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Authors: Nigel Barley

Tags: #Ensayo, Humor, Referencia

El antropólogo inocente (12 page)

Era un hombre corpulento, afable si no se le contrariaba, pero prodigioso en sus accesos de furia. El encargado del servicio, que solía ser un alumno novillero de alguno de los maestros, era enviado a buscar la radio. En cuanto sonaba la música, Alphonse empezaba a saltar como un fenómeno de la naturaleza. Olvidándose del resto del mundo, arrastraba los pies mientras emitía graves gemidos, tomaba enormes tragos de su botella, balanceaba las caderas, hacía girar la pelvis y ladeaba la cabeza. Esto proseguía durante horas hasta que alcanzaba una fase más avanzada en la que todo el mundo tenía que bailar también so pena de que se ofendiera. La incógnita de si el correo llegaría o no antes de que Alphonse alcanzara la fase del baile social era causa de cierta preocupación. El bailarín no demostraba respeto alguno por los cargos y con frecuencia se encontraban en el bar, inspectores de Hacienda y gendarmes que se movían nerviosamente bajo su imperial dominio mientras él suspiraba y sonreía feliz en un rincón.

Su principal aliado y compañero de juergas era otro sureño, Augustin. Este había desertado de la vida de contable que llevaba en la capital para hacerse profesor de francés. Se trataba de otro individualista a ultranza en un Estado que valoraba el conformismo servil. Mientras estuve allí, no conocí a nadie más que se negara a sacarse el carnet del único partido político. Entre el sous-préfet y él había nacido una pugna; ambos tenían fama de mujeriegos. Los funcionarios locales habían pronosticado con convicción que un día «desaparecería» o bien debido a algún delito político o bien debido a sus actividades con la esposas de los fulanis de Poli. Bajo la influencia del alcohol, atravesaba la población en una atronadora y enorme motocicleta, sembrando el terror entre jóvenes y ancianos por igual y sufriendo frecuentes caídas de las que salía siempre ileso. Una atmósfera de desastre inminente rodeaba a Augustin; donde se encontrara había problemas. En una ocasión en que vino a verme a la aldea se puso a fornicar descaradamente con una mujer casada. Los dowayos esperan que las mujeres casadas practiquen el adulterio y seducir a las mujeres de los demás se considera un divertido deporte. No obstante, Augustin copuló con ella en la choza del marido, lo cual constituía una grave afrenta. El ofendido se enteró en seguida y, con la lógica de la responsabilidad compartida, decidió que yo debía compensarlo, a lo cual, tras consultar con el jefe y otros «asesores legales», me negué cortésmente. El marido se presentó entonces ante mi choza acompañado de sus hermanos. Cogería a Augustin la próxima vez que viniera a verme y, lo que era peor, le destrozarían la moto a garrotazos. Dadas las circunstancias, me pareció aconsejable advertir a Augustin que no apareciera por la aldea durante un tiempo. Sin embargo, en un gesto muy propio de él, se presentó al día siguiente e incluso estacionó la motocicleta delante de la choza del marido agraviado. Yo temía que hubiera violencia o que mi relación con los dowayos se viera perjudicada por el incidente.

El marido apareció con sus hermanos. Augustin sacó la cerveza que traía y todos bebimos en silencio. Seguidamente ofreció otra ronda y Zuuldibo, con su increíble capacidad para olfatear la bebida, hizo inmediatamente acto de presencia. Mi ayudante revoloteaba nervioso en segundo plano. Yo repartí tabaco. De pronto, el marido, que había estado reflexionando inmerso en el silencio tenso que suele asociarse con los borrachos de Glasgow, comenzó a canturrear desafinadamente. Los demás hombres se unieron a él con deleite. Al poco rato, el marido se marchó. El papel del antropólogo en estas ocasiones consiste en comportarse como un insistente zángano e ir por ahí pidiendo que le expliquen el chiste, de modo que empecé a preguntar por lo que acababa de presenciar. La letra de la canción era: «Oh, ¿quién copularía con una vagina amarga?», cantada en son de burla de las mujeres. Por lo visto, el marido, apaciguado por la cerveza, había llegado a la conclusión de que la solidaridad entre los hombres era más importante que la fidelidad de una simple esposa. No se volvió a hablar del asunto. Es más, Zuuldibo y Augustin pasaron a ser inmejorables amigos y desde entonces compartieron muchas farras.

Alphonse y Augustin solían encontrarse en el bar aguardando la llegada de su sueldo con el inútil nerviosismo del que está a punto de ser padre. Durante la espera estallaban siempre grandes disputas sobre los cálculos del impuesto sobre la renta, y observé con interés que los maestros cameruneses recibían casi el mismo salario en Poli que yo en Londres. También recibían billetes de avión para viajes interiores que en su mayoría vendían en el mercado negro, a no ser que los funcionarios se los hubieran quedado antes. En realidad, ir a buscar el correo era un regreso nostálgico a la burocracia de los empellones. Había que hacer interminables colas mientras se anotaban minuciosamente todo tipo de detalles en cuadernos escolares donde se tiraban abundantes y cuidadosas líneas y se ponían sellos con precisión milimétrica. Los documentos de identidad eran asimismo atentamente examinados. Un oficinista experimentado podía lograr que la entrega de una sola carta durara diez minutos.

