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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

El libro del cementerio (21 page)

El laboratorio estaba vacío, y ese vacío resultaba inquietante. Mo tenía la sensación de que no estaba sola… Alguien la observaba.

«Qué bobada, pues claro que alguien me observa pensó. Hay como cien cosas muertas dentro de esos tarros, observándome, por no hablar ya del esqueleto.» Y miró furtivamente hacia los estantes.

Entonces fue cuando las cosas muertas de los tarros empezaron a moverse: una serpiente de ojos lechosos y ciegos se retorció dentro de su bote; un bicho marino sin cara y lleno de púas se revolvió en su mar de alcohol, y un gatito, que llevaba varias décadas muerto, le enseñó los dientes y arañó el cristal con las zarpas.

Mo cerró los ojos.

«Esto no está pasando de verdad se dijo. Es sólo cosa de mi imaginación.»

—No tengo miedo —dijo en voz alta.

—Eso está bien —dijo alguien desde la puerta, oculto entre las sombras—. No mola nada tener miedo.

—Ninguno de los profesores se acuerda de ti —le dijo.

—Pero tú si te acuerdas de mí —dijo el niño, el responsable de todas sus desgracias.

La niña cogió un vaso de precipitados y se lo tiró, pero no apuntó bien y el vaso fue a estrellarse contra una pared sin tocar a Nad ni de lejos.

—¿Cómo está Nick? —le preguntó Nad, como si nada.

—Sabes perfectamente cómo está replicó ella. Ya no me dirige la palabra; se queda callado en clase, y al salir, vuelve directamente a su casa y hace los deberes. Seguro que hasta juega con un tren eléctrico.

—Estupendo.

—¿Y tú, qué? Llevas una semana entera faltando a clase. Se te va a caer el pelo, Ned Owens. El otro día vino la policía; preguntaban por ti.

—Huy, casi se me olvida… ¿Cómo está tu tío Tam?

Mo no contestó.

—En cierto modo —continuó Nad—, podría decirse que te has salido con la tuya, porque me voy del colegio. Pero en realidad no; no te has salido con la tuya. ¿Te han hechizado en alguna ocasión, Maureen Quilling? ¿Te has mirado alguna vez al espejo preguntándote si esos ojos que te miran desde el otro lado son de verdad los tuyos? ¿O alguna vez has estado sentada en una habitación vacía y, de repente, has tenido la sensación de que no estabas sola?

—¿Vas a hechizarme? —preguntó Mo con voz trémula.

Nad no dijo ni mu y se limitó a mirarla fijamente. Algo cayó al suelo en un rincón del laboratorio: la cartera de la niña se había deslizado de la silla, y cuando volvió a mirar a la puerta, comprobó que se había quedado sola de nuevo.

El camino de vuelta a casa iba a ser muy largo y muy oscuro.

El niño y su tutor contemplaban las luces de la ciudad desde lo alto de la colina.

—¿Te sigue doliendo? —preguntó el niño.

—Un poco —respondió Silas—. Pero me recupero deprisa. Pronto estaré como nuevo.

—¿Podría haberte matado? Me refiero al atropello.

Silas meneó la cabeza para indicar que no, y explicó:

—Existen diversos medios para acabar con alguien como yo, pero el coche no es uno de ellos. Soy muy viejo y aguanto mucho.

—Metí la pata, ¿verdad? —preguntó Nad—. La idea era ir al colegio sin que nadie se diera cuenta, pasando completamente desapercibido. Y yo voy y me implico en los asuntos internos y, de repente, me encuentro metido en un lío tremendo con policía incluida y toda la pesca. He sido muy egoísta.

—No, no has sido egoísta, sino que necesitas relacionarte con tus semejantes; es lo más natural. Aunque ocurre que el mundo de los vivos es más complicado, y a nosotros no nos resulta fácil protegerte si estás en él. Yo quería mantenerte a salvo de todo, pero para los que son como tú sólo existe un lugar seguro, un lugar al que no llegarás hasta que hayas superado todas las aventuras que te quedan por vivir.

