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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (78 page)

BOOK: El hijo del desierto
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El misterio que había envuelto a Sejemjet se había desvanecido, como si súbitamente alguien hubiera soplado sobre él alejándolo para siempre. Todo le parecía resuelto y a la vez irresoluble. Los hombres se habían encargado de crear un enigma en su persona, y luego los dioses habían decidido participar en él. Éstos habían sido, a la postre, los que determinaron su final, llevándose aquel misterio con ellos para liberarlo del terrible peso que lo había acompañado durante toda su vida.

En cierto modo hubo de agradecer que su abuela tuviera una fe absoluta en los dioses de Kemet. Su devoción por Thot lo salvó de una muerte cierta, ya que ahora Sejemjet no tenía duda de que, de alguna forma, la noble Ipu lo había dejado en manos del dios de la sabiduría, aunque éste hubiera tardado cuarenta años en manifestarse. Luego fue Sejemjet el que pensó que quizá fuera culpa suya, pues su corazón no podía ver otra cosa que no fueran los senderos que conducían a la guerra. Él se abandonó a la ira de los dioses que los gobernaban, hasta que su cólera terminó por apoderarse de él.

Después sus pensamientos fueron para Heka. Su recuerdo continuaba vivo en él, pues en muchas noches de soledad había hablado con ella, aunque ésta no le pudiera contestar. Pero él estaba convencido de que allá donde se encontrara lo estaría escuchando, y que tal y como le había asegurado una vez, velaría por él. Ella había resultado ser muy sabia, y a su memoria vinieron las palabras que un día le dijera siendo todavía casi un niño: «Tu poder no está sólo en el señor del desierto, pues hay alguien más que vela por ti, aunque tú no lo creas.»

Sejemjet se sonrió, ya que los augurios de Heka se habían cumplido al cabo de los años. Ahora la vida le ofrecía una segunda oportunidad, y él debía aprovecharla.

Sejemjet siguió el camino que atravesaba los campos. Abrigados por las hojas de palmera, éstos eran frondosos y frescos, y rebosaban fragancias que nunca se cansaría de oler. Juntas formaban un perfume único, que en ninguna otra parte podría encontrar, y al aspirarlo sus ojos se entrecerraban, y sus pulmones se atiborraban de él para así disfrutar de lo que parecía un sueño. El sendero que llevaba a la casa bien pudiera haber sido sacado de uno. La vida se desbordaba a su alrededor, y se respiraba una paz como nunca había sentido en su vida. Las tierras de Madu eran hermosas, y en ellas el tiempo parecía haberse detenido hacía mil años, pues sus gentes transmitían la misma quietud que sus antepasados. Al fondo divisó la vieja casa que ya conocía, y un poco más allá vio un pequeño grupo que ataba unas gavillas de cebada. Hablaban animadamente, y enseguida descubrió una figura que destacaba entre las demás. Era una mujer que parecía impartir algunas órdenes, y al verla, Sejemjet sintió que su corazón le hablaba cada vez más deprisa, como si se atropellara por todo lo que tenía que decirle. Él se aproximó con cuidado de no ser visto para observar un poco mejor, y se ocultó tras unos arbustos. Desde allí podía escuchar su conversación, y al llegarle la voz de ella notó que se le hacía un nudo en la garganta; era Isis.

Desde allí, a Sejemjet le pareció que estaba más hermosa que antes. Los años le habían dado una mayor rotundidez a sus formas y él pensó que se había convertido en toda una mujer. Sin embargo, seguía conservando los ademanes que le eran naturales, y el acento suave que un día llegó a cautivarlo. Isis debía de tener treinta y dos años, pero se la veía jovial y risueña, como si continuara siendo una niña. Ella estaba allí, esperando a que quizás algún día él apareciera, y entonces Sejemjet sintió una especie de congoja que le atenazó el corazón. Sin poder soportarlo más, salió de nuevo al sendero y se dirigió hacia ella.

* * *

Isis estaba arrodillada, ayudando a que las gavillas quedaran bien dispuestas. Aquel año Min, el dios de la fertilidad de la tierra, había sido particularmente generoso, y les había regalado una excelente cosecha. Ella daba las últimas instrucciones a los trabajadores cuando vio que éstos se detenían en su faena para mirar hacia donde ella se encontraba, por encima de su hombro. Isis se volvió presta y vio una figura plantada en el borde del camino. Permanecía inmóvil, y la luz que Ra-Atum, el sol de la tarde, le prodigaba le hacía parecer un dios que se unía al astro rey a través de sus rayos. Su cuerpo bien pudiera haber sido tallado en la piedra y a Isis se le asemejó a una de aquellas estatuas colosales que los dioses erigían para embellecer los templos. A ella le dio un vuelco el corazón, y sus labios temblaron para apenas musitar su nombre:

—Sejemjet —dijo en voz queda, como si en realidad se tratara de una aparición. Una fantasía surgida de su propia esperanza, de los anhelos alimentados durante casi doce años.

