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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (39 page)

Un gran vitor estalló en la habitación. Mehr Jirah pareció sobresaltado por un momento, pero recuperó rápidamente la dignidad.

—Ésta es nuestra respuesta. Llevadla a vuestro señor, y dejadle claro que no habrá una segunda oportunidad. Ahora soy el rey, y no vacilaré en movilizar hasta al último hombre de mi reino para respaldar mis palabras. Ya no luchará contra un ejército, sino contra todo un pueblo. Ésta es su elección, ahora y sólo ahora: la paz, o una guerra que durará cien años más. Decidle que piense con cuidado. Su decisión alterará el destino del mundo para él y aquéllos que le sigan. Ahora podéis iros.

Mehr Jirah se inclinó. Dirigió una inclinación de cabeza a Albrec, y luego se volvió sobre sus talones y salió. Corfe volvió a sentarse.

—Passifal, que pase el siguiente pedigüeño. —Tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del murmullo de conversaciones en la sala.

Odelia se inclinó por encima del brazo de su trono y le susurró al oído con indignación:

—¿Has perdido el juicio? ¿Es que no tienes el más mínimo concepto de la diplomacia? Teníamos la oportunidad de detener la guerra, y ahora pareces decidido a empezarla de nuevo.

—No. Puede que no sea un diplomático, pero sí tengo nociones miliares. Aurungzeb no puede seguir luchando. Le hemos derrotado, y alguien tiene que decírselo. Y no combatí en Armagedir para poner el cuello bajo un yugo merduk. Aurungzeb cree que sabe lo que es la guerra, pero no tiene ni idea. Si es lo bastante estúpido y orgulloso para seguir luchando, le enseñaré lo que puede llegar a ser una guerra.

Había tal ferocidad contenida en Corfe mientras hablaba que la réplica de Odelia murió en su garganta. En aquel momento, comprendió que se había equivocado. Había pensado que Corfe, en cuanto fuera rey, se conformaría con dirigir los ejércitos y librar las batallas, mientras ella negociaba los tratados y dictaba la política. Pero se dio cuenta de que no iba a ser así. Corfe no sólo gobernaría en todas las cosas, sino que los otros gobernantes querrían tratar con él y sólo con él, no con su anciana reina. Era él quien había ganado la guerra, después de todo. Era a él a quien el pueblo quería tocar en las calles, y a quien vitoreaba a la primera oportunidad. Incluso los propios criados de la reina miraban antes a Corfe.

Odelia soltó una carcajada amarga que se perdió en la siguiente fanfarria. Durante toda su vida, había gobernado a través de los hombres. Pero el hombre que había conseguido el poder a través de ella la había reducido a un mero apéndice.

Aurungzeb recibió a Mehr Jirah en silencio. En el suntuoso lujo de su tienda escuchó las palabras de Corfe, repetidas por el mulá, y aguardó pacientemente mientras sus oficiales y asistentes expresaban su indignación ante la insolencia ramusiana. Su reina estaba sentada junto a él, también en silencio. Aurungzeb tomó una de sus manos frías, pensando en el hijo que estaba en su seno, y en el mundo en el que nacería. Él podía cambiarlo allí mismo, en aquel momento. Y, por primera vez en su vida, tuvo miedo.

—Batak —dijo al fin—. Esa pequeña bestia tuya revolotea sobre el palacio toruniano día y noche. ¿Qué dices tú sobre este asunto?

El mago lo pensó un momento.

—Yo diría que la suyas no son palabras huecas, mi sultán. Este hombre no es un fanfarrón. Hace lo que dice.

—Creo que ahora todos lo sabemos —dijo Aurungzeb con sarcasmo—. ¿Shahr Baraz?

El anciano merduk se encogió de hombros.

—Es el mejor soldado que han tenido. Creo que él y mi padre hubieran tenido mucho en común.

