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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

El libro del cementerio (20 page)

Nad no había caído en ese detalle.

—Me he peleado con Silas —dijo excusándose.

—¿Ah, sí?

—Él quiere que vuelva al cementerio y deje de ir al colegio; cree que es demasiado peligroso.

—¿Por qué? Con tu talento y mi magia, apenas se fijarán en ti.

—Me estaba involucrando demasiado con lo de esos niños que se aprovechaban de los pequeños. Yo sólo quería que no lo hicieran más. Pero de ese modo empecé a llamar la atención…

Liza se había vuelto visible, aunque no era más que una forma nebulosa caminando al lado de Nad.

—Él está ahí fuera, en alguna parte, y quiere verte muerto —afirmó Liza—. Él mató a tu familia. Pero nosotros, los que vivimos en el cementerio, deseamos que sigas vivo. Queremos que sigas sorprendiéndonos, decepcionándonos, impresionándonos y asombrándonos. Vuelve a casa, Nad.

—Creo… Le dije a Silas ciertas cosas. Seguro que esta enfadado conmigo.

—Si está enfadado contigo, será porque se preocupa por ti…

Eso fue todo cuanto Liza le dijo.

Bajo los pies de Nad, las hojas secas del otoño se volvían resbaladizas y la neblina difuminaba los límites que separaban unas cosas de otras. Nada estaba tan claro y tan bien definido como él lo veía unos minutos antes.

—He hecho una Visita Onírica —explicó el niño.

—¿Y qué tal?

—Bien. Bueno, me las he arreglado bastante bien.

—Deberías decírselo al señor Pennyworth. Se alegraría mucho.

—Tienes razón. Debería hacerlo.

Llegó hasta el final del callejón y, en lugar de dar la vuelta, tal como tenía pensado, giró a la izquierda y siguió por la calle principal, para volver a Dunston Road y, por allí, enfilar hacia el cementerio de la colina.

—¿Quéee? —se extrañó Liza Hempstock—. ¿Qué estás haciendo?

—Vuelvo a casa, como tú me has sugerido —replicó Nad.

Las luces de las tiendas estaban encendidas, los adoquines relucían y se percibía el olorcillo a fritura que despedía el puesto de comida rápida de la esquina.

—Bien hecho —dijo Liza Hempstock, que volvía a ser tan sólo una voz. Pero, de pronto, esa voz lo alertó—. ¡Corre! ¡O pon en práctica la Desaparición! ¡Algo pasa!

Nad estaba a punto de decirle que no pasaba nada, que no fuera tonta, cuando vio un gran coche con una sirena encendida en el techo que bajaba a toda velocidad por la carretera y se detenía frente a él.

Dos hombres salieron del coche.

—Un momento, joven —dijo uno de ellos—. Policía. ¿Puedo saber qué haces en la calle a estas horas?

—No sabía que eso fuera ilegal —respondió Nad.

El hombre de mayor estatura abrió la puerta posterior del coche, y preguntó:

—¿Es éste el joven que vio usted, señorita?

Mo Quilling salió del coche, echó un vistazo a Nad y sonrió.

—Es él —afirmó—. Entró en el jardín trasero de nuestra casa y se puso a romper cosas. Y después se dio a la fuga. Acto seguido, miró directamente a Nad a los ojos y añadió—: Te vi por la ventana de mi cuarto. Creo que es el que va por ahí rompiendo los cristales de las ventanas.

—¿Quién eres? —le preguntó el policía del bigote color canela.

—Nadie —contestó Nad, y exclamó: «¡Ay!», pues el hombre acababa de darle un fuerte tirón de orejas.

—No abuses de mi paciencia —le recomendó el policía.

—Limítate a responder a mis preguntas como un chico bien educado, ¿estamos? —Nad guardó silencio.

—Veamos, ¿dónde vives, exactamente?

