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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (76 page)

Amenhotep hizo entrega simbólica de los reos y de más de tres mil
deben
de oro y doscientos mil de cobre, que levantaron alabanzas entre los profetas de Karnak.

—¡Amón lo eligió entre todos los hombres! ¡Él es el verdadero dios de la Tierra Negra! ¡El gran padre está complacido! —ensalzaban los sacerdotes con sus cánticos.

Para finalizar, Amenhotep decidió que los cuerpos de los seis caudillos rebeldes fueran colgados de las murallas, como símbolo de su gran triunfo y aviso para todo aquel que tramara alzar su mano contra él. La ciudad de Tebas asistió impresionada a aquellos actos. ¿Acaso algún dios había colgado a los reyes vencidos de las murallas del templo? Amenhotep decidió que su escarmiento no acabaría allí, y a los pocos días ordenó que el caudillo que aún continuaba con vida fuera muerto y colgado, igualmente, de las murallas de la ciudad de Napata, en el lejano Kush, para que todos supieran lo que les ocurriría si desafiaban su poder, en cualquier lugar de la Tierra.

XII
EL MISTERIO DE LA EFÉLIDE

Sentado sobre la basa de una columna del claustro, Hor observaba a su viejo amigo con la expresión propia de cualquier padre ante la llegada del hijo al que no esperaba volver a ver más. Su natural bondad se había acentuado con el paso de los años hasta impregnar su semblante con la esencia de la santidad. Un halo beatífico parecía rodear al sacerdote, que escuchaba muy atento, con los dedos entrelazados en su regazo, la historia de aquel hombre. Sejemjet había conocido el lado oscuro que los dioses le tenían reservado, y ahora se presentaba ante él «limpio de manos», en el umbral de la puerta tras la que se le revelarían todos sus misterios.

—Igual que el fuego todo lo purifica, a veces el corazón del hombre debe pasar por el terrible sufrimiento de la vida para quedar puro.

—Mis pecados se me dieron sin pedirlos, noble Hor.

—En ocasiones ellos vienen con nosotros para ser redimidos durante nuestra existencia. Forman parte del misterio de la vida y de las leyes de un cosmos que sólo entienden los dioses.

—Ellos fueron pródigos conmigo al concederme mis culpas.

Hor le sonrió con benevolencia.

—No guardes sempiterno rencor a quien no comprendes. A ellos no les importa si les aborreces o no. Formas parte de un equilibrio que se extiende por todas partes, que va más allá de lo material. Shai ha dispuesto abrirte otra puerta que pertenece al gran juego en el que nos hallamos inmersos desde antes de nacer. No olvides que la diosa Mesjenet ya elabora nuestro
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cuando nos encontramos en el claustro materno. Formamos parte de un pasado del que no podemos librarnos, aunque no tengamos culpa de él.

—Es injusto eso que dices, viejo amigo.

—Nuestra justicia es subjetiva, y poco tiene que ver con las leyes de las que te hablo. Ellas nos guardan sorpresas.

Sejemjet pareció dudar unos momentos.

—No podemos controlar aquello que fraguan los corazones de los demás; sin embargo, el tiempo es un juez implacable que tiende a devolver cada cosa al lugar que le corresponde. Los caminos que recorremos están llenos de traiciones; de una u otra forma todos los encontramos alguna vez.

El guerrero asintió con la mirada perdida.

—Sin poder evitarlo, tú mismo formaste parte de intereses ajenos que terminaron por herirte en lo más profundo. Nada de lo que ocurrió fue casual. —Sejemjet levantó su vista hacia el sacerdote y lo interrogó con la mirada—. Sobre ti se desataron fuerzas que te sobrepasaban. Una confluencia de intereses contra la que nada podías hacer.

—¿Qué quieres decir? —preguntó frunciendo el entrecejo.

—Sabes bien que fuiste enviado a escoltar a las princesas sirias para así separarte de Nefertiry. Después de todos estos años, pocas dudas puedes albergar acerca de ello. Sin embargo, todo se complicó a tu regreso. —Ahora Sejemjet observaba al sacerdote con atención—. Digamos que lo que te voy a contar tan sólo forma parte de mis suposiciones, pues no existe una sola prueba que pueda corroborarlo. No obstante, es justo que sepas que aquello que precipitó tu desgracia no iba dirigido únicamente contra ti.

—¿Te refieres al ataque de los apiru? —Hor asintió en silencio—. Siempre sospeché que alguien más había planeado aquella emboscada.