Toda una vorágine de sentimientos se presentó en tropel a las puertas de su corazón, atropellándose para hacerse un sitio en él. Estaba allí; había vuelto de su infernal mundo de sombras por el que había desaparecido un día. Regresaba tal y como ella siempre había soñado que lo haría, confundido con la luz que Ra porfiaba en regalarle. El rey de los dioses lo volvía a señalar ante sus ojos, como la primera vez que lo vio junto a los muelles, y ella sintió que las lágrimas se desbordaban incontenibles, como la crecida que ya se avecinaba.

Isis se levantó presta y corrió hacia aquella suerte de sueño que al fin se hacía realidad. Entonces vio cómo él se le aproximaba con paso firme y abría sus poderosos brazos para recibirla mientras le sonreía. Ella se abrazó a su cuello repitiendo su nombre, incrédula aún de que estuviera viviendo una realidad. Él la estrechó con fuerza y sintió que su corazón se inflamaba de amor por ella. Un sentimiento como nunca había experimentado. Sejemjet podía sentir a través de aquel abrazo todo lo que aquella mujer significaba. Ahora captaba con claridad lo que Isis le transmitía, y también que la conquista de su amor era más valiosa que todas las ciudades de Retenu por las que había combatido. Ella era el amor de su vida.

Isis lo cubrió de besos en tanto sus lágrimas se unían a su sonrisa. No había nada que decirse, pues sus miradas apresuradas trataban de recorrerse ansiosas, después de tanto tiempo. Ella llevaba una flor de loto en el cabello, y Sejemjet tuvo la impresión de que en verdad Isis había renacido, como le ocurre a esta planta cada mañana cuando emerge de las aguas del Nilo. Los años habían dejado una madurez en su rostro que la hacían parecer más bella a sus ojos. Eran las marcas que la vida había grabado en ella, sus sentimientos, su amor, sus esperanzas, sus pasiones, su espera...

Sejemjet la besó con pasión, y luego entrelazaron sus manos para entrar en la casa. Aquella tarde se amaron con la desesperación de quien por fin bebe agua en mitad del mayor de los desiertos. Sus corazones eran náufragos que habían conseguido salvarse después de atravesar el inmenso mar de la desesperanza. Mas ahora se juraron que no se separarían jamás, y que sólo Osiris tendría derecho a alejarlos cuando los llamara para juzgar sus almas. Luego se miraron largamente y ella le habló de Ahmose. Tenían mucho que contarse.

* * *

Sejemjet esperaba a la sombra, sentado bajo un sicómoro frente a la gran puerta del templo de Mut. Se sentía pletórico, como si la vida hubiera insuflado nuevos ánimos en él; unas ansias por vivir que había perdido hacía demasiados años. Nunca pensó que cuanto le rodeaba pudiera ser observado de una forma tan diferente. Su espíritu se había contagiado de una quietud que a él mismo sorprendía. Siempre tenía dispuesta una sonrisa; él, que apenas se había reído en su vida. La gente lo saludaba al pasar con respeto, y él les devolvía el saludo, feliz de encontrarse entre sus paisanos. Ahora era dueño de doce
aruras
de la mejor tierra que se pudiera desear; más que suficientes para un hombre que como él nunca había poseído nada. Sejemjet había decidido instalarse en las proximidades de Madu, a apenas unos kilómetros de Tebas, la ciudad donde se había criado. Éste sería su hogar, el lugar en el que siempre había soñado vivir, rodeado de palmerales y exhuberancia por doquier, y cerca del Nilo, cuyas aguas lo empujaron un día a la vida. Ésta volvía a empezar para él con renovadas ilusiones y caminos por descubrir. Ahora tenía un hijo, y su corazón se hallaba henchido de esperanza ante el nuevo reto que se abría ante él. Había estado once años ausente de su vida, y no pensaba perder ni un solo día más en recuperar aquello que era parte de él. Por fin tenía una familia y pensó que, finalmente, Shai había resultado ser magnánimo con él.

Cuando Senu se enteró de que Sejemjet tenía un hijo, se puso a dar cabriolas de alegría, como si en realidad fuera suyo.

—¡El hijo de Montu ha sido padre! —exclamó con gravedad—. La estirpe divina está garantizada.

A Sejemjet aquel hombrecillo nunca dejaría de sorprenderlo.

—¡Once años! —exclamó Senu de nuevo al enterarse de la noticia—. Dentro de poco dejará de ser
kerenet
y se hará un hombre. Creo que sería una buena idea, oh, guerrero inmortal, que dada mi amplia experiencia yo me ocupara de su educación a partir de ese momento.

Sejemjet casi lo tiró al río, y le advirtió muy severamente que se abstuviera de envenenar el corazón del muchacho con sus vicios.

—Te juro por la furia de Set, viejo enano del demonio, que te colgaré de la palmera más alta de Egipto como se te ocurra pervertirlo —lo amenazó—. Igual que hizo Ajeprure con los sirios.

Aquellas palabras lo aterrorizaron, y Senu bajó la cabeza avergonzado para jurarle que se portaría bien y velaría siempre por el joven, como también había hecho a su manera con él. Su suerte estaba unida a la de Sejemjet, y permanecería en aquellos campos siempre cerca de él, aunque para ello tuviera que aprender a utilizar el arado.

