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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El hijo del desierto (70 page)

Los policías volvieron a reír.

—«Amón le da esperanza.» ¡Ése sí que es un buen nombre para un asceta! —exclamó el que iba al mando—. Pero me temo que deberás acompañarnos al cuartel para que el escriba pueda comprobar debidamente cuanto nos has contado —continuó endureciendo ahora el tono de su voz.

Sejemjet dirigió otra mirada al perro, y luego observó a los
medjays
sin inmutarse, a la vez que se colgaba el zurrón del hombro.

—En marcha —ordenó el
medjays
haciéndole una señal con la cabeza.

Pero Sejemjet no se movió. Entonces el policía le dirigió una mirada feroz, y sacó el hacha semicircular que llevaba en el cinto.

—¿Acaso no quieres venir de buen grado? —lo amenazó—. Te advierto que el animal todavía no ha comido hoy.

—Si he de acompañaros, sólo será para ver a Osiris.

—¡Átale los codos a la espalda! —le ordenó a su compañero.

—Ni se te ocurra —le advirtió Sejemjet atravesándolo con la mirada.

El policía vaciló un momento, y entonces el otro
medjays
levantó su hacha contra el antiguo soldado.

Sejemjet se hizo a un lado con una agilidad pasmosa, y rápidamente sacó su
jepesh
del interior del zurrón; al ver la espada, el
medjay
descargó un hachazo sin contemplaciones, mas Sejemjet lo esquivó sin dificultad, y cuando el brazo del policía pasó junto a él, se lo cortó de un tajo.

El
medjay
cayó al suelo dando alaridos, y el otro se precipitó contra el guerrero blandiendo su arma. Sejemjet paró el golpe y luego lo atacó alzando su
jepesh
con la intención de partirle la cabeza en dos, mas su contrincante se movió con rapidez y la espada sólo le cercenó una oreja, lo cual fue una gran suerte, sin duda. Ni en mil veces se hubiera dado una casualidad así.

Al ver el apéndice en el suelo, el
medjay
tiró su arma pidiendo cuartel, a la vez que se llevaba la mano a la cara.

—¡Mi oreja! —gemía—. ¡Mi oreja! ¡No nos mates!

Sejemjet los observó un instante, todavía con su espada dispuesta para un nuevo ataque.

—¿Quién eres? —le preguntó el caído en tanto se llevaba la mano a la cabeza.

—Ya os lo dije —contestó el guerrero conteniendo su ira—. Soy un eremita que busca la soledad. Por ese motivo no os mandaré hoy con Anubis. Dile a tu amigo que meta el muñón en la arena para que deje de sangrar.

Luego se marchó con paso presto por una de las pistas que conducían al desierto; éste lo llamaba de nuevo, como siempre había ocurrido.

La noche se echó de nuevo encima entre los peores presagios. Kemet no deseaba ver a su hijo en paz, y los dioses que regían su orden se encargarían de que así fuera. Sejemjet se tragaba su rabia mientras la cólera lo reconcomía por dentro. De nuevo se veía obligado a huir de los suyos, como si no hubiera posibilidad de encontrar algún día la paz que tanto anhelaba. Se le ocurrió entonces que quizá todo fuera obra de Maat, la diosa de la justicia, que nunca perdonaría su crimen. En tal caso, no había nada que hacer: Maat era inflexible y sólo los verdaderos de corazón obtenían su favor.

Mas él pensaba de otra forma, pues no se sentía más culpable por la muerte de Merymaat que por la de cualquier otro hombre. Hacía mucho que no se acordaba de los dioses, y éstos no parecían tener un especial interés en que la situación cambiara.

Sejemjet se dirigió hacia los agrestes
wadis
del este. Allí el terreno discurría entre agrietados farallones que se extendían hasta donde se perdía la vista, y que formaban en ocasiones enormes acantilados que se alzaban para crear valles que daban cobijo a la desolación. Aquél era un buen lugar donde esconderse del ejército de
medjays
que saldría en su busca, aunque se negara a admitir el que debiera pasar el resto de su vida oculto de los hombres.

Encontró una pequeña cueva en un lugar desde el que podía divisar el paisaje que lo rodeaba. Era una de las múltiples estribaciones que jalonaban aquella tierra. Rocas, silencio y olvido. Un buen reducto para la desesperación.

Un día tuvo una visita inesperada que lo llenó de asombro. Un perro enorme entró en su cueva y vino a sentarse justo delante de él. Sejemjet reconoció enseguida al animal que acompañaba a los
medjays
la tarde en que mantuviera el infortunado encuentro. Recordó perfectamente cómo el animal asistió a la refriega sin moverse, cosa extraña, pues solían ser muy feroces. Estos perros eran adiestrados por los
medjays
para perseguir a los fugitivos y en ocasiones recibían un trato muy duro. Seguramente habría sufrido palizas y le habrían obligado a pasar penalidades para acostumbrarle a soportar la mala vida que le esperaba. Sejemjet entendió el lenguaje de su mirada en cuanto lo vio, y el animal lo supo al instante. Éste notó el poder que transmitía aquel hombre y se sintió dominado por él, por eso no intervino. El extraño era el más fuerte, y además simpatizaba con él. Por eso decidió seguirlo hasta la cueva, convencido de que no lo rechazaría. Él sería su nuevo amo.

