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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

El libro del cementerio (24 page)

Silas iba delante, seguido de cerca por la gigantesca grisura de la señorita Lupescu, que avanzaba silenciosamente y a cuatro patas. Detrás de ellos iba Kandar, una momia asiría con el cuerpo envuelto en vendas, alas de águila y ojo como rubíes que, a su vez, llevaba un cerdito.

Al principio eran cuatro, pero habían perdido a Haroun en una de las cuevas superiores, cuando el
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(seguro de sí mismo en demasía, como todos los de su especie) se aventuró a explorar un espacio encuadrado entre tres espejos de bronce y, en medio de un fogonazo de luz rojiza, quedó atrapado dentro de los espejos. Durante unos segundos vieron su reflejo mostrando los ojos exorbitados y moviendo la boca, como si tratara de avisarlos para que se marcharan de allí; luego se desvaneció y no volvieron a verlo más.

Para Silas, los espejos no suponían ningún peligro, asi que se acercó y, cubriendo con su abrigo uno de ellos, dejó inutilizada la trampa. Hecho esto, dijo:

—Bueno, pues ahora ya sólo quedamos tres.

—Y un cerdo precisó Kandar.

—¿Y para qué lo has traído si se puede saber? —preguntó la señorita Lupescu.

—Trae suerte respondió Kandar —y, ante el gruñido que emitió la señorita Lupescu, nada convencida, preguntó—: ¿Acaso Haroun tenía un cerdo?

—Callad les ordenó Silas. Se están acercando Por el ruido que hacen, diría que son muchos.

—Dejad que se acerquen —susurró Kandar.

El pelo de la señorita Lupescu se erizó. Pese a ello, no dijo nada, pero se preparó para hacerles frente y tuvo que esforzarse mucho para no alzar la cabeza y soltar un aullido.

—Me encanta este sitio —comentó Scarlett.

—Sí, es muy bonito coincidió Nad.

—¿Así que mataron a toda tu familia? ¿Y alguien sabe quién lo hizo?

—No, que yo sepa. Lo único que me ha dicho mi tutor es que el hombre que los mató sigue vivo, y que ya me contará el resto de la historia algún día.

—¿Cómo que algún día?

—Cuando esté preparado para conocer toda la verdad.

—¿De qué tiene miedo? ¿De que cojas una pistola y salgas a vengarte del hombre que mató a tus padres y a tu hermana?

—Es obvio —dijo el chico con gran seriedad—; no exactamente con una pistola, pero sí. Algo así.

—Me estás tomando el pelo.

Nad no respondió de momento, sino que apretó mucho los labios y negó con la cabeza. Poco después replicó:

—No, no estoy de broma.

Aquel sábado había amanecido soleado y radiante, y los dos jóvenes se hallaban en el Paseo Egipcio, a la sombra de los pinos y de las largas ramas de la araucaria.

—¿Y tu tutor también es un muerto?

—Nunca hablo de él.

A Scarlett le dolió la respuesta.

—¿Ni siquiera conmigo?

—Ni siquiera contigo.

—Bueno —dijo ella—, pues qué bien.

—Lo siento, Scarlett, no pretendía…

—Le prometí al señor Frost que no tardaría mucho, así que será mejor que me vaya ya —dijo ella, al mismo tiempo que Nad intentaba disculparse.

—Vale —replicó el chico, temiendo haber herido los sentimientos de su amiga y sin saber muy bien qué podía decir para arreglarlo.

Y se la quedó mirando mientras se alejaba colina abajo. Una voz femenina y familiar dijo con mala uva: «¡Mírala! ¡La marquesita del Pan Pringao!», pero por allí no se veía a nadie.

Nad se sentía como un idiota, y echó a andar otra vez hacia el Paseo Egipcio. Las señoritas Lillibet y Violet le habían dado permiso para guardar en su cripta una caja de cartón llena de libros, y leer un rato era lo único que le apetecía en ese momento.

