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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

El asesino hipocondríaco (17 page)

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H
asta donde mi memoria alcanza a recordar, mi relación con los médicos comenzó un 4 de abril de 1971. Entré a la clínica de aquel odontólogo como un niño sano y feliz, y salí con un diagnóstico de frenillo de labio inferior traccionante e insuficiente banda de encía queratinizada, con la sensación de que perder todos mis dientes era ya sólo una cuestión de tiempo, y sin ser capaz de volver a sonreír jamás. Luego, mi cuerpo transido de enfermedades me ha obligado a depender de los médicos allá donde estuviera. Conozco todos los complejos hospitalarios de Madrid, los hospitales universitarios y las clínicas privadas, los centros sanitarios de distrito y los laboratorios de análisis clínicos, los médicos de cabecera, los médicos especialistas, las salas de urgencia y las farmacias.

Al principio, la relación con el personal de la salud pública es siempre cordial. Cuando yo era aún un ingenuo y poco experimentado joven de rodillas huesudas, en mis primeros reconocimientos me sentía escuchado, observado, palpado, explorado, y hasta diagnosticado y recetado con acierto. Pero con el tiempo, ese trato se va invariablemente deteriorando, y en las salas blancas y asépticas de los edificios de prevención y tratamiento de la salud todo se acaba volviendo mecánico, precipitado, frío, y, por último, inefectivo. Ya no alcanzo a calcular cuántas veces he entrado en la consulta de un doctor, otrora eficiente, que tras prestarme unas pocas semanas de atención, acababa convirtiendo su oficio en una vulgar tarea de autómata. Buenos días, me decían. Tome esto y esto otro, me decían. Ya veremos cómo va. Vuelva otro día… Pero lo que ninguno de ellos entendió es que yo no puedo ser tratado como los demás, porque yo no soy un enfermo como los demás. Yo soy una suerte de milagro médico, como en un futuro ya no lejano el análisis forense de mi cuerpo revelará ante los asombrados ojos del mundo. Yo necesito que el doctor trate de comprenderme, que trate de entender la excepcionalidad de mi caso, que prescriba todos los análisis tecnológicamente posibles, sin desechar los más insólitos o improbables, porque nunca se sabe qué tipo de extraordinaria afección puede atacar un organismo único como el mío, que es como un imán para todos los desórdenes e infecciones. Yo lo que demando de un doctor es que pueda emplear horas en atenderme, sin importarle que haya acabado su jornada de trabajo, porque lo que tiene delante de sí es lo más trascendental y sorprendente que ningún médico pueda nunca haber observado; que no le importe tener que irse para cenar, y que si fuese necesario se venga a cenar conmigo a algún restaurante y seguir allí conversando sobre la infinita lista de mis enfermedades. ¿Es eso pedir demasiado? ¿No ofrezco yo suficiente a cambio, todo un filón de excepciones anatómicas, fisiológicas y neurológicas que explorar y en las que aventurarse?

El último médico de cabecera que tuve, en una ocasión en la que lo llamé a su casa, porque me había sobrevenido un ataque agudo de gota en mitad de la noche, que se me manifestó en el dedo gordo del pie derecho y en mis ya hinchadas rodillas, me dijo desde el otro lado de la línea:

—Por Dios Bendito, ¿quiere dejar de llamarme a todas horas, señor Y.? Mire, le daré otro número de teléfono. Apunte. Novecientos uno. Doscientos cuarenta y dos. Seiscientos veintiséis. ¿Lo tiene? Es una empresa funeraria, seguro que le presta mejores servicios que yo.

Desde entonces tomé la decisión de no seguir sometiéndome a las indicaciones de los supuestos especialistas en el cuerpo humano. Mi relación con los médicos, sin duda debido a un capricho de la providencia, ha corrido paralela a la del señor Voltaire, siguiendo incluso un análogo orden en los distintos estadios de mi vida. Hace años que realizo mis propias indagaciones y pronuncio mis propios diagnósticos y tratamientos. La medicina es sólo el arte de entretener al paciente, y yo diría que a expensas de socavar su estado de ánimo y lo poco que le quede de su buena salud.

En el año 1998, la Asociación Psiquiátrica Norteamericana y el Centro de Investigación y Políticas para la Salud diseñaron un estudio de los efectos que tres tipos de tratamiento distintos tenían sobre una población de cuarenta sujetos, de dieciocho a sesenta años, con un diagnóstico de depresión. Los sujetos fueron divididos al azar en tres grupos, a cada uno de los cuales se le asignó un tratamiento diferente durante un período de noventa días. Al grupo A se le administraron 20 miligramos de fluoxetina al día, sin sesiones de psicoterapia. Al grupo B una sesión de psicoterapia por semana, sin ningún complemento farmacológico. Y al grupo C se le administraron distintos tipos de placebos y una consulta semanal sin psicoterapia. El resultado del estudio no dejaba lugar a dudas: transcurrido el período de tratamiento, y el margen necesario para que se asentaran los efectos, los grupos A, B y C mostraron los mismos índices tanto de recaída como de restablecimiento.

