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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (16 page)

BOOK: El antropólogo inocente
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Así pues, los informantes me ponían dificultades incluso en lo referente a los animales más destacados como los leopardos. Popularmente se supone que los africanos rebosan sabiduría indígena y conocimientos ancestrales sobre plantas y animales. Son expertos en su identificación por el rastro, el olor o las señales que dejan en los árboles y se embarcan en meticulosos análisis encaminados a determinar a qué planta pertenece una hoja, fruto o corteza. Para infortunio suyo, los occidentales suelen actuar de una manera interesada en sus interpretaciones. En la época en que se daba por sentada la superioridad cultural de Occidente, era intuitivamente evidente para todos que los africanos se equivocaban en la mayoría de las cosas y que simplemente no eran muy listos. Por lo tanto, no era de extrañar que sus mentes no fueran nunca más allá de sus estómagos. El antropólogo se encontraba de forma inevitable en el papel de refutador de esta concepción del hombre primitivo. A él le tocaba demostrar que cierta lógica guiaba su comportamiento y que seguramente su sabiduría escapaba al observador occidental. En esta época de neorromanticismo, el antropólogo ético se sorprende al encontrarse de repente en el otro extremo. Actualmente, el hombre primitivo es utilizado por los occidentales, igual que lo fue por Rousseau o por Montaigne, para demostrar algo referente a su propia saciedad y reprobar los aspectos de la misma que les parecen poco atractivos. Los «pensadores» contemporáneos tienen el juicio fundamentado y equitativo en tan poca consideración como sus antecesores. Un ejemplo que me impresionó especialmente antes incluso de ir al país Dowayo fue una exposición de objetos de los indios pieles rojas. En ella se exhibía una canoa de madera y nos informaban que «Las canoas de madera funcionan en armonía con el entorno y no son contaminantes»; junto a ella había una fotografía del proceso de construcción en la que aparecían los indios quemando grandes extensiones de bosque para obtener la madera adecuada y dejando que se pudriera el resto. El «Doble salvaje» se ha alzado de su rumba y se encuentra vivito y coleando en el noroeste de Londres, lo mismo que en algunos departamentos de antropología.

Lo cierto era que los dowayos sabían menos de los animales de la estepa africana que yo. Como rastreadores distinguían las huellas de motocicleta de las humanas, pero esa era la cima de su conocimiento. Al igual que la mayoría de los africanos, creían que los camaleones eran venenosos y me aseguraron que las cobras eran inofensivas. Ignoraban que los gusanos se convierten en mariposas, o distinguían un pájaro de otro ni te podías fiar de que Identificaran bien un árbol. Muchas plantas carecían de nombre aún cuando las usaran con frecuencia; para referirse a ellas tenían que dar largas explicaciones: «La planta que se usa para extraer la corteza con la que se fabrica el tinte.» Gran parte de los animales de caza se habían extinguido debido al uso de trampas. En lo que se refiere a «vivir en armonía con la naturaleza», a los dowayos les quedaba mucho camino por recorrer. Con frecuencia me reprochaban el no haber traído una ametralladora de la tierra de los blancos para poder así erradicar las patéticas manadas de antílopes que todavía existen en su territorio. Cuando los dowayos empezaron a cultivar algodón para el monopolio estatal, les suministraron grandes cantidades de pesticidas, que ellos inmediatamente aplicaron a la pesca. Arrojaban el producto a los ríos para después recoger los peces envenenados que flotaban en la superficie. Esta ponzoña sustituyó rápidamente a la corteza de árbol que habían utilizado tradicionalmente para ahogar a los peces. «Es maravilloso —explicaban—. Lo echas y lo mata todo, peces pequeños y peces grandes, a lo largo de kilómetros.»

Por otra parte, cada año provocan grandes incendios en el matorral para acelerar el crecimiento de hierba nueva. Esas conflagraciones tienen como consecuencia la muerte de numerosos animales jóvenes y un considerable riesgo para la vida humana.

Todos estos factores intervenían en el sencillo problema de hablar con los dowayos de los leopardos, al cual había que añadir las consabidas dificultades lingüísticas. El idioma de este pueblo cuenta con una palabra perfectamente precisa para referirse a leopardo,
naamyo
. No obstante, para designar al león utilizan el compuesto «leopardo hembra viejo». Para indicar los felinos salvajes menores como la civeta o el serval usan la perífrasis «hijos del leopardo». El nombre que designa al elefante es muy similar, sólo difiere en un tono de «león». Para empeorar más las cosas, el primer dowayo que hablaba francés a quien pregunté sobre esta terminología cometió el genuino error de decirme que
naamyo
significaba «león». El problema de saber si por el compuesto «leopardo hembra viejo» nos referíamos a leones, a leopardos viejos del sexo femenino o a ambos era peliagudo. Al final me hice con unas postales que representaban la fauna africana. Por lo menos tenía un león y un leopardo y se los enseñé a la gente para ver si los distinguían. Por desgracia, no. Pero ello no había que achacarlo a su clasificación de los animales sino más bien al hecho de que no identificaban las imágenes de las fotografías. En Occidente solemos olvidar que hay que acostumbrarse a ver fotografías. Nosotros tenemos contacto con ellas desde la más tierna infancia, de modo que no nos es difícil identificar rostros u objetos captados desde cualquier ángulo, bajo una luz distinta o incluso con lentes deformantes. Los dowayos no tienen tradición en el arte visual; sus creaciones se limitan a franjas de dibujos geométricos. En la actualidad, naturalmente, los niños dowayo tienen contacto con las imágenes de los libros de texto y de los carnets de identidad, pues la ley requiere que todos los dowayos lleven un carnet de identidad con su fotografía. Esto fue siempre fuente de misterio para mí, dado que muchos de los que tenían carnet de identidad no habían estado nunca en la ciudad y en Poli no hay fotógrafo. Un examen de los carnets revela que con frecuencia las fotografías de uno servían para muchos distintos. Al parecer, los funcionarios no tienen mucha más habilidad para reconocer imágenes que los propios dowayos.

