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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

El asesino hipocondríaco (19 page)

El señor Blaisten deja escapar un largo resoplido, y se recuesta en la cama. Le pregunto si se encuentra bien, más por romper el silencio que porque piense que se pueda encontrar ni una milésima parte de lo mal que yo me encuentro, pero no me contesta. Ha vuelto a enmudecer, como si sufriera una suerte de afasia selectiva. Aunque cuando mira así hacia el techo, más bien parece aquejado por algún tipo de autismo, o por una apoplejía que lo ha sumido en un estado vegetativo. Imagino que mis noticias han supuesto para él todo un shock emocional.

—¿No se lo ha querido contar a su hermana? —Procuro parecer cortés, sin caer en la indiscreción—. Lo de que su amante desee asesinarle, quiero decir.

—Usted no lo entiende. No ha sido Melaina.

—¿Cómo dice? No, no, me temo que no me debo de haber explicado bien. Ya le he dicho que las letras son idénticas. No cabe posibilidad de error. Yo soy un experto grafólogo.

—No hay tiempo. Tenemos que irnos de aquí. Mi hermana viene para arriba.

De un salto sorprendentemente ágil, Eduardo Blaisten baja de la cama. Yo lo observo con envidia, mientras lo veo enfundarse las ligeras zapatillas de polipropileno con suela antideslizante, y dirigirse al pequeño armario de la habitación. Se pone el abrigo sobre el fino batín del hospital que deja al descubierto la larga espalda, se lo abrocha, y se acerca hasta mi cama para dejarme mi propio abrigo sobre el regazo.

—Vamos —me dice, ayudándome a levantarme—. Está a punto de llegar.

Yo le sigo la corriente, porque es lo que hay que hacer siempre con cualquier sujeto afectado por un repentino brote psicótico, y me pongo el abrigo sobre el batín hospitalario.

Una vez que salimos de la habitación, Blaisten mira hacia los lados, me coge del brazo y me fuerza a caminar con diligencia por el pasillo; aunque advierto que también utiliza mi brazo para apoyarse, y que tiene grandes bolsas oscuras bajo los ojos, y la tez pálida, de una tonalidad amarillenta. Nos detenemos delante de las puertas del ascensor. La calefacción está muy alta, y no creo que eso sea bueno para evitar la proliferación de los virus que crecen, mutan y confabulan en este tipo de instalaciones. Se abren las puertas, y noto que el señor Blaisten me empuja con violencia hacia delante, pero cuando me vuelvo para ver a qué ha venido eso, ha desaparecido. Miro al interior de la cabina, y me encuentro con una señora gruesa que lleva un conjunto de falda y chaqueta azul marino, y un ajustado collar de perlas alrededor del cuello, que a todas luces debe de ser la hermana de mi objetivo.

—¿Me permite? —me dice.

—Sí, por supuesto —le digo, y me quedo parado entre las dos puertas automáticas del ascensor.

—Que si me permite el paso —repite la señora con las cejas levantadas, después de haberse acercado a mí y de haber vuelto a dar un paso hacia atrás.

—Claro que sí, yo soy muy permisivo —improviso. Cualquier persona que quiera dedicarse al antiguo y noble arte del asesinato tiene que ser capaz de improvisar; si bien en este instante siento que me está subiendo la temperatura en todo el cuerpo, y en concreto en las mejillas, en las orejas, y en la superficie del cuero cabelludo, y que me ronda una suave sensación de mareo, porque en el fondo no sé muy bien por qué está ocurriendo todo esto ni qué se espera de mí.

—Pero ¿qué decís, chalado? Quitá de en medio —ataja la mujer. Lleva los labios perfilados, probablemente de forma permanente mediante una técnica de micropigmentación; aunque no puedo decir que eso le favorezca.

—No obstante —prosigo imperturbable—, ha de tener mucho cuidado en estas instalaciones. El edificio está lleno de médicos. Y si hay algo que no es un médico es permisivo. Yo en realidad los definiría como todo lo contrario: son unos seres esencialmente restrictivos.

Quería añadir además que tanto los especialistas en el cuerpo humano, como el resto del personal de la salud pública, tampoco se caracterizan por ser demasiado sensibles, pero la hermana de Blaisten ha estado haciendo gestos con la cara y señales con los brazos, y ahora un vigilante de seguridad me ayuda a despejar la entrada del ascensor, y creo que pretende ayudarme también a salir de las instalaciones del complejo hospitalario.