Scarlett estuvo ayudando al señor Frost con sus calcos hasta el mediodía, y entonces se tomaron un respiro para comer algo.

El se ofreció a invitarla a pescado con patatas, así que bajaron hasta la tienda que había al final de la carretera y, mientras subían de nuevo por la colina, se fueron comiendo la humeante fritura generosamente sazonada con sal y vinagre.

—¿Dónde investigaría usted si quisiera averiguar algo sobre un asesinato? —le preguntó Scarlett—. Ya he mirado en Internet y no he encontrado nada.

—Hum… Depende. ¿De qué clase de asesinato estamos hablando?

—Un suceso local, creo. Tuvo lugar hace trece o catorce años. Alguien asesinó a toda una familia que vivía por aquí cerca.

—¡Caramba! ¿Estás hablando en serio?

—Y tan en serio. ¿Se encuentra usted bien?

—Pues la verdad es que no. Pero no te preocupes, no es más que flojera. Prefiero no pensar en ese tipo de cosas; me refiero a los crímenes que suceden a la puerta de mi casa, como quien dice. Y me sorprende que a una chica de tu edad le interesen esas cosas tan truculentas.

—Y no me interesan especialmente; es que quiero ayudar a un amigo mío.

El señor Frost comió su último trozo de bacalao, y dijo:

—Podrías mirar en la biblioteca, supongo. En la hemeroteca se guardan ejemplares antiguos de los periódicos locales. Y, por cierto, ¿a santo de qué te ha dado a ti por investigar ese asunto?

—Pues —Scarlett quería mentir lo menos posible— por un chico que conozco; está interesado en conocer los detalles.

—En ese caso, lo mejor es que vaya a la biblioteca. Un asesinato… Brrr. Se me pone la carne de gallina.

—A mí también. Si no es mucha molestia, ¿le importaría acercarme a la biblioteca esta tarde?

El señor Frost mordió un trozo grande de patata, lo masticó y se quedó mirando el trozo que tenía en la mano con cierta desilusión.

—Se quedan frías enseguida, ¿verdad? Cuando empiezas a comerlas, te abrasas la lengua y, al momento, ya se han quedado heladas.

—Perdone se disculpó Scarlett, a veces parece que creo que es usted mi chófer particular…

—No, no, en absoluto. Sólo estaba tratando de organizarme, y pensando si a tu madre le gustarán los bombones. ¿A ti qué te parece: llevo una botella de vino, o mejor unos bombones? No termino de decidirme. ¿Y si llevo las dos cosas?

—Al salir de la biblioteca, puedo volver a casa por mi cuenta —dijo Scarlett—. A mi madre le encantan los bombones. Y a mí también.

—Decidido entonces, llevaré bombones —aseguró el señor Frost, aliviado. Habían llegado a la mitad de la hilera de casas adosadas que jalonaban la carretera de la colina, donde estaba aparcado el Mini verde, frente a la casa del señor Frost—. Sube. Te llevaré a la biblioteca.

La biblioteca era un edificio cuadrado de piedra y ladrillo de principios del siglo anterior. Scarlett entró y se acercó al mostrador.

—¿Qué deseas? —inquirió la mujer que lo atendía.

—Necesito consultar unos periódicos antiguos —dijo Scarlett.

—¿Para un trabajo escolar?

—Sí, algo sobre la historia de la ciudad —respondió Scarlett, contenta de no haber tenido que inventar una mentira.

—Los archivos del periódico local están en microfichas explicó la mujer.

Era una mujer grandota y llevaba aros de plata en las orejas. El corazón de Scarlett le latía con fuerza dentro del pecho; estaba segura de que su actitud resultaba sospechosa, pero la mujer la condujo hasta una sala llena de cajas que parecían monitores de ordenador, y le enseñó cómo funcionaban.

—Algún día los mandaremos digitalizar —dijo la mujer—. A ver, dime qué época es la que te interesa.

