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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (13 page)

La vida de hombres y mujeres permanece en gran medida separada. Un hombre puede tener numerosas mujeres pero pasar el tiempo con sus amigos mientras ellas están con las otras esposas o las vecinas. Tal comportamiento es similar al que se da en el norte de Inglaterra. La mujer prepara la comida para su marido y sus hijos pero él come solo, a lo sumo con el hijo mayor. También cultivan la tierra separadamente. Ella cultiva sus alimentos y él los de él, aunque quizá la ayude en las tareas más duras. Hombre y mujer se encuentran con propósitos sexuales en la choza de él según una rotación que ya han acordado de antemano con las demás esposas. A ojos de un occidental la familiaridad o el afecto que se demuestran es escaso. Los dowayos me contaron extrañados que la esposa de un misionero americano salía corriendo de casa a recibir a su marido cuando éste regresaba de algún viaje. Se partían de risa por el hecho de tener que pedirle a la mujer del misionero, en vez de a él, que los llevara en el coche, y encima no parecía que le pegara nunca.

De esto no debe inferirse que las esposas de los dowayos son pobres violetas amedrentadas. Dan lo mismo que reciben y se defienden con furia. La mayor represalia consiste simplemente en marcharse a la aldea de sus padres. El marido sabe que en estas circunstancias tendrá gran dificultad para recuperar las cabezas de ganado que ha pagado por la esposa. Es muy posible que se quede sin mujer y sin reses. Por ello se suele retrasar la entrega del ganado todo lo posible. No es infrecuente que las mujeres abandonen a sus maridos y el sistema de traspaso de reses está tan sujeto a retrasos como el más eficaz banco camerunés. La frecuencia de las rupturas matrimoniales y el incumplimiento por parte de los maridos del pago de las esposas puede despertar la cólera del etnógrafo que descubre que una misma mujer aparece dos o tres veces en sus cómputos. Así, si una mujer ha dejado a su marido por otro, ambos informarán al antropólogo con toda tranquilidad de que se trata de su mujer. El primero estará más que dispuesto a decir cuánto ha pagado por su esposa pero admitirá el detalle de que esa cantidad nunca fue satisfecha. El segundo marido indicará el precio que pagó por ella pero se olvidará de decir que no lo satisfizo a los padres sino al primer marido injuriado, quien es muy posible que haya usado esas cabezas de ganado para pagar alguna mujer anterior que todavía debiera. Los padres de la esposa descarriada le reclamarán ahora al segundo marido las reses que no pagó el primero, amenazando con llevarse a la mujer. El responderá recordando una deuda contraída tres generaciones antes al no ser pagada alguna mujer de su familia. A esto sigue una querella complicadísima.

Los dowayos no justifican nunca la elección de una esposa por su belleza sino más bien por su obediencia y bondad. Una mujer no debe ver nunca un pene que no haya sido circuncidado, de lo contrario enfermará. Un hombre no debe ver nunca una vagina so pena de perder el apetito sexual. De ahí que el coito sea un encuentro furtivo realizado en una oscuridad total en que ninguno de los dos participantes está desnudo. La mujer no se quita el manojo de hojas que lleva por delante y por detrás. En otro tiempo, los hombres, llevaban un taparrabos que se desataba para permitir la extracción de la calabaza protectora del pene que tenían que llevar los circuncidados. Hoy en día los pantalones cortos están en boga y sólo los ancianos o los que realizan actividades rituales llevan ese tipo de protección. A modo de chiste, las mujeres imitan con los carrillos el ruido seco que hace el miembro viril al ser extraído de la calabaza; el mismo sonido sirve de eufemismo para referirse al propio acto sexual. Las mujeres esperan siempre recibir una recompensa por sus servicios, incluso de su propio esposo, hecho que ha conducido a severas comparaciones entre el concepto dowayo del matrimonio y la prostitución por parte de algunos predicadores; existe además una arraigada costumbre de llevar la cuenta de todo, incluso entre marido y mujer. Toda esta información la fui reuniendo poquito a poquito; la investigación de los festivales no relacionados con la vida diaria fue una cosa totalmente distinta.

