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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

El jardín colgante (24 page)

BOOK: El jardín colgante
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35. Algo para lo que todavía no hay nombre

Sara Arta está sentada en su butaca de plástico remachada a la pared de la sala de espera de la enfermería, con el cuerpo doblado hacia delante y la cara crispada en una mueca de dolor. La sala de espera de la enfermería del Módulo de Mujeres de Carabanchel es un cuarto con las paredes de yeso blanco, un fluorescente en el techo y el suelo de baldosas rotas. Pintadas en las paredes. La mujer embarazada que está sentada en la butaca de plástico de delante de Sara Arta contempla sus aspavientos de dolor sin curiosidad. Con esa ausencia de conmiseración que provoca la exposición continuada al sufrimiento. Secándose a intervalos regulares el sudor de la frente y el cuello. Durante el último mes, los ventiladores se han convertido con diferencia en los elementos mobiliarios más preciados del centro penitenciario. Por fin, cuando los gemidos de Sara aumentan de intensidad y su cuerpo ya está completamente doblado hacia delante por el dolor, la mujer embarazada suspira. Se saca un paquete de Ducados del bolsillo y se pone uno en los labios. Le ofrece otro a Sara.

—Ten, anda —le dice, mientras enciende el que ella tiene en la boca.

Sara Arta no levanta la cabeza. Continúa agarrándose el vientre, entre espasmos de dolor. La embarazada tuerce el cuello para verle la cara.

—Has comido la mierda que ponen aquí, ¿eh? —dice en tono sabio. Suelta una risilla seca—. Mejor no comer que tragarse esa bazofia. Yo apenas como. Ya me han puesto el suero tres veces.

Sara Arta levanta la cabeza y echa un vistazo a la embarazada. Aunque ya se le han curado las heridas de la cara, y apenas le quedan un par de cicatrices que casi no se le ven bajo la sombra de ojos, la cara de Sara se parece a la cara que tenía antes de ser detenida de la misma manera en que una falsificación no demasiado competente se parece a su original. El maquillaje es el mismo. Los rasgos son los mismos. Pero la delgadez se ha vuelto enfermiza. La piel ha adquirido un matiz amarillento. Los ojos han perdido el brillo.

—¿Te has tragado los clavos? —La embarazada da una calada de su Ducados y le dedica una sonrisa de complicidad—. A mí me lo puedes decir. No se lo voy a contar a nadie.

Sara Arta frunce el ceño.

—¿Los clavos? —pregunta.

La embarazada da una patada a una cucaracha.

—Lo están haciendo varias compañeras —explica—. Te tragas un puñado de clavitos de esos pequeños. También sirve con cristales. Son dos semanas en la enfermería, con calmantes. —Asiente con la cabeza—. Sé quién te puede vender una bolsita de clavos. Hasta sé de dónde los sacan.

Sara Arta vuelve a agarrarse la barriga y a doblarse hacia delante. Su gruñido sube de volumen hasta convertirse en un rugido apagado de dolor. La embarazada chasquea la lengua. Se pone de pie, camina hasta la puerta metálica del consultorio y se pone a aporrearla con la palma de la mano.

—¡Médico! —chilla—. ¿Tiene que morirse una aquí para que abráis la puta puerta?

La puerta se abre. La enfermera se queda mirando a la embarazada con una mueca de asco.

—¿Pero cómo os tengo que decir que no me aporreéis la puerta? —dice, levantando la voz—. ¿No sabes leer o qué te pasa? —Señala un letrero escrito a mano que hay en la puerta—. Te voy a dar yo también en la cabeza, a ver si te enteras de una vez.

—Mi compañera no aguanta más. —La embarazada levanta también la voz—. Dadle algo, hijos de la gran puta. Mira cómo está.

La enfermera echa un vistazo a Sara Arta, que sigue retorcida de dolor en su butaca.

—Si de mí dependiera, la dejaba a pasar el día ahí —murmura la enfermera—. Lástima que todavía hay normas.

Y vuelve a cerrar de un portazo. Al cabo de cinco minutos la puerta se vuelve a abrir y la enfermera ayuda a salir a una reclusa a la que le acaban de poner puntos de sutura en la cara. La reclusa camina dando tumbos, con un ojo abierto y el otro cerrado y un botecito de pastillas en la mano. La enfermera la mira alejarse hacia la escalera y a continuación se queda mirando a Sara Arta, con los brazos en jarras.

—¿Qué? ¿No tenías tanta prisa? —le dice.

Sara Arta entra arrastrando los pies en el consultorio y espera a que se cierre la puerta a su espalda para dejar de fingir. Se saca un cigarrillo del bolsillo y se lo enciende sin rastro alguno del dolor que parecía sentir hace un minuto. Suelta una bocanada de humo y se queda mirando con expresión interrogativa al médico sentado a su escritorio. El médico señala con el pulgar la zona cerrada por una cortina del consultorio donde se llevan a cabo los exámenes médicos.

Al otro lado de la cortina, Sara se sienta en una silla delante de Arístides Lao. Arístides Lao con su cara ininteligible. Con sus ojos y su cara que no son ventanas a ningún alma. Que son como pantallas en blanco.

