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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (32 page)

—¿Cómo está la situación? —preguntó Grania a su reina, mientras las mujeres que la rodeaban conversaban desesperadamente sobre el tiempo o el precio de la seda… e intentaban al mismo tiempo prestar oídos a las palabras de la reina.

—Mal. Han masacrado a muchos de sus catedralistas. Los pobres cargaron contra los arcabuceros sin nada más que sables.

—¿Y sus fimbrios?

—Extrañamente inmóviles. Pero algo me dice que su comandante, Formio, no permanecerá ocioso. El resto de la ciudad está bajo el toque de queda. Fournier se ha instalado en el ala este, y se siente tan seguro de sí mismo que sólo tiene cincuenta o sesenta hombres a su alrededor. Los demás patrullan por la ciudad. Hay incendios en los muelles, pero no sé qué significan. La visión de Arach es limitada, y a veces difícil de descifrar.

—Sentaos, señora. Estáis exhausta.

—¿Cómo puedo sentarme? —estalló Odelia—. ¡Ni siquiera sé si está vivo o muerto! —Se pasó una mano por el rostro—. Perdóname. Estoy cansada. Estuve ciega; debí haber previsto todo esto.

—Nadie lo previo —dijo bruscamente Grania—. No os atormentéis por no ser adivina.

La reina volvió a hundirse en su silla.

—No puede estar muerto, Grania. No debe estar muerto. —Enterró el rostro entre las manos y se echó a llorar.

El camino desde la orilla del río al palacio pontificio fue largo y agotador, y Corfe y Albrec tardaron casi todo lo que quedaba de noche en recorrerlo. Las patrullas de Fournier fueron fáciles de esquivar; se dedicaban más a contemplar con la boca abierta las maravillas de la gran ciudad que a estar alerta en busca de ciudadanos que violaran el toque de queda. En realidad, eran hombres iletrados procedentes del campo, impresionados por el tamaño y abigarramiento de la capital. Escuchando sus conversaciones cuando pasaban junto a ellos, Corfe comprendió que ni siquiera sabían por qué estaban allí, excepto que se trataba de algún tipo de emergencia causada por la guerra contra los merduk.

Detenidos en las puertas de la abadía por los Caballeros Militantes de guardia, Corfe y Albrec fueron inspeccionados con estupefacción e incredulidad cuando exigieron ver a Macrobius. Aún estaban maniatados, y cubiertos de barro e inmundicia de las alcantarillas. Pero algo en la expresión de Corfe hizo que uno de los guardias saliera disparado en busca de monseñor Alembord. El corpulento inceptino no pareció demasiado complacido al ser despertado en mitad de la noche, pero reconoció al instante a la maltrecha pareja. Fueron conducidos al interior entre susurros, y llevados a una pequeña sala de recepciones donde Corfe pidió un herrero o armero que les cortara las esposas. Alembord se alejó, totalmente desconcertado. Prácticamente no sabía nada del golpe de estado que había tenido lugar; los hombres de Fournier habían dejado la abadía en paz, tal como Corfe sospechaba.

El soñoliento armero llegó poco después con una caja de madera llena de herramientas de su oficio. Cortó las esposas de las muñecas de los prisioneros, y Corfe tuvo que apretar los dientes ante la agonía provocada por el regreso de la circulación a sus manos. Estaban hinchadas hasta el doble de su tamaño normal, y donde el hierro le había apretado las muñecas había profundas ranuras grabadas en la carne hinchada. Dejó que sangraran libremente, con la esperanza de que ello se llevara una parte de la inmundicia.

Les trajeron cuencos de agua caliente y ropas limpias, que resultaron ser hábitos inceptinos sobrantes, de modo que Corfe fue conducido a los aposentos privados de Macrobius vestido de monje. Todavía faltaba una hora para el amanecer.

Por mucho que fueran unos aposentos privados, estaban llenos de clérigos ansiosos y Caballeros Militantes muy alarmados. Macrobius y los demás escucharon en furioso silencio mientras Corfe relataba los acontecimientos de la noche, y Albrec informaba de su propio papel en la historia. Tal como había acordado con Corfe, sin embargo, no hizo mención del espía en la corte merduk.

