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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (74 page)

BOOK: El hijo del desierto
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—¿Para agradarle? Lo único que has de hacer es tener la boca cerrada, como si hubieras perdido el habla. Te advierto que el dios es un gran aficionado a los empalamientos, y los ordena por las cuestiones más nimias.

Semejantes palabras impresionaron vivamente a Senu, que se calló durante un buen rato, aunque al cabo volvió a insistir en la cuestión.

—Sé de buena fuente que Ajeprure, vida, salud y prosperidad le sean dadas, posee una fuerza excepcional. Roy me ha contado historias asombrosas. Él lo conoce bien, pues ha navegado junto al señor de Kemet en varias ocasiones.

—Ya.

—Aseguran que tiene una gran afición por el remo. Hace exhibiciones ante la marinería y es capaz de mover él solo un barco de doscientos remeros. Además, los desafía a bogar más rápido que él —señaló Senu con los ojos muy abiertos.

—Entiendo que te asombres ante semejantes hechos, pero no debes olvidar que, como tú bien has apuntado, se trata de un dios.

Senu se acarició la barbilla, considerando aquel punto de vista, y ya no volvió a hablar más del asunto. Sejemjet dio gracias a los dioses por ello, aunque pensó que haría bien en vigilar de cerca a aquel granuja.

* * *

Ajeprure era tal y como se lo habían descrito. Alto y atlético, el joven faraón poseía una buena musculatura, y sus ademanes eran enérgicos y decididos, y hablaban de lo impetuoso de su carácter. A Sejemjet le dio la impresión de que el dios era dueño de una energía que lo consumía por dentro, y que en verdad se sentía imbuido por una fuerza que provenía de su propia dignidad. Vestido con su faldellín y tocado con su
nemes
real, el cuerpo de Amenhotep lucía vigoroso, y los rayos de sol arrancaban destellos al incidir sobre el sudor de su piel en el gran patio de armas del Cuartel General de Menfis. Toda una pléyade de altos oficiales y servidores lo acompañaban para contemplar las proezas que les tenía reservadas aquella mañana, en tanto el faraón parecía estar manteniendo una conversación con los caballos de su carro, a los que acariciaba. Cuando el heraldo corrió a anunciarle que Sejemjet aguardaba a ser recibido se volvió presto, como si hubiera esperado aquel momento durante mucho tiempo. Al punto hizo señas inequívocas para que el antiguo portaestandarte se le aproximara, y él mismo salió a su encuentro.

—Álzate —ordenó—. No es la corte quien hoy nos acompaña, sino los hijos elegidos de Kemet.

Sejemjet se incorporó al momento, y su mirada se cruzó con la del monarca, aunque enseguida la bajara en señal de respeto.

—Montu te trajo con el viento del sur —exclamó el rey—. Los desiertos del remoto Kush no son lugar para que vivan los valientes.

El guerrero hizo un gesto de agradecimiento y volvió a mirar al faraón, esta vez con disimulo. Tal y como le dijo Mini, Amenhotep era un joven vigoroso, aunque de menos estatura que él, y las facciones de su rostro le conferían una indudable fuerza, pues poseía una poderosa mandíbula y unos pómulos generosamente marcados que rivalizaban con sus orejas, un poco de soplillo. Su torso era fuerte, y sus hombros anchos, y al hablar alzaba un tanto la cabeza para enfatizar sus palabras con un acento propio del norte, donde había pasado la mayor parte de su adolescencia, entre militares y caballos, con los que incluso había llegado a dormir.

Erguido frente al señor de la Tierra Negra, Sejemjet reparó en cómo el dios paseaba la mirada por las cicatrices que cubrían su cuerpo, contemplándolas como hipnotizado. Luego clavó sus ojos en los de él, y Sejemjet tuvo la impresión de que al joven rey le gustaría poseerlas.

