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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

El asesino hipocondríaco (18 page)

A lo largo de todos aquellos años perseguido por su mala fortuna, el señor Proust nunca tuvo miedo a las enfermedades. Lo único que temía, como yo, era morir antes de haber terminado su obra.

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H
an transcurrido dos horas desde que el señor Blaisten entró en su estado de somnolencia. Son las 18.42 y ya hace tiempo que ha anochecido. En el hospital, las pocas visitas que quedan hablan en voz baja, formando corrillos, y miran hacia el suelo. En cambio los médicos hablan en voz alta, y todavía con más ímpetu los enfermeros y enfermeras. En los pasillos persiste el olor a lejía y a desinfectante, pero el olor a alcohol etílico está siendo reemplazado poco a poco por el de los antibióticos y las bandejas con preparados de comida aséptica. Estoy delante de la puerta de la habitación de Eduardo Blaisten, porque antes quise comentarle algo y no lo hice. Así que, aprovecho que una enfermera acaba de entrar para colarme dentro.

—Es libre de irse a su casa cuando quiera —me dice Blaisten cuando me ve con el rabillo del ojo, sin mover apenas la boca—. ¿O está aquí por trabajo?

—Quería decirle algo.

—Pues dígamelo. Y márchese.

El señor Blaisten ahora parece enfadado, pero yo no recuerdo haberle hecho nada que no le hubiera hecho ya antes. Dudo durante casi un minuto acerca de cómo empezar mi explicación. No estoy acostumbrado a hablar de estas cosas. A hablar, en general.

—Hace un rato me dijo que a mí no me afectaba nada, que no era sensible a las circunstancias.

—Eso dije.

—No es así, yo soy un espíritu sensible.

—Creo que ya ha agotado esa broma.

—Lo que ocurre es que doy esa impresión porque sufro una parálisis facial.

El señor Blaisten gira la cabeza hacia mí y me mira, con una ceja fruncida y la otra alzada. Me observa con detenimiento y me dice:

—A ver, hable.

—Tengo el Síndrome de Moebius. Es una enfermedad extremadamente rara, que tiene su origen en un desarrollo defectuoso de los núcleos de los nervios craneales sexto y séptimo. Lo que provoca la parálisis de los músculos faciales y oculares, los que controlan tanto el parpadeo como el movimiento lateral de los ojos.

—No noto nada.

—Se trata de una compleja anomalía congénita. Por su culpa no soy dueño de las expresiones de mi rostro, y por eso puede dar la sensación de que las circunstancias no me afectan. Mi cara es como una rígida máscara esculpida en mármol. Habrá notado que soy incapaz de sonreír, que tengo los párpados caídos, y que padezco estrabismo. Todos ésos son sus efectos.

—Yo no he notado nada.

—Este síndrome fue descrito por el doctor Moebius en 1892, un médico y psiquiatra alemán nacido en Leipzig, una ciudad sajona que crece arropada por el último tramo del río Weiße Elster…

—Cállese ya, por Dios. ¿Era eso todo lo que me quería decir? Por un momento pensé que me iba a contar algo más interesante. Como, por ejemplo, las razones por las que quería matarme.

—También quería contarle algo en relación a eso —digo.

Pero cuando me dispongo a hablarle al señor Blaisten acerca del parecido casi idéntico que existe entre la letra de la nota de despedida de su amante y la del sobre con el que me pagaron por adelantado, entra en la habitación un miembro del personal del complejo hospitalario Gregorio Marañón, y pregunta en voz alta:

—¿Mario Yurkievich?

—Por favor, un poco de discreción —le reprendo, agarrándolo por el codo con todas las fuerzas que soy capaz de reunir, y tirando hacia abajo.

—Pero ¿qué dice? ¿Qué le ocurre?

—Derecho a la confidencialidad —le susurro al oído—. Ley General de Sanidad, artículo diez, punto tercero.

—¿Señor Yurkievich? —me susurra ahora él a su vez.

—Sí, dígame —le digo yo muy bajito.

—Está todo preparado para la biopsia del bulto en el cuello que solicitó. Tiene que venir conmigo.

—Está bien —murmuro, y luego en voz alta le digo a Blaisten—: Será sólo un momento.

53

E
stoy en la sala donde me van a practicar la biopsia incisional, recostado en un asiento muy parecido a un sillón de dentista, y la habitación vuelve a oler a lejía y a agua oxigenada, como aquella primera vez.

Tengo la vista velada por unas gasas que me han colocado sobre la cara, y por el efecto de la anestesia que me han inyectado en el cuello. En una biopsia incisional se corta o se extirpa quirúrgicamente un trozo de tejido blando o de tumor, para luego poder examinarlo bajo la lente del microscopio. Si es una biopsia de piel, como en mi caso, se realiza con una cuchilla cilíndrica hueca, que extrae una muestra de dos a cuatro milímetros de diámetro, una vez que se ha aplicado la anestesia local. Tras la intervención, con probabilidad necesitaré un punto de sutura.

