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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

El jardín colgante (32 page)

BOOK: El jardín colgante
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Todos tragan píldoras y se meten cuadraditos de cartón troquelado en la boca. Los meteoritos surcan el cielo blanco. Lloviendo sobre el Mediterráneo. Al cabo de un minuto, Teo Barbosa sale del agua y deja el aparato de música sobre una roca. Se aleja por la playa de cantos rodados.

—¿Adónde te crees que vas, camarada? —le pregunta Piel de Oso.

Pero Barbosa no hace caso. Se sacude el pelo mojado y el bañador mojado y toma el camino que avanza por entre las rocas. Por entre los matorrales. Hacia la celda de castigo. No ha caminado ni un minuto cuando un silbido lo alerta de la inminencia de una colisión. Se tira al suelo en el mismo momento en que el mundo entero se ilumina con un centelleo y espera la llegada del estruendo. El trueno amplificado cien veces. El suelo se sacude violentamente como un terremoto. Caen rocas de las peñas. Barbosa espera unos segundos a que el temblor se detenga y por fin se incorpora para seguir su camino. Al otro lado de la laguna, lo primero que ve es al camarada R. T., caminando de un lado para otro con su cinturón ya vacío de bengalas. R. T. lo ve llegar y se le acerca con zancadas tambaleantes.

—¿Cómo me llamo, camarada? —le pregunta—. ¿Cómo me llamo?

Barbosa lo aparta de un empujón.

—¿Cómo me
llamo?
—le chilla R. T. desde detrás—. ¿Te queda droga, camarada?

Barbosa sigue andando. Bajo los meteoritos. Por fin llega al claro. Una fogata ilumina la celda y lo que está pasando a su alrededor. La Madre Nieve y el camarada Ogro se giran para mirarlo. Los cuerpos ensangrentados en el suelo. Dentro de la celda, Blancanieve llora con voz ronca. De rodillas en el suelo, la Madre Nieve solamente le echa un vistazo breve a Barbosa antes de volver a aplicarse al cuerpo que tiene delante. Aplicando cortes minuciosos con su cuchillo de monte. Estirando y rasgando y hundiendo las manos ensangrentadas en las heridas. El cuerpo de Rojaflor todavía experimenta algún espasmo ocasional. La túnica de la Madre Nieve ya no es blanca. Ahora es completamente roja. La cabellera castaña de Rojaflor está ensartada en un poste, en lo alto de una roca. Al lado de la cabeza del camarada Cuervo. El camarada Ogro levanta los brazos hacia el cielo, con su arpón en una mano.

—¿Tú también los ves, verdad? —le pregunta a Barbosa, señalando con su arma los meteoritos del cielo.

Barbosa niega con la cabeza. Mira los trozos de cuerpos que hay en el suelo.

—Tú y yo no podemos ver lo mismo, camarada —dice—. No es así como funciona la droga.

El camarada Ogro sonríe.


Todos
lo notamos —dice—. La segunda venida. El advenimiento de Sirio. El dios muerto está con nosotros. No tardará en llegar a esta isla. Probablemente esta misma noche. Nuestros sacrificios lo harán venir.

Barbosa mira a la chica que está en la celda. Sus heridas son terribles, pero todavía podría sobrevivir si alguien la atendiera. Se acerca a la Madre Nieve y se arrodilla junto a ella.

—Camarada, escúchame —le dice—. Mira lo que estás haciendo. Es la droga la que está provocando esto. La droga y este chiflado que nos han mandado a la isla. Lo han mandado para acabar con nosotros. —Señala al camarada Ogro—. Yo
conozco
a este hombre.

La Madre Nieve se gira para mirarlo. Con su ojo ciego y la pupila del otro dilatada al máximo. Con la cara y la boca manchadas de sangre.

—No soy tu camarada —le contesta por fin—. Ya no.

