Y llegados a este punto, el extraño no tuvo más remedio que darse por aludido, y comprendió que había llegado el momento de intervenir en el debate, de modo que, no sin cierta reticencia por su parte, salió de entre las sombras y tomó la palabra.
—No, no estoy vivo —admitió—. Pero comparto el punto de vista de la señora Owens.
—¿Opina usted lo mismo, Silas? —le preguntó Josiah Worthington.
—Sí, señor. Para bien o para mal, y creo firmemente que será para bien, la señora Owens y su marido han tomado al niño bajo su protección. Pero para sacarlo adelante va a hacer falta mucho más que la generosidad de dos espíritus bondadosos advirtió Silas. Va a hacerfalta todo un cementerio.
—¿Y qué me dice respecto a la comida y todo lo demás ? Yo puedo entrar y salir de este lugar. Puedo encargarme de traerle comida —replicó Silas.
—Todo eso que dices suena muy bonito —terció Mamá Slaughter—, pero tú vas y vienes a tu antojo sin dar cuenta a nadie de adonde te diriges ni de cuándo piensas volver. Mas si estuvieras ausente una semana, el niño podría morir.
—Es usted una mujer muy perspicaz. Ahora comprendo por qué todos la tienen en tan alta estima —afirmó Silas. Si bien no podía manipular la mente de los muertos como hacía con la de los vivos, era capaz de ser muy persuasivo y adulador cuando se lo proponía, y ya había tomado una decisión—. Muy bien. Si los señores Owens se comprometen a ejercer de padres, yo me comprometo a ser el tutor de este niño. Permaneceré en el cementerio y, si surgiera cualquier eventualidad que me obligara a ausentarme algún tiempo, me encargaría personalmente de buscar a alguien que le trajera comida y se ocupara de él mientras yo esté fuera —y añadió—: Podemos utilizar la cripta de la iglesia.
—Pero… —protestó Josiah Worthington—. Pero… Un bebé humano. Un bebé vivo. Vamos a ver, vamos a ver…
—¡Vamos a ver! ¡Esto es un cementerio, no una guardería, maldita sea!
—Exactamente —repuso Silas asintiendo—. Eso que acaba de decir es una gran verdad, sir Josiah. Yo mismo no habría sabido expresarlo mejor. Y por esa misma razón, creo que es de vital importancia que la misión de criar a este niño interfiera lo menos posible, y perdonen ustedes la expresión, con la vida del cementerio.
Dicho esto, se acercó a la señora Owens, miró al bebé, que dormía plácidamente en sus brazos y, alzando una ceja, preguntó a la mujer:
—¿Sabe usted si el niño tiene nombre, señora Owens?
—No, la verdad es que su madre no me lo —dijo.
—Comprendo —asintió Silas. En cualquier caso, dadas las circunstancias, no creo que le convenga seguir usando su antiguo nombre. Ahí fuera hay gente que lo busca con intención de hacerle daño. ¿Qué tal si le buscamos uno nuevo?
Cayo Pompeyo se aproximó al niño y, observándolo, comentó:
—Me recuerda un poco al que fuera mi procónsul, Marco. Así que podríamos llamarlo Marco.
—Pues a mí me parece que se da un aire a mi jefe de jardineros, Stebbins. Aunque, desde luego, no creo que este nombre sea el más adecuado para un niño. Aquel hombre era capaz de beberse hasta el agua de los floreros —dijo Josiah Worthington.
—Es igualito que mi sobrino Harry —opinó Mamá Slaughter.
Y cuando ya parecía que todos los habitantes del cementerio iban a lanzarse a sacarle semejanzas al niño con parientes, vecinos o conocidos que llevaban siglos condenados al olvido, la señora Owens decidió zanjar la cuestión.
—Este niño no se parece a nadie —afirmó—. Nadie tiene una carita tan preciosa como la de mi bebé.
—Pues lo llamaremos Nadie —dijo Silas—. Nadie Owens.
Y entonces, como respondiendo al oír su nombre, el niño abrió los ojos y se despertó. Miró alrededor y contempló los rostros de los muertos, la niebla y la Luna.
Miró a Silas, pero ni siquiera parpadeó; lo miraba sin temor y con aire circunspecto.
—¿Y qué clase de nombre es Nadie? —inquirió Mamá Slaughter, escandalizada.
—Su nombre. Y un buen nombre, además —replicó Silas—. Servirá para mantenerlo a salvo.
—A mí déjenme de líos —dijo Josiah Worthington.
El niño miró al baronet y, acto seguido, ya fuera porque tenía hambre, o porque echaba de menos su casa, a su familia, su mundo, se puso a hacer pucheros y rompió a llorar.
—Márchese —aconsejó Cayo Pompeyo a la señora Owens—. Seguiremos dilucidando todo esto sin usted.