Por pura suerte, había llegado al país Dowayo el año siguiente a una buena cosecha de mijo (los años van aquí de una cosecha de mijo, que tiene lugar a primeros de noviembre, a la siguiente) y muchos habían aprovechado esa abundancia para organizar festivales de las calaveras en honor de sus muertos.

Al morir, los cadáveres de los dowayos son envueltos en una mortaja de algodón autóctono y en los pellejos de las reses sacrificadas para la ocasión. Se los entierra agazapados. Unas dos semanas más tarde se retira la cabeza a través de una abertura dejada en el envoltorio para tal propósito, se la examina en busca de señales de brujería y se la mete en una olla que se coloca en un árbol. A partir de ahí los cráneos de hombres y mujeres (u hombres no circuncidados) reciben distinto tratamiento. Los de hombre son situados en el descampado de detrás de la choza donde las calaveras encuentran el descanso final. Los de mujer son colocados detrás de la choza de la aldea donde nació la mujer. Al casarse, la esposa se traslada a la aldea de su marido; al morir retoma a la suya.

Al cabo de varios años, los espíritus de los muertos pueden empezar a importunar a sus parientes vivos apareciéndoseles en sueños, causándoles enfermedades o no dignándose penetrar en las entrañas de las mujeres para que nazcan niños y se reencarnen los espíritus. Esto quiere decir que es buen momento para organizar un festival de las calaveras. Normalmente, lo pone en marcha un hombre rico solicitando el apoyo de sus parientes y ofreciéndoles cerveza. Si se celebran dos fiestas sin desavenencias, se dispone la organización. Los dowayos se vuelven muy quisquillosos cuando están bebidos y es raro que no se produzcan disputas; para lograrlo se requiere el esfuerzo de todos los presentes. El hecho de que dos fiestas seguidas no se vean empañadas por pelea alguna indica una singular comunidad de propósitos.

Yo me había enterado por Zuuldibo de que iba a celebrarse uno de estos festivales en una aldea distante unos veinticuatro kilómetros, y llevé a cabo un rastreo preliminar a fin de comprobar su veracidad.

En el país Dowayo el cómputo del tiempo es una pesadilla para cualquiera que pretenda establecer un plan que abarque más allá de diez minutos en el futuro. El tiempo se mide en años, meses y días. Los más ancianos sólo tienen una vaga noción de lo que es una semana; parece que ese concepto se considera un préstamo cultural, igual que los nombres de los meses. Los viejos cuentan en días a partir del presente. Existe una complicada terminología que designa puntos determinados del pasado y el futuro como, por ejemplo, «el día anterior al día anterior a ayer». Mediante este procedimiento, es virtualmente imposible fijar con precisión el día en que va a ocurrir una cosa. A esto se añade el hecho de que los dowayos son muy independientes y se molestan si alguien intenta organizarlos. Hacen las cosas cuando les viene en gana. Tardé mucho en acostumbrarme a ello; no me gustaba aprovechar mal el tiempo, me contrariaba perderlo y esperaba obtener una compensación por el que invertía. Estaba convencido de que tenía el récord mundial de oír la frase «No es el momento oportuno para eso», pues era lo que contestaban los dowayos cada vez que trataba de obligarlos a enseñarme una cosa concreta en un momento concreto. Nunca quedaban en encontrarse a una hora o en un lugar, determinados. La gente, se extrañaba porque que me sintiera ofendido cuando aparecían un día o una semana más tarde, o cuando recorría quince kilómetros para descubrir que no estaban en casa. Sencillamente, el tiempo no podía ser distribuido. Otras cosas de naturaleza más material entraban dentro de la misma categoría. El tabaco, por ejemplo, no admitía una separación clara entre lo mío y lo tuyo. Al principio me desconcertó que mi ayudante cogiera mi tabaco sin un formulario «con permiso» siquiera, mientras que no se le habría ocurrido jamás tocar mi agua. El tabaco, como el tiempo, es un área en que el grado de flexibilidad permitido por la cultura se halla muy lejos del nuestro. No es permisible negarse a compartir el tabaco; los amigos tienen derecho a registrarte los bolsillos y coger lo que encuentren. Cuando pagaba a mis informantes con un paquete, se lo escondían rápidamente pasando por alto todas las normas del recato y salían corriendo hacia casa, preocupadísimos por no encontrarse a nadie camino del lugar donde pretendían ocultarlo definitivamente.

