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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (14 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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En el corral comunal se había congregado una gran muchedumbre con los pies hundidos en el barro hasta los tobillos. Zuuldibo se hallaba ya acomodado en una esterilla, radiante con sus gafas de sol y su espada. Nos tomamos una cerveza e intentó explicarme lo que ocurría.

Las «explicaciones» de los dowayos llevan siempre aparejados numerosos problemas. En primer lugar, suelen pasar por alto el detalle esencial que da sentido a toda la explicación. Nadie me contó, por ejemplo, que aquella aldea era donde vivía el «señor de la tierra», el hombre que controlaba la fertilidad de todas las plantas, ni que, en consecuencia, varias partes de la ceremonia se celebrarían aquí de forma distinta de cualquier otro sitio. Pero era comprensible; algunas cosas son demasiado evidentes para explicarlas. Si nosotros enseñáramos a un dowayo a conducir un coche, le hablaríamos de las marchas y de las señales de tráfico antes de indicarle que había de intentar no chocar con otros vehículos.

Por otra parte, sus aclaraciones solían terminar siempre en un círculo que llegué a conocer muy bien.

—¿Por qué hacéis esto? —preguntaba yo.

—Porque es bueno.

—¿Por qué es bueno?

—Porque nuestros antepasados nos lo dijeron.

Entonces insistía astutamente:

—¿Por qué os lo dijeron vuestros antepasados?

—Porque es bueno.

No pude jamás sacarlos de los «antepasados», con los cuales empezaban y terminaban todas las explicaciones.

Al principio me desconcertaba su inflexibilidad en las catalogaciones.

—¿Quién ha organizado este festival?

—El hombre de las púas de puercoespín en el pelo.

—Yo no veo a nadie con púas de puercoespín en el pelo.

—No. Es que no las lleva.

Siempre describían las cosas como deberían ser, no como eran.

Pero, al mismo tiempo, a los dowayos les encantaban las bromas. Yo siempre procuraba anotar qué tipos de hojas llevaban los distintos participantes en los festivales, pues parecía lógico que su vestimenta fuera importante, y constantemente era víctima de los «bromistas»; los hombres circuncidados el mismo día o las mujeres que menstruaron a la vez aparecían adornados con una extraña colección de hojas raras y lo desbarataban todo. Era fundamental identificarlos en seguida, porque si no sus mofas podían ser confundidas con las prácticas auténticas que pretendían subvertir.

También resultaba esencial saber que una misma persona podía desempeñar distintos papeles. En este festival en concreto, uno de los payasos, que era el único que podía tocar las calaveras, era también el hermano menor del fallecido en cuyo honor se había organizado el acontecimiento, por lo tanto alternaba las funciones de payaso y de organizador, de modo que para un extraño distaba mucho de quedar claro dónde empezaba uno y terminaba el otro. También llevaba a cabo muchas de las tareas que normalmente realizaría el hechicero de la Casa de las calaveras, debido a la inhabitual enfermedad de éste. Así pues, un solo hombre ocupaba tres posiciones distintas en el sistema cultural.

Todo esto, naturalmente, escapaba al nivel de análisis para el que estaba yo capacitado en aquel momento, de modo que me limité a sentarme en una piedra a mirar, hacer preguntas tontas y sacar fotografías de las partes que parecían interesantes.

Ese primer día había mucho que ver. Los payasos eran extravagantes: llevaban la mitad del rostro pintado de blanco y la otra mitad de negro, llevaban encima trapos viejos y proferían agudos gritos en fulani y en dowayo, obscenidades y tonterías. «¡El coño de la cerveza!», exclamaban. Los asistentes se reían complacidos. Acto seguido, exhibían sus partes; por un mecanismo que desconozco, se echaban unos pedos ensordecedores; y trataban de copular unos con otros. Yo les causaba muchísima gracia. «Sacaban fotografías» con un cuenco roto y «tomaban apuntes» en hojas de palmera. Por mi parte, procuré pagarles con la misma moneda: cuando me pidieron dinero, les entregué solemnemente el tapón de una botella.

