Desafortunadamente, la receta del encantamiento no se podía copiar; cada mes, la fórmula era única, de forma que sólo podía funcionar una vez. El Libro de Abraham el Mago estaba escrito en una lengua anterior a la humanidad. La caligrafía y escritura del libro eran cambiantes, se movían continuamente, de modo que, en realidad, el Códex contenía bibliotecas enteras de sabiduría en un único volumen. Esta escritura movediza sólo permanecía está tica durante una hora; después, cambiaba, se retorcía y se escurría hasta desaparecer.
La primera y única vez que el matrimonio Flamel intentó utilizar la misma fórmula dos veces, ambos sufrieron un envejecimiento acelerado. Por fortuna, Nicolas sólo se había tomado un sorbo de aquella pócima incolora cuando Perenelle se percató de la aparición de arrugas en el contorno de ojos y en la frente y de la caída repentina de su cabello y barba. Le arrebató la copa de un golpe antes de que Nicolas pudiera tomar un segundo sorbo. Sin embargo, las arrugas permanecieron en su rostro y la espesa barba de la que tan orgulloso estaba jamás volvió a crecer.
Nicolas y Perenelle habían elaborado la poción más reciente la medianoche del domingo anterior, hacía justo una semana. Pulsó el botón de la parte izquierda del reloj y activó la función del cronómetro: habían pasado 116 horas y 21 minutos. Si volvía a pulsar el mismo botón, aparecería el tiempo restante: 603 horas y 39 minutos, o, lo que es lo mismo, 25 días. Cuando volvió a mirar, el reloj marcaba un minuto menos: 38 minutos. Perenelle y él envejecerían, se debilitarían y, por supuesto, cada vez que cualquiera de los dos utilizara sus poderes sólo serviría para acelerar el inicio de la vejez. Si no recuperaban el Libro antes de final de mes y creaban una nueva pócima, entonces ambos envejecerían a un ritmo incontrolable y morirían.
Y el mundo moriría junto a ellos. A menos que...
De repente, pasó a toda velocidad un coche de policía con la sirena encendida. Le siguieron un segundo coche y un tercero. Como las demás personas que deambulaban por la calle, Flamel se volvió para ver hacia dónde se dirigían. Lo último que necesitaba era llamar la atención por estar ajeno a la multitud.
Tenía que recuperar el Códex. «El resto del Códex», se recordó a sí mismo mientras distraídamente se palpaba el pecho. Escondida bajo su camiseta, sujetada con un cordón de cuero, Flamel llevaba una bolsita cuadrada de algodón que su esposa le había cosido medio milenio atrás, cuando descubrió el Libro. Perenelle había bordado la bolsa especialmente para guardar el ancestral volumen; ahora, sólo contenía las dos páginas que Josh había logrado arrancar. En manos de Dee, el libro suponía un auténtico peligro; pero precisamente esas dos páginas contenían el maleficio conocido como la Invocación Final. Era el hechizo que Dee necesitaba para traer a este mundo a sus antiguos maestros.
Y Flamel no lo podía permitir.
Dos agentes de policía giraron la esquina y se apresuraron hacia el centro de la calle. Miraban fijamente a todo transeúnte con el que se tropezaban e incluso alargaban el cuello para contemplar el interior de las tiendas. Sin embargo, ni siquiera se percataron de la presencia de Nicolas Flamel.
Nicolas sabía que su prioridad era encontrar un refugio seguro para los mellizos. Y eso implicaba que debía encontrar a un inmortal que viviera en París. En cada ciudad del mundo habitaban humanos que habían recorrido el planeta a lo largo de siglos, o incluso milenios, y la capital francesa no era una excepción. Sabía que a los inmortales les gustaban las ciudades grandes y anónimas, pues les resultaba más sencillo ocultarse entre poblaciones tan cambiantes.
Hacía mucho tiempo que Nicolas y Perenelle se habían dado cuenta de que en lo más profundo de cada mito y leyenda había un granito de realidad. Y cada raza relataba historias de personas que habían tenido vidas excepcionalmente largas: los inmortales.
A lo largo de los siglos, el matrimonio Flamel había estado en contacto con tres tipos diferentes de humanos inmortales. Los Ancestrales, de los cuales actualmente sólo quedaban un puñado con vida, habían habitado el planeta en una época muy lejana y remota. Incluso algunos habían presenciado la vida completa de la historia humana, lo cual les hacía, más o menos, humanos.
Además, también habían conocido a otros inmortales que, al igual que Nicolas y Perenelle, habían descubierto por sí mismos cómo sobrevivir a la propia muerte. A lo largo de los milenios, en incontables ocasiones se habían descubierto, perdido y recuperado muchos de los secretos del arte de la alquimia. Uno de los secretos mejor guardados era la fórmula de la inmortalidad. La alquimia, y posiblemente también la ciencia moderna, sólo contaba con una referencia: el Libro de Abraham el Mago.
