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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (34 page)

No era la fuerza mejor equipada que Torunna hubiera enviado a la batalla. La mayor parte de los reclutas ni siquiera tenían uniformes, y algunos todavía no estaban familiarizados con sus armas, aunque Corfe había separado a los más torpes y los había reservado para la guarnición. Además, el tren de intendencia era bastante improvisado, pues muchas de las provisiones destinadas a llenarlo se habían convertido en humo junto con los almacenes del muelle. De modo que los hombres marcharon con raciones para una sola semana, y doscientos catedralistas obligados a servir como infantería pesada por falta de caballos. Pero Corfe llevaba oculto en sus alforjas algo que esperaba que inclinaría la balanza a su favor: el plan de batalla merduk, traído por Albrec desde el dique de Ormann y traducido por la reina. Sabía dónde se encontraría cada parte del ejército enemigo, y aunque su partida se había adelantado, creía que los merduk se mantendrían fieles al plan original, pues no era fácil rediseñar una estrategia ya decidida en un gran ejército, especialmente si éste había emprendido ya la marcha.

Sin aquella información, Corfe estaba convencido de que apenas habría esperanza para sus hombres, y bendijo mentalmente a la reina ramusiana de Aurungzeb.

No hubo vítores en la despedida, pero la población de Torunn se había agolpado en las murallas. Había una sensación de urgencia en la ciudad. Habían ocurrido tantas cosas en un espacio de tiempo tan breve, que la partida del ejército hacia la batalla decisiva parecía simplemente otro acontecimiento notable más. Tampoco hubo tiempo para despedidas. Los soldados tenían una cita, y cruzaron las puertas de la ciudad sabiendo que ya llegaban tarde a ella.

El ejército recorrió dieciocho millas aquel primer día, y cuando la vanguardia empezaba a preparar el campamento, la retaguardia se encontraba todavía a una legua de distancia. Como tenía la costumbre de hacer, Corfe buscó una pequeña elevación y se situó sobre ella con su caballo, observando la entrada de los hombres en el campamento. Sin embargo, en realidad no los veía. Pensaba en un antiguo esclavo que le había jurado fidelidad con las cadenas de las galeras aún colgadas de las muñecas. Un salvaje de las Címbricas que se había convertido en su amigo.

Andruw y Formio se reunieron con él. El fimbrio montaba una tranquila yegua. Los tres hombres intercambiaron saludos, y permanecieron en silencio mientras abajo se encendían las primeras hogueras, hasta que hubo aparecido una auténtica constelación que rivalizaba con el resplandor de las estrellas.

La oscuridad aumentó. El trío permaneció montado, sin decir una palabra, pero alegrándose de la compañía mutua. Luego Andruw se volvió en su silla y miró hacia el norte.

—Corfe, Formio… Mirad allí.

En el horizonte se veía un resplandor rojizo, como el de una ciudad en llamas. Pero no había ciudades en muchas leguas en aquella dirección.

—Es su campamento —comprendió Corfe—. Como las luces de una ciudad. Ahí está el enemigo, caballeros.

Estudiaron el fenómeno. A su modo, resultaba tan impresionante como la aurora boreal que se veía en invierno desde las estribaciones de las montañas de Thuria.

—No parece que pueda ser una obra humana —dijo Formio.

—Los hombres pueden hacer casi cualquier cosa, cuando hay una cantidad suficiente —le dijo Andruw—. Y son capaces de todo. —Su voz se convirtió en algo parecido a un susurro—. Pero nunca he oído hablar de una guerra como ésta. No ha habido una sola pausa, desde los primeros asaltos a Aekir hasta ahora. El dique de Ormann, la Cadena del Norte, la Batalla del Rey, Berrona, y luego la batalla por la propia ciudad. Parece no tener fin… y todo en un solo año.

—¿Tan poco tiempo ha pasado? —se maravilló Corfe—. ¿Un año? Y sin embargo, el mundo entero ha cambiado.

Todos pensaban en Marsch, aunque ninguno mencionó su nombre.