La señora Owens se sentó a esperar en el banco que había a la puerta de la iglesia. Hacía más de cuarenta años que aquel edificio, de apariencia tan sencilla una pequeña iglesia con un modesto campanario, había pasado a formar parte del patrimonio histórico-artístico de la región. El ayuntamiento determinó que saldría demasiado caro restaurarla y, como no era más que una capilla situada en medio de un viejo cementerio en desuso, se limitó a poner un candado en la puerta, confiando en que el tiempo terminaría por derruirla. La hiedra recubría todas lasfachadas, pero como los cimientos eran muy sólidos, nadie dudaba que aguantaría en pie otro siglo más.
El niño se había quedado dormido de nuevo entre los brazos de la señora Owens, quien lo mecía suavemente mientras le cantaba una nana, una que solía cantarle su madre cuando ella era pequeña (allá por el tiempo en que los hombres empezaron a usar pelucas empolvadas). La letra de la canción decía así:
Duerme, duerme mi sol,
duerme hasta que llegue el albor.
Cuando seas mayor,
si no me equivoco,
viajarás por todo el mundo,
besarás a un príncipe,
bailarás un poco,
hallarás tu nombre y un tesoro ignoto…
Al llegar a este último verso, la señora Owens descubrió que no se acordaba de cómo terminaba la canción. Le parecía recordar que el verso final decía algo así como «… y una loncha de beicon peludo», pero a lo mejor estaba mezclando las letras de dos canciones, de modo que se puso a cantarle El hombre de la luna que bajó con demasiada premura y, después, con su dulce voz de campesina, entonó otra canción más reciente que hablaba de un niño que se estaba comiendo un bizcocho y, hurgando con el dedo, acabó sacándole una pasa. Y poco después, cuando empezaba a cantarle una extensa balada sobre un joven hidalgo al que su enamorada decidió envenenar sin motivo aparente con un pez ponzoñoso
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, apareció Silas con una caja de cartón en la mano.
Mire lo que le traigo, señora Owens —dijo—. Comida rica y abundante para un niño en edad de crecer. Podríamos utilizar la cripta como despensa, ¿le parece? —Silas quitó el candado y abrió la cancela de hierro. La señora Owens entró y miró con aprensión los estantes y losbancos destartalados apoyados contra una de las paredes.
Los archivos parroquiales estaban guardados en cajas llenas de moho apiladas en un rincón, y al otro lado, tras una puerta abierta, se veía un pequeño servicio victoriano con un retrete y un lavabo con un único grifo de agua fría.
A todo esto el niño abrió los ojos y miró alrededor.
—Este parece un buen sitio para guardar la comida. Es fresco, y así los alimentos se conservarán mejor —afirmó Silas mientras sacaba un plátano de la caja.
—¿Podrías explicarle a esta pobre vieja qué diantre es eso? —preguntó la señora Owens mirando con suspicacia aquel objeto amarillo con manchas marrones.
—Se llama plátano; es una fruta tropical. Creo que para poder comerlo hay que quitarle la corteza explicó Silas. Así.
El niño Nadie intentó escapar de los brazos de la señora Owens, y ella lo dejó en el suelo. Gateando como un loco, fue hacia Silas y se le agarró a las perneras del pantalón para ponerse de pie.
Silas le dio el plátano. Y la señora Owens lo contempló mientras se lo comía.
—Plá-ta-no —silabeó con extrañeza la mujer—. Es la primera vez que oigo hablar de esa fruta. ¿A qué sabe?
—Pues no tengo ni la más remota idea —respondió Silas, cuya dieta incluía un único alimento (y no era el plátano, precisamente)—. Mire, aquí podría usted preparar una cama para el niño.
—De ninguna manera. ¿Cómo le voy a poner una cama aquí, con lo bonita y lo amplia que es la tumba que tenemos Owens y yo junto al macizo de los narcisos? Allí hay sitio más que suficiente para el pequeño. Y además —añadió temiendo que Silas lo tomara como un desaire—, no quiero que el niño te moleste.
—No sería ninguna molestia.
El bebé se había terminado ya el plátano, aunque algún trozo le había embadurnado el rostro. Él, sin embargo, sonreía satisfecho, con la cara sucia y las mejillas sonrosadas.
—Pátano —pronunció la criatura con voz cantarína.
—Pero qué listo es mi niño, ¡y cómo se ha puesto! A ver, déjame que te limpie, galopín… —dijo la señora Owens, y le quitó los pegotes de plátano que le manchaban la ropa y el cabello—. ¿Qué crees que decidirán?
—No lo sé.
—No puedo abandonarlo, y mucho menos después de la promesa que le hice a su madre.
—He sido muchas cosas a lo largo de mi vida —afirmó Silas—, pero madre no he sido nunca. Y no tengo intención de serlo ahora. Pero yo sí puedo marcharme de aquí…
—Pues yo no. Mis huesos están enterrados aquí y los de Owens también. Nunca abandonaré este lugar replicó la señora Owens.
—Debe de ser muy agradable pertenecer a algún lugar, un sitio al que poder llamar hogar.
No se percibía el menor atisbo de nostalgia en su voz; por el contrario, hablaba de forma desapasionada, como si se limitara a constatar un hecho irrebatible. Y la señora Owens no lo rebatió.
