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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (64 page)

BOOK: El origen del mal
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—¿Qué?

—Nosotros sabemos que el sonido atraviesa la esfera, y también la luz. ¡En ambas direcciones! Aunque el efecto resulte distorsionado, los hombres pueden hablarse y comunicarse entre sí. Estos hombres, cuando pasen al otro lado, tenderán un cable que se podrá probar tan pronto como hayan dado unos pasos hacia el interior. Y si esto no da resultado, instalaremos semáforos temporales. Por lo menos así sabremos qué pasa allí dentro, qué ocurre al otro lado.

Luchov negó con un movimiento de cabeza.

—Con todo, esos hombres no volverán —dijo.

—De momento, no; ahora, no —intervino Khuv tajante, haciendo rechinar los dientes y perdiendo la paciencia—, pero si hay un camino de regreso, lo encontraremos. Aunque suponga tener que construir otro Perchorsk.

Luchov dio un paso atrás, pero volvió a adelantarse prontamente cuando la parte baja de la columna vertebral chocó con la barandilla.

—¿Otro Per…? —dijo al tiempo que se quedaba con la boca abierta—. En ningún momento he considerado…

—No creo que te corresponda a ti considerarlo, director —dijo Khuv sonriendo entre dientes y con la cara convertida en una máscara trágica, desprovista de toda emoción—. De todos modos, puedes considerarlo ahora. Y deja de preocuparte por estos hombres. Si quieres preocuparte, preocúpate por ti y por tu equipo. Esto también lo encontrarás en las órdenes que aquí se especifican. Una vez establecida la cabeza de puente…, el siguiente eres tú.

Luchov se tambaleó y tuvo que agarrarse a la barandilla. Estaba furioso, pero la sorpresa lo había dejado mudo; en ese momento Khuv se dio la vuelta. Cuando Luchov pudo encontrar la voz, gritó:

—¡Con qué limpieza has sabido escapar de la red, comandante!

Khuv se paró y se volvió lentamente para mirarlo. Estaba más pálido que nunca.

—No —dijo al tiempo que negaba también con la cabeza, y mientras la nuez del cuello le subía y le bajaba al pronunciar esas palabras—, porque ese extremo también figura en las órdenes. Te alegrará saber que dentro de diez días exactamente tendremos que separarnos, Viktor, porque cuando ellos vayan al otro lado, yo iré con ellos.

Al otro extremo del pozo que se abría a través de los niveles del magma, oculto en una esquina para que nadie pudiera verlo, Vasily Agursky se estaba enterando de toda la conversación. Ahora, mientras las pisadas de Khuv resonaban sobre los tablones de madera, se volvió y escapó en silencio hacia los niveles superiores. Llevaba zapatos de suela de goma y se movía con la agilidad de un gato. No como un lobo. Echó a correr y, al comprobar la fuerza de sus muslos y darse cuenta de que lo propulsaban sin esfuerzo por su parte, sintió un extraordinario deleite. ¿Era fuerza aquello que sentía? Ni siquiera en su juventud había experimentado una potencia como aquélla. Ni aquellas pasiones, ni aquellos deseos, ni aquellas ansias…

Pese a la rapidez y a los movimientos furtivos de Agursky, Khuv lo descubrió antes de que pudiera desaparecer de su campo de visión. No fue más que un atisbo, pero provocó en Khuv un gesto de disgusto. Sus preocupaciones y, como remate, su atención se centraron en Agursky, sin saber exactamente por qué. Últimamente Khuv no lo había visto muy a menudo, pero aunque no habría podido poner las manos en el fuego para asegurarlo, sospechaba que algo funcionaba mal. Lo acababa de ver, veloz como un cervatillo, con la cabeza proyectada hacia adelante, silencioso y fantasmal como un espectro.

Khuv, moviendo la cabeza, se preguntó qué debía de ocurrirle a aquel extraño científico, qué cosa se había apoderado de él.

