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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

El jardín colgante (29 page)

BOOK: El jardín colgante
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—Si nos necesitas, grita —le dice en tono burlón Barbosa a la Madre Nieve, que está reclinada en una tumbona de la terraza, dispensada de sus tareas matinales.

—Estoy embarazada, no enferma —contesta ella, mirándolos con su ojo ciego a través del humo de su cigarrillo.

Barbosa le está haciendo un gesto de contrición teatral a la Madre Nieve cuando la Dama Raposa sale por la cortina de cuentas de la terraza.

—Vosotros haced vuestro trabajo —les dice en tono frío—. No os preocupéis por ella.

Aunque solamente son las diez, el sol ya cae casi en vertical sobre la laguna. Por culpa de la forma del islote, el interior del risco solamente recibe sombra durante las últimas horas del día. Los dos hombres bajan por la escalera de piedra. Barbosa lleva una bolsa en bandolera y R. T. un sombrero de paja y un bastón que se ha tallado él mismo y que le dan aspecto de peregrino al que le han robado la ropa mientras se daba un baño. Pasan junto al huerto, donde el Rey Rana está desenterrando cebollas. Por fin encaran el lado sur del risco y miran hacia la cúspide, donde el camarada Ogro se ha instalado en las ruinas megalíticas.

—¿Tenemos alguna idea de qué coño le pasa? —pregunta Barbosa.

—Parece ser que necesita alguna clase de medicación —dice R. T.—. No se sabe si la ha perdido o si ha dejado de tomarla porque sí. O tal vez simplemente se le ha terminado.

Los dos echan a andar ladera arriba.

—¿Medicación? —dice Barbosa.

—¿Creías que el camarada Ogro era simplemente un excéntrico encantador? Pues resulta que es un chiflado en toda regla. Un paciente mental. Aquí, en nuestra isla. Y ha perdido la medicación.

Barbosa se encoge de hombros.

—A mí me sigue resultando encantador —dice—. ¿Y por qué no interviene personalmente el camarada Cuervo? Esto puede terminar con fuegos artificiales.

R. T. se detiene un momento y mira a su compañero.

—¿Cuántas veces has visto al camarada Cuervo en la última semana? —pregunta.

Barbosa se rasca la barba larga.

—Nuestro líder se ha entregado a la introspección, supongo —dice—. No lo veo necesariamente mal. Muchos grandes líderes fueron grandes filósofos.

R. T. reanuda la marcha.

—Tiene miedo, camarada —dice por fin—. Nuestro líder está muerto de miedo. Su posición aquí en el islote se debilita cada día más. El camarada Piel de Oso es más joven y tiene las ideas muy claras, y si hubiera una votación entre los que estamos aquí, es muy probable que saliera elegido nuevo líder. No saldrá de ahí hasta que le lleguen refuerzos.

—¿Refuerzos?

—Nos consta que les ha dado un mensaje a Oskar y Camilla antes de que se fueran —dice R. T., escalando por los riscos con ayuda de su bastón—. Un mensaje para sus superiores, pidiendo ayuda.

—Aun así —dice Barbosa mientras aparece ante ellos la pequeña altiplanicie que alberga el complejo megalítico—. No entiendo por qué no se acerca por aquí para charlar en persona con el camarada Ogro y pedirle que deponga su actitud irracional. No veo por qué le iba a tener miedo a un politólogo que caza tiburones con armas hechas por él mismo y venera a dioses de la muerte y la destrucción. —Señala con la cabeza las piedras milenarias—. O sea, ¿qué puede estar haciendo ahí? Nada demasiado terrible, seguro.

—Está escribiendo un libro.

Ahora es Barbosa quien se detiene.

—¿Un libro?

—Solamente ha bajado a la casa para buscar más papel y bolígrafos —dice R. T—. Así que esperemos que sea un libro.

