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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

El asesino hipocondríaco (14 page)

42

12.16
DE LA MAÑANA
. I
NTENTO DE HOMICIDIO CON EXIMENTE DE ALTERACIÓN PSÍQUICO-PERCEPTIVA TRANSITORIA.

Estoy sentado en la escalera de servicio del edificio de Eduardo Blaisten, y sé que mi historia es circular. Acabo de reparar en ello y lo he visto con total nitidez. No podía ser de otra manera, porque mi historia forma parte de otra mayor, más grande y elevada en todos los sentidos, la historia que una y otra vez escribimos con nuestras vidas todos los malditos por el estigma de la desdicha. Por eso acabo de tomar conciencia de que mis esfuerzos por matar a Blaisten parecen no llevar a ninguna parte, como si estuviera condenado a subir una roca a la cima de una montaña y siempre que estuviese a punto de lograrlo la piedra volviese a rodar hacia abajo hasta lo profundo del valle. Como si hubiera caído desde algún otro lugar hasta estrellarme de bruces en el centro de una farsa. Tengo los ojos cerrados, las manos apretadas contra la cara, y la cabeza entre las piernas, y a estas alturas me avergüenza decir que estoy abatido, extenuado y horrorizado, al límite de mis fuerzas. Pero es así. Y si he buscado a tientas este rincón en el que esconderme, en la escalera secundaria del edificio del señor Blaisten, es porque espero que los vecinos se limiten a utilizar el ascensor o en su defecto la escalera principal, y que nadie venga a molestarme aquí, mientras siga oculto e indefenso, sin atreverme siquiera todavía a volver a abrir los ojos, atemorizado por esta nueva enfermedad sorprendente y los intensos paroxismos que me asaltan desde hace unas horas.

Esta mañana, cuando me he despertado, he creído durante dieciocho minutos que por fin había muerto de una vez por todas. Estaba tumbado boca arriba en mi cama articulada, y al abrir los ojos por primera vez sólo he visto una neblina entre blanca y gris allá donde mirara. No me causó extrañeza alguna el hecho de estar muerto finalmente, sino que más bien me preguntaba qué se suponía que debía hacer por el resto de la eternidad en aquel limbo algodonado y sucio. Sin embargo, al cabo de un rato, advertí que mis oídos seguían percibiendo los ruidos habituales de mi casa, al mismo tiempo que lo que veían mis ojos no se correspondía ni con mi dormitorio ni con nada que pudiera reconocer ningún mortal. Cuando mi reloj biológico marcaba el minuto dieciocho de aquel estado de sopor, me pareció ver la cola de un avión silencioso punzar la bóveda de la bruma, y al instante un pequeño pájaro apareció de la nada directo hacia mi cara, y me dio el sobresalto que me resucitó. En un acto reflejo, giré la cabeza hacia la izquierda con fuerza y, entonces, toda la realidad se precipitó hacia arriba, difuminada por la propia violencia del movimiento, y cuando me quise dar cuenta me encontraba en medio del salón de un señor que miraba la tele en camiseta interior, y que en modo alguno se mostraba perturbado porque yo hubiera caído en su casa. Como aún me encontraba tumbado en posición horizontal, aunque con la cabeza girada hacia la izquierda, al reparar en que en mi mejilla podía sentir todavía el tacto de mi propia almohada, quise incorporarme, y de nuevo toda la realidad volvió a precipitarse sin concederme tregua, en esta ocasión avanzando hacia atrás, hacia abajo y hacia la izquierda, igual que si ascendiese en la vagoneta de una montaña rusa. Atravesé varias decenas de salas y habitaciones, con sus paredes, suelos, techos, tuberías y hasta pilares maestros, atravesé una calle por mitad del aire, una fachada, y un par de habitaciones más, hasta estabilizarme en un dormitorio vacío, con la cama deshecha y las ventanas abiertas. En el espejo de la pared del dormitorio, pude ver reflejada, a través de la ventana, la fachada de mi propio edificio. Sintiendo aún y en todo momento mi cama tibia bajo los muslos, otra reacción instintiva me hizo volverme para comprobar que era cierto lo que estaban viendo mis ojos en el espejo, pero aquello fue un error, porque todo se atropelló de nuevo, y de un golpe vertiginoso me situé esta vez en lo que supongo era un edificio del otro lado de mi manzana. En la habitación de este otro piso había varias personas discutiendo; me percaté de que ninguna de ellas me veía, y se me ocurrió cerrar los ojos, y en efecto confirmé que yo no las oía en absoluto. Mi mareo y mi aturdimiento eran tales que necesité permanecer un buen rato con los ojos apretados, para poder volver a sentir la paz de mi dormitorio, dejar de temblar y recuperar cierto aplomo. Tomé aire e hice varios ejercicios respiratorios. Abrí de nuevo los ojos, y estaba en aquella casa, rodeado de aquellos extraños. Los cerré, y estaba en mi dormitorio. Me giré despacio hacia la derecha con los ojos cerrados, los abrí una vez que me había quedado del todo inmóvil, y allí estaba, plantado en mitad del aire, sobre la recoleta plaza, su fuente de piedra y sus transeúntes, del barrio X de Madrid. A pesar de mi vértigo extremo, supe que no cabía otra explicación: por algún extraño motivo, probablemente por una lesión traumática en alguna parte de la corteza visual primaria de mi lóbulo occipital, mi vista estaba situada a, al menos, cien metros de distancia de mí. Desde primera hora de esta mañana, hasta este mismo instante en el que me encuentro sentado en la escalera de servicio del edificio de Eduardo Blaisten, me asalta un Desorden Neurológico de Procesamiento Sensorial de la Vista. Un desorden exacerbado, inexplicable, vívido y aterrador. S
IN
C
LASIFICAR
.