—¿Es que no hay nadie a mi alrededor capaz de aconsejarme con sabiduría? —espetó Aurungzeb—. ¡Estoy rodeado de viejas que no dicen más que obviedades! ¿Dónde está Shahr Johor?

Los ocupantes de la tienda se miraron unos a otros. Finalmente, Akran, el chambelán, se atrevió a decir:

—Habéis… habéis ordenado que lo ejecutaran esta mañana, majestad.

—¿Qué? Oh, sí, por supuesto. Bueno, era inevitable. Tenía que haber muerto con sus hombres en Armagedir. Sangre de Dios, ¿qué ocurrió allí? ¿Cómo lo hizo? ¡Deberíamos haber ganado!

—Por lo menos, conseguimos destruir a esos malditos jinetes rojos, majestad —dijo Serrim, el eunuco.

—Sí, esos diablos escarlata. Y matamos a otros diez mil hombres de su ejército, ¿no es así? ¡Tiene que estar tan maltrecho como nosotros! ¿Cómo es que se atreve a amenazarnos? ¿Qué clase de demente es? ¿Es que no sabe nada de las sutilezas de la negociación?

Los asistentes, consejeros y funcionarios no dijeron nada. En el silencio podían oír las aclamaciones de las multitudes de Torunn, a menos de media legua de distancia. El estruendo torturaba los nervios de Aurungzeb. ¿Por qué lo vitoreaban? Había llevado a la muerte a muchos de sus hijos y padres, y sin embargo le amaban por ello. Los torunianos… Había cierta locura colectiva en ellos. Eran un pueblo inflexible. ¿Cómo iba a vencerlos? Cuando Aurungzeb volvió a hablar, la petulancia en su voz era como la de un niño al que se ha negado un dulce.

—Le pedí un salvoconducto y que recibiera a mi embajador… ¡Abrí negociaciones con ese bastardo! Ahora debe darme algo a cambio. ¿No es así, Batak?

—Sin duda, señor. Pero recordad que se supone que no es más que un soldado común, un campesino. No tiene ni idea de protocolo, ni de las cortesías básicas que existen entre los monarcas. Las convenciones de la diplomacia no están a su alcance; sólo habla el idioma de los cuarteles.

—Tal vez eso no sea tan malo —rezongó Shahr Baraz—. Por lo menos, si nos da su palabra en algún sentido, podremos estar seguros de que la cumplirá.

—No me hables de las virtudes de los soldados —gruñó Aurungzeb—. Están sobrevaloradas.

Nadie habló durante un rato. Los miembros de la corte nunca habían visto a su sultán tan inseguro, tan necesitado de consejo. Siempre había seguido sus propios impulsos, aunque ello significara enfrentarse a los hechos.

—La guerra debe terminar —dijo Mehr Jirah—. No puede haber discusión sobre eso. Treinta mil de los nuestros murieron en Armagedir. Nuestro ejército no puede luchar más.

—¡Entonces el suyo tampoco!

—Creo que sí puede, sultán. Los torunianos no luchan por la conquista, sino por la supervivencia. Nunca se rendirán, especialmente con este hombre al mando. Armagedir fue la última oportunidad que tuvimos de ganar esta guerra con una sola batalla, y todos nuestros soldados lo saben. También saben que esto ya no es una guerra santa. Los ramusianos no son infieles, sino que también creen en el Profeta.

—Eso lo has conseguido tú y tus malditos sermones —se enfureció Aurungzeb.

—¿Es que negaréis los preceptos de vuestra propia fe? —preguntó Mehr Jirah, sin dejarse intimidar.

—No… no, por supuesto que no. Muy bien, pues. Parece que no tengo elección. Seguiremos negociando. Mehr Jirah, Batak, Shahr Baraz, vosotros tres iréis a Torunn por la mañana y ofreceréis un tratado. ¡Pero sin echarnos atrás! Dios sabe que ya me he arrastrado bastante por un día. Ahara, tú fuiste ramusiana. ¿Qué piensas? ¿Tienen razón en lo que dicen? ¿Crees que ese nuevo rey soldado luchará hasta el final?