Nad no respondió. Intentaba desaparecerse, pero la Desaparición incluso cuando uno cuenta con la ayuda de una bruja consiste básicamente en desviar de ti la atención de todos, pero, en aquel momento, él era el centro de atención y, por si fuera poco, el policía le sujetaba por los hombros con ambas manos.

—No tiene usted derecho a arrestarme simplemente por no darle mi nombre o mi dirección se defendió.

—No, no lo tengo. Pero puedo llevarte a comisaría y retenerte hasta que nos des el nombre de algún familiar, tutor, o adulto responsable que se haga cargo de ti.

Obligó a Nad a instalarse en el asiento trasero del coche, al lado de Mo Quilling, que sonreía como un gato que acabara de comerse una docena de canarios.

—Te vi desde la ventana y llamé a la policía —le dijo en voz baja.

—No estaba haciendo nada —replicó Nad—. Ni siquiera estaba en tu jardín. ¿Y por qué te han traído con ellos?

—¡Silencio ahí atrás! —ordenó uno de los hombres, y todos guardaron silencio hasta que el coche se detuvo frente a una casa, que debía de ser la de Mo.

El conductor abrió la puerta del lado de la niña, y al bajar ésta, le dijo:

—Te llamaremos mañana; cuéntaselo a tus padres.

—Gracias, tío Tam —replicó la niña sonriendo—. Sólo he hecho lo que debía.

El coche puso rumbo de nuevo al centro de la ciudad; los tres iban en silencio. Nad seguía intentando la Desaparición con todas sus fuerzas, pero no lo conseguía.

Estaba algo mareado y se sentía muy desgraciado. En una sola noche había tenido su primera bronca de verdad con Silas e intentado fugarse de casa sin lograrlo, y ahora tampoco lograría volver a ella. No podía darle su dirección a la policía, ni tampoco su nombre, así que pasaría el resto de su vida encerrado en una celda o en una cárcel de niños. ¿Tendrían cárceles para niños? Ni idea.

—Perdonen, ¿tienen ustedes cárceles para niños?

—Empiezas a preocuparte, ¿eh? —dijo el tío de Mo—. No me extraña. Los chicos de ahora estáis desmadrados. Y te voy a decir una cosa: a algunos no os vendría nada mal pasar un tiempo a la sombra.

Nad no estaba seguro de si aquello era un sí o un no. Y en vista del éxito, se puso a mirar por la ventanilla. Algo gigantesco volaba por encima del coche, algo demasiado oscuro y grande para ser un pájaro; era algo del tamaño de un hombre que iba dando capirotazos y revoloteaba, como el estroboscópico vuelo de un murciélago.

El policía del bigote dijo:

—Cuando lleguemos a la comisaría, más vale que nos digas cómo te llamas y a quién podemos avisar para que pase a recogerte; le diremos que te hemos echado una buena bronca y podrá llevarte a casa. ¿Entendido? Si cooperas, tendremos una noche tranquilita y nos ahorraremos un montón de papeleo. Al fin y al cabo somos tus amigos.

—Estás siendo demasiado blando. Una noche en el calabozo no es para tanto argumentó el otro policía dirigiéndose a su compañero, y luego le dijo a Nad—: Al menos que sea una noche movidita y tengamos que encerrarte con los borrachos, claro. Esos sí que podrían hacértelo pasar mal.

Nad pensó: «¡Está mintiendo!» y también: «Lo está haciendo a propósito, el numerito éste del poli bueno y el poli malo…».

A todo esto el coche dobló una esquina y se oyó un ¡clonc! Algo muy grande cayó sobre el capó de un salto y después salió despedido en la oscuridad. El coche frenó en seco, y el policía del bigote se puso a maldecir por lo bajini.

—¡Se me ha echado encima! —gritó—. ¡Tú mismo lo has visto!

—No sé muy bien qué es lo que he visto —replicó su compañero—. Pero, desde luego, le has dado.

Los dos hombres se bajaron del coche y, linterna en mano, inspeccionaron la zona. El del bigote dijo:

—¡Iba todo de negro! Va a ser imposible verlo.