Si no tuviese la completa certeza de que hoy será mi último día sobre la faz de la tierra, si no estuviese convencido de que este día de domingo representa mi última oportunidad para acabar con la vida de Blaisten —si es que acaso de verdad tengo alguna posibilidad, y todo esto no resulta ser más que otra broma cruel de los astros—, esta mañana me habría quedado sin duda postrado en mi cama, esperando a que se disipasen los síntomas de esta nueva alteración, o, en su defecto, a que la cálida y oscura muerte me rescatara de éste y de todos los demás tormentos que me asedian. Aunque ella, la oscura, nada parece conocer de las reglas de la puntualidad.

En cualquier caso, como buen profesional, lo primero por lo que me pregunté a primera hora de esta mañana, una vez que me recuperé de mi pavor inicial, fue por las distintas coartadas legales que podía proporcionarme este trastorno, si se diera la feliz circunstancia de que llegase a consumar el homicidio. Y si bien el Código Penal de este país al referirse a esta eximente lo hace en términos de alteración psíquica transitoria, y, como es evidente, mi alteración no es psíquica, ni imaginaria, ni tiene en absoluto nada que ver con lo que comúnmente se entiende por un trastorno mental, sí es cierto que se desarrolla a un nivel neuronal, y que por lo tanto sería de justicia que cualquier tribunal la considerara digna de eximirme de toda responsabilidad delictiva. Mientras reflexionaba sobre estos asuntos, lograba al mismo tiempo con dificultad adentrarme en mi cocina sin abrir los ojos, palpando las paredes, los muebles y el menaje, para tratar de hacerme el desayuno, y, con el cuchillo de las tostadas en la mano, llegaba a la conclusión de lo fácil que sería asesinar a Blaisten creyendo estar cortando un bistec en un restaurante de la calle Claudio Coello.

Pero, a veces, los planes se antojan en la teoría mucho más fáciles de lo que luego resultan en la práctica. Y yo no podía sospechar que trasladarme desde mi casa hasta aquí esta mañana iba a suponer una hazaña tan heroica como penosa: en mi ingenuidad, pensé que podría desplazarme a ciegas, para evitar que la visión de las imágenes equívocas me distrajese, sin contar con que el bullicio de la gente y el estrépito de los coches me iba a forzar una y otra vez a abrir los ojos, y que el caos se iba a cernir sobre mí. La primera persona en atravesarme fue una corpulenta señora que caminaba en mi dirección en una calle contigua, o quizá fui yo quien la atravesó a ella, y con miedo y asco pude ver desde dentro sus capas de tejido adiposo, sus órganos latiendo, sus fluidos circulando, y hasta un carcinoma creciendo en su pulmón derecho y ulcerando la mucosa. Después, mientras trataba de contener con la mano mi corazón al borde del colapso, arremetieron contra mí decenas y decenas de fantasmales vehículos con todo tipo de motores, chasis, tapicerías y los más variados enseres y bártulos en sus maleteros. Si no tomaba precauciones, me golpeaba la cabeza contra fuerzas invisibles hasta caer en redondo al suelo; otras fuerzas invisibles me ayudaban a continuación a levantarme, y me apoyaban sobre superficies igualmente inasibles. Si por descuido bajaba la vista al suelo, me hundía en los túneles del transporte público suburbano, para de inmediato ser arrollado por los interminables trenes del metro. Mi viaje, en definitiva, me ha hecho sentir como el señor Ulises en su odisea de regreso a su Ítaca natal, como el doctor Fausto en su descenso a los mismísimos infiernos, he sido atropellado virtualmente y golpeado con contundencia, he visto cientos de organismos vivos por dentro, lugares oscuros, cuartuchos olvidados y secretos inconfesables, actos escabrosos, perspectivas abominables, tuberías y cloacas, como en las vísceras de un Aleph corrupto, he visto el interior de todo lo que uno se puede encontrar desde un punto X del suroeste de Madrid hasta el céntrico barrio de Salamanca.