Este viaje fue mi primera visita al valle conocido como Valle de las Palmeras Borassa, por los numerosos árboles de esta especie que tan sólo se dan allí. En los mapas antiguos todavía consta que una carretera discurre por el valle, pero en la actualidad se encuentra en un estado bastante lamentable. No obstante, conduciendo cuidadosamente se podía penetrar varios kilómetros en la fértil hondonada teniendo como telón de fondo las magníficas montañas que señalan la frontera con Nigeria. Allí los poblados se acercaban mucho más a la tradición de los dowayos del monte que los de mi zona. Por otra parte, era imposible comprender una palabra de lo que decía nadie, pues los tonos eran bastante distintos, exagerados hasta convertirse en enormes subidas y bajadas. Después de un par de horas de andar por el camino precedido por Matthieu y Zuuldibo, llegamos al recinto del jefe de la región. Las chozas estaban tan juntas, con propósitos defensivos, que había que ponerse a cuatro patas para pasar entre ellas. Las de la entrada eran tan bajas que todos tuvimos que tumbarnos panza abajo y arrastrarnos para poder penetrar. La estatura media de los habitantes de Kongle es aproximadamente de un metro sesenta y ocho. Aquí todos eran fornidos individuos de más de metro ochenta, de modo que tal disposición debía de resultarles muy molesta.

El jefe, un asombroso pirata viejo con un solo ojo y profundas escarificaciones ornamentales por todo el rostro, nos recibió con gran ceremonia. Puso cerveza a nuestra disposición y Zuuldibo se lanzó al ataque con avidez. Yo empecé a temer que nos pasáramos el día allí. Nos confirmaron que se iba a celebrar el festival de las calaveras, aun cuando no conseguimos precisar la fecha exacta. Hasta que no empezaron el consabido «el día siguiente al día siguiente…» no me di cuenta de que el jefe estaba borracho. Zuuldibo se esforzaba por alcanzarlo. El hablaba dowayo, los demás fulani. Uno de sus hijos se incorporó a la reunión y se puso a hablar en francés. Al poco se hizo patente que no tenía ni idea de quién era yo, pues me había confundido con el lingüista holandés, treinta años mayor que yo, que había vivido en su aldea durante varios años y se había marchado hacía poco. Por lo visto, todos los blancos le parecíamos iguales. Estaría encantado de que los acompañara cuando se celebrara la ceremonia. Ya me avisaría. Yo sabía por experiencia que no lo haría, pero le di las gracias efusivamente y conseguí convencer a Zuuldibo de que nos marcháramos a cambio de llenar mi cantimplora de cerveza para el viaje.

Eran las últimas horas de la tarde de un día muy caluroso y la piel de la cara se me caía a tiras. Los dowayos no me quitaban ojo, sin duda esperando que pronto empezara a aparecer mi verdadera naturaleza negra.