—Son tal y como las recordaba —le dijo mientras volvía a fijarse en ellas—, y tú también. Debe ser cierto lo que dicen de ti. Aseguran que Set te protege allá donde vayas, y que él te proporciona el vigor para que apenas envejezcas.

—Su Majestad es magnánimo con este viejo soldado.

—Todavía recuerdo cómo me enseñaste a manejar la
jepesh
—señaló el rey sin hacer caso a aquellas palabras, en tanto se fijaba en su espada—. Muéstramela de nuevo —le pidió.

Sejemjet la desenvainó con cuidado y se la entregó al faraón. Éste la cogió con mimo y la acarició suavemente.

—«Pertenezco a Montu» —susurró al leer la vieja leyenda grabada en su hoja. A Sejemjet le pareció que al monarca se le encendía la mirada—. ¡Cuántos cuellos no habrá cortado! —exclamó el faraón gozoso—, ¡y cuántas vidas no habrá mandado al encuentro de Anubis! ¡Es espléndida!

—Si la queréis, es vuestra.

Amenhotep volvió a mirar un momento la espada, y luego le sonrió.

—Ella forma parte de tu propia leyenda, y yo he de escribir la mía —señaló a la vez que tocaba con su mano el pomo de la
jepesh
que pendía de su cinto.

—Lo comprendo.

Entonces el dios lo miró fijamente y alzó su mentón autoritario.

—Te he hecho venir porque Mi Majestad ha decidido liberarte de las culpas que pesan contra ti. Egipto no juzgará a aquel que lleva sobre su piel dibujados los estigmas de su fidelidad. Es mi deseo restituirte tu antiguo grado de
tay srit.
Muy pronto te necesitaré para sentar la mano sobre el vil asiático.

Sejemjet hizo un gesto de agradecimiento en tanto se lamentaba en su fuero interno ante la perspectiva de volver en pos de las interminables guerras. Aquel joven dios ardía en deseos de demostrar su poder a los pueblos, y no le faltarían motivos para llevar de nuevo la guerra a Retenu. Sejemjet se sintió contrariado, pero comprendió que ése era el precio que debería pagar por su libertad.

—Creo que no has venido solo —oyó que le decía el faraón—. Hasta has traído a tu perro.

Sejemjet se agitó incómodo.

—Me ha acompañado el hombre que me encontró en el desierto para ponerme de nuevo a tu servicio. Es un viejo soldado al que el divino Menjeperre tuvo a bien licenciar hace muchos
hentis
.

—Hazlo venir, quiero conocerlo.

Sejemjet disimuló lo mejor que pudo su desazón y se volvió para hacer una seña a Senu, que esperaba ansioso. Al ver que se le requería, el hombrecillo salió corriendo hacia Sejemjet, lo que levantó algunas risas entre los presentes, para seguidamente ir a caer de bruces ante Amenhotep como si hubiera sido fulminado por un rayo. Al dios le pareció gracioso.

—Levántate, noble Senu. Has prestado un nuevo servicio a tu faraón, como hiciste con mi divino padre. —Senu no sabía adónde mirar, y empezó a mover la cabecita de un lado a otro, nervioso—. Tengo entendido que combatiste en Retenu durante muchos años —apuntó el rey, que parecía muy interesado por aquel hombrecillo.

—¡Oh, Horus viviente, oh, Horus reencarnado! —exclamó Senu, sin atreverse a mirar al faraón—. He acompañado al gran Sejemjet en todas sus batallas para extender el poder de Kemet por toda la tierra incivilizada.

A Ajeprure le satisfizo la respuesta.

—¿Es cierto eso? —preguntó a Sejemjet.

—Así es, Majestad —confirmó aquél.

—Yo iba tras el hijo de Montu finalizando la faena, oh, señor de las Dos Tierras.

Sejemjet lo atravesó con la mirada, pero al faraón le pareció divertido.

—¿Quién es el hijo de Montu? ¿A qué faena te refieres?