Mientras estaba recogiendo vocabulario de campos tan sencillos como las partes del cuerpo, dibujé una silueta de un hombre y otra de una mujer con las partes pudendas algo difuminadas para que ellos señalaran las zonas que tuvieran un nombre único. El dibujo se consideró una maravilla y durante varios meses se presentaron hombres en mi choza solicitando que se lo dejara ver. (Sobre todo querían saber si había representado el pene en toda su gloria circuncidada; de ser así, me habrían pedido que no se lo enseñara a las mujeres.) Lo curioso era que los hombres no distinguían la silueta masculina de la femenina. Yo lo atribuí simplemente a mi poca capacidad para el dibujo, hasta que intenté usar fotografías de leones y leopardos. Los viejos se quedaban mirando las postales, cuyas imágenes eran perfectamente nítidas, les daban vueltas en todas direcciones y luego decían algo así como: «No conozco a este hombre.» Los niños identificaban los animales pero desconocían por completo su importancia ritual. Al final hice un viaje a Garoua. En el mercado hay un puesto que ostenta el espléndido título de «Sindicato de curanderos tradicionales». Allí se encuentran muchas cosas extrañas y maravillosas tales como trozos de plantas, garras de leopardo, ojos de murciélago o anos de hiena. Compré unas garras de leopardo, una pata de civeta y una cola de león. Mediante estos objetos pude determinar de qué animal estábamos hablando.

No obstante, aquello no puso fin al problema. Los dowayos «explicaban» las relaciones entre estos animales con un cuento; «Un leopardo tomó a una leona como esposa. Vivían en una cueva del monte y tenían tres hijos. Un día el leopardo rugió. Dos de los hijos tuvieron miedo y huyeron. Se convirtieron en el serval y la civeta. El que se quedó se volvió leopardo. Ya está.»

Me pareció natural preguntar si aquello había sucedido tan sólo una vez o si era el origen de todos los servales y civetas. Unos dijeron una cosa y otros, otra. Unos mantenían que tal era el origen de todas las civetas pero que los servales sólo nacían de servales. Otros afirmaban que los servales nacían así pero que las civetas descendían únicamente de otras civetas.

Y no se trataba de un fenómeno aislado. Las más sencillas preguntas sobre pájaros o monos llevaban aparejada una respuesta de la más pasmosa complejidad que poco tenía que ver con las declaraciones del tipo «Los dowayos creen que…» que solemos leer en las monografías. Qué creían los dowayos era una cuestión difícil de esclarecer por el sencillo método de preguntárselo. Si se pretendía hacer honor a la verdad, a cada paso aparecía un abanico de interpretaciones posibles.

Así continuó la vida durante un tiempo. El único festival a que había asistido me proporcionó combustible para muchos días de trabajo. El investigador de campo no puede esperar mantener mucho tiempo un buen ritmo en la investigación. He calculado que durante la temporada que estuve en África quizá pasé un uno por ciento del tiempo haciendo lo que había ido a hacer. El resto lo invertí en logística, enfermedades, relacionarme con la gente, disponer cosas, trasladarme de un sitio a otro y, sobre todo, esperar. Había desafiado a los dioses locales con mi excesiva ansia de hacer algo y pronto me iban a poner en mi sitio.

8. TOCANDO FONDO

El siguiente período de mi estancia fue sin duda el más desagradable que he pasado jamás en ningún sitio, un tiempo en el que sucumbí al pecado de la desesperación.

Los males empezaron cuando decidí ir a Garoua para reabastecerme. Más que una decisión fue una necesidad, pues no tenía ya nada que comer; apenas me quedaba gasolina suficiente para llegar a los límites de la ciudad y sólo mil quinientos francos (unas tres libras esterlinas). Tales circunstancias requieren una acción decidida. Le había prometido a Augustin que lo llevaría y quedamos al romper el alba detrás de la calle principal a fin de no cargarnos de mijo ni de policías. Con una maniobra rápida salimos de la población y nos resignamos a los bamboleos y sacudidas del peor tramo del camino que conducía a la carretera asfaltada. Pero no llegamos. A unos ocho kilómetros de nuestra meta, al volver un recodo, descubrí que el camino simplemente había desaparecido con las lluvias. Los occidentales tenemos la mala costumbre de suponer que aunque la carretera describa una curva ha de continuar al otro lado. Con un aterrador estrépito metálico, nos metimos en una zanja de unos treinta centímetros de profundidad que cruzaba la calzada.

