de remate.
—Eso pensé yo, tiíta. No lo pudo haber pintado Hitler, ¿verdad que no? Quiero decir, ¿de dónde sacaste tú tal cosa?
—No lo pintó Hitler —dijo Evelyn Hoffmann con firmeza—. Eso habría sido imposible. Mi marido, tu tío, no hubiera permitido nada de un nazi en su colección. Tu tío era un social-demócrata a la antigua usanza. Este hombre que te visitó dijo grandes tonterías. Y no puedo imaginarme por qué. De todos modos, ya sabemos que esta ciudad está llena de chiflados y provocadores. Olvídate de todo, querida Klara. Y en cuanto a la venta del cuadro, puedes tranquilizarte porque yo lo comprendo. —Se levantó, se inclinó y besó ligeramente a Klara—. Te querré siempre, bonita. Y ahora debo marcharme en seguida para llegar a una cita.
Evelyn encontró a Wolfgang Schmidt en su mesa apartada del restaurante, tan concentrado en su comida que al principio ni la vio. Observó que estaba ocupado cortando y engullendo un Leberwurst a la parrilla, acompañado con un trozo de pan de centeno de Westfalia, que iba regando con una cerveza fuerte.
Sonrió ante el apetito de su amigo y cuando estaba a punto de sentarse él se percató de su presencia, se puso pesadamente en pie, mascando todavía, e hizo un movimiento para besar el dorso de su mano.
—Qué alegría verte, Evelyn —dijo cuando los dos se sentaron, y señalando su plato—. Perdona que no te haya esperado. Estuve demasiado ocupado para comer antes y mi estómago ya rugía.
—Y yo he llegado tarde —dijo.
—¿Me acompañas? La salchicha es excelente.
—Hoy no, Wolfgang. No tengo ganas de comer. Creo que tomaré un vaso de vino blanco... — Vio a un camarero que se acercaba y le llamó—. Un vaso de Kallstadter Sammagen, por favor. — Luego girándose hacia él—. Esperaba que pudiésemos vernos.
—Tu mensaje bastó, Evelyn. Liesl dijo que era urgente. ¿Es cierto?
—Me temo que sí. Al principio no tenía ni idea de si era importante o no, pero un mensaje de Klara es algo insólito, así que sin perder tiempo fui a verla. —Evelyn asintió con gravedad—. Sí, Wolfgang, es importante.
El se limpió la boca con su servilleta y la miró.
—¿Me lo cuentas?
—Es sobre el cuadro que regalé en una ocasión a Klara. Schmidt se mostró de momento desconcertado.
—¿El cuadro?
—Hace bastante tiempo, así que quizá lo hayas olvidado. —Trató de explicarle cómo era el cuadro—. Muchos años atrás, en una época en que el Feldherr estaba aburrido e inquieto, tuve una idea para que se entretuviera. Saqué una fotografía, una tarde a última hora, del Reichsluftfahrtministerium, el viejo local de Göring, y se la entregué al Feldherr para que se entretuviera reproduciéndola en una pequeña pintura.
—Claro que me acuerdo. Luego entregaste a Klara el cuadro como regalo de aniversario.
Evelyn esperó a que le sirvieran el vino, y durante un momento se quedó mirando la copa pensativamente.
—Fue un error ese regalo. Nunca debí haberlo hecho.
—¿Por qué no?
—Porque Klara lo vendió. Ella, por supuesto, no tenía ni idea de su valor. A su marido no le gustaba, así que lo vendió a una galería de la zona. Un ruso lo compró... un ruso que es el director del Ermitage de Leningrado.
—Nicholas Kirvov —dijo Schmidt inmediatamente—. Uno de los nuevos amigos de la señorita Ashcroft.
—Me lo temía. Sí, Kirvov. El reconoció que estaba pintado por el Feldherr. Kirvov es un experto en estas cosas. Quiso saber más sobre la obra, y siguió la pista hasta dar con Klara. Fue a visitarla.
—Pero ella no pudo decirle nada —dijo Schmidt—. Ella no sabe nada.
Evelyn tomó un sorbo de vino.
—Ése no es el problema, Wolfgang. Por supuesto que ella no puede decirle nada. Pero él sí pudo decirle algo.
—¿Decirle qué?
—Antes de marcharse Kirvov le dijo que el interés del cuadro era que fue pintado en 1952 o después, aunque se suponía que el artista había muerto en 1945.
—¿Cómo ha llegado a saber eso?
—No tengo ni idea, Wolfgang. Realmente no sé cómo se ha enterado Kirvov de todo eso. — Tomó otro sorbo de vino—. Sólo sé que ahora Kirvov sospecha que los sucesos de 1945 tal vez no sucedieron como los han contado.