—Que llamen a los oficiales en cuanto la retaguardia se haya instalado —dijo Corfe al fin—. Nos reuniremos aquí. Tengo algo que mostraros a todos.

—¿Te sacarás un conejo de la chistera, Corfe? —preguntó alegremente Andruw.

—Algo parecido.

Saludaron y lo dejaron solo. Corfe desmontó, trabó las patas del caballo, lo desensilló y lo dejó pastar. Luego se sentó sobre una roca cubierta de musgo, contemplando el horizonte del norte, donde la hueste merduk encendía el cielo toruniano. Un solo año, y un número inimaginable de muertes. Lo había empezado como oficial menor, desconocido pero feliz. Y lo terminaría como comandante del último ejército de Torunna, con el corazón tan negro y vacío como una manzana podrida. Todo ello en un solo año.

Formio levantó una linterna por encima del mapa, y los oficiales reunidos sujetaron sus extremos con las puntas de sus botas. Se amontonaron en torno al círculo de luz, como si quisieran calentarse junto a una hoguera. Corfe empleó un palo roto para señalar.

—Estamos aquí, y el enemigo está… aquí, o muy cerca. Ya habéis visto las luces de su campamento; calculo que estarán a medio día de marcha. Son ciento veinticinco mil hombres, una quinta parte de ellos de caballería. El
khedive
merduk, Shahr Johor, enviará a toda su caballería en un ataque por el flanco norte, con la intención de caer sobre nuestro flanco izquierdo cuando estemos ocupados con el cuerpo principal, y arrollarnos. El martillo y el yunque; simple, pero efectivo. Su caballería consiste en
ferinai
, arqueros montados e infantería escogida entre los
minhraib
, también montada y armada con pistolas. Los
ferinai
son el núcleo del ejército; si podemos detenerlos, los demás se desmoronarán. No son más que ocho mil; perdieron a una tercera parte de sus hombres en la Batalla del Rey, atacando a Aras y Formio.

—Y supongo que también nos dirás lo que comerán mañana para desayunar —dijo Andruw con una ceja levantada—. General, parece que estamos muy bien informados sobre la composición e intenciones del enemigo.

—Eso es porque he conseguido una copia de su plan de batalla, coronel —dijo Corfe con una sonrisa.

Aquello provocó una oleada de estupefacción entre los oficiales reunidos.

—Señor —empezó Aras—, ¿cómo habéis…?

Corfe levantó una mano.

—Basta con que lo tengamos. No os preocupéis por cómo lo conseguimos. Tengo intención de asignar a los hombres del coronel Cear–Adurhal y el asistente Formio a encargarse de ese flanco. Con ellos irán los arcabuceros de Ranafast. Toda esa fuerza combinada estará al mando del coronel Cear–Adurhal. Debería bastar para acabar con la caballería enemiga.

—Por supuesto; sólo son tres veces más que nosotros —murmuró alguien.

—Los
ferinai
estarán en la vanguardia. Andruw, si puedes inutilizarlos, el resto se desmoronará. Sé de buena fuente que los
minhraib
(más de una tercera parte del ejército merduk) no tienen estómago para esta batalla. El sultán los mantendrá en reserva, en la retaguardia. Hay bastantes posibilidades de que se queden allí agazapados si ven que las cosas les van mal. Ésta es la linea de avance del cuerpo principal —dijo, trazándola sobre el mapa con su palo—. Como veis, usarán la carretera del oeste. Lo que voy a hacer es llevarme a nuestros regulares, y, si podemos, caer sobre ellos mientras aún están en columna de marcha; de ese modo, acabaremos con ellos por separado.

—¿Dónde creéis que se entablará la batalla? —preguntó Rusio.

—Más o menos aquí, en este cruce. —Corfe estudió el mapa más de cerca—. Aproximadamente junto a esta pequeña aldea. Armagedir.

Se incorporó.