Nad pasó la mano por la superficie de la lápida de Thomas R. Stout (1817-1851. «Profundamente añorado por cuantos lo conocieron.»), y acarició el suave tapiz de musgo, que se le deshacía entre los dedos.

—El hombre que mató a mi primera familia sigue ahí fuera —dijo Nad—. Pero yo necesito aprender más cosas sobre la gente. ¿No me vas a dejar salir nunca más del cementerio?

—No. Eso fue un error, y me parece que los dos hemos aprendido la lección.

—¿Y entonces, qué vamos a hacer?

—Pues haremos todo lo posible por satisfacer tus deseos de leer y de conocer otras historias y otros mundos. Para algo están las bibliotecas. Hay otras maneras de aprender lo mismo que enseñan en el colegio. Y también tendrás ocasión de relacionarte con los vivos en otras circunstancias, como en el teatro, o en el cine, por ejemplo.

—¿Y eso qué es? ¿Es como el fútbol? En el colegio me gustaba mucho ver a los chicos jugar al fútbol.

—¿El fútbol? Vaya, vaya. Por lo general, los partidos se juegan a una hora demasiado temprana para mí, pero quizá la señorita Lupescu pueda llevarte a ver uno la próxima vez que nos visite.

—Eso sería genial —dijo Nad. Echaron a andar colina abajo.

—Tanto tú como yo hemos ido dejando demasiadas pistas y rastros que seguir en las últimas semanas. Y sabes que hay gente fuera de aquí que está buscándote.

—Sí, ya me lo has dicho —admitió Nad—. ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Quiénes son? ¿Qué quieren de mí?

Pero Silas se limitó a negar con la cabeza, y Nad sabía que ya no le sacaría ni una palabra más, así que, de momento, tendría que darse por satisfecho.

Capítulo7

Todos se llaman Jack

Silas llevaba varios meses como ensimismado, empezó a ausentarse del cementerio con cierta frecuencia y se pasaba fuera varios días o incluso semanas. En Navidad, la señorita Lupescu volvió al cementerio para sustituirlo durante tres semanas, y solía invitar a Nad a comer en el pequeño apartamento que tenía alquilado en la parte antigua de la ciudad, e incluso lo llevó a ver un partido de fútbol, tal como le había prometido Silas. Pero pasadas las tres semanas, la señorita Lupescu tuvo que regresar a lo que ella llamaba «la madre patria», no sin antes estrujar amorosamente los mofletes de Nad llamándolo Nimini, un apodo cariñoso que ella misma le adjudicó.

De modo que Silas seguía de viaje y la señorita Lupescu se marchó también. Un día, sentados en la tumba de Josiah Worthington, los señores Owens charlaban con el propio Josiah. Los tres estaban muy disgustados.

—¿Quieren ustedes decir que no les indicó adonde iba ni quién iba a ocuparse del niño mientras él estuviera de viaje? —preguntó Josiah Worthington.

Los señores Owens negaron con la cabeza.

—Pero ¿dónde ha podido ir?

Ni el señor Owens ni su esposa pudieron responder a su pregunta, pero él comentó:

—Nunca había estado fuera tanto tiempo. Y cuando decidimos hacernos cargo del niño, se comprometió a quedarse aquí, o a buscar a alguien que lo cuidara y le trajera comida llegado el caso de tener que ausentarse varios días. Lo prometió.

—La verdad es que estoy muy preocupada. Seguro que le ha ocurrido algo malo —afirmó la señora Owens, y parecía a punto de echarse a llorar, pero, de repente, se puso furiosa—. ¡Debería darle vergüenza! ¿De verdad no hay manera de localizarlo, de decirle que haga el favor de volver y cumplir lo que prometió?

