—Excepto a Sophie —objetó Josh de forma rencorosa.
Flamel le contempló durante unos instantes y después dio media vuelta.
—Vayámonos de aquí.
El Alquimista, levantando la barbilla ligeramente, señaló una callejuela que descendía en pendiente. Todos se apresuraron hacia esa dirección, Scathach llevando a Sophie sin esfuerzo y Josh intentando seguirles los pasos con cierta dificultad. No estaba dispuesto a abandonar a su hermana.
—¿A dónde vamos? —preguntó Scathach.
—No podemos seguir corriendo por estas callejuelas —susurró Flamel—. Al parecer, todo gendarme parisino está rodeando el Sagrado Corazón. También he visto fuerzas especiales y policías vestidos de paisano que, supongo, pertenecen al servicio secreto. Cuando se den cuenta de que no estamos en la catedral, acordonarán la zona y rastrearán cada calle.
Scathach sonrió, dejando al descubierto sus largos colmillos.
—Y seamos realistas: no es que seamos muy discretos.
—Tenemos que encontrar un sitio para... —empezó Nicolas Flamel.
El agente de policía que venía corriendo desde la esquina parecía tener alrededor de diecinueve años. Era alto, delgado y un tanto desgarbado, con las mejillas sonrojadas y algo parecido a un bigote en el labio superior. Tenía una mano sobre su pistolera mientras con la otra se sujetaba el sombrero. Se resbaló pero se las arregló para detenerse en frente de ellos y, al mismo tiempo que desenfundaba la pistola, gritó:
—¡Oigan! Arretez!
Nicolas se lanzó hacia el policía. Josh vislumbró el resplandor verdoso que cubría las manos del Alquimista antes de que alcanzara el pecho del gendarme. El cuerpo del agente de policía emitió durante unos instantes una luz verde esmeralda y después se desplomó sobre el suelo.
—¿Qué has hecho? —preguntó Josh aterrorizado. Miró al joven policía tendido en el suelo—. ¿No le habrás... no le habrás... matado?
—No —respondió Flamel un tanto cansado—, sólo he sobrecargado su aura. Es como una descarga eléctrica. Cuan-
do se despierte, sólo le dolerá la cabeza —añadió mientras presionaba las yemas de los dedos en la frente del policía—. Espero que no sea tan terrible como el mío —agregó.
—Sabes perfectamente —interrumpió Scathach— que tu jueguecito habrá desvelado nuestra posición a Maquiavelo.
La Guerrera abrió las aletas de la nariz. Josh respiró profundamente; el aire a su alrededor despedía el inconfundible aroma a menta: el perfume del poder de Nicolas Flamel.
—¿Qué más podía hacer? —protestó Nicolas—. Tú tenías las manos ocupadas.
Scatty hizo una mueca mostrando su desacuerdo.
—Podría haberme ocupado de él. Haz memoria, Nicolas, ¿quién te sacó de la cárcel de Lubianka con las manos atadas a la espalda?
—¿De qué estás hablando? ¿Dónde está Lubianka? —preguntó Josh un tanto confundido.
—En Moscú —respondió Flamel con una mirada desafiante—. No hagas más preguntas; es una larga historia —murmuró.
—Estaban a punto de dispararle por espía —explicó Scathach alegremente.
—Una historia muy, muy larga —repitió Flamel.
Mientras seguía los pasos de Scathach y Flamel por las sinuosas calles de Montmartre, Josh recordó cómo Dee había descrito a Nicolas Flamel justo el día anterior.
«Durante su vida, Flamel ha ejercido varios oficios: médico y cocinero, librero y soldado, profesor de letras y profesor de química, agente de policía y ladrón. Pero ahora es, como siempre ha sido, un mentiroso, un charlatán y un bandido.»
—Y un espía —añadió Josh. Se preguntaba si Dee conocía esa información. Alargó el cuello para observar a ese hombre de aspecto normal y corriente: con el pelo rasurado y los ojos pálidos, ataviado con unos tejanos negros y su característica chaqueta de cuero viejo, hubiera pasado desapercibido en cualquier calle de cualquier ciudad del mundo. Y, sin embargo, nada tenía de normal y corriente; nacido en el año 1330, reclamaba haber luchado por el bien de la humanidad, haber mantenido alejado el Códex de Dee y de las lúgubres y aterradoras criaturas a las que éste servía, los Oscuros Inmemoriales.