Al verle sentado junto a él, Sejemjet lo acarició. Lo llamaría Iu, que significa «perro», un nombre tan bueno como cualquier otro.

Durante casi un año, Sejemjet permaneció oculto entre aquellas desérticas colinas. Fue necesario cambiar de escondite en varias ocasiones, pues las patrullas de
medjays
parecían dispuestas a recorrer cada
wadi
de aquel vasto territorio.
Iu
se mostró como un extraordinario rastreador, y resultó ser de gran ayuda en una situación como aquélla.

Después de lo ocurrido a la patrulla de
medjays
, el director del ejército del oasis había movilizado a un gran contingente de sus hombres para que atraparan a aquel desconocido capaz de mutilar a dos de sus soldados. Ni Set hubiera mostrado tan mala condición. Enseguida mandó un informe de lo ocurrido al
seshena-ta,
el comandante de la región, y éste sospechó al momento acerca de la identidad del fugitivo. Hacía ya muchos
hentis
que se buscaba a aquel hombre y, sin embargo, su nombre todavía perduraba en la memoria de quienes lo habían conocido.

El comandante optó por enviar más efectivos a la zona con la orden de intentar atrapar con vida al fugitivo. Si no le daban tregua, antes o después lo cogerían.

Sejemjet se convirtió entonces en una especie de fantasma capaz de dejar rastros en lugares muy apartados, mas las patrullas no cejaban, y en varias ocasiones estuvieron a punto de sorprenderlo. Mientras dormía,
Iu
velaba por él como nunca lo había hecho nadie en su vida, y fue tal el amor que llegó a sentir por el animal que muchas noches le contaba historias acerca de su vida y cuáles eran los pesares que lo abrumaban. El perro lo miraba muy atento, y él estaba convencido de que lo comprendía, e incluso que se hacía cargo de su tristeza.

Iu
demostró ser un cazador formidable. Los conejos abundaban, y también las serpientes, y ambos eran buenos platos para unos estómagos que no tenían mucho donde elegir. En ocasiones era Sejemjet el que sorprendía a las parejas de
medjays
para arrebatarles el agua y la gran cantidad de dátiles y frutos secos que solían llevar en sus zurrones. Así iba sobreviviendo, hasta que un día decidió no esconderse más.

Los años empezaban a pesarle demasiado, y a su edad muchos hombres habían muerto o estaban envejecidos. Él se conservaba bien, como si en verdad hubiera un pacto oculto que le procurara aquella fuerza que aún poseía, pero su corazón estaba cansado. Al fin y al cabo era un guerrero, y no servía para esperar la muerte que otros quisieran darle. Si Egipto no lo quería, se marcharía para siempre a algún lugar del que ya nunca se movería. Al menos ahora no estaba solo, pues
Iu
resultaba ser mejor compañero que muchos de los que habían luchado a su lado.

Ambos amigos buscaron la manera de salir de la gran trampa en la que se hallaban. Lo mejor sería dirigirse hacia el norte y abandonar aquel tipo de terreno escarpado para perderse en el desierto, donde nunca podrían atraparlos. El problema estribaba en que los profundos valles que serpenteaban por entre los acantilados podían convertirse en trampas de las que resultaría difícil salir, pero debían arriesgarse.
Iu
evidenció poseer un sentido especial a la hora de elegir el mejor camino, y Sejemjet decidió confiar en su instinto. Caminaban por la noche y se refugiaban del sol durante el día. Las noches eran frías y eso los ayudaba a moverse más deprisa, aunque Sejemjet tuviera el presentimiento de que los estaban empujando hacia una emboscada.

Una tarde varias patrullas aparecieron sobre las cimas de unas colinas, y el guerrero no tuvo duda de que querían que los viesen. Había un silencio cada vez más pesado en aquellos parajes, como de tensa espera, una sensación que Sejemjet conocía bien. Se imaginó entonces que los
medjays
debían de haber hallado algún rastro y trazado un amplio círculo a su alrededor. De esta forma los encontrarían.

El guerrero y su perro zigzaguearon durante unos días dejando multitud de pistas falsas. Las arenas del desierto ya estaban próximas, y pensó que podían conseguirlo; pero una tarde, al subir a uno de los acantilados desde donde observar los alrededores, Sejemjet vio que estaban rodeados. El
wadi
que discurría bajo sus pies desembocaba en una planicie de arena rojiza que se perdía en el horizonte, por donde Ra-Atum ya se ocultaba. Por él deambulaban patrullas que habían establecido su campamento, como si estuvieran esperándolos desde hacía tiempo. Se hallaban atrapados sin remisión, y los perseguidores sólo tenían que aguardar a que se les terminara el agua para capturarlos sin dificultad.