—No, que yo sepa —respondió Josiah Worthington—. Pero creo que ha dejado dinero en la cripta para la comida del niño.

—¡Dinero! —exclamó la señora Owens—. ¿Y de qué nos sirve que haya dejado dinero?

—Nad lo necesitará si tiene que salir a comprar comida —insinuó el señor Owens, pero su mujer arremetió contra él.

—¡Sois todos iguales! —le espetó.

Y dicho esto, se marchó y se fue a buscar a su hijo, a quien encontró, tal como ella esperaba, en la cumbre de la colina contemplando la ciudad.

—Te doy un penique por tus pensamientos —dijo la señora Owens.

—Tú no tienes ni un penique —replicó Nad. Tenía ya catorce años, y era más alto que su madre.

—Tengo dos en mi ataúd. Probablemente, a estas alturas tendrán cardenillo, pero estoy segura de que aún están ahí.

—Pues estaba pensando en el mundo. ¿Quién nos asegura que la persona que mató a mi familia sigue viva y está esperándome ahí fuera?

—Es lo que dice Silas.

—Sí, pero no da más detalles.

—El sólo quiere lo mejor para ti. Y tú lo sabes.

—Gracias —replicó Nad, no muy convencido—. Y entonces, ¿dónde está?

La señora Owens no supo qué responder.

—El día en que me adoptasteis, tú llegaste a ver al hombre que mató a mi familia, ¿verdad?

La señora Owens asintió.

—¿Cómo era?

—En realidad aquel día yo no tenía ojos más que para ti. Pero déjame pensar… Sí, tenía el cabello oscuro, muy oscuro, la cara angulosa y una expresión ávida y, al mismo tiempo, airada. Me dio mucho miedo. Fue Silas quien lo alejó de aquí.

—¿Y por qué no lo mató directamente? —cuestionó Nad, furioso—. Debería haberlo matado entonces.

La señora Owens le acarició la mano con sus gélidos dedos, y replicó:

—Silas no es un monstruo, Nad.

—Si Silas hubiera acabado con él entonces, yo no tendría nada que temer ahora y podría ir a donde quisiera.

—Silas sabe más que tú de todo esto, más que cualquiera de nosotros. Y también sabe mucho sobre la vida y la muerte —afirmó la señora Owens—. No es algo tan simple.

—¿Cómo se llamaba el tipo que los mató?

—No nos lo dijo. Al menos, en aquel momento no lo hizo.

Nad ladeó la cabeza y clavó en ella sus ojos grises como nubes de tormenta.

—Pero sabes cómo se llama, ¿verdad?

—Nad, tú no puedes hacer nada.

—Te equivocas. Puedo aprender todo lo que necesito saber, tanto como sea capaz. Ya he aprendido a reconocer las puertas de los
ghouls
y a hacer Visitas Oníricas; la señorita Lupescu me enseñó a leer en las estrellas y Silas, a guardar silencio; sé cómo Hechizar a una persona, practico la Desaparición y conozco este cementerio palmo a palmo.

La señora Owens puso una mano en el hombro de su hijo.

—Algún día… musitó, pero titubeó un momento. Algún día ella ya no podría acariciarlo. Algún día él se marcharía.

—Algún día… —Y luego, cambiando de tema, comentó—: Silas me dijo que el hombre que mató a tu familia se llamaba Jack.

Nad se quedó callado, y poco después asintió lentamente con la cabeza.

—Oye, mamá.

—¿Qué, hijo mío?

—¿Cuándo volverá Silas?

El viento de medianoche era frío y venía del norte. La señora Owens ya no estaba enfadada. Ahora sólo temía por su hijo.

—Ojalá lo supiera, mi vida, ojalá lo supiera —se limitó a responder.