Inmediatamente me di cuenta de que le pasaba algo a la dirección. Crujía y gimoteaba y se empecinaba en no modificar la posición de las ruedas. Puesto que hasta entonces yo había vivido del sueldo de profesor del más bajo rango, poco contacto había tenido con los coches y no sabía cuál era la mejor manera de proceder. Evidentemente, se imponía buscar ayuda. Por lo general, uno se podía fiar, de que Herbert Brown arreglara cualquier cosa; se contaban maravillas de sus proezas mecánicas. Con dos colgadores y un arado viejo improvisaba una caja de cambio. Sus soluciones no eran nunca elegantes pero solían funcionar. Y tenía la gracia de entregárselas a los clientes con la observación: «No es más que un montón de chatarra, pero aquí no hay nada que funcione mucho tiempo.» Por desgracia, estaba fuera. No se podía hacer nada pero yo tenía que llegar a Garoua. Empujamos el vehículo a un lado del camino y proseguimos a pie. Cuando llegamos a la carretera asfaltada paramos un taxi. En ese momento no tomé la leyenda de la puerta, «Acatemos la voluntad de Dios», como un presagio.

Arribamos a nuestro destino sin más complicaciones, después de obedecer religiosamente todos los requerimientos pintados en los costados del vehículo instándonos a no escupir, no pelearnos, no vomitar ni romper ventanas. Era ya casi mediodía y Augustin me llevó a comer a su restaurante africano preferido, donde podías elegir entre lo tomas o lo dejas. Yo primero lo cogí y luego lo dejé. Me trajeron un pie de vaca en un gran cuenco esmaltado lleno de agua caliente. Al decir «pie de vaca» no me refiero a algo cuya base es el pie de vaca sino el artículo completo, con pezuña, pellejo y pelo. Por mucho que lo intentaba, no veía siquiera el modo de empezar y me lo quité de encima aduciendo una repentina pérdida de apetito. Augustin lo agarró y lo redujo a los huesos con la entrega de una colonia de hormigas devastadoras.

Dos notables éxitos marcaron este viaje. En primer lugar conseguí sacarle algo de dinero al banco al que tan precipitadamente había confiado mis finanzas. En segundo lugar, concertamos un viaje a Poli con el mecánico del
sous-préfet
. Esto, pensé yo neciamente, era un increíble golpe de buena suerte. Después de que nos llevara durante horas por diversas zonas fulani de la ciudad donde tenía que hacer recados incomprensibles, emprendimos la marcha hacia Poli. La carretera es muy estrecha y por ella circulan enormes camiones con remolque que transportan algodón y gasolina entre Chad y el enlace ferroviario de N'gaoundéré. Observé con desánimo que cada vez que adelantaba a uno de estos monstruos, colocando la rueda exterior a centímetros de la cuneta, que medía un metro de profundidad, el conductor cerraba firmemente los ojos.

Con todo, al anochecer llegamos al lugar donde había abandonado el vehículo. El mecánico lo inspeccionó rápidamente y declaró que no había problema, lo único que tenía que hacer era darle unos golpes. Se metió debajo e inmediatamente oímos un entrechocar de metales y lo que yo tomé por juramentos fulani. Reapareció resplandeciente. No había quedado perfecto pero llegaría a Poli, desde donde podía encargar el recambio.

Me puse contentísimo. Augustin y yo subimos al coche y emprendimos la marcha con tranquilidad. La dirección se notaba un poco extraña pero funcionaba aparentemente. El camino estaba lleno de búhos que, posándose en el suelo, arremetían contra los faros de los automóviles; es grande la carnicería que de ellos se hace en las carreteras y los dowayos les tienen terror, pues creen que llevan hechizos bajo las alas. Si un hombre oye alguno cerca de su casa o de su ganado, debe buscar inmediatamente uno de los remedios conocidos contra ellos.

Alcanzamos la cumbre del monte al otro lado del cual está Poli e iniciamos el descenso. Hasta que no nos encontramos cerca de un estrecho puente que atravesaba una cañada no me di cuenta de que había vuelto a fallar la dirección. Sólo tuve tiempo para recordar los afilados clavos que quedaban de la balaustrada tras el accidente ocurrido en aquel preciso lugar unos años antes en que había muerto un
sous-préfet
. Chocamos contra un árbol, rebotamos, volvimos a chocar contra una roca y nos precipitamos directos hacia el barranco. Yo cargué todo mi peso sobre el freno, sin mayor efecto. Quedamos suspendidos en el borde un instante y luego nos despeñamos.

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