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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

El libro del cementerio (6 page)

—¡Todos los que invadan este lugar morirán! —gritó con su extraña voz gutural.

Nad recordó al hombre cuyos cabellos se le volvieron blancos después de entrar en la cueva, y que nunca quiso volver allí ni hablar de lo que había visto.

—No —dijo Nad—, creo que tenías razón. Me parece que éste sí lo es.

—¿Es qué?

—Imaginario.

—No digas tonterías —dijo Scarlett—. Lo estoy viendo.

—Justo —afirmó Nad—, pero resulta que tú no puedes ver a los muertos.

Echó un vistazo alrededor y dijo en voz alta:

—Ya puedes dejar este jueguecito. Sabemos que no eres real.

—¡Te voy a comer el hígado! —aulló el Hombre índigo.

—¡No, tú no te vas a comer nada! —exclamó Scarlett con un aspaviento—. Nad tiene razón. Y volviéndose hacia el niño, le dijo—: Estoy pensando que a lo mejor es un espantapájaros.

—¿Qué es un espantapájaros? —preguntó Nad.

—Es una cosa que los agricultores ponen en los sembrados para espantar a los pájaros.

—¿Y por qué lo hacen? —A Nad le gustaban los pájaros. Le parecían unos animalitos muy curiosos y, además, ayudaban a mantener limpio el cementerio.

—Pues no lo sé muy bien; se lo preguntaré a mamá. Pero una vez vi uno desde el tren, y pregunté qué era. Los pájaros creen que es una persona de verdad, pero no lo es. Es una especie de muñeco que parece una persona y sirve para espantar a los pájaros.

Nad volvió a mirar en derredor, y dijo:

—Seas quien seas, no sirve de nada. No nos asusta nada. Sabemos que todo esto no es real, así que detente de una vez.

El Hombre índigo se detuvo. Se subió a la laja de piedra y se tumbó sobre ella. Y, de pronto, desapareció.

Scarlett notó cómo la cámara se sumía una vez más en la oscuridad. Pero aun en la penumbra, percibió otra vez aquel sonido envolvente que iba aumentando de volumen, como si hubiera algo dando vueltas alrededor de la cueva.

Entonces una voz dijo:

—Somos el sanguinario.

A Nad se le erizaron los pelos de la nuca. La voz que oía en su mente sonaba muy cascada y desapacible, como la caricia de una rama seca en el cristal de la capilla, y tuvo la impresión de que había varias voces hablando al unísono.

—¿Has oído eso? —le preguntó a Scarlett.

—Yo no he oído nada, tan sólo percibo un sonido resbaloso y tengo una sensación muy rara, parecida a un nudo en el estómago. Como si fuera a pasar algo horrible.

—No va a pasar nada horrible —aseguró Nad. Y luego, en voz alta, preguntó—. ¿Qué sois?

—Somos el sanguinario. Custodiamos y protegemos.

—¿Y qué es lo que protegéis?

—El lugar donde descansa el amo. Este es el más sagrado de todos los lugares sagrados, y el sanguinario lo guarda.

—No podéis tocarnos —dijo Nad—. Lo único que sois capaces de hacer es asustar.

Las voces sonaban muy malhumoradas:

—El miedo es una de las armas del sanguinario.

—¿Acaso ese viejo broche, una copa y un pequeño puñal de piedra son los tesoros de tu amo? —preguntó Nad mirando hacia la repisa—. No tienen muy buen aspecto que digamos.

—El sanguinario guarda los tesoros: el broche, el cáliz y el puñal, nos los guardamos hasta que el amo retorne, porque retorna, siempre retorna.

—¿Cuántos sois?

Pero el Sanguinario no respondió. Nad tenía la sensación de que su cerebro estaba lleno de telarañas, así que meneó la cabeza con fuerza para intentar despejarse.

Luego apretó la mano de Scarlett.

—Deberíamos irnos —le dijo.

—La condujo hasta la escalera, sorteando el cadáver del abrigo marrón, y al reparar en él pensó: «Francamente, si este hombre no se hubiera asustado ni caído por la escalera, se habría decepcionado mucho al descubrir que aquí no había ningún tesoro.» Los tesoros de hace diez mil años no eran como los de hoy en día. El niño guió a Scarlett con mucho cuidado para que no tropezara al subir la escalera y, por fin, llegaron a la salida, en el mausoleo de Frobisher.

El sol de finales de primavera se colaba por entre los barrotes de la verja y las grietas de las paredes, y ante aquel resplandor tan intenso e inesperado, Scarlett tuvo que taparse los ojos. Los pájaros cantaban entre la maleza, un abejorro pasó zumbando por su lado… todo era sorprendentemente normal.

Nad abrió la verja del mausoleo y, una vez fuera, volvió a cerrarla con llave.

Las vistosas ropas de Scarlett estaban llenas de mugre y telarañas, y la cara y las manos, de piel tostada, tenían tanto polvo que parecían blancas.

Un poco más abajo, alguien unos cuantos álguienes gritaba. Gritaban a voz en cuello, gritaban con desesperación.