—Has de comprender que desde hace un siglo la política de Kemet ha cambiado radicalmente con respecto a la de anteriores milenios. Al expandir su poder, las riquezas han entrado en Egipto como nunca en su historia. Los grandes templos se benefician de esto. Ellos son los más interesados en que las guerras continúen. El templo de Amón sufraga las contiendas, pues sabe que éstas lo harán cada vez más rico y poderoso. Es un poder formidable, créeme, al que no le convienen los tratados de paz duraderos. Las guerras lo enriquecen, y su clero sabe administrar esa riqueza como nadie. Los tratados políticos a través de matrimonios con princesas de otros estados pueden no resultar siempre interesantes, y hace veinte años era conveniente que la llama del conflicto continuara viva en Retenu.

—¿Quieres decir que ellos fueron los que enviaron a los apiru para atacarnos?

—Je, je. El clero de Amón no envía a nadie para hacer semejantes cosas. Ellos huyen de la confrontación, aunque su brazo es largo y tiene la facultad de hacer llegar sus deseos de forma que parezca que nada tienen que ver con ellos. —A Sejemjet se le iluminó el rostro por la ira—. Set ya no está contigo —lo apaciguó Hor con la mano—. Tu cólera de nada servirá más que para nublarte la razón. Te advierto que más allá de sus intereses, los sacerdotes de Amón son hombres santos y muy piadosos.

—Conozco su piedad —dijo Sejemjet despectivo.

—Merymaat no era un sacerdote, y su memoria resulta infausta para todos. Fue algo terrible lo que ocurrió; sin embargo, como te dije antes, hoy Shai te ha conducido hasta el umbral de una puerta que debes decidir si estás dispuesto a atravesar.

—Esa nueva vida de la que tú hablas está llena de incógnitas para mí.

—Sólo tú deberás despejarlas. Escucha, alguien a quien tú amaste vino a mí un día en busca de consuelo. Tú mismo la enviaste, y yo fui testigo del gran amor que ella sentía por ti.

—Isis —murmuró Sejemjet.

—Ya casi la has olvidado. En esto el tiempo no ha servido de ayuda. Mas existió un verdadero amor entre vosotros que te devolvió la sonrisa, y la esperanza de poder alcanzar la felicidad que tu corazón siempre había anhelado.

—Yo terminé por llevar la desgracia a su vida.

—Te equivocas, Sejemjet. Tú fuiste la luz que se la devolvió. Ella todavía te recuerda.

—¿La has visto?

—A veces viene a acompañar a su hijo a la escuela de la Casa de la Vida del templo y hablamos. Es una mujer llena de sensibilidad, pero muy fuerte. Siempre me pregunta por ti.

Sejemjet sintió un nudo en el estómago.

—Merymaat dejó su recuerdo en ella para siempre —se lamentó.

—Eso parece, aunque Isis jamás me haya hablado de ello. Una vez me confió que su hijo cree que su padre era soldado y que regresará algún día de la guerra.

—¿Qué nombre le ha puesto? —quiso saber Sejemjet, que parecía confundido.

—Ahmose. Creo que así se llamaba su abuelo.

—Ahmose —murmuró el guerrero emocionado—. Era un buen hombre.

—Es un niño espigado y muy guapo. Además, es un buen estudiante. —Sejemjet se quedó mirando a su amigo sin saber qué decir—. Ven, acompáñame a dar un paseo por el patio —lo invitó Hor de repente.

Durante un rato ambos caminaron en silencio.

—¿Has visto lo hermosa que luce la mañana? —preguntó el sacerdote de improviso.

—Sí. La cosecha ya casi se halla a punto para ser recogida.

—El aire está saturado por las fragancias que nos envían los campos. La vida se ha abierto camino de nuevo, da gusto respirar. Tú ahora puedes hacerlo libremente. Aprovecha la oportunidad que te ofrecen los dioses. Tu corazón ahora puede ver; es el momento de encontrar las respuestas. —Sejemjet endureció el semblante—. Aunque no lo creas, la señal que llevas ya ha empezado a manifestarse y muy pronto los misterios que te rodean se despejarán. Pero como ya te advertí, deberás decidir.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sejemjet temeroso.

—Sólo tú puedes cruzar la puerta que tienes frente a ti. Pero primero has de mirar en tu corazón, pues éste nunca nos engaña. Busca a Isis en su interior y si encuentras su rastro, ve a verla. Ella y su hijo te esperan, pues también forman parte del misterio que te rodea.

—¿A qué te refieres?

—A estas alturas ya deberías saber a lo que me refiero. Ve a visitarlos y compruébalo por ti mismo. Cuando conozcas al muchacho comprenderás mis palabras.

