—He vigilado esta isla durante generaciones. Y seguiré vigilándola.
Perenelle contemplaba fijamente aquel rostro. —Supongo que te entristeció ver cómo tu preciosa isla
se convertía en un lugar de dolor y sufrimiento —investigó.
El marinero retorció los labios. Una sola lágrima lloró desde el techo hasta la mejilla de Perenelle.
—Días fúnebres, días tristes. Pero todo se ha acabado... gracias a Dios, se ha acabado.
Los labios del fantasma imitaban los movimientos del habla, pero Perenelle escuchaba las palabras retumbando en su cabeza.
—Esta cárcel vio al último prisionero humano en el año 1963. Desde 1971, la isla ha permanecido en paz.
—Pero ahora hay una prisionera en tu querida isla —dijo Perenelle sin alterar el tono de voz—. Una prisionera custodiada por un guardián más terrible que cualquiera que esta isla haya visto antes.
La expresión del rostro del techo cambió por completo. Entrecerró los ojos llorosos y pestañeó.
—¿Quién? ¿Tú?
—Me mantienen aquí en contra de mi voluntad —explicó Perenelle—. Soy la última prisionera de Alcatraz, custodiada y vigilada no por un carcelero humano, sino por una esfinge.
—¡No!
—¡Compruébalo tú mismo!
El yeso crujió, provocando así una lluvia de polvo húmedo que roció la tez de Perenelle. Cuando volvió a abrir los ojos, el marinero había desaparecido sin dejar más rastro que una humedad oscura.
Perenelle dejó escapar una tímida sonrisa.
—¿Qué te divierte, humana? —La voz era siseante y escurridiza y la lengua era anterior a la raza humana.
Balanceándose sobre sí misma, Perenelle clavó su mirada en la criatura que vigilaba su celda desde el pasillo, a menos de dos metros de distancia.
Generaciones enteras de humanos habían intentado capturar la imagen de esta criatura esculpiéndola en muros y jarrones, cincelándola en piedra, trazando su silueta en pergaminos. Ninguno de ellos había podido retratar el verdadero horror de la esfinge.
El cuerpo era el de un león musculado, cuyo pelaje mostraba cicatrices de antiguas heridas. De sus hombros sobresalían un par de alas de águila que, en ese instante, estaban dobladas sobre la espalda, con las plumas mugrientas y desgarradas. Por último, lucía la cabeza diminuta, incluso de apariencia fina y delicada, de una bella joven.
La esfinge se alzó frente a los barrotes de la celda, mostrando una lengua bifurcada que dejó ondear en el interior del calabozo.
—No tienes motivos para sonreír, humana. He oído que tu marido y la Guerrera están en París. No tardarán en atraparlos. Y esta vez el doctor Dee se asegurará de que jamás vuelvan a escaparse. Tengo entendido que los Inmemoriales le han concedido el permiso de asesinar al legendario Alquimista.
Perenelle sintió cómo algo le presionaba el estómago. A lo largo de generaciones, los Oscuros Inmemoriales se habían dedicado a intentar capturar a Nicolas y Perenelle con vida. Si la esfinge estaba en lo cierto y ya estaban dispuestos a matar a Nicolas, entonces todo había cambiado.
—Nicolas escapará —concluyó confiada.
—Esta vez no.
La cola de león de la criatura mitológica se movía con emoción de un lado a otro, provocando así una nube de polvo.
—París pertenece al italiano Maquiavelo, que pronto se reunirá con el Mago inglés. El Alquimista no conseguirá esquivar a ambos.
—¿Y los niños? —preguntó Perenelle, mientras entrecerraba los ojos peligrosamente. Si algo les había ocurrido a Nicolas o a los niños...
Las plumas de la esfinge se erizaron, desprendiendo así un hedor húmedo y amargo.
—Dee cree que los niños humanos son poderosos, que, de hecho, pueden ser los legendarios mellizos de la profecía. También cree que puede convencerlos para que estén a nuestro servicio, en vez de seguir los caminos laberínticos y enmarañados de un loco librero —confesó la esfinge. Después, tomó aire y añadió—: Pero si no acatan las órdenes, entonces también perecerán.
—¿Y qué me sucederá a mí?
Los hermosos labios de la esfinge esbozaron una amplia sonrisa que dejó al descubierto unos dientes salvajes, afilados y puntiagudos. Su lengua viperina se retorcía frenéticamente en el aire.
—Tú eres mía, Hechicera —siseó—. Los Inmemoriales te han entregado como regalo por mis milenios de servidumbre. Cuando tu marido sea capturado y asesinado, tendré el permiso de comerme tus recuerdos. Qué festín. Espero saborear cada miga. Cuando acabe contigo, no recordarás nada, ni siquiera tu nombre.
