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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

El Mago (12 page)

—Por lo que veo, estás muy bien informado. —Tengo mis fuentes —dijo Dee bruscamente mientras esbozaba una terrorífica sonrisa. Sabía que Maquiavelo enloquecería al saber que tenía un espía en su bando. —Por lo que tengo entendido, tú les tenías atrapados en Ojai —continuó Maquiavelo en un tono de voz tranquilo—, rodeados por un ejército de muertos vivientes, aun así, escaparon. ¿Cómo pudiste permitírselo?

Dee se recostó en el asiento de cuero de su limusina. La única luz de su rostro provenía de la pantalla de su teléfono móvil, un resplandor que le rozaba las mejillas, perfilaba su perilla milimétricamente afeitada y ensombrecía su mirada. No le había confesado a Maquiavelo que había utilizado la necromancia para levantar a un ejército de muertos y bestias vivientes. ¿Era ésta una forma sutil del italiano para hacerle saber que él también tenía un espía en su bando?

—¿Dónde estás ahora? —preguntó Maquiavelo.

Dee miró por la ventanilla de la limusina en un intento de identificar las señales de la carretera.

—En algún lugar de la 101, en dirección a Los Ángeles. Mi jet ya está preparado y la pista está despejada para despegar tan pronto como llegue.

—Espero anticiparme y capturarlos antes de que llegues a París —dijo Maquiavelo. Hubo un par de interferencias muy molestas, de forma que se detuvo antes de continuar—: Creo que van a intentar contactar con Saint-Germain.

Dee se irguió como un relámpago.

—¿El conde de Saint-Germain? ¿Ha vuelto a París? Me enteré de su fallecimiento en la India, mientras buscaba la ciudad perdida de Ofir.

—Evidentemente, no fue así. Por lo que sabemos, tiene un apartamento en los Campos Elíseos y dos casas en los suburbios. Todo está bajo vigilancia. Si Flamel intenta acercarse a él, lo sabremos.

—Y esta vez, no le dejes escapar —ladró Dee—. Nuestros maestros no estarían satisfechos.

Dee colgó el teléfono antes de que Maquiavelo pudiera contestar. Después, una leve sonrisa dejó entrever sus dientes. La red cada vez era más cerrada.

—Puede llegar a ser tan infantil —murmuró Maquiavelo en italiano—. Siempre quiere tener la última palabra.

Entre las ruinas de la cafetería, el italiano inmortal cerró su teléfono móvil y contempló la devastación que le rodeaba. Parecía que un tornado se hubiera colado en la cafetería; Todos los muebles estaban destrozados, las ventanas rotas e incluso el techo dibujaba grietas. Los restos polvorientos de tazas y platos se entremezclaban con granos de café, hojas de té y pasteles esparcidos por el suelo. Maquiavelo se agachó para recoger un tenedor. Estaba doblado formando una «S». Lanzándolo hacia un lado, se abrió paso entre los escombros. Sin ningún tipo de ayuda, Scathach había derrotado a doce agentes RAID, entrenados para matar y con las armas de fuego necesarias para hacerlo. Maquiavelo había mantenido la esperanza de que Scathach hubiera perdido habilidad en las artes marciales desde la última vez que se tropezó con ella pero, al parecer, sus esperanzas habían sido en vano. La Sombra seguía siendo tan mortal como siempre. Acercarse a Flamel y a los mellizos sería más complicado si la Guerrera los acompañaba. Durante el transcurso de su larga vida, Nicolas se había enfrentado a ella, al menos, en seis ocasiones. Había sido un milagro que sobreviviera. La última vez que se encontraron fue en las ruinas gélidas de Stalingrado, en invierno de 1942. Si no hubiera sido por ella, sus fuerzas hubieran tomado la ciudad. En aquel entonces, juró que la mataría: quizá ahora era el momento de cumplir esa promesa.

Pero ¿cómo matar lo virtualmente inmortal? ¿Qué podía vencer a una guerrera que había entrenado a los grandes héroes de la historia, que había luchado en los conflictos mundiales y cuyo estilo de lucha se hallaba en el corazón de cada arte marcial?

Al salir de la tienda derruida, Maquiavelo inhaló profundamente, intentando así limpiarse los pulmones del aroma amargo del café y del hedor a leche agria que cubría el ambiente. Dagon abrió la puerta del coche al avistar a Maquiavelo, quien observó su propio reflejo en las gafas

de sol de su chófer. Se detuvo antes de subirse al coche y echó un vistazo a los policías que acordonaban las calles, a la brigada antidisturbios que poseía todo tipo de armas y a los agentes vestidos de paisano que conducían coches sin identificación. El servicio secreto francés estaba bajo su mando, podía dar cualquier tipo de orden a la policía y tenía acceso a un ejército privado de cientos de hombres y mujeres dispuestos a acatar cada orden sin rechistar. Y aun así, sabía que ninguno de ellos podría derrotar a la Guerrera. Entonces tomó una decisión y desvió la mirada hacia Dagon antes de subirse al coche. —Encuentra a las Dísir.