—¡Allí está! —gritó el otro policía, y echaron a correr hacia un cuerpo que yacía en el suelo.

Nad trató de abrir las puertas de atrás, pero no pudo. Y, además, un enrejado lo separaba de los asientos delanteros. Aunque lograra desaparecerse, seguiría atrapado en el coche de policía. Optó, pues, por situarse de la mejor manera posible para ver qué estaba sucediendo fuera.

El del bigote estaba agachado junto a un cuerpo, examinándolo. El otro, el más alto, le observaba el rostro a la luz de la linterna.

Nad distinguió la cara del hombre que estaba tendido en el suelo, y se puso a aporrear el cristal de la ventanilla frenética, desesperadamente.

El policía alto se acercó a ver qué le pasaba.

—¿Qué hay? —preguntó, irritado.

—Ha atropellado a mi… a mi padre —dijo Nad.

—¡Anda ya, niño!

—En serio, me parece que es él. ¿Puedo acercarme para verlo mejor?

El policía se ablandó de repente y gritó:

—¡Eh! Simón, el chico dice que es su padre.

—Déjate de chorradas.

—Creo que habla en serio —dijo el alto, y abrió la puerta del coche para que Nad saliera.

Silas estaba tendido boca arriba, en mitad de la carretera, donde el coche lo había atropellado. Estaba quieto como un muerto.

—¿Papá? —murmuró Nad, sintiendo que los ojos le escocían, y luego le dijo al policía—. Lo has matado.

Aquello no era mentira, se dijo Nad; no lo era.

—Ya he pedido una ambulancia —dijo Simón, el del bigote de color canela.

—Ha sido un accidente —dijo el otro.

Nad se agachó junto a Silas y le apretó una gélida mano. Si habían pedido ya la ambulancia, no tenían demasiado tiempo.

—Esto acabará con sus carreras espetó a los policías.

—Ha sido un accidente… ¡Tú lo has visto! Se echó encima….

—Lo que yo he visto —dijo Nad, furioso es que usted se prestó a hacerle un favor a su sobrinita, y ha asustado a un compañero de colegio con el que ella ha tenido problemas. De modo que me arrestó sin más por estar en la calle de noche, y cuando mi padre ha intentado detenerlos para averiguar qué estaba pasando, usted lo ha atropellado deliberadamente.

—¡Ha sido un accidente! —repetía Simón.

—¿O sea que tú y Mo habéis tenido problemas en el colegio? —preguntó el tío de la niña sin demasiada convicción.

—Vamos a la misma clase, en el colegio que está en el casco viejo —respondió Nad—. Y usted ha matado a mi padre.

A lo lejos se oía un ruido de sirenas.

—Simón —dijo el poli alto—, tenemos que hablar de este asunto.

Ambos se fueron hacia el otro lado del coche, y dejaron a Nad solo, entre las sombras, junto al cuerpo de Silas. El niño oyó discutir acaloradamente a los dos policías.

«¡Por culpa de tu maldita sobrina!», decía Simón y, clavando el dedo en el pecho de su compañero, añadió: «¡Si hubieras estado atento a la carretera…!».

Entonces Nad susurró:

—Venga, vamos a aprovechar ahora que los polis están distraídos.

Y se desapareció.

Una profunda oscuridad se arremolinó en torno a ellos, y el cuerpo que estaba tendido en la carretera se puso en pie.

—Te voy a llevar a casa —dijo Silas—. Cuélgate de mi cuello.

Nad se agarró con firmeza a su tutor, y juntos se zambulleron en la negra noche, rumbo al viejo cementerio.

—Lo siento —se excusó Nad.

—Yo también lo siento —replicó Silas.

—¿Te ha dolido mucho? Me refiero a cuando te has dejado atropellar.

—Sí, bastante. Y deberías darle las gracias a tu amiga, la niña bruja. Fue ella quien vino a decirme que estabas en peligro y me lo explicó todo.

Aterrizaron en el cementerio. Nad contempló su hogar como si lo viera por primera vez.