Seguidamente llegaba el post mortem. Los que no habían recibido correo se retiraban al bar a lamentarse. Los que sí lo habían recibido, generalmente terminaban en el mismo sitio para celebrarlo. Puesto que anochecía antes de las siete, el camino de regreso a Kongle había de realizarlo casi invariablemente sin luz. En Inglaterra nos olvidamos de lo oscuras que pueden ser las noches pues raramente nos encontramos lejos de algún punto luminoso; en el país Dowayo no podían ser más negras y había que llevar linterna por fuerza. Los dowayos se niegan a rebasar de noche la valla que señala el límite de la aldea; la oscuridad los aterra y se reúnen en torno al humo y el resplandor de las fogatas hasta que retorna la luz. Fuera hay animales salvajes y hechizos; y además está el gigante «Cabeza de Pimiento», que asesta golpes a los viajeros desprevenidos y los deja mudos del susto.

Les extrañaba, pues, sobremanera que cometiera la temeridad de recorrer el despoblado a oscuras. Hacerlo solo era muestra de locura. Lo cierto es que yo no me sentí nunca tan seguro como en el campo desierto de noche cerrada. El ambiente refrescaba hasta alcanzar la temperatura de los crepúsculos estivales ingleses y generalmente la lluvia aflojaba, aunque continuaban los relámpagos silenciosos sobre las altas montañas. Las constelaciones eran nuevas y espléndidas. A menudo la luna salía más tarde e iluminaba la escena como si fuera de día. En aquella zona no había grandes predadores verdaderamente peligrosos; el riesgo principal era pisar una serpiente. En el campo reinaba una paz y una tranquilidad que distaban mucho de la agitación del poblado y constituían un agradecido alivio de la tarea de tratar de comprender a los dowayos, de percibir cómo te miraban y te señalaban, te gritaban y te interrogaban. La intimidad esencial del individuo, primera carencia de la vida africana, se recuperaba allí mágicamente. Siempre regresaba como nuevo de mis caminatas nocturnas.

Alguna que otra vez me cruzaba con alguien. Solían ser grupos que huían despavoridos de los horrores de la noche, visitantes que se habían retrasado imprudentemente en las aldeas del monte, hombres que regresaban de alguna fiesta. En ocasiones simplemente daban media vuelta y echaban a correr nada más avisitarme. Al día siguiente, la diversión era grande cuando contaban que se habían topado con el mismísimo «Cabeza de Pimiento» y habían logrado escapar de sus garras. Todo el mundo procuraba evitar la conclusión de que el aumento de la frecuencia de sus apariciones se debía en gran medida a mi intervención. Consideraban que el miedo al gigante era una saludable medida preventiva contra los «paseos» de las mujeres. Los «paseos» llevaban aparejadas relaciones adúlteras. Existían incluso encantamientos a base de hierbas que transformaban en «Cabeza de Pimiento» y que los hombres colocaban en los cruces de caminos a tal fin. No venía mal darles un susto a las mujeres de cuando en cuando.

A medida que iba componiendo el rompecabezas de las relaciones entre brujos de la lluvia, dowayos corrientes y herreros, también me iba haciendo una idea de las relaciones entre hombres y mujeres. En lo relativo a detalles físicos me basaba en lo que podía sacarles en el nadadero a mi ayudante y a los hombres del poblado. Ello era abundantemente complementado por el considerable estudio práctico realizado por Augustin con las mujeres paganas. Una vez le hube sugerido un par de temas para que los tuviera presentes, demostró ser una rica fuente de información sobre costumbres sexuales y pudo confirmar la extraña mezcla de libertinaje y pudibundez exhibida por los dowayos.

El objeto de mi estudio es un pueblo sexualmente activo desde una edad relativamente temprana. Puesto que no saben qué edad tienen, hay que calcularlo a ojo y parece que inician la exploración hacia los ocho años. La actividad sexual no es desaconsejada, pero la promiscuidad desenfrenada no está bien vista. Aunque se permite que un chico pase la noche con una chica en su choza, se espera que la madre esté al tanto. Las relaciones sexuales empeoran con la pubertad. El embarazo prematrimonial no constituye deshonra, al contrario, se considera una prueba de que la muchacha es fértil; sin embargo, la menstruación es causa de imbecilidad si un hombre entra en contacto con ella. La circuncisión añade nuevas complicaciones. Esta puede realizarse a cualquier edad entre los diez y los veinte años, sometiendo simultáneamente a dicha operación a todos los jóvenes de la localidad. Un hombre puede casarse e incluso tener hijos antes de ser circuncidado; se conocen casos de padres que son circuncidados al mismo tiempo que sus hijos, aunque no es frecuente. Sin embargo, los hombres no circuncidados tienen un aura de feminidad. Se les acusa de emitir el hedor de las mujeres como consecuencia de la suciedad de sus prepucios, no se les permite participar en los actos sólo para hombres y son enterrados con las mujeres. Pero lo peor de todo es que no pueden jurar por sus cuchillos. El más fuerte juramento que se puede pronunciar en el país Dowayo es
Dang mi gere
, «Mirad mi cuchillo». Hace referencia al cuchillo de la circuncisión, un potente objeto que sirve para matar brujas y desde luego mataría a cualquier mujer. Si un hombre dirige tal juramento a una mujer es que está muy enfadado y seguramente le va a dar una paliza. Los hombres no circuncidados que lo utilizan son blanco de despiadadas burlas y si persisten en ello, se les golpea; cuando lo usaba yo, se mondaban de risa.

