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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

El asesino hipocondríaco (16 page)

—Máteme ya de una vez, por Dios. Acabe conmigo.

Yo comprendo que, si acabara con la vida de Eduardo Blaisten en este momento, podría alegar su consentimiento como atenuante de una posible condena; y que si en lugar de rematarlo con mi cuchillo, esperase simplemente a verlo morir, de lo más que se me podría acusar es de un delito de omisión de socorro.

—No me digas cómo hacer mi trabajo.

—Pues hágalo de una vez.

Blaisten me ha contestado, pero no sabe que yo en realidad estaba hablando con mi hermano gemelo parásito, que nunca deja pasar una oportunidad de hacerme dudar en lo que hago y de jugarme las más diversas trastadas. Como tampoco puede saber que yo nunca me atrevería a tutear a un objetivo. El exceso de familiaridad nunca ha sido conveniente en el arte de mi oficio.

Después de pronunciar la última frase, la cabeza de Blaisten ha comenzado a hundirse en el agua, y ahora está por completo bajo su superficie. Acabar definitivamente con mi objetivo sería tan fácil como esperar unos segundos a que muriese por asfixia. Pero por mucho que lo pienso, por muchas vueltas que le doy, no veo ninguna razón que justificara entonces el cobro de los honorarios que me pagaron por adelantado, hace ya más de un año y dos meses, dentro de un sobre de papel vitela rotulado con una caligrafía de trazos angulosos y aspas ascendentes pronunciadas. Está claro que, por mucho que pueda seducirme la idea, si yo no asesinase de una forma activa a mi víctima, nada me haría merecedor de las retribuciones que hace tiempo guardo en la caja fuerte ubicada en mi domicilio en el punto X de Madrid. Y yo soy un hombre de moral kantiana.

46

E
stamos en la sala de urgencias del hospital Gregorio Marañón. He traído al señor Blaisten en un taxi, caminando a duras penas apoyándose en mi hombro. Antes de salir de su casa, lo he forzado a vomitar mediante la irritación mecánica de la faringe con mis dedos índice y corazón. Luego le he preparado un termo de café cargado para evitar que se duerma. No me ha costado encontrar el paquete de café jamaicano Blue Mountain en la estantería de la cocina, pero en cambio he necesitado recurrir al manual de la cafetera Saeco, y diecisiete minutos de mi tiempo, para conseguir ponerla en funcionamiento. En el taxi, he tenido que abofetear a Blaisten en veintidós ocasiones. El taxista nos ha observado durante todo el trayecto por el espejo retrovisor interior, con los ojos muy abiertos, pero esta vez no ha preguntado nada.

Nos encontramos sentados junto al mostrador de urgencias en el que nos preguntarán los datos. Delante de nosotros hay una mujer que sostiene por el codo a un hombre mayor, que parece mareado.

—Dígame qué le ocurre —dice el enfermero, posando la punta de un bolígrafo sobre un papel, y mirando el exacto lugar donde el papel y el bolígrafo se tocan.

—Resulta que este señor iba caminando por su acera, muy pegado a una obra, y una viga se ha soltado de una grúa y ha estado a puntito de darle —explica la señora.

—¿Qué tiene entonces?

—La viga ha caído al ladito, un poco más y le da en toda la cabeza.

—De acuerdo, señora. Y ahora, este hombre, ¿qué tiene? Síntomas.

—¿Que qué tiene? Pues que ha estado
a punto de matarse
.

—Bien —dice el enfermero, y escribe algo en el formulario—. No se preocupe, ya nos encargamos nosotros.

—Es que ha sido tremendo —prosigue la señora—. Para haberse matado, ya le digo. Ha estado a punto, a punto de matarse.

Cuando la señora y el anciano despejan el mostrador, agarro a Blaisten por debajo de los brazos, y haciendo acopio de mis pocas fuerzas consigo levantarlo de la silla.

—Gracias —farfulla—. Está usted hecho un toro.

—No hace falta que me provoque más —digo, muy serio—. Ya le he dicho que no voy a matarle en estas condiciones.

—Sólo he querido decir que está usted en buena forma. Quién se encontrara ahora tan bien como usted, con lo mal que me siento en estos momentos…

El señor Blaisten intenta desesperadamente forzarme a consumar su tentativa de suicidio. Pero yo soy un profesional, habituado a todo tipo de presiones, y cuando trata de provocarme ironizando sobre mi aspecto, o siendo condescendiente con mi mala salud y mi sinfín de enfermedades, yo no le presto ninguna atención, como si me asaltara un acceso de la Afasia de Wernicke y no pudiera entender nada en absoluto de lo que me dice. Así que me limito a hacerle avanzar unos pasos hasta el mostrador, con la esperanza de que se recupere pronto y poder acabar de una vez con su vida, cuando no se esté muriendo solo, cuando me haya olvidado de sus impertinentes provocaciones, y no incumpla el principio de no matar a nadie por placer.

