—¿Y en qué año fue eso? —preguntó Scarlett.
—Pues, antes de 1583, porque en su lápida dice que murió ese año.
—¿Quién es el más viejo de todos los que están enterrados en este cementerio?
Nad reflexionó unos segundos, con el entrecejo fruncido, antes de responder:
—Seguramente, Cayo Pompeyo. Se presentó aquí cien años después de que llegaran los primeros romanos; me ha hablado de eso alguna vez. Le gustaban mucho las calzadas.
—¿Y es el más viejo de todos?
—Me parece que sí.
—¿Podemos jugar a las casitas en esa casa de piedra?
—No puedes entrar; está cerrada con llave. Todas lo están.
—¿Y tú sí puedes entrar?
—Claro que sí.
—¿Y por qué yo no?
—Son cosas de este lugar. Yo tengo la ciudadanía del cementerio, y por eso puedo entrar en todas partes.
—Yo quiero jugar a las casitas en esa casa de piedra.
—No puedes, ya te lo he dicho.
—Pues eres muy malo.
—No.
—Malísimo.
—No.
Scarlett metió las manos en los bolsillos de su anorak y echó a andar colina abajo sin despedirse siquiera, convencida de que Nad le ocultaba algo, pero sospechando al mismo tiempo que no estaba siendo justa con él, cosa que le fastidiaba todavía más.
Aquella noche, mientras cenaban, les preguntó a sus padres si había habido gente viviendo en Inglaterra antes de que llegaran los romanos.
—¿Dónde has oído tú hablar de los romanos? —quiso saber su padre.
—Todo el mundo sabe lo de los romanos —respondió ella, muy repipi—. Bueno, ¿había alguien, o no?
—Estaban los celtas —dijo su madre—. Ellos ya vivían aquí cuando llegaron los romanos; fue el pueblo que tuvieron que conquistar.
En el banco de al lado de la iglesia, Nad sostenía una conversación similar.
—¿El más viejo, dices? —dijo Silas—. Pues la verdad es que no lo sé, Nad. El más viejo de los que yo conozco es Cayo Pompeyo. Pero ya había gente viviendo aquí antes de la llegada de los romanos. Hubo diversos pueblos que se establecieron en este país mucho antes de que vinieran los romanos. ¿Qué tal vas con las letras?
—Bien, creo. ¿Cuándo me vas a enseñar a escribir todo seguido? Silas reflexionó unos instantes y dijo:
—Hay personas muy cultas enterradas en este lugar, y estoy seguro de que podré convencer a algunas de ellas para que te den clase. Haré unas cuantas pesquisas.
Nad se puso como loco y se imaginó un futuro en el que podría leer cualquier cosa, un futuro lleno de cuentos por descubrir.
En cuanto Silas abandonó el cementerio para ocuparse de sus cosas, el niño se acercó al sauce que había junto a la vieja capilla y llamó a Cayo Pompeyo. El provecto romano salió de su tumba bostezando.
—¡Ah, eres tú, el niño vivo! —exclamó—. ¿Cómo estás, niño vivo?
—Muy bien, señor.
—Estupendo, me alegro mucho.
El cabello del romano se veía blanco bajo la luz de la luna; el anciano llevaba puesta la toga con la que lo habían enterrado, además de una gruesa camiseta y un calzón largo debajo, porque hacía mucho frío en aquel rincón del mundo; de hecho, el único lugar en el que había pasado más frío que allí había sido en Hibernia, un poco más al norte, donde los hombres parecían más animales que humanos y se cubrían el cuerpo con pieles de color naranja; eran tan salvajes que ni siquiera los romanos lograron conquistarlos, así que simplemente construyeron un muro para dejarlos confinados en su invierno perpetuo.
—¿Es usted el más viejo? —le preguntó Nad.
—¿Quieres decir el más viejo del cementerio? Sí, en efecto.
—Entonces, ¿fue usted el primero en ser enterrado aquí?
