Allí; grandes formaciones avanzando entre el humo, en dirección a Armagedir. El general merduk había lanzado al fin su contraataque. Aras sería aplastado. Corfe miró a su alrededor. Con él estaban sus ocho guardias catedralistas, y otros diez jóvenes alféreces que servían como asistentes y correos. No eran unos refuerzos muy numerosos, pero valdrían más que nada.
Se volvió hacia uno de los jóvenes oficiales.
—Arrian, ve con el general Rusio. Dile que debe permanecer en su puesto a toda costa, y, si lo considera factible, tiene que avanzar. Dile que voy a reunirme con los hombres del coronel Aras. El contraataque enemigo va a caerles encima. Ve ahora.
El joven oficial saludó bruscamente y partió al galope. Corfe le observó alejarse, preguntándose si él habría sido alguna vez tan solemne. Echaba de menos a sus amigos. Echaba de menos a Andruw y Formio, Marsch y los catedralistas. Luchar sin ellos no era lo mismo. Y, en un destello de intuición o presciencia, comprendió que nada volvería a ser lo mismo. Aquel tiempo habia quedado atrás.
Corfe pateó salvajemente el vientre de su caballo, que casi se encabritó. No temía a la muerte, temía al fracaso. Y había fracasado. Ya no había nada que temer.
Desenvainó la espada de John Mogen por primera vez aquel día y se volvió hacia Cerne, su corneta.
—Seguidme.
Y el grupo de jinetes partió al galope pendiente arriba, hacia el infierno humeante de Armagedir.
Había cientos de hombres heridos detrás de la línea que dificultaban el avance de los caballos. El rugido de la batalla era increíble, atronador. Corfe no había oido nunca nada parecido, ni siquiera en los asaltos más furiosos contra el dique de Ormann. Era como si los dos ejércitos supieran que aquélla era la batalla decisiva en una guerra que había empezado siglos atrás. A un bando le esperaba la victoria completa; al otro, la aniquilación. Los torunianos no se retirarían porque, al igual que Corfe, ya sólo temían a las consecuencias del fracaso. De modo que morían en sus puestos, defendiéndose con culatas y sables cuando se les acababa la munición, resistiendo como salvajes con todo lo que encontraban a mano, incluso las mismas piedras del suelo. Vendían caras sus vidas, y, por primera vez en mucho tiempo, Corfe se sintió orgulloso de ser uno de ellos.
Su propio grupo desmontó al acercarse a las ruinas de la aldea en torno a la cual resistían Aras y sus hombres. El suelo estaba demasiado lleno de cuerpos para que pudieran seguir a caballo, e incluso los endurecidos corceles parecían demasiado asustados por el estruendo.
Los hombres de Aras resistían como una isla en un mar de merduk. El enemigo había rodeado su flanco izquierdo y empujaba por el derecho, donde se conectaba con el cuerpo principal del ejército toruniano. Trataban de separar a los hostigados tercios de las fuerzas de Rusio, aislarlos y destruirlos. Pero sus asaltos contra la propia aldea se rompían como olas contra un acantilado. Las tropas de Aras resistían y luchaban entre las minas de Armagedir, como si fuera la última fortaleza del mundo occidental. Y en cierto modo lo era.
Los torunianos levantaron la vista en cuanto Corfe y su séquito se abrieron paso a través de las abarrotadas hileras, y el general oyó que los soldados gritaban su nombre una y otra vez. Incluso hubo algún vítor momentáneo. Al fin logró llegar junto al estandarte negro bajo el que se habían agrupado Aras y sus oficiales. El joven coronel se animó al ver a su comandante en jefe, y lo saludó con presteza.
—Me alegro de veros, señor. Empezábamos a preguntarnos si el resto del ejército se había olvidado de nosotros.
Corfe le estrechó la mano.
—Considérate general a partir de ahora, Aras. Te lo has ganado.
Incluso bajo la suciedad y el humo de pólvora, Corfe pudo ver que el joven se sonrojaba de placer. Se sintió como un impostor, sabiendo que Aras no viviría el tiempo suficiente para disfrutar de su ascenso.
—¿Vuestras órdenes, general? —preguntó Aras, todavía sonriendo—. Supongo que nuestro flanco llegará en cualquier momento.
Corfe no tuvo que bajar la voz para evitar ser oído; el caos de la batalla era como una gran cortina.
—Creo que nuestro flanco puede haber tenido problemas, Aras. Es posible que los refuerzos no lleguen. Debemos resistir aquí hasta el final. Hasta el final, ¿me comprendes?
Aras lo miró fijamente, con el desaliento visible en el rostro durante un segundo. Luego se recuperó y consiguió soltar una risa ahogada.
—Por lo menos moriré como general. No os preocupéis, señor. Estos hombres no irán a ninguna parte. Saben cuál es su deber, igual que yo.
Corfe le apretó el hombro.
—Lo sé —dijo, casi en un susurro.
—¡Señor! —dijo uno de los oficiales—. Ya llegan. ¡Son una auténtica masa!