El enfermero me pregunta qué le ocurre al señor Blaisten, y yo le respondo que sufre una sobredosis de barbitúricos. De inmediato, nos dan paso al interior del edificio y un médico y un enfermero con una silla de ruedas vienen directamente a recogernos. Eduardo Blaisten es uno de esos tipos. Uno de esos tipos que llegan a una sala de urgencias, cuando tú llevas allí más de tres horas, muriéndote sobre una hilera de sillas de espera, dice que ha tenido una alergia a algún medicamento, y pasa delante de todos los que estábamos en cola desde primera hora de la mañana.

Caminamos por un largo corredor con olor a lejía, alcohol etílico y desinfectante, y de repente el médico me agarra la bolsa con mis cosas, sin pedirme permiso, y dice:

—Ah, bien. Veo que ha traído los medicamentos que ha ingerido.

—No —le contesto—. Ésas son mis medicinas.

Y le quito la bolsa de las manos de un zarpazo, antes de que extraiga y husmee cada una de las cajas. Vuelvo a colocar todo en su sitio, la caja de Ultram ® 100 mg, la caja de Compazine ® 5 mg, la caja de Eulexin ® 250 mg, la caja de Pepcid AC Maximum Strength ® 20 mg, la caja de Cardizem ® 240 mg, la caja de Feldene ® 500 mg, la caja de Valtrex ® 500 mg, la caja de Xanax ® 1.0 mg y la caja de Prozac ® 60 mg, sin llegar a entender por qué ahora el médico permanece mirándome a los ojos, con los suyos muy abiertos y tratando de interceptar la trayectoria desviada de los míos. No sé a qué viene tanta alarma, si es imposible que sepa que todas las recetas con las que consigo mis medicamentos son falsificadas, si las ganzúas y los instrumentos de forzar puertas han quedado en la parte de debajo de la bolsa y no ha llegado a verlos, y si hace más de una hora que me desprendí del cuchillo con la hoja de acero de diecinueve centímetros de largo en una papelera de Claudio Coello.

El señor Blaisten me tira de una manga. Me acerco a él, inclinándome un poco a la vez que me aproximo, arriesgándome a sufrir un ataque de lumbalgia, o incluso a causarme algún tipo de hernia abdominal. Cuando mi oído está junto a su cara, murmura:

—Es usted muy conocido por aquí.

Lo ha dicho porque desde que entramos en el hospital me han saludado dos médicos, dos enfermeras, un enfermero y una asistenta de limpieza. Yo le he contestado que hace tiempo solía venir a este hospital, pero ya no. He sido muy parco en palabras, porque no quería dar lugar a hablar del tema. Sin embargo, cuando llegamos a la sala donde le van a practicar el lavado de estómago a Blaisten, dos jóvenes médicos que están de pie al lado de la puerta, y que parecen muy divertidos, me preguntan:

—¿Qué fue? ¿Niño o niña?

47

A
lo largo de su vida, François-Marie Arouet, más conocido por el sobrenombre de Voltaire, fue atendido por los mejores médicos de toda Europa occidental. Le diagnosticaron con acierto viruela, gripe, erisipela, neumonía, hipertrofia prostática y ataques apopléticos; pero ninguno de aquellos supuestos especialistas en el cuerpo humano le supo detectar la gota, el reumatismo, la bronquitis, el origen inopinado de sus fiebres, de su escorbuto o de sus trastornos gastrointestinales, enfermedades todas que él sintió desde su más temprana infancia hasta los mismos días de su muerte.

Como el espíritu sensible que era, fue un hombre perseguido por la misma mala fortuna que nos ha hostigado desde siempre al selecto atajo de los malditos por las leyes del azar. A pesar de los esfuerzos de los doctores de la ciencia médica, y del empeño que el propio señor Voltaire invirtió en curarse, nunca consiguió librarse de las afecciones que le atormentaban, y las 21.000 cartas de su puño y letra que aún hoy se conservan están llenas de incalculables y continuas alusiones a su estado de salud.

En noviembre de 1723, a los veintinueve años de edad, durante la epidemia que asolaba Francia, el señor Voltaire contrajo unas viruelas que le obligaron a redactar su primer testamento. Las enfermedades y los testamentos se siguieron, aunque, por una suerte de milagro, el filósofo continuaba vivo, como un raro y singular coleccionista de dolencias. En enero de 1751, Voltaire escribió al conde D’Argental desde la Corte de Prusia, lamentándose por haber ido a morir a trescientas leguas de distancia, y en la carta afirmaba acumular ya cuatro enfermedades mortales. Por aquel entonces, es cierto que padeció al menos un malestar que lo mantuvo en cama durante casi seis meses, y dañó sus encías hasta el punto de que se le comenzaron a caer los dientes. El señor Voltaire, adivinando una vez más la inminencia de su muerte, se sometió a un estricto tratamiento a base de antiescorbúticos, jarabe de pelícano y extracciones. Sus males no hicieron sino aumentar, y en cuestión de dos años perdió todos los dientes superiores y la mayoría de los inferiores.