Alguien preguntó:

—¿Scarlett? ¿Eres Scarlett Perkins?

Y Scarlett contestó:

—Sí, soy yo. ¿Qué pasa?

Y antes de que ella o Nad tuvieran tiempo de comentar lo que habían visto en la cueva, o de hablar del Hombre índigo, apareció una mujer, luciendo una chaqueta fluorescente con la palabra POLICÍA escrita en la espalda, que le preguntó a Scarlett si estaba bien, dónde había estado metida y si alguien había intentado secuestrarla; a continuación se puso a hablar por radio para informar de que había encontrado a la niña.

Nad se unió discretamente a ellas y, juntos, iniciaron el descenso. La puerta de la capilla estaba abierta, y los padres de Scarlett esperaban dentro, acompañados por otra policía femenina; la madre estaba hecha un mar de lágrimas, y el padre hablaba por el móvil. Ninguno de ellos advirtió la presencia de Nad, que los observaba desde un rincón de la capilla.

Le preguntaron a Scarlett qué le había pasado, y ella respondió con tanta sinceridad como le fue posible; les habló de un niño llamado Nadie que la había llevado al interior de la colina, donde todo estaba oscuro y se les había aparecido un hombre con muchos tatuajes, pero no era un hombre de verdad, sino un espantapájaros. Le dieron una chocolatina y le limpiaron la cara, y le preguntaron si el hombre de los tatuajes iba en moto. Los padres de Scarlett, una vez pasado el susto y la preocupación, estaban muy enfadados entre sí y también con Scarlett, y se culpaban mutuamente por dejar que la niña jugara en un cementerio, por mucho que fuera una reserva natural, y decían que hoy en día el mundo se había convertido en un lugar muy peligroso, y si uno perdía de vista a sus hijos, aunque fuera un segundo, corría el riesgo de que le pasara cualquier cosa horrible. Especialmente, si se trataba de una niña como Scarlett.

La madre sollozó de nuevo, lo que provocó que la niña se echara a llorar, y una de las mujeres policía se puso a discutir con el padre de Scarlett, que le decía que él pagaba religiosamente sus impuestos y, por lo tanto, pagaba también el sueldo de ella, y ella le respondía que también pagaba religiosamente sus impuestos, por lo que probablemente pagaba asimismo el sueldo de él. Y, mientras tanto, Nad continuaba observándolos desde un rincón de la capilla, sentado entre las sombras, sin que nadie advirtiera su presencia, ni siquiera Scarlett, y siguió mirando y escuchando hasta que se cansó.

A esas alturas, había empezado a atardecer en el cementerio, y Silas encontró a Nad en lo alto de la colina, cerca del anfiteatro, contemplando la ciudad desde aquel privilegiado mirador. Se quedó a su lado, sin decir nada, como era su costumbre.

—Ella no tiene la culpa de nada —dijo Nad—. Soy yo el que tiene la culpa. Y la he metido en un lío.

—¿Adonde la llevaste? —le preguntó Silas.

—Al centro de la colina, a ver la tumba más antigua. Pero resulta que allí no hay nadie. Sólo una especie de serpiente que se llama el Sanguinario y que está en ese sitio para asustar a la gente.

—Fascinante.

Bajaron juntos por la colina, vieron cómo la policía volvía a cerrar la iglesia con llave, y a Scarlett y a sus padres, que salían del cementerio y se perdían en la oscuridad de la noche.

—La señorita Borrows te enseñará a escribir seguido —anunció Silas—. ¿Has terminado de leer El gato Garabato?

—Sí —contestó Nad—, lo terminé hace siglos. ¿Podrías traerme más libros?

—Eso espero.

—¿Crees que volveré a verla alguna vez?

—¿A la niña? Lo dudo mucho.

Pero Silas se equivocaba. Al cabo de tres semanas, en una tarde gris, Scarlett regresó al cementerio, acompañada de sus padres.

Le insistieron mucho en que estuviera siempre donde ellos la pudieran ver, aunque se cambiaron varias veces de sitio para asegurarse de que no la perdían de vista ni un solo momento. De vez en cuando, la madre de la niña comentaba escandalizada lo morboso que resultaba todo aquello y lo mucho que se alegraba de saber que pronto se marcharían de allí para siempre.

Cuando vio que los padres de Scarlett se ponían a charlar, Nad la saludó:

—Hola.

—Hola —dijo Scarlett en voz muy baja.

—Creía que no volvería a verte.

—Les dije que no me iría con ellos si no me traían aquí por última vez.

—¿Irte, adonde?

Caminaron juntos por el sendero: una niña pequeña con un anorak naranja y un niño pequeño con una túnica gris.

—¿Y está muy lejos Escocia?

—Sí.

—¡Vaya! Confiaba en que estuvieras aquí, para decirte adiós.

—Yo siempre estoy aquí.

—Pero tú no estás muerto, ¿verdad, Nadie Owens?

—Claro que no.

—Entonces no puedes quedarte aquí el resto de tu vida, ¿no? Un día crecerás y tendrás que irte a vivir al mundo exterior.

El niño negó con la cabeza y replicó:

—Ahí fuera estoy en peligro.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Silas. Mi familia. Todo el mundo.