El romano vaciló un momento, y respondió:
—Prácticamente el primero. Hubo otro pueblo que se estableció en la isla antes que los celtas. Uno de ellos fue enterrado aquí.
—¡Ah! —Nad se quedó pensando un instante—. ¿Y dónde está su tumba?
Cayo señaló hacia la cumbre de la colina.
—¿Allí arriba? —cuestionó Nad.
Cayo negó con la cabeza.
—¿Entonces?
—En la colina —dijo el romano revolviéndole el pelo al chiquillo—, en el interior de la colina. Verás, yo fui traído aquí por mis amigos, y detrás iban las autoridades locales y los mimos, portando las máscaras funerarias de mi mujer, que murió a causa de una fiebre en Camulodonum, y de mi padre, muerto en una escaramuza fronteriza en la Galia.
»Trescientos años después de mi fallecimiento, un granjero que buscaba nuevos pastos para su ganado descubrió la roca que cubría la entrada, la apartó y se adentró en las entrañas de la colina, pensando que a lo mejor encontraba un tesoro escondido. Salió poco tiempo después, pero sus negros cabellos se habían vuelto tan blancos como los míos…
—¿Qué fue lo que vio?
Cayo tardó unos segundos en contestar:
—Nunca explicó nada y no volvió a entrar jamás. Colocaron de nuevo la roca en su sitio y, con el tiempo, la gente se olvidó. Pero posteriormente, hace doscientos años, cuando construyeron el panteón de Frobisher, encontraron la roca otra vez. El joven que la descubrió soñaba con hacerse rico, así que no se lo dijo a nadie, y tapó la entrada con el ataúd de Ephraim Pettyfer. Una noche, creyendo que nadie lo veía, se decidió a bajar.
—¿Y tenía el pelo blanco cuando salió?
—No salió nunca.
—Hum. ¡Vaya! Entonces, ¿sigue ahí dentro?
—No lo sé, joven Owens. Pero yo lo percibí, hace mucho tiempo, cuando este lugar estaba vacío. Noté que había algo allí, en el interior de la colina, esperando.
—¿Y qué es lo que esperaba?
—Yo únicamente percibí que esperaba, nada más, afirmó Cayo Pompeyo.
Scarlett llevaba un enorme libro ilustrado; se sentó junto a su madre en el banco verde, situado junto a la puerta del cementerio, y se puso a leer mientras su madre hojeaba un suplemento educativo. Scarlett disfrutaba del sol primaveral mientras trataba de ignorar al niño que le hacía gestos, en primer lugar desde detrás de un monumento cubierto de hiedra, y después, cuando ella decidió no volver a mirar en esa dirección, desde detrás de una lápida sobre la que apareció por sorpresa, gesticulando frenéticamente, pero la niña lo ignoró.
Por fin dejó el libro sobre el banco.
—Mami, me voy a dar una vuelta.
—Pero no te apartes del sendero, cariño.
Siguió por el sendero hasta doblar la esquina, y vio que Nad le hacía señas desde un poco más arriba. Ella le sacó la lengua y le dijo:
—He averiguado algunas cosas.
—Yo también —replicó Nad.
—Hubo otro pueblo antes de los romanos explicó Scarlett. Mucho antes. Quiero decir que vivieron aquí, y cuando morían, los enterraban en estas colinas, con tesoros y cosas así. Se llamaban túmulos.
—Claro. Eso lo explica todo. ¿Quieres ver uno? ¿Ahora? —Scarlett no parecía muy decidida.
—Es una trola; tú no tienes ni idea de dónde hay uno, ¿a que no? Y, además, ya sabes que hay sitios donde yo no puedo entrar.
Scarlett lo había visto atravesar las paredes, como si fuera una sombra.
Sacando una gigantesca y oxidada llave de hierro, Nad dijo:
—La encontré en la capilla, y creo que abre casi todas las puertas de ahí arriba. Usaban la misma llave para todas ellas; por comodidad, ¿sabes?
