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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

El asesino hipocondríaco (5 page)

En las dos horas que llevo confinado en el angustioso túnel de la estación de metro de Sevilla, vigilando el andén con dirección a Ventas, soportando sobre mí el peso de la ciudad y las vaharadas de aire caliente y vapores mecánicos, han pasado por aquí sesenta y ocho personas con bufanda, cuarenta y tres personas tosiendo o estornudando, diecinueve llevando un bastón, de las cuales una de ellas traía además consigo un perro, tres personas con paraguas, y un señor con una operación de traqueotomía tapada con una gasa. Como soy alérgico al epitelio de los perros he buscado a un guardia de seguridad, para ver si podía expulsarlo del espacio del transporte público suburbano, pero se ha excusado en la incapacidad visual de su dueño y en su dificultad para moverse sin ayuda por las instalaciones del metro, para no hacer nada. Le he pedido que al menos le preguntara al dueño del perro si había aplicado al animal alguna loción tópica para eliminar los residuos alérgenos, Vetriderm, por ejemplo, pero el guardia de seguridad me ha mirado con una expresión extraña, como si estuviera pidiendo un imposible, y finalmente se ha ido sin hacer nada en absoluto, mirándome aún con el ceño fruncido cuando doblaba la esquina del pasillo de salida. De eso hace ocho trenes. Ahora hay dos chicas jóvenes a mi izquierda riéndose de mí.

Llevo ciento veintiséis minutos aquí apostado observando el flujo de la gente en el andén al entrar y salir de los vagones. La masa de viajeros sigue pautas, y si se tiene la paciencia suficiente se puede llegar a predecir el comportamiento de la aglomeración. En este momento mis cálculos son bastante precisos. Y en los minutos que restan hasta que aparezca Eduardo Blaisten aún podré perfeccionarlos un poco más. Luego sólo tendré que sumergirme en la corriente de viajeros, de manera tal que me dirija a Blaisten como una fuerza irresistible, y me vea obligado a empujarlo a las vías justo antes de que aparezca el tren. Aunque esta vez, por supuesto, no llevaré conmigo ningún arma blanca de más de once centímetros de largo que suponga imprudencia o peligrosidad.

Concebir el plan ha sido sencillo. En realidad sólo tenía que mirar atrás en mi pasado, repasar las circunstancias a las que me condujo mi mala suerte, y eliminar los elementos que condena la ley. El resto ha sido perseverancia, observación y método. Y ahora lo único que me da miedo es que al concluir las horas punta de esta mañana, el descenso de afluencia de usuarios del transporte público suburbano altere mis cálculos, y deje las corrientes de gente mermadas e inertes. Por lo demás, tan sólo me molestan estas dos jovencitas riéndose de mí sin ningún disimulo. Llevo un bigote alargado y una estilizada perilla de tintes rojizos sobre la cara, me he modelado una nariz quizás algo aquilina, y me he peinado el cabello hacia atrás. También me he enfundado un abrigo de piel de cabra abrochado hasta arriba, con las solapas lanudas levantadas, y supongo que en conjunto puedo tener un aspecto que recuerde a una especie de fauno, y eso debe de ser lo que provoca la risa de las jóvenes con uniformes colegiales.

Dos trenes después, las jovencitas se han ido y ha aparecido el señor Blaisten. Mejor, porque yo no mato por placer. Miro a mi alrededor: según mis cálculos aún hay gente suficiente, así que respiro hondo y me preparo para consumar por fin el asesinato. Tengo todo el cuerpo dolorido, de llevar tanto tiempo aquí de pie, o sentado en un banco tan duro como el suelo; tengo las articulaciones entumecidas y puedo sentir los riñones como puños clavados en la espalda. Blaisten se ha acercado al filo del andén, y yo computo personas y segundos mentalmente, mirando el cronómetro que indica la llegada del próximo tren. Acaba de marcar el último minuto.