Pero ¿a quién servía Flamel?, se preguntaba Josh. ¿Quién era en realidad el inmortal Nicolas Flamel?
ntentando no perder los nervios y mantener el control, Nicolás Maquiavelo bajó a zancadas la escalera del Sagrado Corazón dejando tras de sí una espiral de niebla, como si de una capa se tratara. Aunque el banco de niebla empezaba a disiparse, aún contenía el característico aroma a vainilla. Maquiavelo giró la cabeza y respiró hondamente, permitiendo que el dulce perfume se introdujera por las ventanas de su nariz. Recordaría esa esencia; era tan única como una huella dactilar. Cada ser humano poseía un aura, un campo eléctrico que rodeaba el cuerpo humano. Cuando este campo eléctrico se enfocaba y dirigía, interactuaba con el sistema de endorfinas y las glándulas suprarrenales. De este modo, el cuerpo desprendía un aroma único y característico de esa persona: un perfume propio. Maquiavelo inhaló una vez más. Distinguía perfectamente el sabor a vainilla en el aire, fresco, claro y puro: la esencia de un poder desentrenado.
En ese preciso instante, Maquiavelo supo, sin duda alguna, que Dee estaba en lo cierto: ese aroma pertenecía a uno de los legendarios mellizos.
—Quiero toda la zona acordonada —ordenó Maquiavelo al semicírculo de altos cargos policiales que se habían
reunido a los pies de la escalera, en la Place Willette— Acordonen cada avenida, callejón y travesía desde la Rue Custine hasta la Rué Caulaincourt, desde el Boulevard de Clichy hasta el Boulevard de Rochechouart y la Rué Clignancourt. ¡Quiero que encuentren a esas personas!
—¿Está sugiriendo que cerremos Montmartre? —dijo un oficial de policía de piel bronceada. Después, se hizo el silencio. Buscó apoyo entre sus compañeros, pero ninguno se atrevió a cruzar una mirada—. Estamos en temporada alta —protestó, dirigiéndose hacia Maquiavelo.
El italiano inmortal se acercó al capitán. Su rostro se mostraba tan impasible como el de las máscaras que coleccionaba. Clavó su mirada gris y gélida en aquel hombre y, cuando empezó a hablar, su voz se mostró tranquila y controlada, como un suspiro.
—¿Sabe quién soy? —preguntó amablemente.
El capitán, un veterano condecorado de la legión francesa, sintió cómo se le formaba un nudo en la boca del estómago al mismo tiempo que contemplaba la mirada glacial de su superior. Se humedeció los labios resecos y respondió:
—Usted es monsieur Maquiavelo, el nuevo presidente de la Direction Genérale de la Sécurité Extérieure. Pero, señor, este asunto le concierne a la policía, no a la seguridad exterior. No tiene autoridad para...
—Pues yo digo que este asunto debe estar en manos de la DGSE —interrumpió Maquiavelo—. Mi autoridad viene directamente del presidente. Cerraré esta ciudad si es necesario. Quiero encontrar a esas personas. Esta noche, se ha evitado una catástrofe —dijo mientras señalaba vagamente con la mano el Sagrado Corazón, que se alzaba sobre la niebla—. ¿Quién sabe qué otras desgracias han planeado? Quiero un informe sobre los avances realizados cada hora —finalizó sin esperar respuesta.
Dio media vuelta y se dirigió hacia el coche, donde le esperaba su chófer, ataviado con un traje negro y con los brazos cruzados sobre el pecho. El conductor, que escondía la mirada tras unas gafas de sol de cristal de espejo, le abrió la puerta y, una vez Maquiavelo hubo entrado, la cerró con suavidad.
Después de subirse al coche, el chófer se sentó pacientemente y posó las manos, enfundadas en unos guantes oscuros, sobre el volante de cuero con dirección asistida, esperando instrucciones de Maquiavelo. La ventanilla que separaba la sección del conductor de la parte trasera del coche se bajó automáticamente.
—Flamel está en París. ¿A dónde se dirigiría? —preguntó Maquiavelo sin preámbulos.
La criatura, conocida bajo el nombre de Dagon, había servido a Maquiavelo durante más de cuatro siglos. A lo largo de los milenios, había decidido conservar el mismo nombre y, a pesar de su aspecto, jamás había sido humano. Girándose en el asiento, se quitó las gafas de sol. En el oscuro interior del coche, Maquiavelo vislumbró, una vez más, sus ojos: bulbosos, como los de un pez, enormes y líquidos. Sobre éstos, una capa cristalina y transparente ha-cía las veces de párpados. Cuando hablaba, dejaba al descubierto dos líneas de dientes afilados y puntiagudos.
—¿Quiénes son sus aliados? —preguntó Dagon, pasando de un francés deplorable a un italiano aún más horroroso. Después, decidió utilizar el lenguaje líquido y burbujeante de su juventud perdida.
—Flamel y su esposa siempre han trabajado por su cuenta —explicó Maquiavelo—. Por eso han sobrevivido durante tanto tiempo. Hasta donde yo sé, no han vivido esta ciudad desde finales del siglo XVIII.