Los niños subieron juntos la empinada cuesta.
—¿Seguro que me estás diciendo la verdad? —Nad asintió, con una tímida sonrisa de felicidad.
—¡Vamos! —le dijo a Scarlett.
Era un perfecto día de primavera: el aire vibraba con el canto de los pájaros y el zumbido de las abejas; los narcisos se mecían con la brisa, así como algunos lirios tempraneros que salpicaban la ladera, y el azul de las nomeolvides y el amarillo de las redondas prímulas destacaban sobre el verde tapiz de hierba. Los niños continuaron subiendo hasta el pequeño mausoleo de Frobisher. De diseño sencillo y anticuado, representaba una casita de piedra con una verja de metal que hacía las veces de puerta. Nad la abrió con la llave y entraron.
—Se trata de un agujero —explicó Nad—, no de una puerta. Está detrás de uno de los ataúdes.
Encontraron la entrada detrás de un ataúd situado en la repisa del fondo; era un agujero muy pequeño, tanto que había que tumbarse en el suelo para poder entrar.
—Es ahí abajo —dijo Nad—. Tenemos que bajar por ahí.
Así las cosas, a Scarlett ya no le pareció tan divertida aquella aventura, de modo que objetó:
—Está muy oscuro. No vamos a ver nada.
Yo no necesito luz para ver. Al menos, dentro del cementerio.
Pero yo sí. Y está muy oscuro.
Nad se puso a pensar en qué le diría a su amiga para tranquilizarla, algo como: «Ahí abajo no hay nada malo», pero con lo que Cayo Pompeyo le había contado sobre aquel hombre que salió del interior de la colina con el cabello encanecido, y aquel otro que nunca volvió a aparecer, era consciente de que no podía pronunciar una frase como ésa sin sentirse culpable, así que al fin determinó:
—Bajaré yo. Tú espérame aquí.
—¿Me vas a dejar sola? —lo interpeló la niña con el entrecejo fruncido.
—Bajo rápido a ver quién hay ahí y subo enseguida a contártelo todo.
Nad se tumbó en el suelo y se introdujo a gatas por el agujero. Dentro había espacio suficiente para ponerse de pie, y distinguió también unos escalones cavados en la propia roca.
—Ahora voy a bajar por la escalera —anunció.
—¿Hay que bajar mucho?
—Yo diría que sí.
—Si me llevas de la mano y me vas diciendo dónde poner los pies —dijo Scarlett—, iré contigo. Pero tienes que ayudarme para que no me caiga.
—Vale —aceptó Nad, y la niña se echó al suelo y también entró a gatas por el agujero.
—Puedes ponerte de pie —le dijo Nad cogiéndola de la mano—. Justo aquí empiezan los escalones. Sólo tienes que dar un paso más. Eso es. Espera, deja que yo baje delante.
—¿De verdad puedes ver estando todo tan oscuro?
—No tan bien como a plena luz, pero sí veo.
Bajaron por la escalera hacia el interior de la colina, Nad guiaba a Scarlett para que no tropezara y, mientras, le iba describiendo lo que veía.
—La escalera continúa. Los escalones son de piedra y el techo, también. Y en esta pared hay un dibujo.
—¿Cómo es?
—Una C de Cerdo grande y peluda, me parece. Y tiene cuernos. También hay otro dibujo, como un nudo o algo así. Pero no sólo está pintado, sino grabado en la roca, ¿lo notas? Y colocó los dedos de la niña sobre el dibujo.
—¡Sí, es verdad! —exclamó ella.
—A partir de aquí los escalones se hacen más grandes. Estamos llegando a un espacio amplio, como una habitación, pero la escalera sigue bajando. No te muevas. Vale, ahora yo estoy exactamente entre ese espacio amplio y tú. Ve tocando la pared con la mano izquierda.