Dagon se puso tenso, mostrando así algo parecido a una emoción.

—¿Es prudente? —preguntó.

—Es necesario.

12

a Bruja dijo que fuéramos a la torre Eiffel a las siete y que esperáramos diez minutos —informó Nicolas Flamel mientras corrían por la estrecha callejuela—. Si nadie aparece a esa hora, volveremos a las ocho y otra vez a las nueve.

—¿Quién estará allí? —preguntó Sophie, intentando mantener el ritmo de Flamel. Estaba exhausta y los minutos que había permanecido sentada en la cafetería sólo le habían servido para recordarle lo agotada que se sentía. Las piernas le pesaban y notaba calambres en el costado izquierdo.

El Alquimista se encogió de hombros. —No lo sé. Quienquiera que la Bruja haya podido contactar.

—Eso asumiendo que haya alguien en París que esté dispuesto a arriesgarse por ayudarte —agregó Scathach en voz baja—. Eres un enemigo peligroso, Nicolas. Y, probablemente, un amigo aún más peligroso. La muerte y la destrucción siempre te han estado pisando los talones.

Josh miró a su hermana a sabiendas que estaba prestando atención a la charla de los dos inmortales. De forma deliberada, Sophie apartó la mirada, pero Josh sabía que se sentía incómoda con aquella conversación.

—Bueno, si nadie aparece —dijo Flamel—, pasaremos al plan B.

Scathach retorció los labios dibujando así una sonrisa forzada.

—Ni siquiera sabía que hubiera un plan A. ¿Cuál es el plan B?

—Aún no he llegado hasta ahí —respondió Flamel con una gran sonrisa que, un instante después, se desvaneció—. Ojalá Perenelle estuviera aquí; ella sabría qué hacer.

—Deberíamos dispersarnos —comentó Josh repentinamente.

Flamel, que iba en cabeza, le miró por encima del hombro.

—No creo que eso sea prudente.

—Debemos hacerlo —dijo convencido el chico—. Tiene sentido.

En ese instante, mientras pronunciaba las últimas palabras, Josh se preguntaba por qué el Alquimista no quería que se dispersaran.

—Josh tiene razón —acordó Sophie—. La policía nos está buscando a los cuatro. Seguro que a estas alturas ya tienen una descripción: dos adolescentes, una joven pelirroja y un anciano. No es un grupo muy común.

—¡Anciano! —gritó Flamel ofendido, marcando su acento francés—. ¡Scatty tiene dos mil años más que yo!

—Sí, pero la diferencia es que yo no lo aparento —bromeó la Guerrera—. Dividirse es una buena idea.

Josh se detuvo en la entrada del sinuoso y angosto callejón y miró hacia uno y otro lado. Las sirenas de policía ululaban y trinaban a su alrededor.

Sophie estaba junto a su hermano y, aunque el parecido en los rasgos de ambos era evidente, Josh se percató de que su melliza estaba cambiando: tenía arrugas en la frente y su mirada azul y brillante se había tornado nublada, con el iris plateado.

—Roux dijo que giráramos a mano izquierda para llegar a la Rué de Dunkerque o a mano derecha para ir a la estación de metro.

—No estoy seguro de que separarnos... —vaciló Flamel.

Josh se volvió, con aire vigilante, y miró a ambos lados.

—Tenemos que hacerlo —dijo decidido—. Sophie y yo... —empezó, pero Nicolas sacudió la cabeza, interrumpiéndole.

—Está bien. Estoy de acuerdo en que deberíamos dispersarnos. Pero la policía estará buscando mellizos...

—Nosotros no parecemos mellizos —irrumpió Sophie rápidamente—. Josh es más alto que yo.

—Y los dos tenéis el pelo rubio y los ojos azules. Además, ninguno de los dos habláis francés —añadió Scatty—. Sophie, tú vendrás conmigo. Dos chicas juntas no suelen llamar mucho la atención. Josh acompañará a Nicolas.

—No voy a dejar sola a Sophie... —protestó Josh. La idea de separarse de su hermana en esa extraña ciudad le asustaba.

—Estaré a salvo con Scatty —dijo Sophie con una sonrisa—. Te preocupas demasiado. Y sé que Nicolas cuidará de ti.

Josh no parecía tan seguro de ello. —Preferiría estar con mi hermana —concluyó Josh firmemente.

—Deja que las chicas vayan juntas; es mejor así—dijo Flamel—, más seguro.

—¿Más seguro? —repitió Josh incrédulo—. Nada aquí es seguro.