Por último, también conocieron a aquellos que tenían el don de la inmortalidad. Se trataba de humanos que, o bien por accidente o de forma deliberada, habían llamado la atención de algún Inmemorial que había permanecido en este mundo después de la caída de Danu Talis. Los Inmemoriales siempre estaban al acecho de personas que untaran con una habilidad excepcional o poco habitual pura que se unieran a su causa. Y, a cambio de sus servicios, los Inmemoriales garantizaban a sus fieles una vida eterna. Era un regalo que pocos humanos podían rechazar. Además, era un don que les aseguraba una lealtad absoluta e inquebrantable, pues podía ser retirado tan fácilmente como entregado. Nicolas sabía que si encontraba inmortales que vivieran en París, aunque los hubiera conocido en Un tiempo pasado, correría el riesgo de que estuvieran al servicio de los Oscuros Inmemoriales.
En ese momento pasó junto a una tienda que estaba abierta las veinticuatro horas. Ofrecía Internet de alta velocidad. Entonces, se fijó en un letrero de la ventana escrito en diez idiomas diferentes: LLAMADAS NACIONALES E INTERNACIONALES. PRECIOS MUY BARATOS. Empujó la puerta
y, de repente, percibió el inconfundible olor a cuerpos sudados, perfumes rancios, comida grasosa y el ozono de decenas de ordenadores apretados entre sí. La tienda estaba concurrida: un grupo de estudiantes que parecían haber estado despiertos toda la noche alrededor de tres ordenadores jugando a World of Warcraft y jóvenes de expresión seria que miraban fijamente la pantalla de su ordenador. Mientras se acercaba hacia el mostrador, ubicado en el fondo de la tienda, Nicolas pudo comprobar que la mayoría de los jóvenes estaban escribiendo un correo electrónico o chateando. Sonrió tímidamente; unos días antes, un lunes por la tarde, cuando la tienda estaba tranquila, Josh se había pasado una hora explicándole la diferencia entre dos métodos de comunicación. Incluso le había abierto una cuenta de correo electrónico y, aunque Nicolas dudaba si la
utilizaría, sí que consideró útiles los programas de mensajería instantánea.
La chica de detrás del mostrador, de origen chino, llevaba prendas andrajosas y rasgadas que Nicolas pensó que habría sacado de la basura. Instantes después, imaginó que en realidad debían costar una fortuna. Llevaba un maquillaje de estilo gótico y estaba pintándose las uñas cuando Nicolas llegó al mostrador.
—Tres euros por quince minutos, cinco por treinta, siete por cuarenta y cinco, y diez por una hora —recitó en un francés macarrónico sin alzar la vista.
—Quiero hacer una llamada internacional.
—¿En efectivo o con tarjeta de crédito? —preguntó Aún no había levantado la cabeza y Nicolas se dio cuenta de que no estaba pintándose las uñas de color negro con esmalte de uñas, sino con un marcador con punta de felpa
—Tarjeta de crédito.
Nicolas quería conservar el poco efectivo que le quedaba para comprar algo de comida. Aunque en raras ocasiones comía, y Scathach tampoco, los mellizos tendrían que alimentarse.
—Utilice la cabina número uno. Las instrucciones están en la pared.
Nicolas se deslizó hacia la cabina, que tenía un cristal enorme, y cerró la puerta al entrar. Los gritos de los estudiantes se desvanecieron, pero la cabina apestaba a comida rancia. Leyó rápidamente las instrucciones mientras rebuscaba entre su cartera la tarjeta de crédito que había utilizado para pagar los chocolates calientes de los mellizos. Estaba a nombre de Nick Fleming, el nombre que había estado utilizando durante los últimos diez años. Flamel se preguntaba si Dee o Maquiavelo tenían los recursos suficientes para seguirle la pista mediante la tarjeta. Sabía perfectamente que sí, pero entonces esbozó una sonrisa; ¿qué más daba? La tarjeta les revelaría que estaba en París, y eso ya lo sabían. Siguiendo las instrucciones de la pared, marcó el código internacional y después el número que Sophie había recuperado de los recuerdos de la Bruja de Endor.
Hubo un par de interferencias y a continuación, a más de ciento setenta mil kilómetros de distancia, un teléfono comenzó a sonar. En el segundo tono, alguien respondió.
—Ojai Valley News, ¿en qué puedo ayudarle? —respondió una voz femenina que Flamel escuchó con claridad.
De forma deliberada, Nicolas forzó un acento francés muy marcado.
—Buenos días... o mejor dicho, buenas tardes. Qué suerte poder encontrarles todavía en la oficina. Habla con monsieur Montmorency, desde París, Francia. Soy un periodista del periódico Le Monde. Acabo de ver por Internet que han tenido una tarde muy emocionante por allí.
—Dios mío, las noticias vuelan, señor...
—Montmorency.
—Montmorency. Sí, hemos tenido una tarde muy movidita. ¿Cómo puedo ayudarle?
—Nos gustaría incluir un artículo en la edición de esta tarde... Me preguntaba si tenían algún reportero en el escenario.
—De hecho, todos nuestros reporteros están allí ahora mismo.
—¿Cree que sería posible ponerme en contacto con ellos ? Podría obtener una descripción rápida de lo ocurrido y un comentario.
Al ver que no había una respuesta inmediata, añadió:
—Por supuesto, habría un reconocimiento a su periódico.