A lo lejos se oye el traqueteo ascendente que produce la maquinaria y se propaga por las vías. El sonido viene de la derecha, por lo que se trata del metro de nuestro lado. El rumor se convierte en un estruendo en unos instantes, y todo el túnel se ve invadido por un fragor de cuchillos cortando las paredes y el aire. Cuento hasta tres y me zambullo en la marea de personas que se acercan a las vías, en dirección a Blaisten. Me acerco. Me acerco. Me acerco. Y la corriente se detiene. Blaisten está de espaldas a mí, y bastará un impulso más para arrojarlo bajo las ruedas lacerantes del tren. La corriente avanza tímidamente unos centímetros, con suerte no habrá víctimas colaterales. Unos centímetros más aún. Y entonces la corriente cambia de dirección de forma inesperada, paso cerca de Blaisten, y quedo situado como un estúpido a su derecha. Por un momento pienso que Blaisten podría reconocerme a pesar de mi disfraz, y verse arrastrado contra mí por una fuerza irresistible, hasta arrojarme a las vías. Como hace años que sufro la enfermedad del vértigo o Síndrome de Ménière, la mera sensación de que Blaisten se aproxima a mí para empujarme por la espalda desemboca en unos fenómenos acúfenos que me hacen perder el equilibrio. Me columpio en el borde mismo del andén, agitando los brazos en el aire como aspas de un molino, hasta que dos viajeros me agarran a izquierda y derecha por los codos. Uno de ellos me golpea sin querer la cara, y me hunde la nariz artificial, que queda tronchada como un enorme garbanzo.

Entonces, la fuerza irresistible me introduce en el vagón.

Eduardo Blaisten ha entrado después de mí, y una vez más estamos en el mismo compartimento de metro. Todo se ha echado a perder. Tan sólo me queda esperar a que en la estación de Goya trate de cambiar a la línea 4, y allí improvisar una hipótesis sobre la fluctuación de la multitud, y cruzar los dedos para que la gente me empuje contra Blaisten de forma incontenible.

Me cubro la nariz con un pañuelo y, en efecto, cuatro paradas después Blaisten hace un intercambio en Goya. Lo sigo por los pasillos subterráneos y las escaleras mecánicas, con mi episodio de vértigo obligándome todavía a agarrarme a los brazos de la gente. Ya en el andén de la línea 4 en dirección a Argüelles, observo con avidez los movimientos de los viajeros, tratando de procesarlo todo, desazonado por la idea de tener una única oportunidad. Cuando el tren se acerca, todo se repite. Me posiciono detrás de Blaisten, aumentan el estrépito y los chirridos. La masa se estremece por primera vez, cobra forma. En esta ocasión estoy más cerca de Blaisten, y la masa me conduce hacia él. Me acerco un poco más. Un poco más. Bastaría un pequeño envite para hacerlo caer a una muerte segura. Pero la masa no se mueve. Ha perdido el pulso. No comprendo qué ocurre. Miro a mi alrededor y reparo en una variable que no había tenido en cuenta: todos los viajeros de mis inmediaciones tienen más de setenta años. Uno de ellos, a mi derecha, dice:

—¿Seguro que no deberíamos haber cogido el autobús?

—No sé, no sé… Pero ya que hemos pagado el viaje… —le contesta otro.

Por un momento parece que el primero va a dar otro paso, pongo mi cuerpo en tensión, pero se lo piensa mejor y dice:

—Para lo que nos cuesta… Todavía podríamos salir de aquí y coger el autobús.

Blaisten sigue de espaldas, no se vuelve. A mi izquierda oigo una voz que se incorpora a la conversación:

—Pues centimito a centimito…

Los dos primeros ancianos de mi derecha asienten con la cabeza, dándole la razón, y uno de ellos pregunta:

—Pero ¿usted venía con nosotros? ¿Es usted don Andrés?

—No, no, yo me llamo Cipriano, de aquí del barrio, pero no nos conocemos.