El contraataque merduk cayó sobre Armagedir como un titán imparable. Fue recibido con un furioso crescendo de fuego de arcabuz que destrozó la primera línea… y luego todo se convirtió en un combate cuerpo a cuerpo a lo largo de la hilera. El perímetro toruniano se hundió bajo el salvaje asalto, y los hombres se concentraron en torno a las casas en llamas de la aldea que defendían. Y allí se detuvieron. Corfe se abrió paso a empujones hasta la parte delantera de la línea y pudo olvidarse de la estrategia, la política y de todas las preocupaciones propias del alto mando. Se encontró luchando por su vida como el más humilde de los soldados, con sus guardias catedralistas rodeándolo y cantando mientras mataban. El pequeño nudo de hombres de armadura escarlata parecía atraer al enemigo como una vela a las polillas en el crepúsculo. Su armadura era más pesada que la de sus camaradas torunianos, y destacaba como una cuña de hierro al rojo vivo mientras los guerreros
minhraib
con su equipamiento ligero chocaban contra ellos para ser segados uno tras otro. Armagedir quedó separado del resto del ejército cuando los merduk aislaron el ala izquierda toruniana. Se convirtió en un caldero de violencia demente en cuyo interior los hombres luchaban y mataban sin pensar en la supervivencia ni esperar ser rescatados. Era el final, el apocalipsis. Corfe vio hombres que morían con los dientes clavados en la garganta de un enemigo, otros que se estrangulaban mutuamente, gruñendo como animales, con los ojos vacíos de razón. Los
minhraib
se arrojaban contra los catedralistas como perros en torno a un oso, tres o cuatro a la vez sacrificándose para derribar a un salvaje vestido de acero y cortarle el cuello en el suelo empapado de sangre. Corfe se movía y golpeaba con rabia, y los golpes de las espadas resonaban sobre su armadura; había recibido uno en la cabeza que resonó por todo el yelmo, haciendo que su rostro magullado estallara en estrellas de agonía. Algo le acuchilló un muslo y cayó de rodillas, gritando, mientras la espada de Mogen repartía muerte a diestro y siniestro. Estaba en el suelo, golpeado por un masivo caos de cuerpos, pisoteado por pies calzados con botas. Trató de levantarse, mientras los golpes llovían sobre él. Aras y Cerne estaban a su lado, ayudándole. Luego la hoja de una espada apareció en el ojo de Cerne, que se desplomó sin un solo ruido. La detonación de un arcabuz chamuscó la mano de Corfe. Acuchilló a ciegas, sintiendo que la carne y el hueso cedían bajo el filo de
Hanoran
, «la que responde». Alguien le golpeó el cuello, y su visión estalló, llenándose de estrellas y manchas oscuras. Volvió a caer.
Una colina soleada por encima de Aekir en otra edad del mundo, muy remota. Estaba sentado sobre la hierba con Heria
a su
lado, bebiendo vino. La sonrisa de su esposa le desgarró el corazón
.
Andruw riendo entre el rugir de los cañones, la alegría de vivir iluminándole el rostro y convirtiéndole en un muchacho
.
Los fimbrios de Barbius dirigiéndose
a
sus muertes en la terrible gloria de la Cadena del Norte
.
Berrona ardiendo en un horizonte lejano
.
Una cabaña llena de humo en la que su madre lloraba en silencio, mientras su padre contemplaba el suelo de tierra y Corfe les decía que se iba al ejército
.
Manchas de sol en el río Torrin mientras Corfe chapoteaba y nadaba en una larga tarde de verano
.
Y la llamada de muchas cornetas, el redoble de los tambores pesados resonando incluso por encima del clamor de la guerra. La presión de cuerpos a su alrededor se aflojó. Fue levantado y se encontró mirando el rostro magullado de Aras a través de una película de sangre.
—¡Andruw ha venido! —estaba gritando Aras—. ¡Los fimbrios han atacado el flanco merduk!
Y levantando su pesada cabeza vio las picas recortadas contra el cielo humeante, y a su alrededor los hombres de Armagedir vitoreaban mientras los merduk trataban de huir, presas de un pánico absoluto. Los veteranos del dique estaban alineados en una colina al norte, lanzando descarga tras descarga contra la abigarrada multitud de enemigos. Y los fimbrios los segaban como si fueran trigo, avanzando de modo tan implacable como si quisieran expulsar del mundo hasta al último merduk.
Corfe bajó la cabeza y se echó a llorar.
La recepción había sido un éxito, pensó Murad. La mitad de la nobleza superviviente del reino parecía haber asistido, y todos habían escuchado, estupefactos, mientras Murad narraba sus experiencias en el oeste. El rey había sido generoso al permitir que lo hiciera; ciertamente, había servido para anunciar que el señor de Galiapeno había regresado, y lo que era más importante, que gozaba del favor real. Pero también había sido una experiencia agotadora.
Historias de viajeros. ¿Eso era todo lo que creían que tenía que contarles? Estúpidos descerebrados.
El rey había descendido de su trono y estaba confraternizando con sus súbditos. Tenía un don para aquella clase de gestos, pensó Murad, aunque en aquel momento la actitud del rey no le pareció acertada: los mismos que le estaban adulando habían conspirado para arrebatarle el trono muy poco tiempo atrás.