A las afueras de la aldea estaban las calaveras de los muertos, hombres y mujeres por separado. Se habían sacrificado numerosas cabras, vacas y ovejas, y sus excrementos cubrían los cráneos. Los organizadores cortaron las cabezas de los pollos y rociaron a los difuntos con la sangre. Inmediatamente, los payasos comenzaron a pelearse por los cuerpos, pisoteando el revoltijo de barro, sangre y excrementos. El calor era agobiante, el público numerosísimo. Los payasos se divertían tratando de salpicar a los asistentes con toda la sangre y suciedad posible. El olor resultaba repugnante y varios dowayos empezaron a vomitar, contribuyendo así al miasma. Yo me aparté de inmediato. Entonces empezó a caer una lluvia torrencial y Zuuldibo y yo nos cobijamos debajo de un árbol al tiempo que nos cubríamos la cabeza con hojas de palmera.

Un murmullo se elevó de la muchedumbre y se hizo evidente que un hombrecillo de edad avanzada acaparaba su interés. Era menudo y nervioso; su boca dibujaba un rictus ocasionado, como descubrí más tarde, por una dentadura postiza de segunda mano. Al parecer, presenciar cómo se la quitaba era una de las maravillas del país Dowayo. Estaba sentado muy erguido bajo un paraguas rojo, mirando a derecha e izquierda con aire de benévola omnisciencia. Nadie me quería decir quién era. «Un anciano conocido por su bondad», dijo Zuuldibo. «No lo sé», contestó Matthieu evasivamente. Le entregaron un gran recipiente de cerveza, que probó antes de desaparecer en el campo. Se respiraba cierta tensión en el aire. No hablaba nadie. Al cabo de unos diez minutos reapareció el anciano. La lluvia comenzó a remitir e incluso yo percibí un suspiro general de alivio. No tenía ni idea de lo que se avecinaba pero sabía que más valía que no pidiera explicaciones; quizá en privado Zuuldibo se mostraría más comunicativo.

A esto siguió uno de esos prolongados períodos de inactividad que caracterizan los actos organizados por los dowayos. Ello me permitió poner la «marcha de trabajo de campo», un estado próximo a la suspensión de todas las funciones en que uno puede aguardar horas sin sentir impaciencia ni frustración, sin esperar que ocurra nada mejor. Al cabo de un largo rato se hizo evidente que no iba a suceder nada más. Por lo visto, algunos parientes habían confundido la fecha de la ceremonia y no se habían presentado. Quizá llegarían al día siguiente. Comenzó una agitada concertación de alojamientos y Mauhieu salió a solucionar el mío. Zuuldibo anunció que él dormiría debajo de un árbol mientras hubiera cerveza.

Tras un corto paseo por el campo y después de atravesar dos ríos y muchos zarzales, llegué al que había de ser mi lugar de descanso, la choza que me había cedido un hombre amabilísimo que había echado a su hijo para poder él pasar la noche bajo techado. Al preguntarle, me dio a entender que su hijo recibiría aquella noche los favores sexuales de una doncella dowayo, por lo que no debía inquietarme.

La choza era la más cochambrosa que había visto hasta entonces. En un rincón había una caja con varios pollos en proceso de putrefacción, presumiblemente indicio de que su dueño había ofrecido la sangre a los antepasados ese día. De las vigas del techo pendían diversos artefactos que se utilizarían en distintas etapas del festival: las flautas que se tocan cuando un hombre ha sido sacrificado y las colas de caballo y las mortajas que se usan para ornamentar las calaveras antes de bailar con ellas. El suelo estaba cubierto de inmundicia. Cuando me hube acomodado en ella, descubrí que la cama contenía varios trozos de carne y huesos a medio comer, restos de una res sacrificada.