El complejo megalítico se extiende ante ellos bajo el sol abrasador. El talayot, la galería hundida, las losas desplomadas. El paisaje, sin embargo, no es el mismo que la última vez que Barbosa estuvo aquí: usando tizones y alguna clase de pigmento de color mortecino, el camarada Ogro ha llenado de pinturas murales hasta la última piedra del complejo. Pinturas de su dios-perro alado protagonizando distintas escenas. Y en el dintel del talayot, un mural enorme con una bola de fuego precipitándose sobre la tierra. Barbosa echa a andar por el suelo polvoriento, con ese sigilo con que uno entra en una habitación intentando no asustar al gato. Un rastro de pisadas en el polvo lleva a la entrada de la torre.

—Oh, por favor —murmura—. No me digas que se ha metido ahí dentro.

Barbosa se asoma a la entrada del talayot, apenas lo bastante grande como para que entre un niño a gatas.

—¡Eh, camarada! —grita por el agujero—. ¡Sal de ahí! Eso debe de ser patrimonio de la UNESCO o algo parecido.

Al cabo de medio minuto, un par de pies negros asoman por la abertura, seguidos de dos espinillas mugrientas, las rodillas, los muslos y por fin un pene encogido dentro de su mata de pelo. Barbosa saca un cigarrillo de su bolsa y lo enciende mientras observa con expresión divertida las contorsiones con que el camarada Ogro emerge de la torreta. Una especie de parto de nalgas polvoriento y desastrado. El aspecto del camarada Ogro desde que llegó al islote no ha evolucionado de la misma manera que el de los miembros de la TOD. Los miembros masculinos de la TOD ya han adquirido ese aspecto de profetas del Antiguo Testamento o representaciones populares de náufragos de todos los hombres que pasan mucho tiempo en un islote sin electricidad ni agua corriente. Las mujeres parecen haber encogido y haberse endurecido, de esa manera en que las mujeres en entornos salvajes se vuelven versiones más austeras y resistentes de sí mismas. El camarada Ogro, por su parte, no está bronceado por el sol ni parece haberse asilvestrado en lo más mínimo. Cuando por fin emergen su torso, su barba larga y rizada y sus brazos, se queda un momento así, tumbado en el polvo, a la sombra de R. T. y Barbosa, mirándolos con una mano a modo de visera. Ha usado tizones para pintarse una cara de perro sobre la cara. Barbosa hace una mueca de asco.

—Tápate las vergüenzas, camarada. —Señala el pene del camarada Ogro con su cigarrillo—. Una cosa es ver a la camarada Rojaflor en pelotas y otra verte a ti. Ahora entiendo por qué te llaman Ogro.

—¿Os manda vuestro líder a llevarme de vuelta? —pregunta por fin.

Barbosa se encoge de hombros.

—No se está tan mal allá abajo —dice—. Hay comida y chicas. Y a veces se puede ver a las chicas bañarse desnudas. Es un estímulo para la imaginación. Y mientras haya pilas, tendremos música. ¿No te gusta nuestra compilación?

El camarada Ogro se incorpora para sentarse. Hace un gesto pidiendo un cigarrillo.

—Debes de pasar un hambre tremenda aquí arriba —dice Barbosa, dándole el cigarrillo—. Necesitas comer para hacer tus sacrificios rituales.

—Ayer bajé a pescar —dice el camarada Ogro—, pero la naturaleza de esta isla no es generosa conmigo.

—El camarada Cuervo está preocupado por ti —dice R. T.—. Este sitio no es seguro. Alguien te puede ver desde el mar. Mira lo que nos pasó a nosotros hace un par de semanas.

El camarada Ogro fuma en silencio.

—Tengo una misión —dice.

—Tú no estás bien, camarada —dice R. T.—. No tendrías que estar aquí. Necesitas tus medicinas. Cuando vuelvan los alemanes, intentaremos que te lleven a algún sitio donde te pueda ver un especialista.

—Me han dicho que estás escribiendo un libro —dice Barbosa—. ¿Qué clase de libro?