—Andruw, Formio y Ranafast: vuestra misión será derrotar a la caballería merduk y caer sobre el flanco enemigo, como ellos pretendían hacer con nosotros. El destino de la batalla dependerá del éxito o fracaso de esa maniobra. Caballeros, no puedo insistir demasiado en que la velocidad es esencial. No puede haber maniobras falsas, ni retrasos. Lo que nos falta en número, debemos compensarlo con… con…

—¿Intensidad? —sugirió Aras.

—Sí. Ésa es la palabra. Cuando ataquemos, debemos perseguir cualquier intento de retirada del enemigo, sin dejarle oportunidad de volver a formar. Si consiguen sacar partido de su superioridad numérica, nos arrollarán. Los que estuvisteis en Berrona recordaréis cómo caímos sobre ellos mientras todavía trataban de ponerse las botas. Aquí debemos hacer lo mismo; no podemos darles un solo momento para reorganizarse. Esta orden debe llegar hasta el final de la cadena de mando. ¿Me he expresado con claridad?

Hubo un murmullo de asentimiento colectivo.

—Bien. No hace falta que os diga que tenemos muy pocas reservas…

—Como de costumbre —dijo alguien, y hubo un rumor de risas.

Corfe sonrió.

—Es cierto. La línea no debe romperse. Si se rompe, todo habrá terminado: para nosotros, para vuestras familias, para nuestro país. No habrá una segunda oportunidad.

Sus rostros se ensombrecieron de nuevo al comprenderlo. Corfe los estudió a todos. Andruw, Formio, Ranafast, Rusio, Aras, Morin, Ebro y una docena más. ¿Cuántos quedarían después de aquella batalla, que esperaban que fuera la última? Por una vez, sintió que la carga de sus vidas y muertes le pesaba en la conciencia. Pero estaba seguro de una cosa. No luchaban para que después de la guerra siguieran siendo los señores en sus carruajes dorados los que dictaran el gobierno de su nación. Si lograban aquella hazaña, si salvaban Torunna, habría muchas cosas que tendrían que cambiar en el país. Y se habrían ganado el derecho de exigir aquellos cambios.

—Muy bien, caballeros. La corneta tocará diana dos horas antes de amanecer. Andruw, Formio y Ranafast, ya tenéis vuestras órdenes. General Rusio, por la mañana el cuerpo principal formará directamente en línea de batalla, y avanzará de ese modo. Los retenes montados delante.

Rusio asintió. Como los demás, parecía pálido y decidido.

—¿Cuándo creéis que chocaremos con ellos, señor?

Corfe volvió a estudiar el mapa. Con el ojo de su mente vio los dos ejércitos en marcha, en rumbo de colisión. Como dos titanes miopes y enfurecidos.

—Creo que justo antes de mediodía —dijo.

—Os deseo buena suerte, señor —asintió Rusio.

—Gracias. Caballeros, ya sabéis que los discursos no son mi fuerte. No necesito inspiraros con retórica ni inflamar vuestros espíritus. Después de todo, somos profesionales, y tenemos una misión ante nosotros que no podemos eludir. Ahora id con vuestros mandos. Quiero que informéis a vuestros oficiales, y luego procurad dormir un poco. Buena suerte a todos.

—Que Dios nos acompañe —dijo alguien. Luego le saludaron y salieron uno tras otro. Finalmente, sólo quedó Andruw. En su rostro no había rastro de su alegría habitual.

—Me estás entregando el ejército, Corfe. Nuestro ejército.

—Lo sé. Son los mejores hombres que tenemos, y les he asignado la misión más difícil.

Andruw sacudió la cabeza.

—Deberías ser tú quien estuviera al mando, entonces. ¿Dónde vas a estar? ¿En el cuerpo principal con los demás regulares? ¿Cuidando de Rusio?

—Necesito vigilarlo. Es competente, pero no tiene imaginación.

—No estaré a la altura, Corfe.

—Sí, lo estarás. Eres el mejor hombre que tengo.

Se miraron fijamente, sin hablar. Luego Andruw extendió una mano. Corfe la estrechó con fuerza. Al instante siguiente, se estaban abrazando como hermanos.