Aquella noche Sejemjet se tumbó bajo el cielo estrellado para ver los luceros por última vez. Al día siguiente saldría a morir al camino que serpenteaba al pie de las colinas, antes de que las fuerzas lo abandonaran y enloqueciera por la sed. Invocó al único que siempre lo había escuchado cuando lo llamaba en la batalla, y le pidió que alimentara de nuevo su cólera para vender cara su vida. Si su fin se encontraba próximo, acudiría a él como había vivido: con el arma en la mano y el aliento de Anubis siempre próximo.

Miró a
Iu
un momento y vio que éste lo observaba. Se le ocurrió que quizás el animal se diera cuenta de cuál era la situación. Aquel perro era un luchador, como él, y le seguiría en su último combate sin vacilar. Sejemjet lo acarició y le murmuró unas palabras de ánimo, luego ambos se quedaron dormidos.

* * *

Sejemjet escuchó soplar el viento y casi de inmediato notó que el aire le quemaba. Las ráfagas se presentaron de improviso y con una intensidad que aumentaba por momentos. El veterano soldado se incorporó, protegiéndose los ojos con el dorso de la mano, y pudo percatarse de la tempestad que se les echaba encima. Era el
khamsin
el que se abría paso sin que nadie pudiera impedírselo, llegaba desde el suroeste alimentándose de los inmensos desiertos que recorrían su camino. El
khamsin
lamía con ansia sus arenas para irlas levantando en su alocada carrera hasta convertir el aire en espesos muros de polvo. Ningún ejército podía combatir contra él, y los oasis del oeste se doblegaban ante su poder dejándole el paso franco hasta el corazón de Egipto.

Los silbidos del viento pronto se convirtieron en bramidos espeluznantes. El aire se tiñó de rojo y Sejemjet se envolvió en una frazada junto con su perro. Apenas se veía a unos codos de distancia, y el azote del vendaval hacía que los pequeños guijarros corrieran por las laderas formando parte del caos. El veterano no tuvo duda de que Set se presentaba en aquella hora para atender sus súplicas. Nunca se le ocurrió pensar que lo haría de aquella forma, y al tomar conciencia de la tormenta que se cernía sobre Kemet, comprendió que el Ombita enviaba a sus huestes para ayudar a su hijo más querido, manifestando toda su terrible majestad, ante la que sucumbían los hombres. El Rojo se encontraba por todas partes, tiñendo aquellos farallones con la sangre derramada por su ira. El señor del desierto se había presentado sin avisar, y ante eso no cabía más que ocultarse de su temible cólera.

Sejemjet abandonó su escondrijo y bajó hasta el fondo del valle envuelto en una túnica espectral. Iu, su fiel compañero, cubierto por una raída manta, iba sobre sus hombros como si fuera un fardo. El animal no hubiera podido sobrevivir a un temporal como el que se había desatado, y el viejo soldado lo protegía como podía, sabedor de que aquella arena, fina como la punta de una aguja, penetraría a través de la manta sin remisión. Era una ventisca que hacía arder los pulmones al respirar, como si todos los condenados soplaran a la vez desde el infierno para expandir su nauseabundo hálito por toda la tierra de Egipto. «Aire llegado del Amenti —se dijo al sentirlo en su interior—. No hay nada que se le parezca.»

Sejemjet dejó los agrestes acantilados sin encontrar más compañía que la de los demonios que Set había hecho venir desde el Inframundo. Los
medjays
optaron por refugiarse lo mejor que pudieron en el interior de sus tiendas, convencidos de que las leyendas que circulaban acerca de aquel hombre eran reales. Su padre Set les mostraba su cólera, y les enviaba un aviso de lo que les ocurriría en caso de persistir en su acoso. La superstición se apoderó de ellos, y todos se miraron atemorizados, arrepentidos de estar allí. Los dioses tenían sus predilecciones, y ellos no podían interferir sin sufrir las consecuencias.

Sejemjet anduvo todo el día entre el ulular del viento y el continuo lacerar de la fina arena. Su figura parecía formar parte de la propia tempestad, y muchos hubieran pensado que se alimentaba de ella. Los espesos cortinajes que se descolgaban sobre Kemet se abrían misteriosamente para permitirle el paso, y luego se cerraban tras él, borrando cualquier rastro de su presencia. Era una ilusión transportada por el viento, un hijo del caos al que los hombres nunca podrían vencer.

Después de dos días de incesante vendaval, éste cesó poco a poco para dejar paso a una extraña calma. El aire continuaba saturado de infinitas partículas de arena que mantenían el ambiente teñido de un color rojo por el que se filtraba la luz del sol. Ésta creaba efectos ilusorios que llevaban a imaginar figuras grotescas que deambulaban cuan espectros perdidos en el vacío más absoluto. Set había vuelto a dejar su sello, mostrando a los hombres su propia insignificancia.

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