«Si yo llevara esa corona», pensó Murad, «los habría ejecutado a todos».
Tenía la cabeza algo ligera. No había conseguido retener nada más que vino desde su descenso del barco. «He vuelto a mi propio mundo», pensó. «Y es un mundo muy pequeño. Hora de retirarse». Ansiaba poder dormir sin soñar, un descanso que restaurara la fatiga de su alma. El olvido, sin las imágenes sangrientas que solían atormentar sus sueños.
—Lord Murad —dijo una voz de mujer—. Es un honor conoceros.
Era una dama atractiva, con el cabello oscuro, los ojos inteligentes y un escote muy pronunciado. Y además, estaba embarazada. Murad se inclinó.
—Me siento halagado. ¿Puedo preguntar…?
—Soy lady Jemilla. Supongo que ya habréis oído hablar de mí.
Ciertamente. Abeleyn se lo había contado todo. De modo que aquélla era la mujer que llevaba en su seno al hijo del rey, y que había intentado instaurar una regencia. El interés de Murad se avivó. Toda una belleza, sin duda. ¿Por qué estaba en libertad? Abeleyn era demasiado blando. Debería haberla ocultado en alguna parte, y estrangular al mocoso en cuanto naciera.
—Tengo entendido —continuó ella, agitando el abanico bajo su barbilla— que ahora disfrutáis del privilegio de ser el familiar más cercano del rey.
—Lo soy —dijo Murad, y sonrió.
Sería agradable acostarse con ella. Lo que estaba haciendo era obvio; buscaba una nueva marioneta que utilizar contra el rey.
—Aquí hace mucho calor, señora —dijo—. ¿Os gustaría dar una vuelta conmigo por los jardines?
Ella le agarró un brazo. Sus ojos habían perdido de repente la expresión coqueta.
—¿Qué mujer podría rechazar a un aventurero tan galante?
Jemilla jadeó, gritó y gimió mientras Murad la penetraba, atrayendo sus caderas hacia él tirando de su vestido. Murad apretó los dientes al derramarse en su interior, le propinó una última embestida salvaje y se separó con el rostro cubierto de sudor. Jemilla se tumbó de costado bajo el árbol, entre las sombras más profundas. El crepúsculo se hundía rápidamente en la oscuridad, y su rostro era un simple borrón blanco. Los jardines estaban llenos de sonidos de insectos, y Murad podía oír aún el rumor de las conversaciones y risas de los invitados en el salón de recepciones. El noble se abrochó las calzas y se apoyó en un codo, bajo la sombra con olor a resina del ciprés.
—Tenéis un modo muy directo de abordar los temas —dijo a Jemilla.
—Ahorra tiempo.
—Estoy de acuerdo. Es evidente que abrigáis ciertas esperanzas para vuestro hijo, pero ¿a qué se debe exactamente vuestra fascinación conmigo? No soy el sueño de ninguna joven. Y llevo mucho tiempo lejos de la corte.
—Precisamente. No os han salpicado los acontecimientos que han tenido lugar en Abrusio; tenéis las manos limpias. Ambos podríamos beneficiarnos de ello —dijo Jemilla con calma.
Murad se sacudió las hojas muertas de los hombros.
—Queréis decir que podéis beneficiaros vos. Señora, vuestro nombre es anatema en la corte. El rey os tolera sólo por cierto sentido anticuado de la caballerosidad. Vuestro hijo, cuando nazca, será enviado a algún lugar apartado de las Hebros, y vos con él. ¿Qué podéis ofrecerme, aparte de un revolcón ocasional sobre la hierba?
Ella se le acercó. Su mano le recorrió el vientre y el borde de las calzas. Murad se estremeció levemente cuando los cálidos dedos de Jemilla le agarraron el miembro fláccido.
—Casaos conmigo —dijo.
—¿Qué? —Murad llegó al extremo de soltar una risita.
—Entonces no podrían enviarme a ningún lugar apartado, como vos decís. Y la posición de mi hijo sería más fuerte. —Su mano empezó a moverse arriba y abajo. Murad sintió que volvía a endurecerse.
—Tal vez sea cierto… Pero vuelvo a preguntaros qué sacaría yo de ello.
—Seríais el guardián legal del heredero del rey. Si algo le ocurriera al rey después del nacimiento de mi hijo, éste sería demasiado joven para ser coronado. Y vos seríais automáticamente el regente.
—¿Regicidio? ¿Es ése vuestro juego? —Murad le apartó la mano de sus calzas—. Señora, si algo le ocurriera al rey, yo sería el siguiente en la línea sucesoria de todos modos, ¿habéis pensado en eso? No me haría falta actuar como tío de vuestro bastardo.
—Podéis ser el primo del rey, pero no pertenecéis a la casa de los Hibrusidas. Es posible que encontréis dificultades a la hora de convencer a los demás nobles de la legitimidad de vuestra pretensión. Si yo fuera vuestra esposa, y el hijo único del rey vuestro protegido, vuestra posición sería invulnerable. Tal vez vuestro titulo sería el de regente, pero seríais rey en todo menos en nombre.