—Hace unos trece o catorce años contestó Scarlett. No puedo precisar más. Pero reconoceré lo que busco en cuanto lo vea.

La mujer le entregó una cajita que contenía el equivalente a cinco años del periódico en microfilm, y le dijo:

—Tú misma.

Scarlett imaginaba que el asesinato de una familia al completo habría merecido figurar en la primera página, pero lo que encontró fue una noticia breve en la página cinco. Tuvo lugar trece años antes, en el mes de octubre. El artículo era una mera enumeración de los datos más significativos:

«Se han encontrado los cadáveres del arquitecto Ronald Dorian, de 36 años, su mujer Carlotta, una editora de 34 años de edad, y la hija de ambos, Misty, de 7 años, en el número 33 de Dunstan Road. La policía sospecha que han sido asesinados. El portavoz de la policía afirma que todavía es pronto para determinar cómo y por qué sucedió todo, pero hay varias líneas de investigación abiertas».

El periodista no precisaba cómo habían muerto ni mencionaba la desaparición de ningún bebé. Y Scarlett no encontró ninguna noticia relacionada con la investigación en ediciones posteriores; por lo visto, la policía no volvió a hacer declaraciones sobre el particular.

Pero era la noticia que buscaba; estaba segura. Además, el hecho tuvo lugar en el número 33 de Dunstan Road, y Scarlett conocía esa casa. Es más, había estado en ella.

Al pasar por el mostrador, devolvió la cajita a la bibliotecaria, le dio las gracias y regresó a su casa bajo el sol abrileño.

Su madre estaba cocinando, sin demasiado acierto a juzgar por el olor a quemado que inundaba el apartamento.

Scarlett se fue a su habitación, abrió las ventanas de par en par, y se sentó en la cama para hablar por teléfono.

—¿Oiga? ¿Señor Frost?

—Hola, Scarlett. ¿Sigue en pie lo de esta noche? ¿Qué tal está tu madre?

—¡Oh, sí, no se preocupe! Está todo bajo control —le dijo Scarlett, que era exactamente lo que le había contestado su madre cuando se lo preguntó—. Hum… Señor Frost, ¿cuánto tiempo lleva usted viviendo en esa casa?

—¿Qué cuánto tiempo llevo…? Pues, a ver, unos cuatro meses, aproximadamente.

—¿Y cómo la encontró?

—A través de una inmobiliaria. Estaba desocupada y el precio me pareció razonable. Bueno, más o menos. Buscaba una casa lo más cerca posible del cementerio, y ésta parecía perfecta.

—Señor Frost —Scarlett no sabía muy bien cómo decírselo, así que se lo soltó a bocajarro—, hace unos trece años, tres personas fueron asesinadas en esa misma casa. Era la familia Dorian.

Al otro lado del hilo telefónico se hizo un silencio.

—¿Señor Frost? ¿Sigue usted ahí?

—Hum… Sí, sigo aquí, Scarlett. Perdona. Es que no esperaba oír algo así. Es una casa antigua, quiero decir que no sería extraño que hubieran sucedido cosas hace muchos años, pero no… Caramba. ¿Y qué fue exactamente lo que sucedió?

Scarlett no estaba muy segura de hasta dónde podía contarle.

—Encontré una noticia breve en un periódico antiguo, pero no mencionaba los detalles del suceso, sino únicamente la dirección de la casa. No sé cómo murieron ni nada más.

—¡Santo cielo! —Por el tono de voz, el señor Frost parecía más intrigado de lo que Scarlett había previsto—. Es precisamente en este tipo de investigaciones donde los cronistas locales nos movemos con más soltura que nadie. Deja que yo me ocupe. Me pondré a investigar y cuando haya averiguado que fue lo que sucedió, te lo contaré todo.

—Muchas gracias —dijo Scarlett, aliviada.