—Ten mucho cuidado mañana ahí fuera —dijo Corfe con voz ronca.

—Espérame por la tarde. Llegaré desde el oeste, chillando como un gato con la cola ardiendo. —Andruw le propinó un puñetazo fingido en el estómago, y se volvió. Corfe le observó alejarse en la noche, hasta que hubo desaparecido entre la luz de las hogueras y las sombras del ejército durmiente. No volvió a ver a Andruw con vida.

Hizo la ronda del campamento personalmente aquella noche, como siempre, intercambiando breves palabras con los centinelas, y saludando a los soldados que yacían contemplando las estrellas, sin poder dormir. Compartiendo con ellos tragos de vino, o antiguas bromas. En una ocasión, incluso una canción.

Por primera vez en mucho tiempo, no hacía frío. Los hombres dormían sobre la hierba, no sobre el barro, y la brisa que agitaba las llamas no era gélida. Corfe casi pudo creer que la primavera estaba llegando, y que aquel largo invierno aflojaría por fin su apretón sobre la tierra fría. Nunca había sido un hombre piadoso, pero descubrió que estaba repitiendo en silencio una plegaria sin forma mientras caminaba entre las abarrotadas hogueras y observaba a sus hombres recuperando sus fuerzas para la prueba que les esperaba al día siguiente. Aunque matar era su profesión, lo único en lo que destacaba, rezaba por el fin de todo aquello.

En la torre más alta del palacio real de Torunn, cuatro personas permanecían en pie en la negra hora anterior al alba, aguardando la llegada del día. Odelia, reina de Torunn, Macrobius el pontífice, y los obispos Albrec y Avila.

Cuando al fin el cielo se iluminó, pasando del negro al azul cobalto y luego a un delicado tono de verde, la bola azafrán e hirviente del sol asomó por el este en una fiera conflagración de color, como si las nubes esparcidas por el horizonte del mundo se hubieran incendiado, consumidas por el calor de un horno enorme y silencioso que ardía furiosamente al borde de la tierra. Los cuatro continuaron allí mientras la luz de la mañana crecía, adueñándose de un cielo inmaculado, y la ciudad cobraba vida a sus pies, ajena a todo. Contemplaron a los miles de personas que ascendieron a las murallas y se quedaron aguardando junto a las almenas, con las multitudes en silencio en todas las plazas públicas. Hasta las campanas de las iglesias estaban en silencio.

Y finalmente, al otro lado de las colinas del norte, sonó el trueno largo y distante de los cañones, como un rumor procedente de un mundo más oscuro. Había empezado la última batalla.

Capítulo 21

El choque final entre merduk y ramusianos en el continente de Normannia tuvo lugar el decimonoveno día de Forialon, en el año del Santo 552.

Los merduk avanzaban con una pantalla de caballería ligera en la vanguardia. Corfe los dispersó enviando al frente a una línea de arcabuceros, que derribaron a media docena de enemigos con una rápida descarga. El resto huyó para advertir a sus camaradas del cataclismo inminente. El avance toruniano continuó, con destacamentos en los flancos y la vanguardia, mientras el cuerpo principal de la infantería sudaba y luchaba por mantener el paso brutal fijado por Corfe. La línea se hacía cada vez más irregular, y los sargentos gritaban hasta enronquecer para que los hombres se mantuvieran en sus puestos, pero a Corfe no le preocupaban unas cuantas formaciones imperfectas aquí y allá. La velocidad era lo más importante. Los merduk estaban ya advertidos, y habrían empezado a reformar sus fuerzas, pasando de la vulnerable columna de marcha a la línea de batalla. Pero ello les llevaría tiempo, como todas las maniobras que implicaban a grandes cantidades de hombres. De haber tenido más caballería, tal vez hubiera organizado su propia pantalla montada, lo bastante fuerte para acabar con los retenes merduk y tomar por sorpresa al cuerpo principal… pero no tenía sentido desear la luna. Los catedralistas eran necesarios en el flanco, y simplemente no tenía más jinetes.

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