—Ay, hijo, como ya me olvido de todo…

Entonces, en un instante de debilidad en el que siento que mi cuerpo no se encuentra perpendicular al suelo, me agarro al brazo del señor de mi derecha, que me pregunta:

—¿Y usted? ¿Usted venía con nosotros, joven? No recuerdo su cara, pero vaya usted a saber…

No le contesto. Me abruma la sensación de que toda la plataforma de la estación de metro está dramáticamente inclinada hacia un lado, y a mi espalda suena la voz de una señora que dice:

—Pero no desaprovechen ustedes el viaje, hombre, que tenemos una pensioncita muy pequeña.

Todos los señores asienten a la vez con la cabeza. Pero para cuando por fin los ancianos parecen decididos a avanzar un poco más, dispuestos a dar otro paso, para cuando el estrépito del tren se hace ensordecedor inundando el túnel, y puedo sentir la espalda de Eduardo Blaisten acariciar el extremo de mi deformada nariz postiza, ya he comprendido que el ímpetu de nuestra corriente sería incapaz de arrojar a nadie a las vías, y que en todo caso ningún juez de este país ni de ningún otro consideraría semejante congregación una fuerza irresistible.

19

D
urante los períodos de composición de sus obras, Jonathan Swift se veía constantemente asaltado por un pertinaz zumbido en los oídos, así como mareos y una frialdad en el estómago que él atribuía al hecho de comer demasiada fruta.

Su médico de cabecera de Moor Park, en el condado de Surrey, le prescribió un régimen de ejercicio diario que consistía en andar, correr, montar a caballo, nadar y, cada vez que le sobraran unos minutos, subir y bajar escaleras. Lejos de desaparecer, los síntomas de su enfermedad del vértigo no hicieron otra cosa que aumentar y multiplicarse.

Una húmeda tarde de febrero de 1720, el señor Swift se hallaba absorto en la redacción del décimo capítulo de su libro
Los viajes de Gulliver
, aprovechando la hipoacusia que le asaltaba esos días y que le mantenía aislado de toda distracción. En el desván de un refugio de madera en un remoto paraje en tierras irlandesas, con las ventanas atrancadas con traviesas para evitar la sensación de caer al vacío y con su blanca peluca leonada puesta aun dentro de la casa para protegerse los oídos, el señor Swift creó a los struldbrugs, unos seres inmortales que ocasionalmente nacían en el seno de alguna familia del reino de Luggnagg, marcados con una mancha circular roja en la frente, encima de la ceja izquierda, como señal infalible de que nunca morirían. La mancha, con el tiempo, agrandaba y cambiaba de color: a los doce años se hacía verde, tonalidad que se mantenía hasta la edad de veinticinco años, para entonces tornarse azul oscuro, y después, a los cuarenta y cinco, definitivamente negra como el carbón.

Estaba aún el señor Swift decidiendo qué naturaleza les conferiría a los struldbrugs, si una sabia y preclara, o acaso otra ladina y miserable, cuando le abordó un mareo que lo hizo creer que tenía torcida la cabeza y, por momentos, el cuerpo entero. El vahído era tan fuerte que ni aun sosteniendo su cabeza con las dos manos, ni aferrándose al sobrio escritorio, recuperaba la sensación de equilibrio, y tenía la impresión de que toda la superficie de la casa estuviera inclinada. Trató de levantarse en varias ocasiones, pero entonces el ataque era aún peor, y sentía como si toda la estancia se precipitase hacia arriba, y él, por ende, se hundiera violentamente hacia el abismo de su centro. Empuñó a continuación el manuscrito, en un intento de concentrarse en algo distinto a su episodio de vértigo, enfocó su vista tratando de aprehender alguna línea, pero entonces las letras se dispararon hacia lo alto y en todas direcciones, y el señor Swift cayó y cayó entre los caracteres hasta estrellarse contra un altozano sembrado de cereales, donde se vio rodeado por cuatro centenarios struldbrugs. Uno de ellos, a su derecha, le dijo:

—Ya podría usted tener más cuidado al caer.