Heria no se volvió a mirarlo. Se llevó una mano al hinchado abdomen.

—Pronto tendréis un hijo, mi señor. Me gustaría que creciera en paz. Sí, este hombre luchará hasta el final. Tiene… El padre Albrec me dijo que tiene demasiado hierro en su interior. Pero en el fondo es un buen hombre. Un hombre decente. Si da su palabra, la cumplirá.

—Es posible —rezongó Aurungzeb—. Debo reconocer que siento el perverso deseo de encontrarme con él cara a cara. Tal vez si firmamos un tratado podamos hacerle una visita oficial. —Y se echó a reír ásperamente—. Los tiempos están cambiando, desde luego.

Nadie reparó en lo pálida que se había puesto Heria; al menos, el velo tuvo aquella utilidad.

La guerra entre merduk y ramusianos había empezado tanto tiempo atrás que nadie excepto los historiadores sabía con certeza cuándo se habían enfrentado los dos pueblos por primera vez. Pero todo el mundo sabía cuándo había terminado. En el primer año del reinado del rey Corfe, el mismo año en que la dinastía de los Fantyr había dejado de existir.

Y cinco siglos y medio tras el advenimiento del bendito Santo, que también había sido el Profeta, la naturaleza dual de Ramusio fue reconocida al fin, y las dos grandes religiones que había fundado se unieron y reconocieron su origen común. Todo ello se escribió en el tratado de Armagedir, un documento que soldados y eruditos tardaron varias semanas en redactar en una espaciosa tienda erigida especialmente para tal fin, a medio camino entre las murallas de Torunn y el campamento merduk.

Los merduk accedieron a convertir el río Searil en la frontera de sus nuevos dominios. Khedi Anwar, conocido hasta entonces como el dique de Ormann, se convirtió en el más occidental de sus asentamientos, mientras que Aekir era rebautizada como Aurungbar y pasaba a ser la capital de Ostrabar. La catedral de Carcasson se convirtió en el templo de Pir–Sat, y se permitió que tanto los merduk como los ramusianos celebraran allí sus ceremonias, pues lo había santificado el fundador de ambas religiones. Los refugiados de Aekir que deseaban regresar a su antiguo hogar pudieron hacerlo sin temor a ser molestados, y los monarcas de Torunna y Ostrabar intercambiaron embajadores e instalaron embajadas en ambas capitales.

Pero gran parte de todo aquello pertenecía todavía al futuro. Por el momento, las puertas de Torunn se habían abierto para la ceremonia de firma del tratado, y la ciudad, cansada de guerras, se preparó para recibir la visita del hombre que había tratado de conquistarla. Para Corfe, todo aquello tenía la cualidad surrealista de un sueño. Él y Aurungzeb habían negociado a través de intermediarios, pues el sultán consideraba que regatear personalmente por las cláusulas de un tratado estaba por debajo de su dignidad. Aquel día vería el rostro del hombre que se había esforzado tanto por destruir; tal vez incluso estrecharía su mano. Y a su misteriosa reina ramusiana, cuya contribución a la victoria en la guerra era conocida sólo por Corfe y Albrec.

Corfe se preguntaba cómo contarían aquello los libros de historia. Había comprendido que los hechos y la percepción histórica de éstos eran dos cosas muy diferentes.

Se encontraba en su vestidor con el sol de primavera entrando en una gloriosa corriente a través de las altas ventanas, rodeado por media docena de criados desconsolados. En los brazos llevaban una desconcertante variedad de prendas llenas de gemas, encaje dorado y bordes de piel. Corfe las había rechazado todas, y se había vestido con el sencillo uniforme negro de un soldado de infantería toruniano. No llevaba la corona, pero le habían convencido de lucir en la cabeza una antigua diadema de plata, usada antiguamente por los mariscales fimbrios en la corte de los electores. Albrec la había rescatado para él de algún polvoriento cofre del palacio. Había pertenecido al propio Kaile Ormann, cosa que Corfe consideraba muy apropiada.