Después de aquella experiencia con los dientes, el señor Voltaire llegó a la conclusión de que la medicina no es más que un arte consistente en entretener al paciente mientras la naturaleza cura su enfermedad. Y a partir de entonces se negó a seguir sometiéndose a las indicaciones de los médicos. No obstante, dado que como cualquier persona era incapaz de resignarse al dolor, efectuó sus propias indagaciones y diagnósticos, y se automedicó con profusión: tomaba purgantes de dos a tres veces por semana, se aplicaba constantes enemas de jabón, e ingería pócimas capaces de acabar con cualquier bacteria alojada en un estómago humano.

El señor Voltaire pasó la primera mitad de su vida rodeado de médicos que probablemente agravaron sus dolencias. Y la segunda mitad rodeado de medicinas que acaso paliaran su sufrimiento, o que por el contrario puede que sólo funcionaran como meros placebos. En estos últimos años, en los que solía dejarse ver con una coqueta peluca rizada, todavía resentido con el gremio médico, a todo aquel que se prestara a escucharlo, el filósofo le aseguraba con su sonrisa filosa y desdentada:

—Por mucho que lo pienso, por muchas vueltas que le doy, no conozco nada más risible que un doctor que no se muere de vejez.

Y ciertamente debió de ver morir a muchos médicos, a casi todos los que le atendieron cuando era joven, porque el señor Voltaire acabó llegando, achacoso y agonizante, horadado por todas las afecciones, a los ochenta y cuatro años de edad.

Fueron necesarios doscientos trece años más para que el doctor Philias R. Garant, profesor del Departamento de Períodoncia e Implantología de la Universidad de Nueva York, en un artículo publicado en la revista
Quintessence
, resolviera el enigma de los dientes de Voltaire. La conclusión a la que llegó el doctor Garant fue que el señor Voltaire, paciente de tantas enfermedades y conejillo de Indias de tantos médicos, había sido víctima de una intoxicación por mercurio, cuyos efectos eclosionaron cuando cumplió los diez lustros. En los siglos
XVI
,
XVII
y
XVIII
, el mercurio se aplicaba en la piel mediante masajes, o era directamente ingerido, como tratamiento de la sífilis, una enfermedad infecciosa que durante un tiempo el filósofo francés también creyó tener.

Al menos en una ocasión un médico ha servido para algo.

48

E
l embarazo imaginario no es algo como para tomárselo a broma. No es nada de lo que burlarse, ni que pueda parecer divertido a nadie, y mucho menos a un profesional de la salud. Se trata de un trastorno somatomorfo, que tiene su origen en anomalías neurológicas en la zona cerebral responsable de la interocepción, y que conlleva dolencias somáticas múltiples en diversos sistemas orgánicos, incluidos algunos que se encuentran bajo el completo control del sistema nervioso vegetativo. Un trastorno somatomorfo puede afectar a sistemas como el cardiovascular, el gastrointestinal o el respiratorio. Y si su causa última se encuentra en una efectiva alteración fisicoquímica a nivel cortical, no entiendo por qué razón puede mover a la risa.

El síntoma más llamativo del embarazo imaginario es el aumento del volumen abdominal, originado físicamente por una posición arqueada y por la distensión de los músculos del abdomen. Este síntoma se acompaña de la vívida sensación de movimientos fetales en el interior del vientre, de náuseas, de mareos matutinos y de vómitos, pudiéndose llegar incluso a sufrir constipaciones y aberraciones del apetito. El aumento de peso puede llegar a ser incluso mayor que en los embarazos reales, y los niveles hormonales de gonadotropina se disparan.

El trastorno del embarazo imaginario es más frecuente en las mujeres, pero que sea una dolencia menos habitual en los hombres, que los afectados sean los integrantes de una rara minoría, debería ser precisamente una razón más para sensibilizarse ante su mal, y no para dar rienda suelta a la chanza y a las mofas de mal gusto en la puerta de una sala en la que se va a aplicar un lavado de estómago.

En el hombre, la función secretora de las mamas está atrofiada, por lo tanto las alteraciones —el aumento de la turgencia y del tamaño de las papilas, el cambio de la pigmentación de los pezones, y el vano intento de secretar leche— se hacen aún más dolorosas. Sin contar con que se puede llegar a sentir al milímetro el ablandamiento del cuello uterino que no se tiene, y el aumento del volumen del peritoneo y de las paredes del cuerpo del útero. La ausencia de flujo menstrual puede llegar a ser tomada por el paciente masculino como la genuina amenorrea fisiológica inherente al embarazo.

Los obstetras más experimentados han confundido embarazos imaginarios con embarazos reales, contando con la sola pista externa de que en estos últimos el ombligo crece invertido hacia fuera hasta brotar como una flor. En el caso del embarazo imaginario de un hombre, el obstetra dispondrá de algunas otras pistas, pero ninguna de ellas puede ser tomada como concluyente, porque, como todas las apariencias, ésas también pueden resultar ser engañosas.

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