Sejemjet suspiró al recordarlo, y sus ojos se fijaron en las dos figuras que aparecían por la puerta del templo. Enseguida reconoció a Hor, que caminaba con su habitual paso tranquilo junto a un niño. Éste era alto y fuerte, como ya le habían advertido, y al verlo con su pequeño zurrón colgado del hombro notó una extraña sensación en el estómago; una especie de ansiedad desconocida para él que le hizo levantarse de un salto y encaminarse hacia la puerta.

Con su mirada fija en ellos, Sejemjet se empapó con la imagen de aquel niño que ahora dirigía su vista hacia él por primera vez en la vida, ignorante de quién era. Isis había tenido buen cuidado de mantenerlo alejado de los rumores que siempre habían corrido con respecto a la identidad de su padre. Llegado el momento le explicó que éste era un soldado muy valiente que, a las órdenes del dios, había desaparecido un día en la guerra sin que volvieran a tener noticias de él. Sejemjet sintió una gran emoción cuando escuchó de labios de Isis tales palabras, y le pidió que le permitiese presentarse él mismo a su hijo cuando al fin sus caminos se uniesen por vez primera.

Ahora que avanzaba hacia el muchacho recordó las palabras del viejo Hor, que sin duda habían ayudado a prender en su conciencia la sospecha. Ahmose era su viva imagen, y Sejemjet tuvo que hacer esfuerzos por no abrazarlo allí mismo.

—¡Noble Sejemjet! —exclamó Hor satisfecho al verlo llegar—. No se me ocurre una visita más apropiada que la tuya en un día como hoy.

Sejemjet le sonrió, pero enseguida se fijó en el chiquillo que lo miraba embobado.

—Éste es Ahmose —continuó el sacerdote, y luego dirigiéndose al niño le preguntó—: ¿conoces a Sejemjet?

—¡Sejemjet! —exclamó el niño, al tiempo que abría sus ojos asombrado—. Mi madre me ha hablado mucho de ti.

Al oír su voz, Sejemjet pensó que se le saltarían las lágrimas.

—¿Y qué es lo que la noble Isis te ha contado de mí? —preguntó enternecido.

—Que eres un gran guerrero y que conocías mucho a mi padre —dijo el niño con los ojos muy abiertos.

—Tu madre te contó la verdad. Lo conocí muy bien.

—¿Era valiente?

—El soldado más valeroso que ha habido nunca en Egipto —intervino Hor volviendo a sonreír.

Entonces Ahmose reparó en todas las cicatrices que cubrían el cuerpo de aquel hombre, y se sintió impresionado.

—¿Te las hiciste en Retenu? —preguntó temeroso.

—Sí; y en muchos sitios más.

—Mi madre me explicó que acompañaste a mi padre escondido en una cesta durante la conquista de Joppa —señaló el chiquillo con excitación.

—Estuvimos juntos en Joppa, y también en otras batallas.

—¿Me contarás alguna vez esas historias?

—Si tú quieres, te las contaré todas.

Ahmose le sonrió, y Hor le acarició la cabeza.

—¿Te gustaría que Sejemjet te acompañara a tu casa? —le preguntó el viejo sacerdote.

El niño se mostró entusiasmado ante la posibilidad de que un soldado tan famoso como aquél lo acompañara hasta Madu.

—En tal caso yo me marcho —apuntó Hor en tanto miraba de soslayo a su amigo—. Espero que prestes atención a todo lo que Sejemjet te cuente.

Ahmose asintió y el sacerdote se dio la vuelta para alejarse hacia el patio que se abría tras el primer pilono. Padre e hijo se miraron un momento, y Sejemjet le ofreció su mano para que el niño la tomara. Al sentir su contacto volvió a emocionarse, y al punto le sonrió.

—Vamos —lo invitó Sejemjet con un ademán—. Te hablaré de tu padre.

Fin

NOTA DEL AUTOR

La historia narrada en esta obra es ficticia. Tanto Sejemjet como alguno de los protagonistas que lo acompañan en el relato son producto de la imaginación del autor, aunque no así el marco histórico y los escenarios en los que se desarrolla la acción. En ella se muestra un Egipto que extiende sus fronteras como nunca en su historia. Un Egipto poderoso en el que gobiernan los faraones guerreros por excelencia: Tutmosis III y su hijo Amenhotep II. A pesar de que otros reyes acapararon la gloria durante la larga historia del país de la Tierra Negra, ninguno pudo igualárseles. Tutmosis III, que reinó como Menjeperre (literalmente «duradera es la manifestación de Ra»), fue el faraón más poderoso de toda la historia del Antiguo Egipto, y muchos han sido los que le han comparado con Napoleón Bonaparte. Nada menos que llegó a emprender diecisiete campañas militares contra sus vecinos del Próximo Oriente, estableciendo sus fronteras en el río Éufrates y engrandeciendo a su país con una afluencia de tributos como nunca antes se había conocido. Una época particularmente interesante que daría lugar a la edad dorada de la civilización egipcia, y cubriría de gloria a la dinastía más famosa de entre las que gobernaron Kemet, la XVIII.

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