—¿Tardarán mucho en decidirse?
—No lo creo —respondió Silas—, pero se equivocaba.
Cada uno de los reunidos en el anfiteatro tenía su opinión y quería expresarla. Los que se habían metido en todo este lío no eran unos simples advenedizos, sino los Owens, y ése era un detalle que había que tener muy en cuenta, pues ambos eran gente respetable y respetada.
También había que tener en cuenta que Silas se había ofrecido a ser el tutor del niño (Silas vivía a caballo entre el mundo de los muertos y el de los vivos, y eso influía en que los habitantes del cementerio le tuvieran cierto respeto). Pese a ello… Normalmente, un cementerio no es una democracia, aunque, por otro lado, no hay nada más democrático que la muerte, así que los muertos tenían derecho a hablar y a decir si estaban a favor o en contra de permitir que el niño se quedara a vivir allí. Y aquella noche, por lo visto, todos estaban decididos a ejercer su derecho.
Transcurrían los últimos días del otoño y amanecía tarde. Por eso, era de noche aún, pero ya se oía el ruido de los primeros coches bajando por la colina por entre la niebla matutina y, mientras los vivos se trasladaban a sus lugares de trabajo para comenzar la jornada, los muertos del cementerio seguían hablando del niño y tratando de tomar una decisión. Trescientas voces. Trescientas opiniones. Nehemiah Trot, el poeta, había empezado a exponer su opinión (aunque ninguno de los allí presentes tenía muy claro cuál era) cuando algo sucedió; algo capaz de silenciar a quienes tanto interés mostraban en dar su parecer, algo sin precedentes en la historia del cementerio.
Un formidable caballo blanco o, como dicen los entendidos, un tordo se paseaba tranquilamente por la ladera de la colina. Llegó precedido por el ruido de sus cascos y el chasquido de las ramas que iba partiendo a su paso a través de los matorrales de zarzas y aulagas que crecían por toda la ladera. Tenía la alzada de un Shire
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-más de metro noventa de altura-, y aunque daba la impresión de ser la montura ideal para un caballero con armadura, quien iba montada sobre su desnudo lomo era una mujer, ataviada de gris de pies a cabeza; la larga falda y la esclavina que vestía parecían tejidas con tela de araña. La expresión de su rostro era plácida y serena.
Sin embargo, no era una desconocida para los muertos del cementerio, pues todos nos encontramos con la Dama de Gris al final de nuestros días, y eso es algo que nunca se olvida.
El caballo se detuvo junto al obelisco. El sol se asomaba tímidamente por oriente, y ese perlino resplandor que precede a la aurora dio pie a que los muertos se sintieran inquietos y los indujo a pensar que había llegado el momento de recogerse en la comodidad de sus hogares.
Aun así ninguno de ellos se movió, porque todos contemplaban a la Dama de Gris con una mezcla de emoción y temor. Por lo general, los muertos no son gente supersticiosa, pero la observaban como un augur romano observaría a los cuervos sagrados: buscando sabiduría, buscando una pista que les permitiera adivinar el futuro.
Y la Dama de Gris les dirigió la palabra, con una voz como el repiqueteo de un centenar de campanillas de plata: —Los muertos deben tener caridad. Y sonrió.
El caballo, que había aprovechado el alto para pastar un poco, dejó de comer. La dama le acarició el cuello, y el animal dio la vuelta y se alejó a medio galope por la ladera de la colina. El estrépito de los cascos se fue atenuando progresivamente hasta convertirse en un leve rumor, como el de un trueno lejano, y en cuestión de segundos, los perdieron de vista definitivamente.
Al menos, eso fue lo que dicen que pasó quienes asistieron aquella noche a la reunión en el anfiteatro.
Dando el debate por concluido, los muertos del cementerio votaron y tomaron una decisión: otorgarían la ciudadanía honorífica del cementerio al niño Nadie Owens.
Mamá Slaughter y Josiah Worthington, baronet, acompañaron al señor Owens hasta la cripta de la vieja capilla para comunicarle a la señora Owens la feliz noticia.
Ella no pareció sorprenderse cuando le contaron que la mismísima Dama de Gris se había presentado allí para interceder por el niño.
—Pues me parece muy bien —dijo—. En este cementerio hay muchos majaderos que no tienen ni medio dedo de frente.
—Pero ella sí. Ella sí que sabe.
El día amaneció nublado y tormentoso, y para entonces el niño dormía ya en la acogedora y elegante tumba de los Owens (el señor Owens murió siendo el presidente del gremio local de ebanistas, y sus colegas quisieron honrarlo debidamente).
Silas determinó hacer una última escapada antes del amanecer. Fue hasta la casa donde había vivido el niño con su familia, y allí se encontró con tres cadáveres; los examinó y estudió el tipo de las heridas causadas por el puñal. Una vez concluidas las averiguaciones, abandonó la casa, abrumado por la avalancha de funestas hipótesis que el cerebro le sugería, y regresó al cementerio, en concreto al campanario donde solía dormir mientras esperaba a que se hiciera de noche.