Le he dicho al cirujano que tenga mucho cuidado al elegir dónde cortar, porque no quiero que por error mate a mi hermano gemelo parásito. Le explico que me encuentro atrapado en un gran dilema moral, porque no quiero tener que elegir una vez más entre mi vida y la de mi propio hermano; pero de un tiempo a esta parte, mi atrofiado gemelo no ha hecho más que crecer y engordar, y no deja de darme pataditas y zarpazos en el cuello, como los bebés nonatos, y siento que comienzo a caminar torcido hacia un lado por el peso. Por las noches, durante las largas horas de insomnio y soledad, me inquieta la idea de que pueda seguir creciendo y creciendo y creciendo, hasta hacerse casi tan grande como yo, y que sea él quien acabe tomando el control de mi cuerpo. De hecho, no son ya pocas las veces en las que tengo la impresión de ser dirigido por esa vocecita interior, tan pegada a mí como la «a» y la «e» del propio
dæmon
socrático.

Es por eso que en estos precisos instantes, cuando me vence el agotamiento de esta interminable jornada, cuyos acontecimientos mi debilitada memoria no acierta siquiera a ordenar, y el efecto de la anestesia me hunde en una espiral de dulce somnolencia, y las voces de los médicos me acunan según las siento alejarse, no puedo evitar que la última sensación que me asalte sea la de que, en realidad, ha sido él, mi hermano, quien ha citado aquí a los médicos, quien ha organizado esta trampa, quien me ha traído hasta esta sala embaucado con engaños, para extirparme.

54

N
o estoy dormido, porque la maldición que cayó sobre mí hace más de ocho años condena mi sueño con una muerte segura. Pero puedo ver ante mis ojos, con una nitidez clara y distinta, un amplio jardín cuya hierba es de láminas de algodón, y cuyas rosas, todas amarillas, están encerradas en herméticos cilindros de cristal. En el centro del jardín se reúne una multitud de Grandes Hombres. No puedo estimar cuántos son los espíritus sensibles que departen con indolencia, entre exquisitos modales y suaves maneras, intercambiando profundos comentarios sobre la vida y la muerte, en el corazón de este blanco atardecer. Pero ahí están, entre otros, el señor Kant, el señor Poe, los señores Goncourt, el señor Swift, el señor Descartes, el señor Byron, el señor Coleridge, el señor Tolstói, el señor Voltaire, el señor Proust y el señor Molière, con sus abrigos puestos y abotonados hasta el cuello. Alrededor de ellos, dibujando un círculo y capitaneados por el señor Lampe, un análogo número de sirvientes ofrece canapés de soja y tazas de té verde, servidos con guantes de polietileno y mascarillas quirúrgicas. De fondo creo oír las notas bufas de
L’equivoco stravagante
del señor Rossini.

De improviso, en el idílico vergel algodonado se hace el silencio, cesa la música y el murmullo de la conversación de los prohombres, y todos miran en la misma dirección. En un ángulo del jardín hay un cenador circular vestido por plantas trepadoras entre las que se enredan flores de adormidera. Sobre su tribuna, frágil y contrahecho, aferrado a la balaustrada y exhibiendo toda su deformidad, se encuentra el mismísimo Joseph Merrick, El Hombre Elefante, con su cabeza minada de abolladuras y protuberancias, y un color metalizado extendiéndose por toda la superficie de su piel. El señor Merrick, a modo de saludo, inclina su frente abultada, y todos los comensales responden con un solemne movimiento de sus grandes cabezas sobre sus estrechos hombros. Luego, el señor Merrick se lleva la mano a su hipertrófico costado izquierdo, como si hubiese sentido una punzada repentina, y el señor Kant, el señor Descartes, y el señor Proust, se palpan al unísono la equivalente zona de las costillas. El señor Merrick contrae trabajosamente su pierna derecha, como para dejarla descansar, y los señores Goncourt, el señor Byron, y el señor Coleridge, flexionan sus piernas derechas y frotan sus rodillas. El señor Merrick tose, y todos juntos comienzan a toser.

En la ceremonia se respira un aire de admiración y respeto reverencial. Y, sin embargo, antes de que ninguna de aquellas mentes preclaras haya podido intuirlo, quien era objeto de tal admiración súbitamente ha señalado con el dedo índice enhiesto a todo el séquito de pensadores, y ha rugido:

—Vosotros, impostores.

Un rumor breve y entrecortado ha recorrido a la audiencia. Y el señor Merrick ha proseguido:

—Quejosos y lastimeros. Melindrosos y resentidos solterones. Vosotros que gemís como plañideras. ¡Sois todos unos farsantes!

Ninguno de los allí presentes puede dar crédito a lo que están oyendo sus oídos. Como tampoco yo mismo. Incluso a pesar de la máscara de papilomas verrugosos en forma de coliflor que le cubre la cara, puede apreciarse que el señor Merrick está muy enfadado. No entiendo a qué viene este ataque gratuito que ha iniciado contra nosotros. Es algo a todas luces injusto. El señor Merrick está arremetiendo precisamente contra nosotros, espíritus sensibles como él, con una crueldad cuyas razones de verdad no alcanzo a comprender.