Maquiavelo sacó su ordenador portátil y recorrió el dedo índice sobre el lector integrado. La máquina emitió una luz luminosa y la pantalla parpadeó hasta encenderse —Si han llegado a través de una puerta telúrica, eso significa que vienen poco preparados —indicó Dagon Sin dinero, sin pasaportes y sin otra ropa que la que llevan ahora.
—Exacto —musitó Maquiavelo—. De forma que necesitarán buscar un aliado.
—¿Humano o inmortal? —preguntó Dagon.
Maquiavelo reconsideró la idea durante varios segundos
—Un inmortal —afirmó finalmente—, no creo que conozcan a muchos humanos en esta ciudad.
—¿Cuántos inmortales viven actualmente en París —inquirió la extraña criatura.
Los dedos del italiano teclearon una secuencia compleja de botones hasta abrir un directorio denominado Temp. Allí, había docenas de archivos jpg, bmp y tmp. Maquiavelo seleccionó uno y pulsó la tecla «Enter». Un segundo después apareció una casilla en el centro de la pantalla.
«Introducir contraseña.»
Los espigados dedos pulsaban el teclado escribiendo así la contraseña «Del modo di trattare i sudditi della Val di Chiana ribellati», e inmediatamente se abrió una base de datos protegida con un sistema de código cifrado AES de 256 bits, el mismo sistema de codificación utilizado por la mayoría de gobiernos para proteger sus archivos secretos. Durante su larga vida, Nicolás Maquiavelo había amasado una fortuna enorme, pero este archivo era su tesoro más valioso. Se trataba de un expediente completo sobre cada humano inmortal que había sobrevivido hasta el siglo actual. Su red de espías, repartidos por todo el mundo y quienes en su mayoría no tenían la menor idea de para quién trabajaban, le había ayudado a recopilar toda la información.
Empezó a pasar los nombres. Ni siquiera los Oscuros Inmemoriales a quienes servía sabían de la existencia de esta lista y Nicolas estaba completamente seguro de que más de uno no se alegraría si descubriera que también conocía la ubicación y características de casi todos los Oscuros Inmemoriales que aún caminaban por este mundo o se mantenían escondidos en Mundos de Sombras que lo bordeaban.
El conocimiento, tal y como sabía Maquiavelo muy bien, era sinónimo de poder.
Había tres pantallas completas dedicadas a Nicolas y Perenelle Flamel; sin embargo, la información no era precisa. Contenía cientos de entradas desde sus supuestas muertes, en 1418; cada una de ellas indicaba un lugar donde el matrimonio había sido visto. Habían visitado casi todos los continentes del mundo, excepto Australia. Durante los últimos ciento cincuenta años, habían estado viviendo en Norteamérica. La primera vez que fueron vistos el siglo pasado fue en Búfalo, Nueva York, en septiembre de 1901. Saltó a la sección en cuyo título se leía: «Asociados inmortales conocidos». Estaba en blanco.
—Nada. No tengo ningún registro que indique relación alguna entre Flamel y otros inmortales.
—Pero ahora ha vuelto a París —dijo Dagon que, al hablar, formaba burbujas líquidas entre los labios—. Intentará reencontrarse con viejos amigos. Las personas se comportan de otro modo cuando están en casa —añadió bajan la guardia. Sin importar cuánto tiempo ha estado alejado de esta ciudad, Flamel aún la considerará su hogar
Nicolás Maquiavelo levantó la vista de la pantalla del ordenador. Una vez más, se daba cuenta de lo poco que sabía de su leal empleado.
—¿ Y dónde está tu hogar, Dagon ? —preguntó.
—Ya no existe. Hace tiempo que dejó de existir.
Una piel translúcida parpadeó sobre sus enormes ojos
—¿Por qué has permanecido a mi lado? —se preguntó Maquiavelo en voz alta—. ¿Por qué no has intentado encontrar a otros de tu misma especie?
—Ellos también han dejado de existir. Soy el último de mi especie y, además, tú no eres tan distinto a mí.
—Pero tú no eres humano —susurró Maquiavelo.
—¿Acaso lo eres tú? —preguntó Dagon con los ojos abiertos, sin parpadear.
Maquiavelo se quedó inmóvil, sin pronunciar palabra durante unos instantes. Después, asintió con la cabeza volvió a concentrarse en la pantalla.
—Entonces estamos buscando a alguien a quien el matrimonio Flamel conozca y que aún viva en París. Sabemos que no han vuelto a la capital francesa desde el siglo XVIII, así que limitaremos la búsqueda a inmortales que vivieron aquí en esa época —comentó pensativo mientras pulsaba algunas teclas y filtraba los resultados—. Sólo siete. Y cinco deben su lealtad a los Inmemoriales.
—¿Y los otros dos?
—Catalina de Médicis vive en la Rué du Dragón. —No es francesa —farfulló Dagon. —Bueno, fue madre de tres reyes franceses —recordó Maquiavelo con una extraña sonrisa—. Pero sólo es fiel a