El camarada Ogro se queda mirando a Barbosa con su cara de perro pintada.

—Yo también soy escritor —dice Barbosa—. Bueno, escritor en ciernes. Todavía no he escrito ningún libro. Pero publiqué un artículo en el boletín del SEDA que fue muy celebrado.

El camarada Ogro baja la vista.

—Estoy escribiendo el Libro de Sirio —dice por fin.

—¿Sirio? —Barbosa frunce el ceño—. Ése es tu dios, ¿verdad?

—Camarada, no le des cuerda —dice R. T.

—Y el Libro de Sirio, ¿qué es? —continúa Barbosa—. ¿Una especie de Biblia?

El camarada Ogro termina su cigarrillo y tira la colilla.

—Al principio me abrumó el dolor cuando vi el cuerpo muerto de Sirio —dice—. Quise morir. Me volvieron a encerrar. Quise morir de verdad. Pero luego vi la verdad de todo. Su muerte es lo que funda el sentido de las cosas. Él ha muerto por nosotros, para que podamos vivir.

—Está peor de lo que pensábamos —dice R. T.

—¿Por eso escribes su libro? —le pregunta Barbosa.

—Su cuerpo ha muerto pero su palabra está viva —explica el camarada Ogro—. Esperando a que yo la escriba. Así es como Sirio reinará por los siglos.

El camarada R. T. suelta un soplido de impaciencia. Barbosa se sienta en una roca.

—A ver, camarada —dice—. No te vas a venir con nosotros, ¿verdad?

—No —dice el camarada Ogro.

Barbosa abre su bolsa, saca un paquete de galletas y se las da. El camarada Ogro se pone a devorarlas con cara inexpresiva, como un animal hambriento. A continuación Barbosa se saca del macuto una bolsa de marihuana.

—Camarada, ¿qué coño haces? —dice R. T.—. ¿De dónde has sacado eso?

Barbosa se encoge de hombros mientras empieza a liarse un cigarrillo de marihuana.

—Sé dónde los alemanes esconden el costurero con las drogas —explica—. He ido esta mañana después de que se fueran y les he cogido un par de cosas. No lo van a notar.

R. T. niega con la cabeza.

—Camarada, estás jugando con fuego.

—¿Quieres fumar o no? —dice Barbosa.

R. T. se sienta a su lado y espera a que el otro lo encienda para dar una calada de marihuana. Los dos aspiran el humo aromático con los ojos cerrados.

—¿Qué hacemos con éste? —dice por fin R. T., señalando con la cabeza al tipo desnudo que está comiendo galletas en el suelo.

—Si el camarada Cuervo lo quiere, que venga él a buscarlo.

43. Elena de Troya

La mesa del bar de carretera en el que se han sentado Melitón Muria y Sara Arta no está especialmente recogida ni apartada de las miradas de la gente que pasa. De hecho, está pegada al ventanal desde el que se domina el aparcamiento lleno de camiones de la estación de servicio. Cualquier persona que vaya caminando del aparcamiento a la puerta del bar tiene una perspectiva clara y directa de las dos personas que están sentadas a su mesa. La iluminación tampoco es especialmente tenue. Cuando la camarera viene con su bloc de notas y saluda a Muria con familiaridad, Sara Arta frunce el ceño.

—Ponme un DYC con hielo, chata —dice Muria.

—Otro —dice Sara Arta después de un momento de vacilación.

Sara Arta espera a que la camarera se haya alejado y se inclina por encima de la mesa para hablar con Muria en voz baja.

—¿Te
conocen?
—dice—. ¿Adónde coño me has traído? ¿Qué estás intentando, que nos vea el país entero?

Muria señala al otro lado del ventanal.

—Yo trabajaba ahí, mira. En esa gasolinera. Hasta hace un mes. Tiene su coña, ¿eh? —Sonríe—. Es una larga historia, como suele decirse. Pero me da igual. Estoy harto de este trabajo, chata. Lo voy a dejar. Esta vez de verdad. Solamente me quedo el tiempo justo para ayudarte.