Schmidt gruñó y rebañó automáticamente el plato mientras intentaba pensar.
—¿Crees que va en serio?
—Muy en serio.
—Posiblemente.
Evelyn suspiró y dijo:
—Debemos andar con cuidado. —Y sacudiendo la cabeza añadió—: Siento haber dejado perder el cuadro. Puede convertirse en una prueba irrecusable.
—No debes preocuparte —la tranquilizó Schmidt—. Yo me ocuparé del cuadro. Pronto ya no existirá tal prueba.
—¿Estás seguro?
—Te lo prometo. Mientras tanto, debo pensar más en todo este asunto, tratar de adelantarme al próximo paso de Kirvov, tomar precauciones. —Alcanzó la mano de Evelyn—. No te preocupes, Effie. Nos volveremos a ver mañana. Tendré algún plan de defensa. Nuestro servicio de inteligencia es excelente. Estaremos preparados para cualquier amenaza. Nos moveremos de prisa. —Comenzó a levantarse—. Hasta mañana, Effie. Aquí mismo.
La bella anciana había recorrido la distancia a pie, enérgicamente para su edad, y Nicholas Kirvov en su Opel de alquiler la siguió lentamente hasta que la vio girar por la Ku'damm y desaparecer en el interior de un restaurante que llevaba el nombre de Mampes Gute Stube.
Kirvov tuvo la suerte de encontrar un aparcamiento a menos de una manzana de distancia. Se apeó del coche apresuradamente y caminó dando zancadas hasta el restaurante. Al acercarse pudo ver que Mampes Gute Stube era una combinación de café con terraza cubierta y restaurante. La parte del café estaba acristalado y tenía un tejado inclinado. Kirvov pensó que la había visto atravesar el café para entrar en el restaurante, así que consideró más seguro quedarse en la zona del café.
En el interior descubrió un café bastante elegante, con mesas redondas instaladas sobre una alfombra verde, y sillas tapizadas en pana verde. Miró a su alrededor y vio una mesa libre, junto al pasillo central. Al dirigirse hacia ella observó que a través de la puerta del restaurante se veía una barra y un comedor. La mujer no estaba a la vista.
Kirvov se sentó y aceptó el menú de un camarero. No tenía hambre, pero sabía que debía pedir algo. Echó una ojeada a la lista de postres, se decidió por cerezas agrias con nata y lo encargó.
Mientras fumaba un cigarrillo iba reflexionando sobre lo que había pasado aquella tarde. Su visita a Klara Fiebig había sido infructuosa.
Sin embargo, al abandonar el apartamento seguía desconfiando. Se preguntaba si Klara le habría mentido. No había forma de descubrirlo a menos que, asustada por su visita, saliese de su casa para encontrarse con otra persona. Decidió esperar sentado en su Opel, aparcado en Knesebeckstrasse, y vigilar el edificio.
Al cabo de dos horas o más su vigilancia parecía inútil. Tres personas habían entrado en el bloque de apartamentos: un anciano cargado con una bolsa de la compra, una mujer de edad bien parecida y un niño con libros del colegio en la mano. Nadie había salido del edificio. Era evidente que Klara Fiebig no había encontrado motivo para asustarse y salir. Kirvov había decidido que sus sospechas sobre ella no tenían sentido. Había llegado a un callejón sin salida.
Cuando estaba a punto de arrancar el coche y marcharse, se detuvo al ver que la puerta de entrada al bloque de apartamentos se abría y salían dos mujeres. Una era Klara Fiebig cogida del brazo de la atractiva mujer de edad que había visto entrar antes en el edificio. Klara hablaba y la mujer de edad asentía, luego se besaron. Klara volvió al interior del edificio y la otra mujer comenzó a caminar calle abajo. A través de su retrovisor Kirvov examinó la figura de la mujer que se alejaba. Había ido a visitar a Klara. Tal vez la había avisado Klara. Con todo, una pista poco consistente...
Kirvov había virado y la había seguido, a cierta distancia, hasta la Kurfürstendamm, avanzando a paso de tortuga, mientras los demás conductores le tocaban la bocina por ir tan despacio, hasta que la vio entrar en el restaurante.
Ahora, mientras se tomaba las cerezas y la nata a cucharadas, esperaba a que la mujer volviese a salir. No sabía adónde le iba a llevar aquello, pero tampoco tenía que ir a ningún otro sitio. Así que comía y esperaba. Al final se puso a fumar.