Cuando caminábamos por el pasillo, el señor Blaisten nos ha dado alcance, le ha mostrado una tarjeta al vigilante de seguridad, y le ha asegurado que él me acompañará y se hará cargo de todo. Volvemos sobre nuestros pasos, mientras mi objetivo no deja de alzar la cabeza y de mirar hacia todas partes.

—Gracias —me dice, al cabo de unos minutos.

Ahora somos nosotros los que nos encontramos en la cabina del ascensor, y estamos descendiendo a la planta baja. Como Blaisten debe de haber notado que hace tiempo que no entiendo nada, se aclara la garganta y, con los ojos fijos en el suelo del ascensor, murmura:

—No pudo ser Melaina. Su teoría era errónea. —El señor Blaisten hace una pausa antes de seguir hablando, sin levantar la mirada del suelo—. Melaina tiene una luxación en la mano derecha, no puede hacer nada con esa mano, y menos escribir. Cuando ayer por la mañana salió de mi casa, llamó a la puerta de mi hermana. Las estuve oyendo un rato hablar en el descansillo. Melaina le dictó la nota a mi hermana. Fue ella. Reconocí la letra enseguida. Acaba de estar usted hablando con su jefa hace un instante.

Permanezco unos segundos en silencio. La vista se me nubla y me cuesta mantener alineada la trayectoria de mis ojos. Valoro hasta qué punto Eduardo Blaisten puede tener razón, y si de verdad podría darse la circunstancia de que él hubiera llegado antes que yo a la correcta solución de este embrollo, careciendo como carece de una mente entrenada como la mía.

—Entiendo que su pareja sentimental quiera matarlo, señor Blaisten —digo, tratando todavía de recomponer la nueva situación en mi mente—. Instalé cierto número de aparatos de escucha en su casa, y pude comprobar que no se llevaban muy bien. Pero ¿por qué habría de querer matarlo su propia hermana?

—Tenía problemas.

—¿Se veía acaso obligada a elegir entre la vida de usted y la suya propia? —le pregunto, porque con los años he aprendido que la mejor manera de entender los misterios de las relaciones humanas es aplicando mis propias experiencias. Sin embargo, Blaisten me mira raro y no dice nada, así que intento parecer un poco más pragmático, y añado—: ¿Se refiere a problemas económicos?

—Sí, también económicos. Quería vender unas propiedades de nuestra herencia, y yo no di el consentimiento… Pero su verdadero problema es otro. Siempre se tiene que hacer lo que ella quiera. Cuando y como ella lo decida. No tiene capacidad de ver el mundo con los ojos de los demás… Es una tarada. Siempre lo ha sido. En realidad no sé de qué me extraño.

Hemos atravesado el hall de entrada y la recepción, sin que nadie haya tratado de impedírnoslo. Y hemos salido caminando juntos del hospital, un poco mareados, un poco bamboleantes. Creo que nos hemos mantenido todo este tiempo cerca el uno del otro por si en algún momento necesitábamos un apoyo para no caer en redondo al suelo, estando como estamos desnudos de cintura para abajo.

Una vez fuera de las instalaciones del complejo hospitalario Gregorio Marañón, el señor Blaisten se detiene, se vuelve hacia mí y me mira a los ojos. Es una tarde de cielo bajo y anubarrado, de fragancias invernales. Y puedo sentir el frío en las piernas desnudas, y ascendiendo por las plantas de los pies.

—¿Va a seguir intentando matarme? —me pregunta.

—Tengo que hacerlo, me pagaron por adelantado.

—¿Y qué más da? Mi hermana estará pronto encerrada. Voy a hacer todo lo posible por que la encierren. En un psiquiátrico. ¿Por qué no se queda con el dinero y se va a otra parte?

—Eso es imposible, señor Blaisten, yo soy un hombre de moral kantiana. Immanuel Kant decía que se obrase sólo de forma que se pudiera desear que todo el mundo actuase de ese mismo modo. Y a mí no me gustaría pagarle a un asesino profesional para que matase a alguien, y que se fuera con mi dinero a otra parte.