Hasta nuestros oídos llegaban los tambores y los cantos procedentes de la aldea y el rítmico sonido me arrulló hasta que me dormí acurrucado y cubierto por mi propia ropa mojada. De pronto me despertaron unos arañazos en la puerta; durante un momento temí que se tratara de otra Cuu-í, pero era Matthieu, que me traía agua caliente en una calabaza. «Ha hervido cinco minutos,
patron
, puede beberla.» Yo tenía escondida una mezcla de leche y café en polvo, además de abundante azúcar por si lo quería algún dowayo. Nos repartimos la poción y Matthieu añadió seis cucharadas de azúcar a su parte. Haciendo un esfuerzo para cumplir con mi deber, le pregunté por varios de los objetos del techo y recibí la iluminación solicitada. «El viejo de hoy, es el Viejo de Kpan, jefe de todos los productores de lluvia. Zuuldibo se lo presentará mañana.» Se marchó y oí que un dowayo preguntaba en voz alta: «¿Ya está dormido tu patron?»

La primera persona que vi al día siguiente fue Augustin, que se había tomado un descanso de los rigores de Poli. Como todo buen urbanícola africano, ni se le pasaba por la cabeza ir a ningún sitio andando. Había conseguido llevar la motocicleta hasta allí, pero llegó tarde y tuvo que pasar la noche con otra complaciente mujer dowayo que resultó una esposa díscola del Viejo de Kpan. Parecía que aquélla era su aldea natal y había regresado para las fiestas. El hermano de ella había acompañado a Augustin a su puerta y le había advertido que si se enteraba el brujo un rayo los fulminaría a todos. El archivo mental que había abierto el día anterior sobre él se estaba llenando rápidamente. Sin embargo, los acontecimientos del día lo apartaron de mi mente.

Un festival dowayo de las calaveras es un poco como un circo ruso: ocurren cuatro cosas distintas a la vez. Tras una última sesión de lanzamiento de excrementos, los payasos comenzaron a limpiar las calaveras. Entre tanto, los maridos habían traído a las muchachas originarias de la aldea, que se habían disfrazado de guerreros fulani y bailaban sobre una loma agitando lanzas al son de las flautas «parlantes», llamadas así porque imitan los tonos de la lengua. Este es otro aspecto del idioma dowayo que no llegué a dominar nunca. Las flautas las invitaban a exhibir las riquezas de sus maridos, que las acosaban despiadadamente para que se esmeraran en la representación y las adornaban con gafas de sol, relojes prestados, radios y otros artículos de consumo, además de las túnicas. Algunos hombres se ponían dinero en el cabello.

En otra parte de la aldea estaban las viudas de los hombres en cuyo honor se celebraba la fiesta. Iban ataviadas con largas faldas de hojas y sombreros cónicos del mismo material y bailaban en largas hileras como si de coristas se tratara. Por el momento tenía que limitarme a recoger toda la información que pudiera, dejando cualquier intento de análisis inteligente para otra ocasión. Matthieu iba de grupo en grupo grabando cuanto podía, para lo cual se abría paso hasta la primera fila de cada congregación de público de una manera que yo era incapaz de emular.

En la distancia apareció otro grupo transportando un extraño atado y agitando cuchillos. Luego me enteré de que eran los circuncisos, que llevaban el arco del hombre en cuyo honor se celebraba el festival y cantaban canciones de circuncisión. De repente un grupo de chicos empezó a gritarles. Yo pensaba que estaba presenciando un genuino altercado espontáneo, pero por el entusiasmo de los espectadores deduje que se trataba de un elemento fijo. «Los no circuncisos —me explicó un vecino solícito—. Siempre igual.» No pude resistir la tentación de preguntarle por qué. Se me quedó mirando como si acabara de decir una gran idiotez. «Nos lo dijeron nuestros antepasados», declaró, y se marchó.