Sonaron las trompetas en las puertas de la ciudad, señalando la llegada de la procesión del sultán. Corfe pensó que había oído más malditas trompetas durante las últimas semanas que en toda una vida en los campos de batalla. Torunn se había convertido en un gran carnaval, con el pueblo celebrando la victoria, la paz, un nuevo rey… una cosa tras otra. Y también aquélla, la última ceremonia oficial que Corfe tenía intención de presidir durante mucho tiempo.

Le hubiera gustado llevarse a Formio y Aras a las colinas y pasar un tiempo cazando, durmiendo de nuevo bajo las estrellas, contemplando una hoguera y bebiendo vino de campaña. El año anterior había sido infernal, pero había tenido también sus buenos momentos. O tal vez él era simplemente un estúpido nostálgico, condenado a convertirse en un viejo insatisfecho, siempre soñando con la gloria del pasado. Menudo concepto. La sola idea le hizo sonreír. Pero cuando uno de los pajes más valerosos se adelantó por tercera vez con una túnica ribeteada de armiño, su sonrisa se convirtió en una mueca.

—Por última vez, no. Ahora largaos todos de aquí.

—Señor, la reina insistió…

—Largo.

—Señor, ése no es el lenguaje que se espera de un rey —dijo Odelia, entrando en la habitación seguida por un par de doncellas.

Corfe se volvió cojeando para mirarla a los ojos. Pese a todos los cuidados de Odelia, Corfe sospechaba que la herida recibida en Armagedir le había marcado para siempre. Sería un tullido durante el resto de su vida. Bueno, muchos habían regresado de la guerra con recuerdos bastante peores.

—Siempre había pensado que los reyes usaban el lenguaje que les venía en gana —dijo con ligereza. Odelia le besó en la mejilla, y se apartó para contemplar su sencillo atuendo con fingida desesperación.

—El sultán te confundirá con un simple soldado, si no tienes cuidado.

—Ya cometió ese error una vez. No creo que lo repita.

Odelia se echó a reír, algo que había empezado a hacer más a menudo en los últimos días. La brillante luz del sol no tenía compasión con las arrugas de su rostro. Había empleado con los soldados heridos toda la magia que antaño dedicaba a mantener su aspecto juvenil. Su madurez, recién descubierta, aún perturbaba a Corfe. De modo que tomó su mano y la besó.

—¿Están ya en la muralla?

—Justo entrando en la barbacana. Van montados en una columna de elefantes, nada menos. Parece que un circo ambulante haya llegado a la ciudad.

—Pues bien, señora, bajemos a saludar a los payasos.

La mano de Odelia se levantó brevemente para tocar la sien de Corfe.

—Tienes cabellos grises, Corfe. No me había dado cuenta.

—Fue en Armagedir. Me convertí en un viejo.

—En tal caso, no te importará dar el brazo a una vieja. Vamos. Han levantando un estrado lleno de lirios y prímulas, y ya estarán empezando a marchitarse con el sol. Su altura ha sido calculada cuidadosamente; lo bastante alto para que Aurungzeb parezca un suplicante, pero no tanto como para que pueda sentirse insultado.

—Ah, las sutilezas de la diplomacia.

—Y de la carpintería.

La multitud soltó un enorme rugido cuando hicieron su aparición y subieron al carruaje que los llevaría hasta el estrado, justo al otro lado de las puertas del palacio. Una vez allí, Odelia observó con ojo crítico por última vez todos los preparativos, y se sentaron en los tronos. Tras ellos estaba Mercadius, parpadeando como un búho a la luz del sol, y con aspecto de estar medio dormido; actuaría como traductor durante la ceremonia. Doce catedralistas, con la armadura recién pintada y reluciente, permanecían junto al estrado como estatuas escarlata.

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