A la mañana siguiente muy temprano Khuv se despertó sobresaltado al oír el clamor provocado por las alarmas. Al despertarse tuvo la sensación de que su corazón se había parado y, de un salto, le subía a la garganta, hasta que se dio cuenta de que se trataba de la alarma general, es decir, no de aquel maldito protector de fallos de Luchov. ¡Gracias a Dios!, pensó, a pesar de no tener ninguna fe en él.

Al rato, mientras se vestía a toda prisa, oyó que alguien llamaba a la puerta. La abrió y entró el untuoso Paul Savinkov, aunque ahora, aparte del sudor que cubría su rostro asustado, graso y brillante, no había nada propiamente viscoso en él. Ahora no olía a grasa sino a miedo.

—¡Comandante! —dijo jadeando—. ¡Camarada! ¡Oh, Dios mío, Dios mío!

Khuv lo zarandeó.

—Pero, di de una vez qué te pasa, hombre —rugió Khuv—. Siéntate, antes de que te caigas.

Y empujó a Savinkov hacia una silla.

El gordo «esper» estaba temblando y se estremecía como si su cuerpo fuera de gelatina.

—Lo siento… lo siento —dijo—, lo que pasa es que… es que…

Khuv le dio un revés, y a continuación le propinó un sopapo.

—Ahora quizá querrás decirme qué te pasa —refunfuñó.

El furor de los dedos de Khuv había dejado señales en el rostro de Savinkov, cuyos ojos perdieron su fulgor al tiempo que movía la cabeza, como si fuera él quien acabase de despertarse y no Khuv. Éste tuvo la impresión de que estaba a punto de romper a llorar. El comandante se dijo que, como lo hiciera, le daría un puñetazo directo a los dientes.

—¿Y bien? —gruñó.

—Se trata de Roborov y de Rublev —dijo Savinkov casi sin aliento—, ¡muertos los dos!

—¿Cómo?

Khuv pensó que debía tratarse forzosamente de una pesadilla, que no podía ser otra cosa.

—¿Muertos? Pero ¿cómo demonios ha sido? ¿Ha ocurrido un accidente?

Terminó de vestirse y se puso los zapatos.

—¿Un accidente? —dijo Savinkov sonriendo igual que un idiota, aunque al instante hizo una mueca que indicaba que iba a ponerse a llorar—. ¡Oh, no… no ha sido un accidente! Cuando ocurrió, sus pensamientos me despertaron… y debo decir que sus pensamientos eran espantosos.

—¿Pensamientos?

Khuv, que todavía no estaba completamente despierto, parecía buscar una explicación. Savinkov, por supuesto, poseía dotes de telepatía.

—¿De qué clase de pensamientos se trataba?

—Algo…, algo los estaba atacando. En la habitación de Roborov. Creo que habían estado jugando a las cartas, que jugaban dinero, y que Roborov estaba perdiendo mucho. Fue al lavabo y, al salir… encontró a Rublev prácticamente muerto. Algo lo tenía agarrado por el cuello. Roborov trató de arrancárselo, pero entonces se revolvió contra él. ¡Oh, Dios mío… he sentido cómo se moría! ¡Oh!, ¡ah!

—¡Continúa, hombre! —dijo Khuv, cuya respiración ahora era jadeante.

—Agarró la cosa, le dio la vuelta y entonces la vio. Lo que entonces pensaba fue esto: «¡No lo puedo creer! ¡Madre mía, ayúdame! ¡Santo Dios, sabes que te he amado siempre! ¡No dejes que esto ocurra!».

—¿Eso fue lo que pensaba?

—Sí —dijo Savinkov sollozando—. Todo lo demás eran cosas de fondo, pero lo que me despertó realmente fueron estos pensamientos de Roborov. Y cuando murió… también lo vi.

—¿Qué es lo que viste?

Khuv tenía cogida la cara de Savinkov entre las palmas de las manos.

—¡Oh, Dios, no lo sé! No era humano… ¿O quizá lo era? Una verdadera pesadilla. Era su forma lo que… no encajaba. Era como… como lo que está en el tanque de vidrio.