Los enfermos sanan, mueren o siguen como están sin que la medicina haga nada por ellos. Por lo tanto, de la ciencia médica hay que fiarse poco más o menos lo mismo que de las estadísticas.

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E
stoy delante de la puerta de la sala donde le están practicando el lavado de estómago a Eduardo Blaisten. Ahora lleva treinta minutos ahí dentro, así que supongo que lo habrán colocado en posición decúbito lateral izquierdo, le habrán introducido un tubo por la boca, y le habrán instado a tragar de forma que la sonda se guíe hacia el estómago. Un acto reflejo involuntario habrá hecho al líquido salir expulsado hacia el exterior. Habrán colocado entonces la sonda por debajo de la altura a la que se encuentra el señor Blaisten, de forma que se vacíe parte del contenido de su estómago. Luego los médicos o enfermeros habrán elevado la sonda, y a través de un embudo habrán vertido suero salino para provocar de nuevo los movimientos propios del vómito. Entonces, otra vez habrán bajado el embudo y vuelto a vaciar. Y así hasta veinte veces más, hasta que en el estómago de mi objetivo no quede ni rastro de Largactil ni de Sinogan. También es probable que le hayan suministrado suero glucosado, y algún medicamento para mantener la tensión arterial, y eso dado el caso de que no hayan surgido otras complicaciones.

Cuando la puerta de la sala se abre y me permiten entrar, oigo al médico decirle a Blaisten:

—Sé que ahora no se encuentra en su mejor momento. Pero todo pasará y pronto estará mejor. Y esto es también válido para su estado de ánimo. Así que sea fuerte, ponga de su parte, y procure no saltar por las ventanas.

El médico sale de la habitación. Me acerco al señor Blaisten y le ofrezco mi pañuelo. Lo acepta, y sin dudarlo comienza a sonarse con fuerza. Se podría pensar que intenta llorar, o lamentarse de algo, pero no parecen quedarle lágrimas que enjugar.

—Voy a sentarme aquí. Tengo que reposar mi pie derecho —digo, por decir algo.

—¿Qué le ocurre en el pie? —me pregunta mientras me siento.

—Ya sé que llama la atención. Ya lo sé. Pero al menos soy afortunado de no sufrir el gigantismo más que en esta parte del cuerpo.

—¿Gigantismo, dice?

—Sí, mire —le indico, un poco harto de los intentos de Blaisten de provocarme. Y me quito el zapato y el calcetín del pie derecho.

—¿Está hinchado? —insiste, mirando mi pie desnudo.

Me descalzo el pie izquierdo, levanto las dos piernas, y sitúo ambos pies el uno junto al otro delante de su cara.

—¿No lo ve? Uno es más grande que el otro.

—Sí, es verdad —reconoce Eduardo Blaisten—. Éste, ¿verdad? Éste está más hinchado.

Luego, se lleva el pañuelo a la cara y comienza a sorber y a sonarse, mirando la esquina del fondo de la habitación. Pasamos diecisiete minutos en silencio.

—A usted no le afecta nada, ¿verdad? —me dice después—. No sabe cómo le envidio. A mí me gustaría estar siempre así, impasible. Desde que era un niño siempre me han dicho que era muy sensible. Mi madre, las maestras…

—Yo soy un espíritu sensible —contesto.

—¡Sí, ya! —dice Blaisten, y rompe a reír como un loco.

Permanece riéndose durante casi tres minutos como antes lloraba, con pequeños hipidos y un énfasis un tanto impropio. Luego añade:

—Eso es lo que a mí me gustaría, que las cosas no me afectaran. Poder vivir con verdadera independencia de las circunstancias, de los accidentes. Como usted. Por encima del bien y del mal. Pero soy humano, demasiado humano.

El señor Blaisten se ha recostado hacia atrás, y ahora parece haber entrado en un estado de somnolencia. Al verlo así, echado en su cama articulada, indefenso, y después de haber hecho una referencia encubierta al libro para espíritus libres del gran filósofo alemán Friedrich Wilhelm Nietzsche, por primera vez, me compadezco. Pienso en mi propio eterno retorno de lo mismo, en escapar de este bucle en el que estoy atrapado, y por un momento tengo la tentación de hablarle del parecido casi idéntico que advertí entre la letra de la nota de despedida de su amante y la del sobre de honorarios con el que me pagaron por adelantado. Pero no lo hago, por no despertarle. El señor Blaisten necesita descansar. Lo que sí hago, apenas salgo de la habitación, y busco refugio detrás de una máquina expendedora, es sacarme el sobre del interior de mi abrigo, y tachar el nombre que corresponde a las iniciales M. K. del primer folio de mi testamento. Por si acaso se diera la circunstancia de que me muriera en este instante.

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M
arcel Proust tenía un bigote lacio y oscuro como el de los hermanos Goncourt. Probablemente se lo dejó crecer cuando era un joven enfermo de literatura vagando por los tugurios de París, en parte para distraer la atención de su gran cabeza con forma de huevo, y de los dos huevos con forma de ojo que escondía bajo sus párpados.