—Lo que ha pasado esta noche ha sido una estupidez, ¿verdad? Quiero decir que he corrido un riesgo innecesario.

—No te imaginas hasta qué punto, Nadie Owens.

—Tenías razón. No voy a volver, ni a ese colegio, ni de ese modo.

Maureen Quilling estaba viviendo la peor semana de toda su vida: Nick Farthing ya no le hablaba; su tío Tam le había echado la bronca por el asunto Owens y advertido de que no se le ocurriera contarle a nadie lo que había pasado aquella noche, porque a lo mejor le costaba el empleo, y si eso llegaba a suceder, ya podía echarse a temblar; sus padres estaban furiosos con ella; sentía que el mundo entero se había puesto en su contra y, para colmo, los de séptimo ya no le tenían ningún miedo. ¡Qué asco de vida! Deseaba por encima de todo que Owens, a quien ella culpaba de todos sus males, pagara por lo que le había hecho. Y cuando pensaba que debía de haberlo pasado mal al arrestarlo… urdía complicados y perversos planes de venganza. Eso era lo único capaz de hacerle sentir un poco mejor, pero tampoco era un consuelo.

Si había una tarea que Mo detestaba con toda su alma, era la de limpiar el laboratorio de ciencias: guardar los mecheros Bunsen y volver a colocar en su sitio los tubos de ensayo, las placas de Petri y los filtros sin usar que habían quedado por en medio.

En realidad se encargaban de aquella tarea por turnos, y a Mo le correspondía hacerlo una vez cada dos meses, pero ya era mala suerte que le hubiera ido a tocar precisamente ese día, en la peor semana de toda su vida, y que, para más inri, tuviera que hacerlo ella sólita.

Al menos, la señora Hawkings, que daba clase de ciencias, estaba allí también, ordenando sus papeles y sus cosas para el día siguiente. Agradecía que alguien le hiciera compañía.

—Estás haciendo un buen trabajo, Maureen —dijo la señora Hawkins.

Una serpiente blanca, que estaba dentro de un tarro con formol, las miraba fijamente con sus ojos sin vida.

—Gracias —respondió Mo.

—Pero ¿no lo hacéis siempre de dos en dos? —preguntó la profesora.

—Sí, hoy nos tocaba a Owens y a mí. Pero lleva días y días sin venir al colegio.

—¿Y quién es Owens? —le preguntó, un tanto ausente y extrañada—. Ni siquiera lo tengo en la lista.

—Sí, Ned Owens: pelo pardusco y bastante largo; no habla mucho. Fue quien acertó los nombres de todos los huesos del cuerpo humano en el concurso, ¿se acuerda?

—Pues la verdad es que no.

—¡Tiene que acordarse! ¡Nadie se acuerda de él! ¡Ni siquiera el señor Kirby!

La señora Hawkins terminó de guardar los papeles en su cartera, y dijo:

—En fin, es muy amable por tu parte que te encargues de todo tú sola. No te olvides de pasarles una bayeta a las mesas de trabajo antes de irte.

Y se marchó cerrando la puerta al salir.

El laboratorio era muy antiguo. En él había unas mesas muy largas, de madera oscura, con hornillos, grifos y pilas encastradas; estantes de esa misma madera llenos de tarros con toda clase de cosas dentro. Las cosas que flotaban dentro de los tarros estaban muertas; llevaban muertas muchos años. Había, incluso, un esqueleto humano amarilleado por el tiempo en un rincón de la sala; Mo no sabía si era de verdad o no, pero en ese momento le daba escalofríos.

Cada vez que hacía un ruido se oía el eco, pues era una sala muy grande. Para que el lugar no pareciera tan siniestro, encendió todas las luces del techo, e incluso la que había encima de la pizarra. La sala se estaba quedando helada, pero la pena era que no podía encender la calefacción. Se acercó a uno de los inmensos radiadores metálicos y lo tocó con la mano: ardía. Y, sin embargo, ella temblaba de frío.

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