Khuv sintió que se le helaba la sangre. Se llenó los pulmones de aire y lo expulsó en la cara de Savinkov. Después lo agarró por las solapas y lo obligó a arrodillarse a sus pies.

—Llévame allí enseguida —dijo con brusquedad—. ¿La habitación de Roborov? Sé dónde está. ¿Estabas tú allí? ¿No? ¿Quién hay allí entonces? ¿No lo sabes? ¡Imbécil! ¡Vamos a esa habitación ahora mismo!

De camino advirtieron que las alarmas dejaban de sonar.

—Bueno, menos mal que esto se ha callado —refunfuñó Khuv, dando un empujón a Savinkov, que caminaba delante de él—. Por lo menos ahora puedo pensar. Una cosa, ¿estás seguro de que no recuerdas si se lo has dicho a alguien? Quiero decir que si, olvidándote de todos los procedimientos, has venido a verme directamente a mí. ¡Como sean imaginaciones tuyas, te aseguro que…!

Pero no lo eran.

Junto a la puerta de la habitación de Roborov había un soldado somnoliento y nervioso montando guardia. Al ver a Khuv y a Savinkov los saludó con torpeza. Éstos se precipitaron hacia él. Dentro de la habitación había dos «espers» más y un agente de la KGB llamado Gustav Litve. Todos estaban pálidos como muertos y parecían profundamente impresionados. La razón quedaba justificada al echar una ojeada a lo que había en el suelo.

Nikolai Rublev habría podido ser el hermano gemelo de Savinkov. Esto fue lo que pensó Khuv al mirar al suelo y torcer el gesto ante lo que veían sus ojos. Habían sido bastante parecidos, pero ahora había diferencias entre los dos; la principal, que Savinkov seguía vivo. E intacto, además.

Lo que había matado a Rublev se había llevado media cara. En efecto, le faltaba la parte carnosa del lado izquierdo de la cara, arrancada del hueso, desde la oreja a la nariz y de aquí a la barbilla. Sin embargo, no se trataba de la labor realizada por un escalpelo o un cuchillo, sino que la carne estaba desgarrada. Aparte de esto, tenía la garganta sajada, como abierta por un animal, y las principales arterias aparecían seccionadas y a la vista. A Khuv le sorprendió no ver sangre.

Tal vez había dicho algo en voz alta porque su subordinado Litve dijo:

—¿Señor?

—¿Cómo? —dijo Khuv levantando la vista—. No, nada. Ve a buscar a Vasily Agursky, ¿quieres, Gustav? Y tráemelo aquí. Quiero saber qué clase de animal puede ser el autor de este atropello; es probable que él sepa decírmelo.

Cuando ya se dirigía hacia la puerta, Litve se volvió y dijo:

—El otro no está mucho mejor, señor.

—¿El otro?

El cerebro de Khuv todavía no funcionaba a pleno rendimiento.

—Roborov.

Khuv se dio cuenta de que se había distraído un momento. Para compensar la distracción, preguntó:

—Era colega tuyo, ¿verdad?

—Sí, lo era, señor —respondió Litve antes de salir.

Detras de una mesa volcada, sobre un montón de billetes y naipes ensangrentados, estaba «el otro», Andrei Roborov. Los dos «espers», de pie, lo estaban observando. Khuv los apartó de un empujón y observó también el cadáver. El rostro de Roborov era la máscara del terror en estado puro. Parecía que sus ojos muertos iban a saltársele de las órbitas, que las mandíbulas se abrían en un rictus helado de terror, que tenía la lengua, azulada y brillante, proyectada hacia afuera. Si en vida había sido un ser de aspecto cadavérico, muerto resultaba absolutamente grotesco. Su delgada cabeza, desde las orejas hacia arriba, parecía comprimida por una prensa hasta su total aplastamiento. El cráneo estaba hundido y por las grietas y los agujeros, aparecían marcas hechas con los dientes, manaba sangre y los fluidos propios del cerebro.

—¡Santo Dios! —exclamó Khuv.