—Espero que se encuentre mejor que la última vez que nos vimos —dice Lao.

Sara Arta suelta un soplido.

—No podré tener hijos —dice—. Pero supongo que, tal como están las cosas, es casi mejor. De todas maneras aquí dentro he probado a las mujeres y no están mal. —Hace una mueca de burla—. No hacen
daño.

Sara Arta da una calada de su cigarrillo. El humo flota en el cubículo de los exámenes médicos: una mesa camilla, una balanza, un sillón ginecológico cubierto con una sábana. Cuando ninguno de los dos habla, se oye esa amalgama de ruidos penitenciarios estándar que viene de todos los patios de cárceles. Voces apagadas y puertas metálicas y algún silbato de vez en cuando. Palmadas de hipotéticas mujeres gitanas que palmean y cantan en algún lugar.

—De parte de la División de Inteligencia Interior del CESID —dice Lao—, quiero darle las gracias por su cooperación.

Sara Arta parece querer decir algo, pero la cara se le descompone. Las lágrimas le brotan en los ojos.

—Quiero garantizarle que ésta es la única manera que tenemos de intentar salvar al agente Barbosa —continúa Lao—. Sospechamos que su situación ya es crítica desde hace meses. Pero hace dos días sufrimos el robo de una cantidad importante de documentos que lo incriminan. El expediente completo de la operación donde está integrado. Tenemos miedo de que esos documentos estén a punto de llegar a manos del PCA. Eso significaría la muerte segura de Barbosa. ¿Entiende usted lo que estoy diciendo?

Sara Arta se sorbe la nariz. Asiente con la cabeza. Se seca las lágrimas con un pañuelo. La sombra de ojos se le ha corrido por las mejillas, dándole cierto aspecto mugriento de niña victoriana.

—No os creáis ni por un momento que hago esto para salir de aquí —dice ella, en tono desafiante—. No me dan ningún miedo vuestras cárceles ni lo que me podáis hacer. —Se suena las narices y se vuelve a guardar el pañuelo—. Esto no es
nada
para mí.

Lao asiente.

—Apreciamos sus sentimientos por el agente Barbosa —dice.

A Sara le vuelve a temblar la cara. Las lágrimas le afloran a los ojos.

—Tenemos que discutir los detalles del intercambio y de su infiltración —continúa Lao.

Sara asiente con la cabeza.

—¿Conoce usted al dirigente del PCA cuyo nombre en clave es Blanco? —pregunta Lao.

—Sí.

—¿Blanco es el líder estatal del PCA?

—Sí, es el líder.

—Doy por sentado que él gestionará directamente el intercambio.

Sara Arta asiente con la cabeza.

—Sí —dice—. El camarada Blanco es un soldado. No os tiene miedo. Vale más que doscientos juntos de vosotros.

—Después del intercambio no podremos mantener contacto con usted —dice Lao—. Obviamente no habrá escuchas ni contactos personales. No podremos seguirla ni tampoco ayudarla si surge algún problema. Supongo que eso está claro.

—Está claro.

—No tendrá usted mucho tiempo —continúa Lao—. Si el expediente llega a Blanco, como nos tememos, Barbosa tendrá las horas contadas. Las directrices operativas de usted son simples: averigüe la ubicación de Barbosa y llámenos. Estaremos en situación de alerta esperando su llamada. Con operativos listos para sacarla.

—¿Y qué pasa con Barbosa? —dice ella.

—La operación está lista, como le digo —dice Lao—. Sea donde sea que esté, entraremos con el ejército si hace falta. Lo sacaremos a él y procederemos a detener a los demás. Después lo reuniremos con usted. Como es obvio, necesitarán salir del país. Tendrán nombres nuevos y pasaportes nuevos. Estarán bajo nuestra protección.

Sara Arta termina su colilla y la tira al suelo para aplastarla con el zapato. Se sorbe la nariz y se vuelve a secar la cara con el dorso de la mano, provocando nuevos corrimientos de sombra de ojos sobre la cara. Dándole esa cara mugrienta de los supervivientes de bombardeos.

—Estoy seguro de que el agente Barbosa haría lo mismo por usted —dice Lao.

Sara Arta mira a la cara del agente del CESID. En la expresión de Lao no se percibe ninguna voluntad de reconfortar ni tampoco de aliviar la posible vergüenza que esté sintiendo ella. Los ojillos diminutos reducidos o dilatados alternativamente por las gafas multifocales. Ojos sin vida, pantallas de sistemas informáticos. Máquinas de procesar información. Un Síndrome de Asperger cósmico. Una cosa sin alma.

—Todos aquellos hombres que me violaron… —dice por fin ella—. Aquellos sicarios repugnantes son perros, y los mataremos igual que se mata a los perros, sin pensarlo y sin acordarnos después. Igual que a vuestros policías, igual que a los soldados que vais a mandar contra nosotros. —Su tono se ha llenado de repugnancia—. Todos caerán bajo las balas del pueblo, es cuestión de tiempo. Pero tú… —Niega con la cabeza y se queda sin palabras.