—Déjeme ver si puedo pasarle con alguno de nuestros reporteros, señor Montmorency.
—Merci. Le estaría muy agradecido.
Se produjo un chasquido en la línea y después una pausa. Nicolas imaginó que la recepcionista estaba hablando con el reportero antes de transferir la llamada. Entonces escuchó otro chasquido.
—Le comunico...
Se quedó con la palabra en la boca, de forma que no pudo darle las gracias.
—Michael Carroll. Ojai Valley News. Tengo entendido que está llamando desde París, Francia, ¿ es eso cierto? —preguntó un hombre con un tono incrédulo.
—Así es, monsieur Carroll.
—Las noticias vuelan —agregó el reportero, repitiendo las palabras de la recepcionista.
—Internet —explicó Flamel vagamente—. Hay un video en YouTube.
No tenía la menor duda de que habría vídeos en línea sobre lo ocurrido en Ojai. Estiró ligeramente el cuello hacia el interior del cibercafé. Desde su cabina, podía vislumbrar media docena de pantallas; cada una mostraba una página de Internet en una lengua diferente.
—Me han pedido que redacte un artículo para la sección de arte y cultura. Uno de nuestros editores suele visitar su maravillosa ciudad y en numerosas ocasiones ha traído varias piezas de cristal de una tienda de antigüedades de la avenida principal de Ojai. No sé si la conoce. Es una tienda que sólo vende espejos y cristalería —añadió Flamel.
—Witcherly Antiques —dijo de inmediato Carroll—. La conozco muy bien. Siento comunicarle que esta tarde una explosión la ha destruido por completo.
De repente Flamel se quedó sin aliento. Hécate había muerto por culpa suya, por haber llevado a los mellizos a su Mundo de Sombras. ¿Habría tenido el mismo destino la Bruja de Endor? Se humedeció los labios y tragó saliva.
—¿Y la propietaria, la señora Witcherly? ¿Está... ?
—Está bien —interrumpió el reportero. Flamel sintió un gran alivio—. Acabo de tomar su declaración. La verdad es qué está de muy buen humor, aunque su tienda haya explotado por los aires —comentó entre risas. Y continuó—: Dice que, cuando uno vive tanto como ella ha vivido, nada le sorprende.
—¿Está todavía ahí? —preguntó Flamel, intentando contener la impaciencia—. ¿ Le gustaría tomar declaración para la prensa francesa? Dígale que habla con Nicholas Montmorency. Hablamos una vez; estoy seguro de que me recuerda —añadió.
—Se lo preguntaré...
La voz fue perdiendo intensidad, pero Flamel podía escuchar cómo el reportero estaba avisando a Dora Witcherly. De fondo, oía las voces de diversos policías, las sirenas de ambulancias y bomberos y los llantos y gritos de personas angustiadas.
Y todo por su culpa.
Entonces sacudió la cabeza. No, no era su culpa. Era de Dee. El mago no tenía sentido de la proporción; casi había echado abajo Londres en el año 1666, había devastado Irlanda con la Gran Hambruna en 1840, había destruido casi por completo San Francisco en 1906 y ahora había vaciado las tumbas del cementerio de Ojai. Sin duda, las calles debían estar repletas de huesos y cuerpos. La voz del reportero se desvaneció y se escuchó el inconfundible sonido de una transmisión.
—¿Monsieur Montmorency? —preguntó Dora educadamente en un francés perfecto.
—Madame, ¿estás ilesa?
Dora bajó el tono de voz y empezó a hablar en un francés arcaico que, para cualquier oyente furtivo, hubiera resultado incomprensible.
—No es tan fácil acabar conmigo —contestó rápidamente—. Dee ha escapado, con cortes, con heridas, golpeado y muy, pero que muy enfadado. ¿Estás a salvo? ¿Y Scathach?
—Scatty está bien. Sin embargo, nos hemos tropezado con Nicolás Maquiavelo.
—Así que aún está por aquí. Dee debe de haberle avisado. Ten cuidado, Nicolas. Maquiavelo es más peligroso de lo que imaginas. Es más astuto que Dee. Ahora debo darme prisa —añadió con urgencia—. Este reportero sospecha. Probablemente cree que te estoy dando una historia mejor que la suya. ¿Qué quieres?
—Necesito tu ayuda, Dora. Necesito saber en quién puedo confiar en París. Necesito sacar a los mellizos de las calles. Están agotados.
—Hmmm... —dijo pensativa mientras se producía una interferencia por el sonido de un papel—. No sé quién vive ahora mismo en París. Pero lo averiguaré —afirmó decidida—. ¿Qué hora es allí?
Flamel echó un vistazo a su reloj e hizo los cálculos necesarios.
—Las cinco y media de la madrugada.
—Dirígete a la torre Eiffel. Ve allí a las siete de la mañana y espera diez minutos. Si encuentro a alguien digno de nuestra confianza, se reunirá allí con vosotros. Si a esa hora no reconoces a nadie, vuelve a las ocho y después a las nueve. Si no aparece nadie a las nueve, sabrás que no hay nadie en París en quien puedas confiar, y tendrás que arreglártelas solo.