Algo estaba ocurriendo junto a las calaveras y allí me dirigí a toda prisa mientras Matthieu se ocupaba de la batalla entre los dos grupos. Estaban envolviendo los cráneos de los hombres, por la razón que inevitablemente acompañaba toda actividad colectiva entre los dowayos, con lo que hasta yo identifiqué como las vestiduras de un candidato a la circuncisión. Los cráneos de las mujeres fueron lanzados ignominiosamente a un lado y olvidados. Tras ahuyentar a mujeres y niños, los que se quedaron empezaron a zarandear y golpear las calaveras y a tocar las flautas que había visto en el techo de mi choza. «Amenazan a los muertos con la circuncisión», explicó enigmáticamente Zuuldibo. Un hombre se las puso sobre la cabeza y empezó a sonar una extraña y reiterativa melodía a base de gongs, tambores y flautas graves desacompasadas. A continuación fueron sacando del atado largas tiras de tela de mortaja que sostenían unos hombres oscilantes, de modo que se formó una especie de enorme araña. Mientras tanto, otros se ciñeron los ensangrentados pellejos de las reses sacrificadas para la ocasión con la cabeza apoyada en la de ellos y, mordiendo un jirón de carne, empezaron a girar en torno a las calaveras pateando, inclinándose hacia adelante y oscilando a un lado y otro. El hedor, el ruido y el movimiento lo dominaban todo. A la entrada de la aldea bailaban las viudas llamando a los muertos, que se movían lentamente alrededor del árbol central antes de ser colocados, junto a las cabezas de las reses sacrificadas, sobre un portalón. Entonces saltó un hombre junto a ellos, el organizador, y gritó: «Gracias a mi fueron circuncidados estos hombres. De no ser por el hombre blanco, habría matado a un hombre.»

Naturalmente, en ese momento pensé que se refería a mí, imaginándome que habían suprimido todo tipo de acciones obscenas debido a mi presencia. Mi primera reacción fue de decepción. «Por mi que no quede —habría gritado—. Para eso he venido.» Subsiguientes indagaciones me revelaron que en otros tiempos se sacrificaba un hombre y su cráneo se hacía añicos golpeándolo con una piedra, pero el gobierno central —francés, alemán y camerunés— había puesto fin a esta práctica.

La celebración degeneró en un jolgorio, amenizado con cerveza y bailes en abundancia, y nosotros decidimos regresar a Kongle. Ya de camino, Zuuldibo nos hizo dar un rodeo para conducirnos a una edificación aislada de las estribaciones de los montes. En el interior estaba sentado el Viejo de Kpan. Intercambiamos los complicados saludos de rigor y hube de dejar que me estrechara contra su corazón, tras lo cual cayó en un éxtasis de suspiros, gemidos y cloqueas que me recordaban los de una solterona ante su sobrino favorito. Sirvieron más cerveza caliente y nos sentamos en círculo a charlar en la acogedora penumbra; de vez en cuando, el anciano se interrumpía en mitad de una frase para exclamar cuánto se alegraba de mi presencia. Tenía entendido que me interesaban las costumbres de los dowayos. El había vivido mucho tiempo y visto muchas cosas. Me ayudaría. Podía ir a su casa dentro de poco. Ya me mandaría llamar, ahora tenía una temporada de mucho trabajo. Me dirigió una mirada de complicidad que yo traté de devolverle. Sería el segundo blanco que visitaba el valle. «¿El primero fue francés o alemán?», pregunté para tratar de determinar el período. «No, no, un blanco como usted.» Ofrecí a todo el mundo nueces de cola que llevaba encima y nos marchamos, cruzando por peñascos de granito y senderos encharcados hasta llegar al camino principal. En el fondo del valle empezaba a acumularse una espesa neblina y se anunciaba una noche muy fría. Cuando llegamos al coche estábamos todos tiritando y ansiosos por regresar a las comodidades de Kongle. En África occidental, la climatología tiene un carácter fundamentalmente local; las precipitaciones pueden ser en un punto el doble de fuertes que en otro situado a pocos kilómetros. De noche, en Kongle siempre estábamos a diez grados más que en este extremo del país Dowayo; y al otro lado de la montaña todavía hacía más calor.

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