La esfinge soltó varias carcajadas sibilantes mientras daba brincos por las paredes de piedra de Alcatraz.
De repente, la puerta de algún calabozo se cerró de golpe.
El repentino ruido acalló a la esfinge. Giró la cabeza mientras con la lengua intentaba saborear la atmósfera.
De pronto, otra puerta produjo el mismo sonido.
Y después, otra.
Y otra.
La esfinge salió corriendo, enfurecida. El roce de sus garras con las baldosas de piedra rechinaba a la vez que producía chispas.
—¿Quién anda ahí? —Su voz chirriaba de entre las paredes húmedas.
Inesperadamente, todas las puertas de los calabozos ubicados en el último piso se abrieron una tras otra, siguiendo una sucesión ordenada. Al mismo tiempo, el sonido de una explosión ensordecedora hizo temblar el corazón de la prisión. En ese instante, la bóveda de Alcatraz empezó a rociar lluvia polvorienta.
Entre gruñidos y silbidos, la esfinge se alejó de la celda de Perenelle en busca del origen de tal ruido.
Con una sonrisa glacial, Perenelle apoyó la espalda sobre el banco de piedra, se recostó y descansó la cabeza sobre las manos enlazadas. La isla de Alcatraz pertenecía a Juan Manuel de Ayala y parecía que éste quería anunciar su presencia. Perenelle escuchó cómo las puertas de los calabozos se cerraban produciendo un ruido metálico y cómo las paredes vibraron. Entonces supo que Ayala se había convertido en un poltergeist.
Un espíritu burlón.
También sabía lo que estaba haciendo. La esfinge se nutría de las energías mágicas de Perenelle; todo lo que debía hacer era mantener alejada la criatura de su celda para que los poderes de Perenelle empezaran, otra vez, a regenerarse. Alzando la mano izquierda, la Hechicera se concentró. Entre sus dedos, empezaba a danzar un diminuto zarcillo de blanco níveo.
Pronto.
Pronto.
La Hechicera cerró la mano formando un puño. Cuando recuperara los poderes, destruiría la prisión de Alcatraz y se aseguraría de que la esfinge quedara entre las ruinas.
a hermosa torre Eiffel se alzaba de forma señorial casi trescientos metros por encima de Josh. Unos meses atrás, había realizado una lista para un trabajo del instituto sobre las Diez Maravillas del Mundo Moderno. La torre metálica ocupaba el puesto número dos, y Josh siempre se había prometido a sí mismo que algún día iría a verla.
Y ahora que finalmente estaba en París, ni siquiera alzó la vista para contemplarla.
Casi en el centro de la torre, Josh se apoyaba sobre las puntas de los pies, mirando hacia un lado y otro, intentando distinguir a su melliza entre la asombrosa multitud de turistas madrugadores. ¿Dónde estaba? Josh estaba asustado.
No, estaba más que asustado, estaba aterrorizado.
Los dos últimos días le habían mostrado el verdadero significado del miedo. Antes de lo sucedido el jueves, a Josh sólo le amedrentaba el hecho de suspender un examen o ser humillado públicamente en clase. También tenía otros temores, por supuesto. Temores vagos y estremecedores que acompañaban la oscuridad nocturna, cuando estaba recostado en su cama, despierto y preguntándose qué ocurriría si sus padres tenían un accidente. Sara Newman era arqueóloga y su marido, Richard, paleontólogo. Pese a no ser los trabajos más peligrosos del mundo, a veces se veían obligados a trasladarse a países que vivían una confusión religiosa o política, o tenían que realizar excavaciones en zonas del mundo devastadas por huracanes o terremotos, o zonas cercanas a volcanes en activo. Los movimientos inesperados de la corteza terrestre siempre conducían a hallazgos arqueológicos extraordinarios.
Pero el temor más profundo y oscuro de Josh era lo que podía sucederle a su hermana. Aunque Sophie era veintiocho segundos mayor que él, Josh siempre había tenido una complexión más fuerte y, por lo tanto, se habían intercambiado los papeles. Su responsabilidad era protegerla.
Y ahora, en cierto modo, algo terrible le había ocurrido a su hermana melliza.
Sophie había sufrido cambios que él aún no era capaz de comprender. Ahora se parecía más a Flamel y a Scathach y a los de su especie que a su propio hermano: se había convertido en algo más que un ser humano.
Por primera vez en su vida, Josh se sintió solo. Estaba perdiendo a su hermana. No obstante, no todo estaba perdido, aún existía un modo de igualarse a ella: debía encontrar a alguien que Despertara sus poderes.
Josh se volvió en el preciso momento en que Scathach y Sophie aparecieron corriendo desde un puente que conducía directamente hacia la torre. Una sensación de alivio recorrió el cuerpo del muchacho.