—Oh, divino hijo de Ra, de este modo llaman muchos al gran Sejemjet, pues su brazo parece movido por el dios de la guerra. No hay quien pueda vencerle en la batalla, y hace gran escarmiento entre aquellos que osan oponerse al poder del faraón. Yo sólo seguía sus pasos para rematar a los vencidos y cortar sus manos. Él bastante tiene con hacer ofrendas a Anubis entre la chusma asiática.

Amenhotep lanzó una carcajada. Le gustaba aquel viejo soldado; le recordaba a los pigmeos que había visto alguna vez en la corte.

—Hoy quiero mostrarme generoso con todos aquellos que han servido bien a Kemet. Pídeme lo que desees, noble Senu.

Este dudó unos instantes.

—Sólo deseo acompañar al gran Sejemjet allá donde vaya. Aunque soy un poco viejo para luchar, todavía puedo cortar manos y cuellos y...

A Amenhotep le gustó de nuevo la contestación, e hizo un gesto de conformidad.

—Sea —zanjó el faraón. Acto seguido miró a Sejemjet, que no podía dar crédito a lo que había escuchado—. Ahora quiero que vengáis conmigo, pues deseo mostraros algo.

El dios avanzó hacia su carro de guerra y empezó a hablar a los caballos que aguardaban sujetos de las riendas por dos palafreneros. Alrededor había varios
tent heteri,
soldados de carros, y más allá un nutrido grupo de oficiales que observaban con atención. A una señal del monarca, uno de los soldados le entregó su arco, y acto seguido el faraón se lo dio a Sejemjet.

—Toma, a ver si puedes tensarlo —le desafió.

Sejemjet cogió el arma que le ofrecían. Era un arco magnífico, compuesto, y fabricado con tira de asta de órix, tendones y madera de abedul. Aquella arma podía acertar en el blanco a ciento cincuenta metros sin ninguna dificultad. Sin duda era digna de un rey. Recordó que Senu había hecho referencia a aquel arco que, al parecer, sólo podía tensar el dios, y al punto se sintió incómodo. Aunque no acostumbraba a usarlos los conocía bien. Durante los largos años pasados en Kush había visto muchas veces tensar este tipo de armas a los arqueros nubios, los mejores que había. Era necesaria una gran habilidad para hacerlo, además de fuerza, y más para un arco tan poderoso como aquél.

Sejemjet pensó que no debía entrar en un desafío semejante, pero tampoco podía negarse. Sintió que no tenía ánimos para aquel tipo de exhibiciones: sin embargo, asió el arco con una mano y apoyó uno de sus extremos en el suelo, luego pasó una pierna a su alrededor y con la otra mano llevó la cuerda hasta el extremo superior para tensarla. Notó todas las miradas puestas en él, en tanto se hacía el silencio. Sejemjet flexionó sin dificultad la parte superior del arco, y ya casi tenía la cuerda tensada cuando miró un instante al dios que lo observaba con atención; acto seguido la soltó. Entonces se oyó un murmullo generalizado.

—Es un arco fabricado para un dios de Kemet —dijo devolviendo el arma a Amenhotep—. Me es imposible tensarlo.

Ajeprure lo cogió sonriente, y de un salto subió a la biga para mirar como su señor a todos los que allí se encontraban. ¿Acaso no se trataba de un verdadero dios?, murmuraban los presentes en tanto extendían sus manos hacia él. El faraón irradiaba su luz sobre ellos. Ra-Horajty estaba en él y todo Kemet se glorificaba por ello.

Amenhotep apoyó un extremo de su arco sobre el piso del carro, y luego hizo la misma maniobra que había realizado Sejemjet con anterioridad. Sin dejar de mirar a sus oficiales, llevó la cuerda al otro extremo para tensarla con facilidad. Al momento éstos proclamaron públicamente su admiración. Nunca había existido un dios tan fuerte como aquél.