Incluso los ancianos de esa raza caminan a una velocidad que duplica la de los europeos y saltan de una piedra a otra como las cabras. Empecé a arrepentirme de no haber llevado agua. Mis acompañantes se acomodaron amablemente a mi paso, perplejos por el hecho de que un blanco pudiera andar. Todos tenían exagerados prejuicios sobre nuestra inutilidad y nuestra vulnerabilidad ante la enfermedad y la incomodidad, que se explicaban por el hecho de que teníamos la «piel delicada». Lo cierto es que la piel de los pies y los codos de los africanos mide dos centímetros de espesor y ese pétreo pellejo les permite andar descalzos sobre piedras afiladas o incluso sobre cristal sin sufrir daño alguno. Por fin llegamos al coche y emprendimos el regreso, no sin antes recoger a una mujer que pasaba. Apenas habíamos recorrido kilómetro y medio cuando empezó a vomitar, como de costumbre, encima de mí. Mientras estuve entre los dowayos, fueron no pocas las personas y los perros que aprovecharon para vomitarme encima. En la estación lluviosa no había problema, te detenías junto a un río y te zambullías totalmente vestido para limpiarte.

De vuelta en la aldea, me sorprendió agradablemente el ingenio natural de mi ayudante. Al ver cómo iban las cosas en casa del jefe borracho, desapareció y fue a buscar a una joven conocida que se encargaba de preparar la cerveza para la fiesta. Por su estado de fermentación, dedujo que tardaría un par de días en hallarse lista y cuatro en agriarse. De este modo calculó la fecha. Y puesto que tal iniciativa coincidió con el día de pago, lo sorprendí, a él y a mí mismo, dándole una pequeña gratificación. El incidente supuso un cambio en nuestras relaciones e hizo nacer en Matthieu un repentino interés por obtener información y enterarse de las celebraciones. Al tiempo que se marchaba, comentó que el viaje había sido innecesario, pues por el número de gente que pasaría por el pueblo sabríamos qué día iba a ser la ceremonia. Además, tampoco hacía falta pedir permiso para asistir. Los festivales son públicos y cuantos más extraños haya mayor es el éxito.

El día tan esperado amaneció espléndido. Me despertaron los habituales ruidos de los dowayos, que le preguntaban a Matthieu ante mi choza si
todavía
estaba en la cama, si
todavía
no me había levantado. Eran las seis menos cuarto. Por fin se me presentaba la primera oportunidad de poner a prueba mi equipo —máquinas fotográficas y magnetofón— sobre el terreno. Le había enseñado a Matthieu a usar el magnetofón y habíamos acordado que él se ocuparía de eso mientras yo me concentraba en tomar fotografías y notas. Ello lo complació grandemente y empezó a pavonearse y a apartar a la gente de su camino a empellones, cerciorándose de que todo el mundo se percataba de sus dificultosas responsabilidades. Entre tanto se había derrumbado uno de los puentes y al trayecto que habíamos de hacer a pie se añadieron otros cinco kilómetros. Especialmente desagradable resultó la travesía de un violento torrente, pues hubimos de saltar por las resbaladizas piedras con el equipo en alto para que no se mojara. Como era dowayo del llano, Matthieu tenía el mismo miedo que yo, mientras que nuestro acompañante, un montañés de unos cincuenta años, nos conducía con todo cuidado al otro lado aferrándose a las piedras mediante sus pies descalzos.

Por los senderos que convergían en el festival se acercaban cuadrillas de gente. Las mujeres habían cambiado las hojas habituales por retales de tela, señal inequívoca de que se trataba de un acontecimiento público. La ley obliga a los dowayos a vestirse y está prohibido sacar fotografías de mujeres con el pecho al descubierto. Tomada estrictamente, esta norma imposibilitaría por completo toda fotografía, de modo que, como la mayoría, hice caso omiso de ella, consciente sin embargo de que si aparecía la policía podían surgir problemas. Cuando llegamos a la aldea hubimos de saludar a una agobiante cantidad de extraños. En seguida tuvimos detrás un enjambre de sonrientes niños que jugaban y se revolcaban en el barro. Unos decrépitos ancianos se empeñaron en estrecharnos la mano y unos solícitos jóvenes en ofrecerme sus radios para que no me faltara música nigeriana. Con toda paciencia traté de explicar que lo que deseaba era música dowayo. Ello complació a los ancianos y dejó perplejos a los jóvenes.

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