—Están aquí —le comunicó a Flamel, que estaba mirando hacia la dirección opuesta.
—Lo sé —respondió Nicolas, mostrando un acento francés más marcado de lo habitual—. Y no vienen solas.
Josh desvió la mirada de su hermana y Scathach. —¿Qué quieres decir?
Nicolas inclinó ligeramente la cabeza y Josh se volvió. Dos autobuses turísticos acababan de aparcar en la Place Joffre y decenas de pasajeros estaban apeándose. Josh enseguida catalogó a los turistas como norteamericanos por el tipo de ropa que llevaban. Éstos pululaban, conversaban y reían mientras, con cámaras de fotografía y vídeo, intentaban capturar imágenes parisinas. Entre tanto, los guías trataban de reunirlos en grupos reducidos. Un tercer autobús, de color amarillo canario, se detuvo. De él empezaron a apearse docenas de turistas japoneses emocionados. Un tanto confundido, Josh miró a Nicolas: ¿se refería a los autobuses?
—De negro —dijo Flamel con tono misterioso y alzando la barbilla.
Josh volvió a girarse y reconoció a un hombre vestido con ropa negra caminando a zancadas por el Campo de Marte, inmiscuyéndose entre la muchedumbre de veraneantes. Ningún turista notó su presencia. Retorcía el cuerpo cual bailarín, intentando con sumo cuidado no rozarles al pasar. Josh adivinó que el tipo era de su misma altura, aunque le era imposible discernir su silueta, ya que lucía un chaquetón de cuero negro que casi rozaba el suelo. Llevaba el cuello del abrigo levantado y las manos las tenía en los bolsillos. A Josh se le encogió el corazón: ¿y ahora qué?
Sophie llegó corriendo hasta Josh y le asestó un leve puñetazo en el brazo.
—Has llegado —tartamudeó por el cansancio de la carrera—. ¿Habéis tenido problemas?
Josh inclinó la cabeza hacia la dirección por donde se acercaba aquel tipo de abrigo de cuero.
—No estoy del todo seguro.
Scathach apareció detrás de los mellizos. Josh se fijó en
que la Guerrera, a diferencia de su hermana, respiraba con
normalidad. De hecho, ni siquiera estaba seguro de si respiraba.
—¿Problemas? —preguntó Sophie, mirando a Scathach.
Scatty esbozó una tímida sonrisa.
—Depende de cómo definas la palabra —murmuró.
—Todo lo contrario —irrumpió Nicolas con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba escapar un suspiro de alivio—. Es un amigo. Un viejo amigo. Un buen amigo.
El enigmático tipo estaba aproximándose, de forma que los mellizos pudieron apreciar que tenía una cabeza diminuta, casi redonda, la piel curtida y bronceada y una mirada azul arrolladora. El hombre se apartó un mechón de su cabellera espesa y larga, despejándose así la frente. Subiendo las escaleras, sacó las manos de los bolsillos y extendió los brazos, descubriendo de este modo que lucía un anillo de plata en cada dedo, incluso en los pulgares, que hacía juego con sus pendientes. Una amplia sonrisa desveló unos dientes deformes y ligeramente amarillentos.
—Maestro —saludó mientras abrazaba a Nicolas y le daba dos besos en las mejillas—. Has vuelto.
El tipo pestañeó. Tenía los ojos húmedos y, durante un instante, sus pupilas se tornaron rojas.
—Y tú jamás te has ido —contestó Nicolas de forma cariñosa mientras le sujetaba por el brazo y lo examinaba—. Tienes buen aspecto, Francis. Te veo mejor que la última vez.
Entonces se giró, rodeando a aquel hombre con el brazo. —Ya conoces a Scathach, por supuesto. —¿Quién podría olvidarse de la Sombra?
El hombre de mirada azul dio un paso adelante, tomó la pálida mano de la Guerrera y se la acercó a los labios en un gesto de cortesía un tanto anticuado. Scathach se inclinó hacia delante y le pellizcó la mejilla, que quedó ligeramente enrojecida. —Te lo dije la última vez; no me saludes así.
—Admítelo, te encanta —comentó con una sonrisa— Y vosotros debéis de ser Sophie y Josh. La Bruja me hablado de vosotros —añadió. Durante unos instantes fijó su mirada en ellos, sin pestañear—. Los mellizos legendarios —murmuró, frunciendo el ceño—. ¿Estás seguro?
—Lo estoy —respondió firmemente Nicolas.
El extraño asintió y realizó una reverencia.
—Los mellizos legendarios —repitió—. Es un honor conoceros. Permitidme que me presente. Soy el conde de Saint-Germain —anunció en un tono algo dramático Después, hizo una pausa, como si esperara que los mellizos, al menos, conocieran el nombre.