Sentada en el piso superior del vetusto autobús, Scarlett Amber Perkins, de quince años de edad, era en ese momento un cúmulo de ira y rencor. Odiaba a sus padres por haberse separado; odiaba a su madre por marcharse de Escocia; odiaba a su padre porque le daba la impresión de que no le importaba que se marchara; odiaba aquella ciudad por ser tan diferente (no tenía nada que ver con Glasgow, la ciudad en la que se había criado), y la odiaba porque cada dos por tres, al doblar una esquina, veía cosas que lograban que todo le pareciera dolorosa y horriblemente familiar.

Aquella misma mañana, hablando con su madre, había estallado.

—¡Por lo menos en Glasgow tenía amigos! —había dicho Scarlett, medio a voces, medio llorosa—. ¡Y ya no volveré a verlos nunca más!

—Al menos éste no es un lugar desconocido para ti; ya has vivido aquí antes. Quiero decir que vivimos en esta ciudad algún tiempo cuando eras pequeña —replicó su madre.

—Pues yo no me acuerdo. Y no conozco a nadie aquí. ¿O es que quieres que me ponga a buscar a mis viejos amigos de cuando tenía cinco años? ¿Es eso lo que pretendes?

—Mira, hija, haz lo que te dé la gana.

En el colegio, Scarlett había pasado todo el día enfadada, y continuaba estándolo. Detestaba su colegio y su vida, en general, y en aquel preciso instante detestaba especialmente el servicio de autobuses de la ciudad.

Todos los días, al salir de clase, cogía el autobús de la línea 97, que la dejaba al final de la calle en que se encontraba el apartamento que había alquilado su madre.

Aquel desapacible día del mes de abril, llevaba casi media hora esperando en la parada y en todo ese tiempo no había visto pasar ni un solo 97, de modo que cogió el 121, que iba hasta el centro de la ciudad. Pero, allí donde el otro autobús giraba siempre a la derecha, éste giró a la izquierda, se adentró en el casco antiguo, pasó por delante de los jardines municipales, frente al antiguo ayuntamiento, y por delante también de la estatua de Josiah Worthington, baronet, y finalmente, enfiló la carretera que subía por la colina, a cuyos lados se sucedían las viviendas. Scarlett ya no estaba enfadada, pero ahora se sentía muy desgraciada.

Bajó al piso inferior del autobús y, pese a leer el cartel que indicaba a los pasajeros que no debían hablar con el conductor mientras el vehículo estuviera en marcha, dijo:

—Disculpe. Yo quería bajar en Acacia Avenue.

La mujer que conducía el autobús, una mujerona cuya piel era aún más oscura que la de Scarlett, replicó:

—En ese caso, deberías haber cogido el 97.

—Pero este autobús va al centro.

—Es el final del trayecto, sí. Pero aun así, tendrías que coger un segundo autobús. —La mujer suspiró—. Lo mejor que puedes hacer es bajar aquí mismo e ir andando hasta la parada que hay al pie de la colina, enfrente del ayuntamiento. Ahí puedes coger el 4 o el 58, ninguno de los dos para exactamente en Acacia Avenue, pero te dejarán muy cerca. Baja en el polideportivo y luego continúas a pie. ¿Te acordarás de todo?

—A ver, el 4 o el 58.

—Puedes bajar aquí.

El autobús se detuvo varios metros más allá de unas puertas de hierro forjado; el lugar tenía un aspecto de lo más lúgubre. Scarlett se quedó inmóvil frente a las puertas abiertas del autobús hasta que la conductora le dijo:

—¡Vamos, baja ya!

Así lo hizo, y el autobús arrancó estrepitosamente, dejando tras de sí un rastro de humo negro.

El viento agitaba las ramas de los árboles que estaban al otro lado de la tapia.

Scarlett echó a andar colina abajo; ésta era precisamente la razón por la que necesitaba un teléfono móvil. Su madre se ponía histérica en cuanto se retrasaba cinco minutos pero, incluso así, no había manera de que se lo comprara. Pues qué bien. Otra bronca más. Al fin y el cabo, no sería la primera, ni tampoco la última.

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