Cuando hubieron terminado, Macrobius, que había escuchado sin decir una palabra, dijo simplemente:

—¿Qué quieres que haga?

—¿Cuántos hombres armados puede reunir la abadía? —preguntó Corfe.

—¿Monseñor Alembord?

—De sesenta a setenta, santidad.

—Bien —dijo Corfe—. Entonces debéis salir con todos ellos al amanecer, y dirigiros a la plaza mayor. Convocad una reunión, provocad un gran escándalo; cread una conmoción que haga salir a la gente a la calle. Fournier no tiene hombres suficientes para controlar toda la ciudad, y no podrá acobardar a la población si conseguimos que se alce contra él. Sacad a la gente a la calle, santidad.

—¿Y tú, Corfe? ¿Qué vas a hacer?

—Intentaré llegar hasta mis hombres. Si podéis crear una buena conmoción, Fournier tendrá que retirar las tropas que los están conteniendo, y tendré la oportunidad de sacarles. Después de eso, será derrotado, os lo prometo.

—¿Y los merduk? —preguntó Alembord con los ojos muy abiertos.

—Supongo que habrán empezado a moverse mientras hablamos. A marchas forzadas, pueden estar aquí en cuatro o cinco días como mucho. Eso no nos deja mucho tiempo. Esta revuelta debe haber terminado mañana, si queremos llegar al campo a tiempo.

—Muy bien —dijo Macrobius, alzando la barbilla—. Haremos lo que dices. Monseñor Alembord, despertad a toda la abadía. Quiero que todo el mundo se ponga sus mejores hábitos, que los Militantes se armen y monten a caballo, con todos los pendones y gallardetes que puedan encontrar. Daremos un auténtico espectáculo, y proporcionaremos a Fournier una buena distracción. Encargaos de ello al instante.

Mientras el desdichado Alembord salía a toda prisa, Macrobius se volvió hacia Corfe.

—¿Cómo pretendes llegar hasta tus hombres?

—Con vuestro permiso, santidad, conservaré el disfraz que me han dado. Seré un clérigo deseoso de ofrecer consuelo espiritual a los atribulados soldados. Por ese motivo, iré antes a ver a los fimbrios de Formio. La idea de un sacerdote que ofreciera consuelo a mis catedralistas no sería creíble.

—¿Y vas a ir solo?

—Sí. Albrec es demasiado reconocible, incluso para esos paletos del sur. Tendrá que quedarse aquí, en la abadía.

—¿Y la reina, Corfe?

—Ella también tendrá que apañárselas sola durante un tiempo. Por el momento, lo que necesito son soldados, no monarcas.

La barba del conde Fournier, habitualmente tan bien cuidada, parecía más bien desaliñada. El noble recorría la habitación como un gato inquieto mientras sus oficiales superiores lo observaban con rostro inexpresivo.

—¿Escapado? ¿Escapado? ¿Cómo podéis decirme eso? El único hombre al que había que contener por encima de todo, y me estáis diciendo que anda suelto. ¿Cómo ha podido ocurrir eso?

El atractivo rostro de Gabriel Venuzzi estaba pálido como una pared encalada.

—Parece que ha conseguido levantar una rejilla y llegar a las alcantarillas, conde. Él y ese monje sin nariz que estaba encerrado con él.

—Eso tampoco lo entiendo. Di órdenes específicas de que los prisioneros debían permanecer separados.

—No había suficientes celdas en las mazmorras. Según mi último recuento, tenemos casi ochenta prisioneros allí abajo. En algunos casos, hay tres hombres en una sola celda. Estamos deteniendo a todos los oficiales por encima del rango de alférez. Tal vez podríamos relajar un poco las reglas.

—¡No! Debemos cortar la cabeza si no queremos que el cuerpo nos aplaste. Hay que arrestar a todos los hombres de las listas. Empezad a usar las cárceles comunes si es necesario, ¡pero capturad a todos esos hombres!