Habían pasado al menos cuarenta minutos y Kirvov acababa de pagar su nota, cuando su paciencia se vio recompensada. Allí estaba la bella anciana, avanzando por el pasillo del café, seguida por un hombre corpulento y erguido, con aspecto de oso pardo, un espécimen saludable para tener sesenta o setenta años. Mientras los observaba acercarse, y luego pasar enfrente suyo, Kirvov vio a alguien con un vestido morado, una mujer de mediana edad, levantarse de una mesa y adelantarse para llamar la atención del hombre grandullón.
—Wolfgang —le saludó la mujer—. ¿Cómo estás?
El hombre corpulento llamado Wolfgang se detuvo y le estrechó la mano.
—Ursula. Cuánto tiempo sin verte.
La bella anciana, que le había precedido, se detuvo y se giró distraídamente. El hombre dudó un momento y luego presentó a las dos mujeres.
—Querida, ésta es Ursula Schleiter. Ursula, te presento a Evelyn Hoffmann.
Un camarero se interpuso, recogiendo ruidosamente algunos platos, y Kirvov no pudo oír el resto de la conversación.
Luego vio al hombre corpulento llamado Wolfgang acompañar a Evelyn Hoffmann al exterior del café. En la acera de la Ku'damm intercambiaron unas cuantas palabras y se despidieron, marchándose en direcciones opuestas.
Kirvov se puso en pie rápidamente, dispuesto a seguir a Evelyn Hoffmann una vez más. Probablemente un ejercicio inútil. Sin embargo, era el único enlace con Klara Fiebig.
En la Ku'damm, situado bastante detrás de ella, no tuvo que caminar mucho. El destino inmediato de Evelyn Hoffmann era la parada del autobús, en la esquina de la acera de enfrente. Evelyn se puso en la cola con los demás esperando un autobús, y a los pocos minutos llegó un autobús amarillo de dos pisos, con el número 29 en el limpiaparabrisas. Kirvov esperó hasta ver a la señora Hoffmann subirse al autobús, y luego dio media vuelta y fue a buscar rápidamente su coche.
Kirvov, conduciendo de nuevo por la Ku'damm, no perdió de vista el autobús durante todo el trayecto, a través del concurrido bulevar hasta Breitscheidplatz. Vigilaba continuamente para observar si Evelyn Hoffmann se apeaba, pero vio que no. Iba detrás del autobús y detenía su vehículo en cada parada para confirmar que Evelyn seguía aún a bordo.
Kirvov, manteniéndose siempre próximo al autobús, se fue fijando en todos los nombres que le resultaban nuevos y que veía borrosamente al pasar: Tauentzienstrasse, Kleiststrasse, Lützowplatz, Landwehrkanal. Mientras atravesaba ese territorio desconocido, se dio cuenta de que ya habían pasado quince minutos desde el comienzo del trayecto, y sin duda la mujer seguía aún en el autobús.
El autobús iba reduciendo su velocidad y Kirvov tuvo que apretar ligeramente sus frenos y reducir también la marcha. El autobús llegó a la parada de Schöneberger Strasse, y Kirvov se detuvo detrás. Automáticamente se inclinó para ver si alguien bajaba del autobús. Estaban saliendo dos personas. Una de ellas era Evelyn Hoffmann.
Mientras el autobús arrancaba, Kirvov observó a Evelyn Hoffmann caminar hasta un paso de peatones, mirar a su izquierda, luego cruzar una amplia calle y atravesar con familiaridad otra más. Se detuvo un momento frente a un modesto café, situado a un portal de la esquina, luego abrió la puerta y entró. Kirvov, que se había detenido en Schöneberger Strasse, arrancó de nuevo y avanzó hacia el café. Giró a la izquierda en la esquina y pasó lentamente por delante. El letrero de encima rezaba «CAFE WOLF». Estaba próximo a la esquina de Stresemann Strasse y Anhalter Strasse.
Kirvov buscó un sitio para aparcar en Stresemann Strasse, y vio que había varios lugares vacíos. Se metió en uno, aparcó, apagó el motor y bajó del coche.
Se situó un momento debajo de un árbol e intentó orientarse. El extremo norte de Stresemann Strasse estaba interrumpido por un muro, sin duda el Muro de Berlín que cercaba la zona fronteriza. Kirvov comenzó a pasear hasta el final de la calle, mirando constantemente por encima del hombro para ver si Evelyn Hoffmann había salido ya del café.
En el hotel Hervis, Kirvov cruzó al otro lado de la calle cerca de un solar vacío, en realidad una profunda depresión donde habían estado los cimientos de un edificio, un edificio destruido hacía mucho tiempo, durante la guerra. Kirvov comenzó a caminar de regreso al café donde había entrado Evelyn.