Ahora, aquí sentado, sintiendo el daño que estos escalones infligen en mis riñones y en mis deteriorados huesos, con la cabeza entre las piernas, las manos apretadas contra la cara, y los ojos cerrados, aún no me he recuperado lo suficiente del horror como para volver a abrirlos, mirar hacia arriba, y poder ver con diáfana precisión el interior del piso de Blaisten, y lo que en estos momentos hacen mi objetivo y su amante. Pero he traído conmigo mi receptor de escucha, en una bolsa junto con otros utensilios imprescindibles, así que me he colocado un auricular en el oído derecho, he conectado el aparato, y hasta mi oscuridad impuesta llegan sus voces…


Entonces deja de reprochar las cosas.


¿Y tú no lo haces?


Yo creo que no.


Pues yo creo que sí lo haces, todo el tiempo. Pero tú eres mucho más sutil. Y más condescendiente.


En cambio, lo que yo creo, Melaina, es que

estás alterada por todo lo que ha pasado estos días.


¡¿Lo ves?!


¿Que si veo qué?


Lo acabas de hacer. Acabas de volver a hacerlo.


Sólo te he dicho que estás alterada.


Claro, porque no puedes considerar que tenga razón ni una sola vez. Por eso tengo que estar afectada por algo que no me permite percibir la realidad tal como es. Y por eso no paras de repetirlo.


Bueno, está bien, no lo diré más.


Sí. Prueba a dejar de trabajar por una vez.


¿Cómo?


Que no me gusta que me psicoanalices.

[Se oyen pasos. Una puerta que se abre, y más pasos en el pasillo. Si fuese cierto que en estos momentos la amante de Blaisten se ve asaltada por una alteración que no le permite percibir la realidad tal y como es, podría sin más atacarlo, acabar de una vez con todos nuestros problemas, y usar su trastorno en su defensa como eximente o atenuante. Pero probablemente ella no está al corriente de esta información. Se oyen pasos otra vez. Movimiento de cosas. Blaisten comienza a hablar, pero entonces retumba el estampido de una puerta.]


¡Dejá de dar portazos! ¡Me vas a echar las puertas abajo!

[Silencio. Y más movimiento de cosas. Y de nuevo Blaisten:]


¿Me vas a hacer hablar desde detrás de la puerta? No creo que ésta sea una conversación como para mantenerla así.

[Silencio. Y una puerta que se abre.]


Casi nada ya puede mantenerse así.


A lo mejor tenés razón.


Sí.


Pues algo habrá que hacer.


Algo habrá que hacer.


¿Sabés una cosa? Empiezo a estar verdaderamente harto.


Yo estoy muy cansada, Eduardo.


Pues ya somos dos.


Sí.

[Más silencio. Por un momento pienso que no me gustaría morirme aquí, en medio de la oscuridad y del silencio. Hallado quién sabe cuántas horas o días después, encogido sobre mí mismo, con el abrigo puesto, en una escalera de servicio. Siguiendo un movimiento casi inconsciente, levanto la cabeza y abro los ojos. Y en cuanto los abro estoy en el piso de Blaisten. Pero, como miro desde abajo, veo los cuerpos de mi objetivo y de su amante en escorzo. Trato de colocarme mejor, creyendo por un segundo que mi vista funciona de la forma normal dentro de las dimensiones del espacio, alzo un poco la cabeza, y cuando me quiero dar cuenta estoy dentro de Blaisten. He atravesado sus pantalones, su colon, he recorrido su intestino, y me he situado en el centro de la acidez de su estómago. Resignado, vuelvo a cerrar los ojos, y regreso a la oscuridad y el silencio. A los siete minutos, se oye:]


¿Eso es todo?


Quizá deba ser todo.

[Supongo que es normal que las relaciones entre hombres y mujeres se fundamenten en los silencios. Después de tanto tiempo y de tantas experiencias compartidas, cada uno de ellos sabrá interpretar con exactitud cada silencio del otro. Uno de ellos se sorbe la nariz. Luego se oyen pasos apresurados por el pasillo. Alguien entra en el dormitorio y se deja caer con fuerza en la cama. Allí se suena repetidamente la nariz en lo que imagino serán pañuelos de papel. En el altillo de la otra habitación se renueva el rumor de las cosas. Supongo que Blaisten está desinfectando el cuarto trastero, saneando los rincones más inaccesibles donde los agentes patógenos, los virus, las bacterias, los protozoos y los mohos crecen, confabulan y andan intrigando sin descanso. Luego otra vez pasos. Más rumor de objetos. En el dormitorio, más gemido de mucosas nasales. Más pasos en el corredor. Ahora los dos están en la habitación. Los objetos siguen repiqueteando y susurrando, pero no se oye ninguna palabra. Pasan dieciséis minutos hasta que vuelven a sonar los pasos por el pasillo, yendo a desembocar a la cocina. Supongo que Blaisten está esterilizando los cubiertos, vasos y platos, con calor seco y con fenoles líquidos. Luego pasos, algo que se arrastra, supongo que no es un cuerpo. Y de nuevo el estampido de una puerta. Como era la puerta de la calle, dejo de prestar atención a lo que emite el receptor remoto.]

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