Casi sin darse cuenta ambos amigos habían llegado hasta uno de los pilonos del templo. Allí, como por casualidad, se toparon con un venerable sacerdote; era tan viejo que la cara parecía un desierto de infinitas arrugas, y sus ojos tenían el color del vidrio apagado, como si estuvieran cansados de ver las cosas del mundo. Iba vestido con una túnica de lino de un blanco inmaculado, y calzaba sandalias del mismo color. Su cuerpo estaba depilado de la cabeza a los pies, y en su mano portaba un cetro
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símbolo de su poder. Cuando Sejemjet escuchó su voz, creyó que se abandonaría a ella.

—¡Oh, qué sorpresa tan inesperada! —exclamó Hor—. El
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honra al templo de la sagrada Mut con su presencia.

—Piadoso profeta de la divina Mut, es muy grato a mis ojos el encontrarte en este día que nos ha regalado el Oculto. Él me ha enviado a resolver unos asuntos con el primer profeta de tu templo. Rezo cada día para que las relaciones entre nuestros cultos sean siempre estrechas, como corresponde al sagrado matrimonio entre Mut y Amón. Veo que hoy estás bien acompañado.

—Por uno de los más fieles hijos de Kemet —contestó Hor—. Aunque los hombres hayan necesitado demasiado tiempo para reconocérselo.

Sejemjet lo saludó respetuosamente. Él conocía a aquel hombre, aunque habían pasado más de veinte años desde la última vez que lo viera, pero recordaba su voz, inconfundible. Era Menjeperreseneb, al sumo sacerdote de Amón.

—Parece que te estoy viendo luchar con los bastones —dijo el primer profeta sonriéndole—. Resultó ser toda una exhibición de habilidad y medida fuerza, noble Sejemjet. Después de tanto tiempo, se diría que fue ayer.

Éste hizo un gesto de agradecimiento. Aquel anciano le hablaba con ademanes pausados, alejado de la prisa, como ausente a la febril actividad que reinaba ese día a su alrededor. De pronto Hor hizo un aspaviento, como si hubiera recordado algo.

—Ahora que me acuerdo, debo atender unos asuntos de la máxima importancia. Me despido de vosotros, nobles amigos, y tú, Sejemjet, espero que consideres mis palabras.

El guerrero apenas tuvo tiempo de despegar los labios, pues Hor dio media vuelta y se alejó por el patio con paso presto.

—Hor es la bondad personificada —señaló el sacerdote—, lástima que no todos seamos como él. ¿Me acompañas hasta la salida? Como bien decía nuestro común amigo, los hombres tendemos a la ingratitud —prosiguió el anciano mientras caminaban lentamente—. Aunque no debería extrañarnos, forma parte de nuestra naturaleza. —Sejemjet guardó silencio—. Veo que prefieres escuchar —dijo el anciano, riendo entre dientes—. Te felicito. No hay nada tan prudente como guardarse de las propias palabras.

—Y de los actos —apuntó Sejemjet sin poder evitarlo.

—Je, je. En eso tienes mucha razón, aunque convendrás conmigo que éstos a veces se nos imponen, en tanto que las palabras sólo nos pertenecen a nosotros.

—Son las acciones las que han marcado mi vida. Hechos terribles a los que me he visto abocado sin remisión.

—El hombre y sus intereses han ido de la mano desde el principio de los tiempos. Son indisolubles. Sin embargo, más allá de lo meramente material existen unos principios básicos por los que hay que velar. Toda esa política debe girar en torno a ellos pues son la clave del orden que nos rodea. Sabes muy bien que el hombre acaba por confundirlo todo. Nuestra alma es frágil, y lo material supone un pesado lastre para ella. Por eso, la búsqueda espiritual de cada uno se convierte en nuestro mejor viaje. Esa espiritualidad es la que debe preservarse a cualquier precio, aunque sea utilizando esos intereses de los que te hablaba. Los hombres pasan, pero la esencia del orden que los dioses crearon un día ha de prevalecer. Sin él estaríamos perdidos, por eso es preciso salvaguardarlo a toda costa.

—¿Aún a costa de los que no tienen intereses?

Menjeperreseneb suspiró.

—Todos los tenemos, incluido tú. Escucha, Sejemjet, llegará un día en el que el hombre se sienta tan próximo a los dioses que crea que ya no los necesita. Que es capaz de ordenar el mundo y su equilibrio, pero no es así. Si alguna vez el hombre llegara a manejar el
maat
, el principio de orden y justicia inmutable, este
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desaparecería. Es preciso conservar los principios mistéricos como bastiones de nuestra propia espiritualidad. Hay que protegerlos a lo largo de las generaciones venideras, y para eso es preciso un poder capaz de enfrentarse al mismo hombre, aunque para conseguirlo se cometan algunas injusticias.

—No creo en el hombre como garante de la espiritualidad de la que hablas. Como bien has dicho, el poder lo invita a convertirse en dios.

Menjeperreseneb se detuvo un momento para mirarlo con aquellos ojos vidriosos.

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