—Está usted enojada —dice Lao—. Lo entiendo.

—No. —Ella sigue negando con la cabeza—. No lo entiendes. No puedes entenderlo, eso es lo más gracioso. Tú eres peor que todos los demás. Te he estado mirando. Tú eres
otra cosa.
No sé muy bien qué. No tengo palabras para describirlo. Eres algo infinitamente más maligno. Algo para lo que todavía no hay nombre. Pero sea lo que sea, hay que exterminarlo. Hay que aniquilarlo cuanto antes. Tú no eres de este mundo.

Sara Arta sale del cubículo de los exámenes médicos sin esperar respuesta y sin mirar atrás. Está a punto de abandonar el consultorio cuando oye que el médico la llama:

—Disculpe.

Sara Arta se gira. El médico le ofrece una caja de pastillas.

—Su medicina —dice—. Tómese tres al día. Y vuelva dentro de una semana.

Sara coge la caja de pastillas y se dirige a la puerta. Cuando está cruzando otra vez la sala de espera, la mujer embarazada le ve los ojos irritados y la pintura de ojos corrida por toda la cara.

—Hijos de puta —murmura desde su butaca de plástico.

36. El meteorito en el islote

El calor de principios de mayo ha terminado por cambiar las rutinas del Islote de Arañas. Hace demasiado calor para dormir por las noches, y los residentes en la casa han empezado a adoptar la costumbre de bañarse en la laguna por las noches y de quedarse leyendo o jugando a las cartas hasta entrada la madrugada. Hace una semana se decidió por votación retrasar una hora y media el inicio de las actividades matinales, con la oposición del camarada Cuervo. Posteriormente se votó evitar las actividades al aire libre durante las horas de la canícula, también con la oposición del líder de la Tropa. Para cuando el camarada Ogro llega a la isla, a mediados de mes, el camarada Cuervo ya ha perdido seis votaciones seguidas, y si no hay actividades ni tareas programadas se limita a quedarse en su habitación de la casa, a menudo en compañía de Blancanieve y Rojaflor. Los demás ocupantes de la casa acogen estos encierros con alivio. La tensión parece relajarse en el islote. El camarada Piel de Oso y los suyos parecen sobrellevar mejor la inacción de la espera cuando su líder no está presente. De cara al colectivo, lo que el camarada Cuervo está haciendo dentro de su dormitorio es ofrecerles tutorías de orientación política a las dos chicas.

Es la medianoche del segundo día del camarada Ogro en el islote y prácticamente todo el mundo en la casa ya ha notado algo extraño en el recién llegado. Algo que todavía nadie puede calificar. Barbosa, R. T. y la Madre Nieve están tumbados en la orilla de la laguna, bajo las estrellas, arrullados por el rumor de las olas diminutas sobre los guijarros. Los tres fumando y escuchando a medias la música que viene del reproductor de casetes que suena en la otra orilla. El tema que suena es
Cautious Lip
de Blondie. No está claro en absoluto de dónde han salido el reproductor de casetes y la cinta de canciones mezcladas que venía con él. Alguno de los residentes más veteranos de la casa juraría que hace unas semanas no estaba. En el aparato de música, Debbie Harry canta con una pereza asombrosa sobre besar labios y morder labios.

El tintineo de la cortina de cuentas de la terraza de la casa hace que R. T. y Barbosa estiren el cuello para mirar quién sale. La Madre Nieve está acostada sobre los guijarros, con los ojos cerrados. Completamente inmóvil, sin que nada en su cuerpo indique que respira.

—Aquí viene Julius Rosenberg —murmura Barbosa, contemplando al camarada Ogro, que acaba de salir de la casa y se ha detenido un momento en la barandilla.

—¿Escondo la botella? —dice R. T.

—No. —Barbosa niega con la cabeza—. Espera a ver qué dice.

El camarada Ogro baja las escaleras de piedra que llevan a la playa de cantos rodados. Tiene el pelo muy corto y una barba muy larga y rizada que parece de otra época. La barba de Tolstoi. De Friedrich Engels. A pesar del calor, lleva unos pantalones de pana y una camisa blanca sin cuello. Ahora baja con cuidado por los guijarros hasta el sitio donde Barbosa y los otros dos están tumbados a la luz de la luna. En el aparato de música, Debbie Harry canta con voz perezosa sobre mujeres dulces y caderas que se contonean. Barbosa le hace una señal al recién llegado.

—Siéntate con nosotros, camarada —le dice—. Todos nos morimos de ganas de conocerte. Nos han contado tu gesta. Lo de los documentos que has robado.

El camarada Ogro se sienta al lado de Barbosa. Acepta el cigarrillo que el otro le ofrece y le deja que se lo encienda. Da una calada y mira las tres siluetas que están bailando y bebiendo al otro lado de la laguna.

—¿Qué están haciendo? —pregunta.

Barbosa recoge un periódico arrugado que hay sobre los guijarros y se lo da al recién llegado. El camarada Ogro mira la portada a la luz de la hoguera: la fotografía de Aldo Moro muerto dentro del maletero de un coche, rodeado de policías y curiosos.

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