Los niños siguieron bajando.
—Un escalón más y llegamos al suelo —dijo Nad—. Ten cuidado, no es del todo liso.
Aquella última estancia era pequeña. Había una laja de piedra en el suelo y una repisa baja en un rincón, con varios objetos pequeños encima; huesos, huesos muy viejos, se esparcían por el suelo, aunque delante mismo de los escalones Nad encontró un cadáver, vestido con los harapos de un abrigo largo marrón.
«El joven que soñaba con hacerse rico», pensó el niño. «Seguro que se resbaló y cayó rodando por la escalera.» Oyeron una especie de siseo alrededor, como una serpiente avanzando sobre un lecho de hojas secas.
Scarlettle apretó la mano.
—¿Qué es eso? ¿Ves algo?
—No.
La niña gimió levemente; entonces Nad vio algo y, sin necesidad de preguntar, supo de inmediato que ella también lo veía. Gracias a una luz que había al final de la estancia, distinguieron a un hombre que caminaba hacia ellos, y Nad oyó que Scarlett ahogaba un grito.
El hombre parecía bien conservado, pero era evidente que hacía mucho tiempo que había muerto. Su piel estaba totalmente recubierta de dibujos (pensó Nad) o de tatuajes (pensó Scarlett), y alrededor del cuello llevaba un collar de largos y afilados dientes.
—¡Soy el dueño y señor de este lugar! —exclamó el hombre, pero sus palabras sonaban tan cascadas y guturales que casi no parecían palabras—. ¡Guardo este lugar de todo aquel que quiera destruirlo! —Sus ojos eran enormes, pero Nad se fijó en que daba esa impresión porque los rodeaba un círculo de color azulado, y la cara le adquiría un aspecto semejante al de un búho.
—¿Quién eres? —preguntó Nad apretando con fuerza la mano de Scarlett.
El Hombre índigo hizo oídos sordos a la pregunta y se limitó a mirarlos con aire feroz.
—¡Abandonad este lugar enseguida! —La mente de Nad percibió estas palabras, palabras que de nuevo le sonaron como un gruñido gutural.
—¿Nos va a hacer algo malo? —preguntó Scarlett.
—No lo creo —repuso Nad. Luego le habló al Hombre índigo tal como le habían enseñado—. Debes saber que poseo la ciudadanía de este cementerio y puedo ir a donde yo quiera.
El Hombre índigo no reaccionó en absoluto, y este hecho desconcertó por completo a Nad, porque hasta los habitantes más irascibles del cementerio se habrían calmado al escuchar esta declaración. Entonces el niño preguntó:
—Scarlett, ¿tú lo ves?
—Pues claro que lo veo. Es un hombre grande y peligroso, lleno de tatuajes, y quiere matarnos. ¡Nad, dile que se vaya!
Nad miró los restos del hombre del abrigo marrón. A su lado, en el suelo, había un farol que se había roto al caer al suelo.
—Intentó salir corriendo —dijo en voz alta—. Salió corriendo porque tenía miedo. Y resbaló o tropezó con los escalones y se cayó.
—¿De quién hablas?
—Del hombre que está tirado en el suelo.
Daba la impresión de que Scarlett estaba muy enfadada, además de perpleja y asustada.
—¿Qué hombre? Yo no veo más hombre que el tipo ese de los tatuajes.
Y entonces, como si quisiera asegurarse de que los niños se daban cuenta de que estaba allí, el Hombre índigo echó hacia atrás la cabeza y profirió una serie de gritos y quiebros tan terroríficos, que Scarlett apretó la mano de Nad hasta clavarle las uñas.
Nad, sin embargo, ya no estaba asustado.
—Me arrepiento de haber dicho que eran imaginarios aseguró Scarlett. Ahora sí creo en ellos; son reales.
A todo esto el Hombre índigo levantó los brazos sosteniendo algo en las manos; parecía una piedra plana y muy afilada.