—Se hará como decís.

—¿Y la reina?

—Sigue confinada en sus aposentos.

—Que los guardias lo comprueben cada pocos minutos.

—¡Conde Fournier! —Venuzzi parecía escandalizado—. Se trata de la reina. ¿Acaso esperáis que los soldados comunes entren y salgan de sus aposentos como si tal cosa?

—Haced lo que os digo, maldita sea. No tengo tiempo para vuestros refinamientos cortesanos, Venuzzi. Nuestras cabezas acabarán rodando si esto no sale bien. ¿Cómo diablos ha conseguido escapar? ¿Adónde habrá ido? A reunirse con sus hombres, evidentemente. Pero ¿cómo atravesará las líneas? Con algún subterfugio, por supuesto. Venuzzi, informad a todos nuestros oficiales de que nadie, absolutamente nadie, debe cruzar las líneas que rodean a los fimbrios y los catedralistas. ¿Me entendéis bien, Venuzzi? Ni siquiera un maldito ratón.

—No soy imbécil, conde.

—Yo también lo creía hasta que dejasteis escapar a Cear–Inaf. Ahora marchaos y obedeced mis órdenes.

Venuzzi salió, con su rostro antes pálido sofocado y furioso. Fournier se volvió hacia una silueta corpulenta que permanecía junto a la puerta.

—Sardinac, trae más hombres al palacio, y algunas piezas de artillería.

El hombre llamado Sardinac se irguió.

—No tenemos demasiados artilleros, conde. Estamos trabajando con soldados a sueldo, recordadlo, no con regulares torunianos.

—Como si no lo supiera. Llevaos algunos de los cañones situados en torno al cuartel fimbrio. Y enviad a otro correo a negociar con ese estúpido de Formio. Su situación es desesperada, ésta no es su guerra, le ofrecemos un salvoconducto para salir de la ciudad… Lo mismo de antes.

Sardinac se inclinó y salió detrás de Venuzzi.

Fournier se limpió la frente con un pañuelo perfumado. Estaba rodeado de idiotas, ése era el problema. El plan era magnífico, pero tenía que funcionar en todos sus detalles, o no funcionaría en absoluto. Había muy poco margen de error.

Sus inquietos pies lo llevaron hacia el balcón. Desde allí se veía una esquina de la plaza mayor. Era como contemplar un fragmento de un extraño carnaval. Podía ver Caballeros Militantes engalanados con estandartes, sacerdotes ricamente vestidos… y una gran multitud de plebeyos de la ciudad que se habían atrevido a desafiar el toque de queda para ver qué estaba ocurriendo. También tendrían que ser contenidos. Sus hombres eran como mantequilla untada sobre demasiado pan. ¿Quién hubiera creído que Macrobius saldría de su madriguera y se pondría a predicar, el muy idiota?

Había un brasero encendido en la habitación, con el carbón rojo y gris por el calor. Fournier se dirigió a la mesa, abrió un pequeño cofre y extrajo un maltrecho pergamino con un sello roto del alto mando merduk. Lo estudió durante un momento, pensativo, y pareció decidido a arrojarlo al brasero, pero cambió de opinión. Se lo guardó en el jubón y lo palmeó con una elegante mano.

—¡Sargento! ¡Aquí hay un sacerdote que quiere hablar con los fimbrios! —dijo el joven soldado—. Puede pasar, ¿no?

El sargento, un corpulento veterano de muchas peleas tabernarias, avanzó poderosamente hacia la barricada donde el inceptino de hábito negro estaba rodeado por media docena de jóvenes nerviosos, con la mecha lenta humeando de modo siniestro en las llaves de sus arcabuces. Desenvainó el sable.

—Órdenes nuevas, Fintan, muchacho. Nadie puede atravesar las lineas. El mensajero acaba de llegar. Padre, habéis perdido el tiempo. Tal vez queráis decir una plegaria por nosotros, por si tenemos que luchar con esos malditos fimbrios.