Eduardo Blaisten me mira durante unos segundos más. Creo que piensa que estoy bromeando. Luego me estrecha la mano. Yo, al contrario que él, no la aprieto demasiado, porque estoy al límite de mis fuerzas, y porque no llevo los guantes puestos, para protegerme de los gérmenes, de las bacterias y de los hongos. Entonces, mi objetivo se da la vuelta y echa a andar por la acera, con el abrigo abrochado hasta arriba, el
sobretodo
diría él, bajo la hilera de árboles que dejó sin hojas el otoño. Yo cruzo al otro lado de la calle, y comienzo a andar en una trayectoria paralela a la suya, unos cuantos metros por detrás, siguiéndolo a una distancia prudencial. Me subo las solapas del abrigo, y puedo oír con toda claridad una voz interior que dice:

«Y así se alejaban caminando, a través de las invernales tardes de la populosa ciudad de Madrid, bajo la hilera de árboles que dejó sin hojas el otoño, el señor Blaisten y el señor Y…»

56

E
l señor Kant se murió. Cuando ya nadie lo creía, se murió. El 12 de febrero de 1804. Cuando ya todo el mundo pensaba que era inmune a sus eternos resfriados, se murió y fue a parar a una tumba junto a la catedral de Königsberg, hoy la rusa Kaliningrado. Si bien el derecho al descanso le fue negado, y en 1945 el bombardeo soviético sobre la pequeña población prusiana destruyó su tumba original, y lo que hoy se conserva no es más que una simple réplica.

El señor Poe también se murió, a pesar de que nadie lo creyera cuando decía saberse perseguido por la muerte y por su mala fortuna. El 7 de octubre de 1849. Y sus consumidos restos fueron a parar al cementerio Old Western Burial Ground, en Baltimore, sin que nadie se ocupara siquiera de cubrir su fosa con una lápida. Hubo de esperar años para que le construyeran al fin una digna sepultura, pero justo antes de que llegaran a colocar la losa, su infatigable mala fortuna logró distinguir lo que estaba sucediendo a través de las ventanillas del mismo tren en el que un lejano día persiguiera al poeta, invocó sus oscuros poderes, e hizo descarrilar al ferrocarril con el único objetivo de hacer añicos la lápida. Desde entonces, transcurrió tanto tiempo hasta que se le ofreció una nueva tumba al desventurado señor Poe que, cuando se hizo de forma oficial en 1875, los responsables de la maniobra se equivocaron de ataúd, y de restos, y aún hoy miles de admiradores visitan al hombre equivocado. Todos menos yo, que desde 1994 visito la tumba correcta cada 19 de mayo, hago un brindis por el cumpleaños del más desdichado de los poetas, y dejo allí la botella junto a tres rosas amarillas.

El señor Descartes se murió. Aunque sus coetáneos se rieran de su frío y de su gusto por la estufa, se murió, un 11 de febrero de 1650, y sus congelados restos fueron a parar al cementerio de Fredikskyrkan, en Estocolmo. Pero como buen perseguido por la mala suerte, tampoco una vez muerto le fue concedido el reposo, y en 1666 su cadáver se exhumó para ser trasladado al cementerio de Sainte-Geneviève-du-Mont, en París. Y por si eso no fuera suficiente, durante la Revolución Francesa volvió a ser exhumado, y trasladado al Panteón de Hombres Ilustres. Y todavía una vez más, en 1819, la fatalidad hizo que sus escasos restos mortales fueran exhumados por cuarta vez, y trasladados a la Abadía de Saint-Germain-des-Prés. Si bien esta vez, al abrir el féretro, se descubrió que la cabeza del señor Descartes no estaba pegada a su cuerpo. El cráneo, en el transporte del cadáver desde Suecia hasta Francia, había sido robado por el capitán Israel Hanstrom, de quien no se sabe si era un anticartesiano radical o por el contrario un ferviente seguidor de la doctrina de la separación entre la
res cogitans
y la
res extensa
.