—Por favor…

—Ya no soy una mujer —dice ella—. Ahora soy
todas
las mujeres. Soy la Madre Nieve. Mi padre me violó. Mi hermano me violó. Mis novios me violaron.
Todos los hombres
me han violado. Soy todas las mujeres. Soy la Revolución de las mujeres. Soy la Madre Nieve. Vivo dentro de un pozo. —Clava su cuchillo de monte en el cuerpo que tiene delante—. Y
reparto los castigos.

Barbosa se aparta de ella.


Reparto los castigos
—dice, dando otro machetazo.

Desde el poste, la cabeza de camarada Cuervo los mira. Con su sombrero de ala ancha.

47. No cerrar nunca los ojos

En la sala de reuniones de la Delegación Regional a la que Muria ha sido convocado con máxima urgencia hace tanto calor que se han tenido que desplegar varios ventiladores de pie en puntos de la sala elegidos estratégicamente para que el aire no haga volar los mapas que hay desplegados sobre la mesa. Además de Muria, están presentes Lao, Meseguer y el resto de operativos de Inteligencia Interior involucrados en la Operación Meteorito. Todo el mundo está en mangas de camisa y sudando. Todo el mundo se ha aflojado las corbatas. Los militares se han quitado las guerreras. Todo el mundo se seca la frente con pañuelos de tela meticulosamente planchados que se sacan de los bolsillos. Todo el mundo menos Arístides Lao. No hay nada en la apariencia de Lao que deje ver que está sufriendo los efectos del calor. Es verdad que su calva emite destellos enfermizos bajo las lámparas fluorescentes y que su piel tiene zonas decididamente irritadas, pero no se trata de unos destellos ni de unas irritaciones que estén relacionadas de ninguna manera con el calor.

Con la americana puesta y la corbata sin aflojar, Lao le transmite su informe al subdirector Meseguer:

—La señorita Arta ha ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Clínico a las doce del mediodía de hoy, hora aproximada. —Lao no está leyendo la información de ningún papel, pese a que su entonación parece indicar que sí—. Parece ser que pasó la noche a la intemperie. La han encontrado esta mañana unos excursionistas en el término municipal de San Esteban de Palautordera. Con fracturas múltiples y traumatismo craneal.

—¿Y cuál es su estado actual? —pregunta Meseguer.

—Estable —dice Lao—. Consciente pero sedada.

—¿Los suyos? —dice Meseguer.

—Podemos suponer que ha sido la gente de su partido, sí —dice Lao.

Muria carraspea.

—Estaba buscando propiedades españolas de un consorcio alemán —dice—. Relacionado de alguna manera con el PCA. Ella pensaba que ese consorcio podía tener tierras francas en territorio español.

—El agente Muria y yo hemos visitado hoy a la señorita Arta en el hospital —continúa Lao—. Aunque todavía no está en condiciones de hablar, con la supervisión de los médicos hemos hecho un breve interrogatorio preliminar y hemos conseguido que nos transmita una información que podría ser crucial.

—¿Sin hablar?

Lao mira a Muria.

—Nos ha dicho una sola palabra —dice Muria—. Pero esa sola palabra nos ha puesto en la pista. Nos ha dicho «Islote».

—¿Islote? —Meseguer se rasca la nariz.

Lao se inclina sobre la mesa donde tiene desplegado un mapa de las islas Baleares.

—Hemos recabado información de la administración central y de Vigilancia de Costas sobre islotes en el territorio nacional —explica Lao—. Hay más de un millar catalogados. Hemos empezado por descartar los que forman parte de parques nacionales y de explotaciones turísticas. A continuación hemos descartado los que son de titularidad pública y nos hemos encontrado con que solamente hay una veintena de islotes privados en toda España.

—Entiendo —dice Meseguer.

—Solamente nos ha hecho falta una llamada más —continúa Lao—. Y hemos encontrado un islote en el archipiélago balear que es propiedad del consorcio que la señorita Arta estaba investigando.