A lo cual uno de los «espers» añadió:

—Algo le ha mordido la cabeza como si fuera una manzana. Comandante, fíjese en sus brazos.

Khuv los miró y se dio cuenta de que ambos estaban rotos a la altura de los codos, estaban torcidos para atrás hasta la dislocación total de la articulación. En cualquier caso, había encontrado una forma simple y efectiva de evitar que Roborov luchara con él.

Khuv movió la cabeza y tuvo la sensación de que la garganta se le hinchaba. Casi podía sentir que el pulso del Projekt iba acelerándose a medida que avanzaba la mañana y el sitio comenzaba a cobrar vida. Notaba bajo los pies un débil latido, que parecía proceder del corazón de una bestia enorme. Y dentro de la bestia todavía había otra, más pequeña, que había hecho aquello. ¿O tal vez era más grande? ¿Qué clase de bestia podía ser? Seguramente no era humana, pero si no lo era…

En el pasillo había un teléfono. Khuv corrió hacia él y llamó al oficial de servicio del protector de fallos. Sin dejar que el hombre pudiera decir nada, le espetó:

—¿Es que estás durmiendo? ¿Has estado durmiendo cuando te tocaba estar de servicio?

—¿Con quién hablo? —dijo una voz muy despierta desde el otro extremo del hilo.

Khuv reconoció la voz: era un científico experimentado del equipo de Luchov, una persona extremadamente responsable.

—Soy el comandante Khuv —dijo éste bajando la voz—. Parece ser que hay un intruso entre nosotros. Es indudable que tenemos un asesino.

—¿Un intruso? —dio la voz desde el otro extremo como endureciéndose—. ¿Dónde está usted, comandante?

—Estoy en el pasillo, junto al cuartel general de la KGB. ¿Por qué?

—¿Se está refiriendo a un intruso del exterior o a un intruso que ha entrado por la Puerta?

—Pues mire usted, es evidente que ésta es la razón de que lo llame —le soltó Khuv—. ¡Para descubrirlo!

El otro, en tono igualmente malicioso, le replicó:

—En cuyo caso es evidente que el intruso de que habla ha venido de fuera, ya que, de lo contrario, usted ahora estaría ardiendo, ¿verdad, Khuv?

—Yo…

—Oiga, tengo las pantallas frente a mí y veo que todo está normal, salvo que todo el mundo se ha puesto un poco nervioso debido a estas malditas alarmas. ¡Nada, lo repito, no ha pasado nada absolutamente por la puerta!

Khuv colgó violentamente el teléfono y fulminó el aparato con la mirada. Era evidente que allí andaba algo suelto, algo suelto que alguien había soltado… ¿Quién? ¿La Rama-E británica?

Volvió corriendo a la habitación de Roborov y dijo a los dos «espers»:

—¡Fuera, salid de aquí inmediatamente! Si averiguáis alguna cosa, hacédmela saber, pero si no hay nada nuevo, dejadlo en manos de mis agentes.

Savinkov estaba haciéndose todo lo pequeño e insignificante que podía en un rincón de la habitación.

—¡Tú! —dijo Khuv—. Hay otros tres hombres de la KGB apestando en sus camas al final del corredor, a un tiro de piedra del escenario de un doble asesinato. Ve a despertar inmediatamente a esos hijos de puta. Diles que los quiero aquí ahora mismo.

Savinkov desapareció.

Khuv puso a los «espers» en el pasillo y cerró la puerta del cuarto de Roborov. Viktor Luchov, que acababa de llegar, parecía desorientado y sólo despierto a medias.

—No entres —le advirtió Khuv.

Luchov miró fijamente al oficial de la KGB y tuvo el acierto de hacerle caso.

—Pero ¿qué ha ocurrido?

—Asesinato… por lo menos, así lo creo.

—Pero no lo sabes —dijo Luchov, que lo miraba boquiabierto.

—Sé que hay dos personas muertas y que si el ser que las ha matado es humano, se trata de un asesinato.

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