También murió el señor Byron, a quien todo el mundo tenía por un atildado ponderador de sus dolencias. Un 19 de abril de 1824, a los treinta y seis años, cumpliendo con la maldición que recaía sobre los varones de su familia. Había viajado a su amada Grecia para luchar por la independencia del país, y contra los intereses del Imperio otomano, y allí sufrió un ataque epiléptico y contrajo la malaria. Los médicos, en los que no creía, le prescribieron un tratamiento a base de sangrías. El señor Byron, en un principio, se negó a ser tratado. No obstante, días más tarde, cuando la enfermedad lo había llevado al límite de sus fuerzas, accedió a que los médicos le sacasen toda la sangre que desearan. Murió tres días después, con dos litros de sangre menos, al grito de «¡asesinos!». Sus exprimidos restos fueron a parar a la iglesia de Santa María Magdalena, en Nottinghamshire. El infortunio que lo perseguía hizo que ciento cuarenta y cinco años más tarde los volvieran a exhumar, para esta vez ser trasladados a la Abadía de Westminster, en el Rincón de los Poetas.

Cuando toda la sociedad francesa tenía serias dudas sobre si aquello ocurriría alguna vez, el señor Voltaire también se acabó muriendo. Después de haber sobrevivido a decenas de médicos y a media docena de enfermedades mortales, se murió de excitación. Un 30 de mayo de 1778, tras una jornada en París en la que fue colmado de honores y sus admiradores acudían a verlo en procesión hasta el hotel de madame Villette donde se hospedaba. Luego, una vez cadáver, los parisinos le negaron la sepultura. Y los emocionados restos del señor Voltaire tuvieron que buscar descanso en las afueras de la ciudad, en la Abadía de Sellières, donde por aquel entonces su sobrino era abad. Pero ni tan sólo un día le fue concedido el reposo, porque ya antes de ser enterrado un médico anónimo le extrajo el corazón, probablemente movido por el precio que desde el robo del cráneo de Descartes los órganos de filósofos habían alcanzado en el mercado; o quizá como venganza por la animadversión que el ilustrado había profesado hacia su gremio. Años más tarde, en 1791, al igual que les ocurriera a los mutilados restos cartesianos, durante la Revolución Francesa el cuerpo del señor Voltaire fue exhumado y trasladado al Panteón de Hombres Ilustres de París, donde lo situaron justo al lado de los huesos de su eterno enemigo Jean-Jacques Rousseau. Hoy, su cuerpo carcomido por todas las enfermedades aún se remueve bajo el mármol, pero en cambio el órgano bombeante de su pecho luce en una urna de cristal de la Biblioteca Nacional de París, como prueba irrefutable de que Voltaire, en efecto, tenía corazón.

Y Jean-Baptiste Poquelin, mucho más conocido por el sobrenombre de Molière, después de toda una vida perseguido por la enfermedad y huyendo de los médicos, como todos, también se murió. El señor Molière alcanzó la fama por su despiadada crítica a los doctores y los boticarios, a quienes tenía por unos charlatanes amparados en sus tecnicismos y latinajos, por sanguijuelas de la debilidad humana, que es de natural disposición a los pensamientos morbosos. Pero entonces, cuando todo el mundo se había acostumbrado a sus constantes presagios de muerte, cuando todo París lo creía invulnerable a los muchos achaques que él decía horadaban su cuerpo, se murió. Un 12 de febrero de 1673, en plena representación de su obra
El enfermo imaginario
. Se encontraba vestido de amarillo sobre el escenario del Palais Royal, exhibiendo su leonada melena de cabello propio, cuando le asaltaron unos extraños dolores en el vientre, y delante de todos los espectadores, por el esfuerzo, cayó desmayado. El señor Molière se volvió a levantar, sacó fuerzas de flaqueza, se presionó el abdomen con la mano para aplacar el dolor, y continuó hasta el final con la representación. Luego, por fin, se murió. Una ley promulgada en París en 1654 prohibía dar cristiana sepultura a las rameras, las concubinas, los usureros, los brujos y los cómicos, por lo que el cuerpo del señor Molière tuvo también que errar durante cinco días por las calles parisinas, hasta que por mediación de su mecenas, el rey Luis XIV, fue enterrado en el cementerio de San José, con nocturnidad y a escondidas. No lo dejaron descansar, por supuesto, y en 1804 su corrupto cadáver transido por todas las afecciones fue exhumado, y trasladado sin demasiados miramientos a un panteón del cementerio de Père-Lachaise.

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