—¿A que soy afortunada? —dice ella, en tono sarcástico—. Me ha tocado el único samaritano del Servicio Secreto español.

Muria sonríe cuando la camarera les deja los whiskys en la mesa y espera a que los vuelva a dejar solos. Sara Arta ha cambiado de aspecto desde la última vez que Muria la vio. Sigue llevando una cantidad asombrosa de sombra de ojos, pero ahora también lleva varios pendientes de aro en cada oreja y el pelo más corto y cardado de manera que se le eleva por encima de la coronilla igual que las crestas de ciertos pájaros tropicales. Lleva una camiseta blanca con las mangas cortadas y una fotografía estampada en el pecho de un hombre con camisa de fuerza a quien se le está apareciendo una mujer hermosa dentro de un espejo. Junto a la fotografía hay la inscripción: JOHN CALE - HELEN OF TROY. Muria se fija en que ella se dedica de vez en cuando a contemplar su propio reflejo en el cristal del ventanal. Parece ser un tic del que ni siquiera es consciente.

Por fin Muria enciende un Rex y expulsa una bocanada de humo.

—He encontrado la información que me pediste —dice—. Sobre el alemán ése. Felix Tunze. Cuéntame otra vez de dónde sacaste su nombre.

—De la agenda del camarada Blanco —dice ella—. Blanco se ha reunido dos veces con él en lo que va de mes.

—¿En serio? —Muria frunce el ceño—. Tunze trabaja para un hombre de negocios alemán. —Saca su cuaderno de notas—. Martin Heeg-Kohler, se llama. Un magnate de la industria aeronáutica y armamentística. Y hay más. Parece que Heeg-Kohler es una persona muy cercana al canciller Schmidt y al que hasta ahora era ministro de Defensa, un tal Leber, que acaba de dimitir por un problema relacionado con unas escuchas.

—Un problema muy en boga.

—Heeg-Kohler también estaba en la comisión que asesoró al gobierno alemán sobre la creación del GSG-9. Su grupo especial de operaciones antiterroristas. Los que asaltaron el avión de Mogadiscio.

—¿Tunze es un espía de la agencia antiterrorista alemana? —dice ella.

Muria cierra su cuaderno.

—Por lo que sabemos, Blanco podría ser un espía de la agencia antiterrorista alemana —dice—. Todo está podrido, Sarita.

—Y los Reyes Magos son los padres. —Ella se termina su DYC y hace el gesto de levantarse—. Me largo antes de que nos vea alguien. Muchas gracias, seas quien seas.

Muria la coge del brazo para que vuelva a sentarse.

—Ya te lo he dicho —le explica—. Trabajo para el CESID. Durante un tiempo llevé el expediente de Barbosa. Te voy a ayudar a que encuentres a Barbosa, coño.


¿Por qué
quieres ayudarme?

Muria suspira.

—Quiero salvarte de esto —dice—. Quiero sacarte de esta mierda. Eres joven. Todavía puedes rehacer tu vida en otro lugar.

—¿Quieres
salvarme?
—Ella lo mira con cara de desprecio—. ¿Salvarme? ¡El CESID me
torturó!
Me torturasteis para que os dijera dónde estaba Barbosa. Y ahora resulta que me soltáis para que os lo encuentre, porque sois tan inútiles que ni con todo el dinero del Gobierno podéis dar con él. ¿Y cómo te crees que me siento? ¡Obligada a traicionar a mis amigos y trabajar de sicaria para la misma
escoria
que me violó y me torturó! ¿Y vas tú y me dices que me estás
salvando?

Desde las mesas cercanas, la discusión en voz baja de Muria y Sara Arta no tiene exactamente aspecto de riña de enamorados. Tiene aspecto de lo que sería una riña de enamorados en el caso improbable de que dos personas de aspecto tan discordante pudieran estar enamorados. Muria se frota la cara con gesto exasperado.

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