A medida que cumplía años, el señor Proust fue reuniendo un amplio repertorio de afecciones, entre las que sobresalían, según la frecuencia de sus quejas, la rinitis alérgica, el asma, y la depresión que le sobrevino tras la muerte de su madre. Estas nuevas enfermedades recluyeron al señor Proust en el número 102 del boulevard Haussmann de París. En este último domicilio, el escritor hizo cubrir las paredes de su habitación con láminas de corcho para aislarse del ruido, y siempre mantenía las dos ventanas dobles atrancadas con postigos y traviesas, para evitar la entrada de la humedad, del polen y de cualquier tipo de sonido proveniente del exterior. Y allí permanecía el señor Proust durante los períodos de composición de sus obras, dando vueltas en la habitación de un lado a otro, con el abrigo puesto sobre el pijama aun dentro de la casa, para prevenir las recaídas; cuando no le asaltaban sus crisis de sudor y escalofríos, y se mantenía recostado sobre dos grandes almohadones, con botellas de agua caliente en las piernas y con la estufa encendida. Nunca faltaban en su mesita de noche sus pastillas de veronal y de cafeína, para sacar el máximo partido a las horas de sueño y de vigilia, y la habitación se encontraba invariablemente entre tinieblas por el humo de sus vaporizaciones.

El señor Proust no soportaba los perfumes, naturales o artificiales, ni las flores, porque le exacerbaban sus ataques de asma, y toda la relación que tenía con las plantas era a través del cristal de las ventanas. Cuando se secaba la nariz con uno de sus pañuelos, sin llegar siquiera a sonarse con él, lo tiraba al suelo, de forma que siempre estaba rodeado por una legión de lienzos blancos a modo de una bandada de pájaros. En una ocasión, una tarde fragante con el cielo bajo y anubarrado de 1914, el señor Proust envió a su sirvienta a comprar un fardo de los mejores y más finos pañuelos que fuese capaz de encontrar. Unas horas después, como la sirvienta notara que los pañuelos con los que había regresado, a pesar de ser elegantes y de buena calidad, tenían un tacto rígido, se los mostró al escritor con prudencia y simulando no haberse percatado. El señor Proust dijo:

—Estos pañuelos no sirven, Céleste. Jamás los utilizaré. Puede hacer usted con ellos lo que quiera.

La criada trató de defender su adquisición.

—Pero, señor Proust, estos pañuelos están nuevos. Una vez que los haya lavado y planchado por primera vez, perderán su apresto.

Alentada por el silencio con el que el señor Proust respondió a sus explicaciones, la señora Albaret lavó el hatillo de nuevos pañuelos, los planchó con sumo cuidado, y tres días más tarde los mezcló con el resto. En el mismo momento en que el señor Proust se tropezó con el primero de aquellos pañuelos, la hizo llamar.

—Céleste, ya le dije que yo no puedo usar estos pañuelos. Le ruego encarecidamente que entienda que no se trata de ninguna manía ni de ningún capricho. Estos pañuelos no son lo bastante suaves, y me producen un cosquilleo en los orificios nasales que me hace estornudar. Algo en absoluto beneficioso para mi asma.

Céleste Albaret, con sabiduría de ama de llaves, intentó en tres ocasiones más hacer valer su compra, lavando una y otra vez los pañuelos con sustancias suavizantes, planchándolos, y barajándolos entre las pilas de los viejos. Al fin, harto de que su sirvienta no entendiera nada, y tratase con condescendencia y desdén sus enfermedades, el señor Proust tuvo que acabar haciendo trizas él mismo los pañuelos con la ayuda de unas tijeras de costura.

Y es que, por encima de todos aquellos pequeños detalles, Marcel Proust podía intuir, con la visión clara y distinta de los espíritus sensibles, la silueta de la muerte abatiéndose sobre él. Podía sentir sus bronquios como una goma quemada, su corazón —desgastado por el esfuerzo de tratar de procurarse un poco de aire durante tanto tiempo— como un músculo sin fuerza. Un día tras otro, a través de los decadentes atardeceres parisinos, así se lo intentaba hacer saber a su sirvienta, la señora Albaret.

—Céleste, la muerte me persigue. Me pisa los talones. Ya no me queda tiempo. No dispongo de ningún tiempo.

Ella, con paciencia de lacaya, escuchaba y sorteaba la situación como podía.

—En cualquier caso, señor Proust, ésa no es razón para estar hablando todo el rato de la muerte. De esa forma sí que nunca terminará su novela.

Durante tantos años el escritor francés estuvo anunciando que se iba a morir, que ya ni amigos, ni críticos, ni editores, ni lectores, lo creían. Pero, sin embargo, a pesar de sus suspicacias y escepticismo, finalmente el señor Proust se murió. Un 18 de noviembre de 1922. Cuando ya nadie lo creía, se murió. Su médico, el doctor Bize, dijo que de un ataque de bronquitis. Es sabido que fue de vértigos, de otitis, de uremia, de gripe, de parálisis facial, de infarto al corazón, de un tumor cerebral, y por no haber sido capaz de encontrar el tiempo perdido.

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