El faraón pidió su carcaj e hizo un gesto a Sejemjet para que atendiese. Al parecer todo estaba preparado para una de sus habituales exhibiciones, y Sejemjet reparó entonces en los cuatro blancos dispuestos en la gran explanada. Eran cuatro planchas de cobre asiático de un palmo de espesor separadas entre sí a una distancia de veinte codos.

Amenhotep susurró unas palabras a sus corceles y se sujetó las riendas a la cintura, luego asió su arco y cuatro flechas a la vez y puso a trotar a sus caballos; al poco les gritó, y éstos se lanzaron al galope ante la expectación de todos los que se encontraban en el gran patio. El carro corrió paralelo a los blancos dispuestos, y el faraón disparó una a una las cuatro flechas contra las planchas de cobre con una rapidez inaudita. Entonces estalló un gran clamor en el campo; Amenhotep había traspasado las planchas con sus dardos.

—Montu está en él —alababan los soldados y oficiales—. Jamás se había hecho una hazaña como ésta. Nunca se había oído relatar que una flecha traspasase una plancha de cobre para caer al suelo. Únicamente el señor del Alto y Bajo Egipto es lo suficientemente poderoso, pues Amón lo ha hecho fuerte.
[16]

El faraón regresó al galope sobre su carro de electro; su mirada era dominante y su expresión triunfal y al detenerse junto a Sejemjet levantó de nuevo su cabeza altivo.

—Yo soy el hijo de Montu —le dijo con un gesto de suficiencia, y acto seguido se alejó al trote, seguido por sus oficiales.

* * *

Sejemjet nunca pudo imaginar que algún día se asombraría ante la barbarie humana. Él, que había participado en matanzas sin fin; él, que había salido de múltiples batallas cubierto de sangre hasta los ojos y que había perseguido a los fugitivos sin tregua hasta darles caza; él, que cuando la ira lo cegaba dejaba el campo cubierto de difuntos, fue testigo directo de la crueldad y la brutalidad de un dios implacable.

En el tercer año de su reinado, Ajeprure lanzó a su ejército sobre las tierras de Siria. Un levantamiento en el país de Takhsi, en el valle superior del río Orontes, fue el pretexto para demostrar a los pueblos extranjeros qué clase de faraón se sentaba en el trono de Egipto. La realidad era que varios de aquellos pueblos deseaban tantear al nuevo soberano del valle del Nilo. Los mitannios aprovecharon la muerte del gran Tutmosis para volver a su habitual política: fomentar los levantamientos sistemáticos entre los príncipes de Siria. Ellos eran los primeros que querían ver en acción a Amenhotep, y para ello alentaron al levantamiento a todo aquel que quiso escucharlos.

Ajeprure dio gracias al padre Amón y al dios tebano de la guerra, Montu, por el favor que le otorgaban al presentarle aquel conflicto. Después de doce años de paz, él estaba ansioso por demostrar su bravura y hacer realidad los combates heroicos con los que había soñado desde la infancia. Nadie podría detenerle, y ansiaba aplastar a los rebeldes a sangre y fuego.

Al frente de su ejército, el dios se dirigió presto hacia el mismo corazón del conflicto, pues quería hacer saber que era impetuoso por naturaleza. Junto a él marchaban sus generales y mejores oficiales, entre los que se encontraba Mehu, el antiguo hombre de confianza de su augusto padre, que seguía gozando del afecto del nuevo faraón. En su empleo de comandante de los valientes del rey, era un hombre muy próximo al monarca, que escuchaba con atención todos sus juicios, pues no en vano poseía una gran experiencia militar.

Mehu no era ni la sombra del hombre que Sejemjet había conocido hacía veinte años. Ahora estaba viejo, gordo y un poco abotargado, aunque continuaba siendo dueño de aquella mirada feroz que todos recordaban. La tarde en que volvieron a verse, ambos se observaron un instante en silencio. Mehu miró de arriba abajo a su viejo enemigo, y luego esbozó una de sus extrañas muecas, que bien podían significar cualquier cosa, y se marchó.

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