—Hum… Imagino que me has llamado porque si Noona llega a enterarse de que hubo un asesinato en mi casa, aunque fuera hace trece años, no querría que volvieras a verme y te prohibiría ir al cementerio. De modo que, hum, supongo que será mejor que no lo mencione a menos que tú saques el tema.

—¡Muchísimas gracias, señor Frost!

—Nos vemos a las siete. Y llevaré bombones.

Lo pasaron realmente bien en la cena. La cocina ya no olía a quemado. El pollo no estuvo mal, la ensalada estaba muy rica y, aunque las patatas se habían quedado un poco duras, el señor Frost proclamó que estaban exactamente como a él le gustaban, e insistió en repetir.

Las flores no eran nada del otro mundo, pero los bombones estaban riquísimos y, después de cenar, el señor Frost se quedó charlando con ellas, e incluso se quedó a ver la tele un rato. Pero a eso de las diez, les dijo que ya era hora de marcharse a casa.

—El tiempo, la marea y el trabajo de investigación no esperan a nadie —dijo, estrechando con entusiasmo la mano de Noona mientras, en un gesto de complicidad, le guiñaba un ojo a Scarlett.

Aquella noche la chica intentó buscar a Nad en sus sueños; se acostó pensando en él y se imaginó que lo buscaba por todo el cementerio, pero en cambio, soñó que deambulaba por las calles del centro de Glasgow con sus viejos amigos. Iban buscando una determinada calle, pero fueran por donde fueran no encontraban más que callejones sin salida.

En los abismos de la tierra Cracovia y, a su vez, en la gruta más profunda de lo que se conoce como La Caverna del Dragón, la señorita Lupescu se tambaleó y cayó al suelo.

Silas se agachó a su lado y le sostuvo la cabeza entre las manos. Tenía sangre en la cara, y parte de esa sangre pertenecía a la propia señorita Lupescu.

—No te preocupes por mí —le dijo a Silas—; ve a salvar al niño.

Su cuerpo era ahora mitad lobo y mitad mujer, pero la cabeza era la de una mujer.

—No —dijo Silas—, no pienso abandonarte.

Justo detrás de él, Kandar mecía al cerdito como si fuera un niño acunando una muñeca. El ala izquierda de la momia estaba destrozada, y no podría volver a volar, pero su barbado rostro tenía una expresión implacable.

—Volverán, Silas —murmuró la señorita Lupescu—. Y está a punto de salir el sol.

—Entonces —dijo Silas—, tendremos que ocuparnos de ellos antes de que tengan tiempo de organizarse para un nuevo ataque. ¿Podrías mantenerte en pie?

—Da. Soy un sabueso de Dios; aguantaré.

La señorita Lupescu inclinó la cabeza y se desentumeció los dedos. Cuando alzó de nuevo la cabeza, volvía a ser la de un lobo. Plantó en el suelo sus garras delanteras y, con mucho esfuerzo, logró ponerse en pie; era de nuevo un lobo gris más grande que un oso, pero su pelaje tenía manchas de sangre.

Echó la cabeza hacia atrás y, en actitud desafiante, lanzó un aullido lleno de furia. Después, poco a poco, recuperó la posición normal.

—Venga —gruñó la señorita Lupescu—. Vamos a poner fin a esto.

El domingo, a última hora de la tarde, sonó el teléfono.

Scarlett estaba en la planta baja, copiando los dibujos de un cómic manga que había leído. Fue su madre quien cogió el teléfono.

—¡Qué casualidad, precisamente estábamos hablando de usted! —decía Noona, aunque no era verdad que estuvieran hablando de él—. Lo pasamos de maravilla —continuó—. No, no, en absoluto, ninguna molestia. ¿Los bombones? Estaban deliciosos; realmente deliciosos. Ya le dije a Scarlett que le dijera que puede venir a cenar con nosotras cuando quiera. Así que… ¿Scarlett, dice? Sí, sí, está en casa; se la paso. Scarlett, ¿dónde estás?

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