—¿En serio? —dice Meseguer.

—El consorcio es una de las pantallas que usa para sus operaciones internacionales un tal Martin Heeg-Kohler —dice Muria—. Implicado en la agencia antiterrorista alemana y…

—Sé quién es Heeg-Kohler —lo interrumpe Meseguer.

—Uno de los hombres de Heeg-Kohler se ha estado reuniendo en las últimas semanas con el líder del PCA —termina de decir Muria.

—Enséñenme ese islote, por favor —dice Meseguer.

—Por supuesto.

Meseguer se saca unas gafas de leer del bolsillo y se las pone para examinar los mapas de la mesa. Aunque no aparenta más de cuarenta años, su forma de ponerse las gafas es propia de alguien mucho mayor que él: apoyándoselas en la punta de la nariz y echando la cabeza ligeramente hacia atrás. De hecho, tanto su mentón huidizo como sus gestos parecen propios de alguien mucho mayor de lo que aparenta. Y experimentando una sensación extraña, Muria se da cuenta de que lo único que transmite en realidad cierta impresión de juventud en el subdirector Meseguer es su voz suave. La misma voz suave que oyó por primera vez desde un armario del archivo de referencias cruzadas. Una voz que no se corresponde con el resto de su persona.

Lao señala la ubicación en el mapa del Islote de Arañas.

—Sesenta hectáreas de superficie, situado a ochocientos metros de la costa sudoeste de Ibiza —dice—. Y lo que es más interesante: hace un mes desapareció en sus inmediaciones un velero con tres practicantes de la pesca submarina.

—¿Qué quiere decir con que desapareció?

Lao señala otra vez el mapa.

—Fue visto por última vez frente a su costa —dice.

Meseguer asiente con la cabeza y se quita las gafas. Las dobla meticulosamente y se las vuelve a guardar en el bolsillo de la camisa.

—Caballeros —dice—. Voy a notificar todo esto de inmediato al comandante. Tengo que felicitarlos a todos. Creo que podemos dar luz verde a la Fase 2 de la Operación Meteorito.

Hay algunos aplausos y vítores en la sala. Muria siente un cansancio repentino que lo hace apoyarse en la pared. En el centro de la sala, mientras los demás fuman y hablan en tono excitado sobre las próximas maniobras, Lao se dedica a enrollar meticulosamente sus mapas y guardarlos dentro de sus cilindros de cartón. Cada cilindro con su etiqueta. En un momento dado, Muria ve que se pone a frotar nerviosamente con la yema del dedo una rayadura que hay en la madera de la mesa. El gesto que traiciona la existencia de algo herido en las simas insondables de su mente. En los cañones helados donde no vive nada humano. Pero si no es nada humano, ¿qué lleva a Lao a frotar compulsivamente la mesa? ¿Qué lo lleva a enmasillar las paredes? A través de una neblina de fatiga, Muria escucha cómo el subdirector de Inteligencia Interna los manda a todos a dormir unas horas a sus casas, en previsión del viaje que los espera por la mañana.

Sus recuerdos de la hora siguiente son igual de neblinosos. Se lava las manos y la cara en el lavabo de la segunda planta de la Delegación Regional, evitando mirarse en el espejo. Son las dos de la madrugada. Conduce en silencio por la avenida Diagonal desierta. Algún que otro borracho dando tumbos en las medianas. Banderas en los balcones. Banderas catalanas y banderas españolas. Carteles en las paredes y carteles en las persianas. Carteles que piden el sí en el referéndum de la constitución y carteles que piden el no. Banderas en los balcones que piden el sí en el referéndum de la constitución y banderas que piden el no. Gente que pega carteles a las dos y media de la madrugada en la Diagonal y que lo miran nerviosamente por encima del hombro cuando pasa a su lado con el coche. Carteles en las persianas de los bares. Carteles en los quioscos de prensa. Carteles en todas partes.