—Yo… —replicó el señor Swift.

—Vamos, no le digo que ha estado a punto de matarnos porque no podemos morir —añadió otro, con tono acusador—. Pero ¿se imagina usted lo que sería pasar el resto de la eternidad como un tullido, aplastado por semejante trasero?

—Yo…

—Yo, yo, yo… ¿Y quién es usted, si se puede saber?

—Me llamo Jonathan Swift —dijo el señor Swift, y se levantó del suelo, ofreciéndole la mano a los cuatro ancianos.

—¿Nos conocemos? —preguntó uno de ellos.

—No, no lo creo —contestó.

—Entonces, ¿qué hacemos hablando con usted?

—Es porque acabo de caer entre ustedes, y casi los aplasto.

—¿Ah, sí? —dijo el primero—. No lo recuerdo.

—¿Y quién es usted, si se puede saber? —preguntó otro.

El señor Swift miró a su alrededor, observó a los hombres y la mancha negra como el carbón que los cuatro tenían sobre la ceja izquierda, y comprendió lo que estaba ocurriendo: estaba en medio de una terrible crisis de su enfermedad del vértigo.

—Me temo que no me creerían si se lo explicase —respondió el escritor.

—¿Y de dónde viene, si se puede saber? —preguntó otro.

—De muy lejos, créame.

—¿Y no nos podría obsequiar con un recuerdo? —En realidad el struldbrug pronunció
slumskudask
, pero el señor Swift no tuvo problemas en entender lo que aquello significaba.

—A nosotros nos mantiene el gobierno —aclaró uno que parecía doscientos o trescientos años más joven que los demás—, pero con una muy pequeña asignación, dicho sea de paso.

—Lo cierto es que no llevo nada encima, hace tan sólo un instante estaba en el desván de mi cabaña.

—¿Y si no lleva nada encima, entonces qué hacemos hablando con usted? ¿Y quién es usted, si se puede saber? —inquirió el anciano con el dedo índice inhiesto apuntado a sus generosos carrillos.

Y a continuación, sin mediar más palabras, los cuatro struldbrugs se abalanzaron sobre el señor Swift, y comenzaron a perseguirle por todo el altozano sembrado de cereales, propinándole tremendas patadas en el trasero, cada vez con más fuerza, de forma que el señor Swift llegaba cada vez más alto y más alto, hasta que, puntapié tras puntapié, y después de trazar una alargadísima parábola, volvió a encontrarse de nuevo situado al otro lado del manuscrito.

El escritor respiró hondo, trató de serenarse, humedeció su pluma en el tintero, y se dispuso a perpetrar su venganza. Así fue como, además de los defectos que de hecho ya había constatado en los struldbrugs, además de codiciosos, malhumorados y desmemoriados, los acabó dibujando abatidos y melancólicos, tercos, enojadizos, vanidosos, charlatanes, sin dentadura ni paladar, incapaces de sentir amistad o cualquier otro afecto natural, menesterosos, y con las enfermedades siempre en aumento por los siglos de los siglos.

La obra cumbre de Jonathan Swift se publicó en una imprenta de Londres en noviembre de 1726, con un millar de sus desdichados inmortales atrapados en las páginas de su décimo capítulo por el resto de la eternidad.

No obstante, a partir de esa fecha los mareos del señor Swift fueron a más, los fenómenos acúfenos y la hipoacusia se acrecentaron, su miedo a la enfermedad y su disposición a los pensamientos morbosos lo hicieron huraño, y el carácter se le tornó agrio, irascible y melancólico, alejándolo de las gentes e incluso de sus amigos más íntimos. Y fue perdiendo las facultades mentales, hasta quedar por completo desprovisto de recuerdos, y de todo aquello que tuviera que ver con la capacidad de la memoria.

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