—Desde luego, hijo mío. —El sacerdote, con el rostro oculto en la capucha del hábito, levantó las manos en el signo del Santo. Al hacerlo, las anchas mangas de su túnica cayeron hacia atrás, revelando los cortes de sus muñecas. Los soldados habían inclinado la cabeza para recibir la bendición, pero se irguieron de golpe cuando una voz joven y clara gritó:

—¡Sargento! ¡Traed aquí ahora mismo a ese hombre!

El coronel Aras estaba en la puerta de un almacén de grano cercano, rodeado por un grupo de oficiales y mensajeros. Se adelantó a grandes zancadas.

—¡El sacerdote! ¡Agarrad a ese sacerdote y traedlo aquí!

El inceptino se tensó al darse cuenta de que los cañones de seis arcabuces apuntaban hacia él. El sargento lo miró de arriba abajo, desconcertado.

—Parece que alguien más necesita una oración, padre.

—Eso parece, sargento —dijo el sacerdote—. Tened cuidado con esos fimbrios. He oído decir que coleccionan las orejas de sus enemigos.

—¡Traedlo a mi despacho, sargento, y daos prisa! —ladró Aras, con la cara pálida—. Basta de charla.

El inceptino fue escoltado a través del grupo de soldados hasta el cavernoso interior del almacén. Había un pequeño despacho en su interior, separado del resto del edificio. Lo dejaron allí. Algunos nobles estaban inclinados sobre un mapa. Desconcertados, se incorporaron para mirarlo. Aras ordenó que vaciaran la habitación.

—Ya podéis quitaros la capucha, general —dijo, cuando hubo salido todo el mundo.

Corfe hizo lo que se le indicaba.

—Os felicito, Aras. Tenéis buena vista.

Los dos hombres se miraron en silencio durante largo rato, hasta que Aras se movió y alargó la mano hacia una botella.

—¿Un poco de vino?

—Gracias.

Bebieron sin dejar de estudiarse.

—¿Ahora qué? —dijo Corfe—. ¿Me entregaréis a vuestro superior… y entregaréis el reino a los merduk? ¿O recordaréis cuál es vuestro deber?

Aras se dejó caer en una silla.

—No tenéis ni idea de lo que me ha costado hacer esto —susurró.

—¿Hacer qué? ¿Traicionar a vuestro país?

El joven volvió a incorporarse de un salto, con el rostro lleno de ira. Pero ésta le abandonó como el agua saliendo de un odre roto. Observó fijamente su vino.

—Os equivocasteis —dijo en voz baja—. Os equivocasteis haciendo las cosas a vuestro modo. Los grandes hombres de un reino no pueden ser pisoteados; no lo consentirán.

—Y, al final, su propio prestigio es más valioso para ellos que el reino. Ya me conocéis, Aras. Si un hombre es competente, no me importa en absoluto que sea duque o mendigo. Mirad a Rusio; le ascendí a general aunque era uno de mis peores enemigos. Pero Fournier… Debéis saber que le mueve algo más que el orgullo herido. Ha decidido gobernar Torunna, aunque sea como un mero peón de los merduk. Todos vosotros no sois más que sus herramientas, para ser utilizadas y descartadas.

—Va a negociar la paz, para terminar la guerra con honor —dijo Aras.

—Va a capitular sin condiciones, y devorará el cadáver que los merduk dejen atrás.

Aras apartó la vista.

—¿Qué queréis que haga? —murmuró—. ¿Traicionarle?

—No se puede traicionar a un traidor. Esos fimbrios a los que habéis sitiado sirvieron a vuestras órdenes en la batalla. Defendieron sus puestos, y murieron en ellos porque vos se lo pedisteis. Son vuestros camaradas, no vuestros enemigos. ¿Cuándo ha peleado Fournier codo a codo con vos, o cuándo se ha enfrentado a una línea de batalla a vuestro lado? Vamos, Aras, actuad con honor. Ordenad a vuestros hombres que dejen las armas, y permitidme salvar esta ciudad vuestra.

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