—¡Josh! —gritó Sophie en el mismo tono que solía utilizar su madre—. Ya basta —añadió. Después se volvió hacia la Guerrera y continuó—: Tienes que hacer algo con el pelo. Si la policía tiene una descripción de una joven pelirroja con botas de combate...

—Tienes razón.

Scathach hizo un movimiento rápido y ágil con la mano izquierda y, de repente, estaba sujetando un puñal entre sus dedos. Se dio la vuelta hacia Flamel.

—Necesitaré un trozo de tela.

Sin esperar respuesta, rodeó a Flamel y le levantó su chaqueta de cuero. Con movimientos precisos y limpios, cortó un cuadrado de la espalda de la camiseta negra del Alquimista. Un instante más tarde, volvió a dejar la chaqueta de cuero en su lugar y dobló el pedazo de tela formando un pañuelo y, después, se lo anudó justo en la nuca, cubriendo así su inconfundible cabellera.

—Era mi camiseta favorita —murmuró Flamel—. Era todo un clásico —añadió mientras movía el hombro de forma incómoda—. Y ahora tengo frío en la espalda.

—No te comportes como un crío. Te compraré una nueva —dijo Scatty mientras cogía a Sophie por la mano—. Venga, vámonos. Nos vemos en la torre.

—¿Conoces el camino? —preguntó Nicolas a lo lejos.

Scatty soltó una carcajada.

—Viví aquí durante casi sesenta años, ¿recuerdas? Yo estaba aquí cuando se construyó la torre. Flamel asintió con la cabeza. —Bueno, intenta no llamar la atención. —Lo intentaré.

—Sophie... —empezó Josh.

—Lo sé —respondió su hermana—, ten cuidado.

Entonces dio media vuelta y abrazó a su hermano. En ese instante, ambas auras crepitaron.

—Todo va a ir bien —declaró Sophie suavemente, reconociendo el miedo en los ojos de su hermano.

Josh intentó sonreír y asintió con la cabeza.

—¿Cómo lo sabes? ¿Magia?

—Sencillamente, lo sé —contestó mientras sus ojos desprendían un brillo plateado intermitente—. Todo pasa por algo, recuerda la profecía. Todo va a salir bien.

—Te creo —dijo, aunque no era cierto—. Ten cuidado y recuerda, sin viento.

Sophie volvió a abrazarle.

—Sin viento —le susurró al oído. Después, salió corriendo.

Nicolas y Josh contemplaban cómo Scatty y Sophie desaparecían en el horizonte, dirigiéndose hacia la estación de metro; después, ellos se dieron media vuelta, y corrieron en dirección opuesta. Justo antes de torcer la esquina, Josh giró ligeramente la cabeza y vislumbró a su hermana, que había hecho lo mismo. Ambos levantaron las manos y se despidieron.

Josh esperó a que su hermana se girara y, después, bajó la mano. Ahora estaba completamente solo, en una ciudad extraña, a cientos de kilómetros de su hogar, con un hombre en el que apenas confiaba, con un hombre a quien había empezado a temer.

—Había entendido que conocías el camino —dijo Sophie. —Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve por aquí —admitió la Guerrera—, y las calles han cambiado bastante.

—Pero tú dijiste que estuviste aquí cuando se construyó la torre Eiffel.

Entonces Sophie se frenó de forma súbita, percatándose de lo que acababa de decir.

—¿Y cuándo ocurrió eso exactamente? —preguntó la joven.

—En 1889. Dos meses después, huí de París.

Scathach se detuvo en la boca de la estación de metro y le pidió indicaciones a una vendedora de periódicos y revistas. La diminuta mujer de origen chino apenas hablaba francés, de forma que Scathach, en cuestión de segundos, cambió de idioma y empezó a parlotear en mandarín. La sonriente comerciante enseguida salió del mostrador y le señaló una calle. Hablaba tan rápido que Sophie era incapaz de reconocer términos sueltos pese a que la Bruja le había transmitido la sabiduría suficiente para entenderlo. Parecía que las dos mujeres estuvieran cantando. Scathach le dio las gracias, después se inclinó a modo de reverencia y la mujer respondió del mismo modo.

Sophie agarró a la Guerrera por el brazo y la arrastró alejándola de la vendedora china.

—Estás empezando a llamar la atención —musitó. La gente estaba mirándote fijamente.

—¿Y qué estaban mirando? —preguntó Scathach asombrada.

—Oh, pues quizá el hecho de que una joven de raza blanca esté hablando con fluidez el mandarín y después salude con una reverencia —explicó Sophie, esbozando una sonrisa—. Ha sido todo un espectáculo.

—Algún día, todo el mundo hablará mandarín. Además, hacer una reverencia es cuestión de buenos modales —respondió Scathach, dirigiéndose hacia la calle que le habían indicado.

Sophie se apresuró para seguirle el paso.

—¿ Dónde aprendiste mandarín? —preguntó.

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