Aparca el 127 blanco a una manzana del Hospital Clínico y entra enseñando su acreditación del Servicio. Las enfermeras y ordenanzas con que se cruza en los pasillos y en el ascensor se limitan a saludarlo con la cabeza. Compra un café en la máquina expendedora que hay al otro lado de la puerta de la Unidad de Cuidados Intensivos. Contempla el cuerpo inerte de Sara Arta a través de la puerta entreabierta de su habitación. Con la cara demacrada y llena de hematomas. Con los tubos que le salen del pecho y de los brazos y de la mascarilla de oxígeno. Con el cuerpo esquelético debajo de la sábana hospitalaria. Muria se da cuenta de que el hospital es el primer lugar donde ha visto a Sara Arta sin su extraño maquillaje. Se busca el paquete de Rex que lleva en el bolsillo de la pechera y recuerda que no puede fumar en ese lugar. La enfermera lo manda a sentarse en la antesala del pasillo.

Un día más. Dos días más. Tres como mucho. En cuanto le den a Sara Arta el alta hospitalaria ya podrán admitirla en el programa de Protección de Informadores del Ministerio de Defensa. Y él podrá dimitir. Tres días como mucho. Y él podrá perderse en algún lugar remoto de la geografía nacional. De ese país extraño que está reemplazando a España como una infección. Invadiendo más y más territorio a cada día que pasa. Pero no. No como una invasión militar, ni siquiera como una infección. La forma en que la Nueva España está reemplazándolo todo es como un hechizo: como uno de esos hechizos que tienen lugar cuando uno no está mirando. Cada vez que apartas la vista, algo pasa. Si dejas de mirar un banco en el parque durante un segundo, ese banco es devorado por la Nueva España. Con lo cual está claro lo que
no hay que hacer
bajo ninguna circunstancia: no hay que apartar la vista. No hay que cerrar los ojos. Nunca cerrar los ojos. Sentado en la butaca de plástico de la antesala del pasillo, Melitón Muria considera la posibilidad de ir a buscar otro café, pero lo detiene el miedo a dejar de mirar la puerta de la habitación de Sara Arta. Solamente dos o tres días más. Hace mucho calor. Hace tanto calor que uno podría volverse loco. Muria se quita la chaqueta. Se remanga la camisa. Aunque solamente es junio, la temperatura en Barcelona ya ha rebasado las cotas más altas jamás registradas en la ciudad. Los hospitales están recibiendo ancianos con síntomas de deshidratación. Asmáticos con problemas respiratorios. Cada vez que uno cierra los ojos, algo pasa. Pero la Unidad de Cuidados Intensivos tiene su personal de servicio durante veinticuatro horas. Tiene circuitos cerrados de televisión. ¿Qué puede pasar si Muria cierra los ojos durante unos segundos? ¿Qué puede pasar si cierra los ojos solamente diez segundos y los vuelve a abrir? Seguramente la Nueva España no puede entrar en
todas partes.

Sueños de coches que estallan. De gente desangrándose en el suelo de sucursales bancarias. Palizas en el bosque. Islotes. Un paseante oscuro, con un sombrero negro que le tapa la cara y un abrigo en cuyo interior esconde una colección de cuchillos.

Cuando vuelve a abrir los ojos, algo ha sucedido. El silencio es demasiado intenso. Muria se restriega los ojos y se pone de pie. Tambaleándose. No hay enfermeras detrás del mostrador. Los monitores del circuito cerrado de televisión no muestran más que nieve blanca chisporroteante. Pantallas en blanco. Pantallas averiadas. No hay emisión. Muria corre por el pasillo y cuando gira la esquina todavía tiene tiempo de ver a la figura de espaldas en el ascensor mientras se cierran las puertas. El cuerpo pequeño y blando de polluelo deforme. De molusco arrancado de su concha. Las puertas del ascensor se cierran detrás de Arístides Lao.

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