Scarlett se quedó callada unos instantes. Entonces oyó la voz de su padre que la llamaba:

—¡Scarlett! Vamos, cariño, es hora de irnos. Ya has dado un último paseo por el cementerio. Ahora vámonos a casa.

Scarlett le dijo a Nad:

—Eres muy valiente. La persona más valiente que conozco, y eres mi amigo. Me importa un pimiento que seas imaginario.

Y dicho esto, volvió corriendo sobre sus pasos para reunirse con sus padres y con el mundo.

Capítulo3

Los sabuesos de Dios

En todos los cementerios existe una tumba que pertenece a los
ghouls
. No hay más que darse una vuelta por cualquier camposanto para encontrarla: cubierta de musgo y manchas de humedad, la lápida rota, rodeada de abrojos y hierbas pestilentes y una profunda desolación que se apodera de uno cuando te encuentras frente a ella. La lápida suele ser más fría que la de las restantes tumbas y, por lo general, el nombre allí grabado resulta completamente ilegible. Si se ha erigido algún monumento funerario en ella un ángel o cualquier otra escultura, seguramente le faltará la cabeza, o estará infestado de hongos y líquenes hasta el punto de parecer un único y gigantesco hongo. Cuando visites un cementerio y veas una sepultura con aspecto de haber sido profanada en repetidas ocasiones, habrás descubierto la puerta de los
ghouls
[3]
, y si, a medida que te acercas a ella sientes la imperiosa necesidad de salir corriendo, ésa es, sin duda, la puerta de los
ghouls
.

Había una de esas puertas en el cementerio de Nad. Hay una de ellas en todos los cementerios. Silas estaba a punto de marcharse. Aunque Nad se enfadó mucho al conocer la noticia, ya se le había pasado el enfado. Pero ahora estaba furioso.

—¿Por qué? —seguía preguntando el niño.

—Ya te lo dije. Necesito recabar cierta información y, por ello, debo desplazarme a otro lugar. Y para desplazarme hasta allí, tengo que irme de aquí. Pero todo esto ya lo habíamos hablado antes.

—¿Y qué puede ser tan importante para que te marches? —Su mente de niño de seis años no alcanzaba a imaginar algo que consiguiera que Silas quisiera abandonarlo—. No es justo.

Su tutor permaneció impasible.

—No es ni justo ni injusto, Nadie Owens. Simplemente, es.

Nad seguía en sus trece.

—Tienes que cuidar de mí. Tú me lo dijiste.

—Ésa es mi responsabilidad como tutor tuyo que soy, sí. Por fortuna, no soy el único ser en este mundo dispuesto a asumir dicha responsabilidad.

—Y, a todo esto, ¿adonde vas?

—Fuera. Lejos. Debo descubrir ciertas cosas que no puedo descubrir aquí.

Nad se marchó gruñendo entre dientes y dando patadas a imaginarias piedras, y se fue caminando hacia la zona nororiental del cementerio, donde la vegetación crecía de manera tan incontrolada que ni el guarda ni los Amigos del Cementerio habían sido capaces de domeñarla. A su paso despertó a una familia de niños victorianos, todos ellos muertos antes de cumplir los diez años; bajo la atenta mirada de la Luna, se pusieron a jugar al escondite por entre la maraña de hiedra. Nad intentaba fingir que Silas no se iba a ninguna parte, que todo iba a seguir exactamente igual, pero al acabar el juego, volvió corriendo a la vieja capilla y vio dos cosas que le hicieron cambiar de opinión.

Lo primero que vio fue un maletín. Y desde el mismo momento en que le puso la vista encima, supo que se trataba del maletín de Silas. Debía de tener por lo menos ciento cincuenta años, y era francamente bonito, de cuero negro, con remaches de latón y el asa negra; la clase de maletín que en la época victoriana usaban los médicos y los enterradores para transportar los instrumentos propios de su oficio. Era la primera vez que Nad veía el maletín de Silas; ni siquiera sabía que lo tuviera.

Y un maletín como ése sólo podía ser de su tutor. Sentía curiosidad por ver lo que había dentro, pero estaba cerrado y protegido por un enorme candado de latón, y pesaba tanto que Nad no pudo ni levantarlo del suelo.

Eso fue lo primero.

Lo segundo fue aquella persona sentada en el banco junto a la iglesia.

—Nad —dijo Silas—, te presento a la señorita Lupescu.

Guapa, lo que se dice guapa, no era: de expresión ceñuda y avinagrada, cabellos grises, aunque parecía demasiado joven para tener canas, y dientes delanteros algo torcidos. Llevaba puesta una abultada gabardina y una corbata masculina anudada al cuello.

—Encantado, señorita Lupescu —saludó Nad.

Ella no le devolvió el saludo. Se limitó a observarlo con desdén para, a continuación, decirle a Silas:

—Así que éste es el niño.

La mujer se puso en pie, y dio una vuelta alrededor de Nad. Las aletas de la nariz se le movían, como si lo estuviera olisqueando. Al llegar de nuevo al punto de partida, dijo:

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