—¡Miradme, esto es la enfermedad! —añade a continuación, mostrando sus malformaciones—. ¿Por qué no dejáis por un minuto de pensar que vuestro cuerpo es la medida del mundo, y empleáis el don de vuestra imaginación sólo para lo que os ha sido concedido?

No estoy dormido, porque yo nunca duermo. Pero en este momento puedo hacer que la ópera del señor Rossini vuelva a sonar de fondo, y que los señores comensales se giren y den la espalda al cenador circular desde el que nos increpa El Hombre Elefante. Y también puedo coger a quien nos arenga por el cuello del abrigo, elevarlo con cuidado por los aires, y depositarlo en otro jardín lejos de allí, en un jardín distinto al nuestro. Y luego, una vez que lo he hecho y todo ha recuperado su atmósfera de apacibilidad, me saco mi libreta del bolsillo interior del abrigo, y tacho el nombre de Joseph Merrick de mi lista de Grandes Hombres. Aunque, eso sí, lo dejo todavía en la lista de espíritus sensibles y en la lista del atajo de infelices víctimas del infortunio.

55

H
e abierto los ojos y estoy en una cama articulada. Una cama articulada paralela a la del señor Blaisten, que me mira, serio.

—Lo han traído aquí porque, como llegamos juntos y ha sido mi única visita, han pensado que somos familia, o amigos inseparables —me dice—. Ya ve. Ironías de la vida.

—¿He sido extirpado? —tartamudeo.

—Le hicieron la biopsia, pero por lo visto usted mostraba unos síntomas de cansancio irregulares. Y decidieron tenerle la noche en observación.

—¿Ya es lunes?

—Sí. Y nos dan el alta a ambos este mediodía.

Una luz inusitadamente blanca penetra por la ventana, hasta tocar los pies de las camas. Una enfermera entra en la habitación y me toma el pulso y la presión arterial. Tiene las manos suaves y templadas. Ochenta y dos pulsaciones por minuto, y ciento veintiséis milímetros de mercurio la máxima, y setenta y siete milímetros de mercurio la mínima. Desde donde estoy, no se oye nada más que los carritos de las enfermeras en el pasillo, trayendo las bandejas del desayuno. Huele a pan recién hecho.

—Cuando se lo llevaron estaba a punto de decirme algo.

—Sí —le contesto a Blaisten, pero noto que me cuesta empezar a hablar—. ¿Llegó usted a leer la nota que le dejó la señorita Melaina, señor Blaisten?

—Sí. Claro. En cuanto se fue.

—Yo también la leí. Y debe usted saber que soy un experto grafólogo.

—¿Y bien? ¿Me va a decir que ha visto algo en su personalidad?

—No. Supongo que a estas alturas usted sabe que he estado intentando matarle, ¿verdad?

—Algo he notado, sí.

—Pues bien, no puedo decirle quién me ha pagado para acabar con su vida, porque no lo sé. Si lo supiera tampoco se lo diría, por supuesto, por cuestiones de ética profesional. Pero el caso es que no puedo decírselo porque no lo sé, y no porque no quiera.

—¿Todo esto va a llevar a alguna parte?

—Cuando me pagaron me entregaron el dinero dentro de un sobre con una palabra clave manuscrita en su exterior. Nunca se debe escribir las direcciones de los sobres, ni las notas de amenaza de muerte, ni nada parecido, con la propia letra. Eso lo sabe cualquier principiante.

—¡Continúe!

—La letra de la nota de Melaina y la del sobre son la misma, señor Blaisten.

Eduardo Blaisten ha dejado de mirarme, ha girado la cabeza y se ha quedado mudo sobre su cama articulada, estudiando el techo. No mueve ninguna parte de su cuerpo, ni siquiera parpadea. De hecho, incluso tardo unos minutos en cerciorarme de que en efecto sus pulmones siguen subiendo y bajando al compás de una leve respiración. Por primera vez reparo en que su pelo abundante y cano, peinado hacia atrás a lo Federico de Prusia, ha perdido la prestancia con la que solía deslumbrar, y ahora cae mustio y sin vida, como si le hubiera sorprendido una tormenta en mitad de la noche.

—¿No se imaginaba que pudiese ser ella? —le pregunto al rato.

—Usted no lo entiende.

Esto último lo ha dicho con la mirada aún perdida en las extensiones del aire, y creo que iba a decir algo más, pero entonces ha sonado el teléfono de la habitación interrumpiendo nuestra amigable charla. Me he llevado la mano al pecho, porque el timbre metálico ha cogido desprevenido a mi pobre corazón, que esta regalada mañana de lunes empezaba a bajar la guardia. El señor Blaisten ha levantado el auricular, y ahora lo sostiene entre su hombro y la cara, y le oigo decir:

—No, no me la pase… No me importa que le insista, ni que le esté tratando de quitar el teléfono. No quiero hablar con ella… Pero… ¿Aló? ¿Laura?… Sí, sí, estoy bien. ¿Y vos cómo estás?… ¿Cómo que no importa cómo estás vos? Es una forma de hablar, carajo, ¿qué querés que te diga si estamos hablando por teléfono?… No, no, no subas ahora. Me están dando el alta ya mismo. No, no subas… ¿Laura?… ¡Me…! ¡La recalcada concha de su madre!

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