Los dowayos practican una circuncisión muy severa, pues arrancan la piel del pene en toda su longitud. Hoy en día, algunos chicos son operados en el hospital, pero los conservadores lo consideran un escándalo porque piensan que no les quitan lo suficiente, además de que el chico no permanece completamente aislado de las mujeres durante los nueve meses preceptivos. A través de un proceso de muerte y resurrección, el ser imperfecto que aparece en el nacimiento natural se convierte en una persona completamente masculina. El circuncisor tuvo a bien certificar que yo estaba «honoríficamente circuncidado» previo pago de seis botellas de cerveza, de modo que la exención me salió a buen precio.

Las mujeres no deben saber nada de la circuncisión. Se les dice que consiste en una operación mediante la cual se sella el ano con un fragmento de piel de vaca. Para mantener el secreto es preciso emplear todo tipo de ardides. En la estación seca la vegetación se marchita y hay muy poca protección. El país Dowayo está lleno de hombres que andan por ahí con la mirada perdida en el espacio, conteniéndose desesperados hasta que no haya moros en la costa para poder precipitarse detrás de una piedra para aliviarse. En realidad, las mujeres saben perfectamente lo que pasa, pero no deben admitirlo en público. Llegué a considerar que uno de los signos de mi anómala situación como ser fundamentalmente asexual era que ante mí sí lo admitían. Transcurrió mucho tiempo hasta que alguien se tomó la molestia de ponerme al tanto de esta división de conocimientos. Antes había supuesto que las mujeres sabían en qué consistía la circuncisión pero resultaba bochornoso hablar de ello en su presencia. Existe una gran variedad de cosas relacionadas con los «secretos de los hombres» que no han de nombrarse delante de las mujeres: ceremonias, canciones y objetos. En la práctica, generalmente resultaba que las mujeres conocían muchos detalles de lo que ocurría pero no se habían hecho una idea completa. Si bien sabían que el pene tenía un papel en la circuncisión, ignoraban que el ritual a que se someten los chicos durante esta operación es virtualmente idéntico al que viven las viudas en los festivales que se celebran unos años después de la muerte de los hombres ricos. Así pues, seguramente desconocían que todo el festival de las calaveras tenía como modelo el ritual de la circuncisión. Según descubrí más tarde, sólo estaba al alcance de los hombres conocer la totalidad del sistema cultural.

Se ha señalado que, extrañamente, las mujeres suelen estar ausentes de las descripciones de los antropólogos. Se supone que son fuentes de conocimiento, difíciles y mal informadas. En mi caso particular, he de decir que, después de un desafortunado inicio me resultaron de gran ayuda.

Como de costumbre, el problema era de naturaleza lingüística. Deseaba hablar con una anciana sobre los cambios experimentados por el comportamiento dowayo a lo largo de los años y pensé que sería conveniente pedirle antes permiso al marido. «Pero ¿de qué quiere hablar con ella?», me preguntó. «Del matrimonio —le dije—. Quiero saber cosas de las costumbres, del adulterio, de…» Tanto el marido como mi ayudante se sobresaltaron horrorizados e incrédulos. Yo me apresuré a repasar mentalmente los tonos que había usado pero no advertí ninguna equivocación. Hice un aparte con Matthieu. El problema residía en una concreta expresión dowayo. En este idioma las costumbres no se «ponen en práctica», se «hablan». O, lo que es lo mismo, no se «comete» adulterio, sino que se «habla». Por lo tanto, había anunciado mi intención de ponerme a realizar determinados rituales y cometer adulterio con la esposa de aquel hombre.

Una vez se hubo aclarado el malentendido, resultó una informante de suma utilidad. Mientras que los hombres se consideraban depositarios de los secretos últimos del universo y había de engatusarlos para que los compartieran conmigo, las mujeres estaban convencidas de que toda la información que poseyeran carecía de importancia y podía ser repetida sin remordimientos a cualquier extraño. Con frecuencia abrían nuevos terrenos de investigación aludiendo de pasada a alguna creencia o ceremonia de la que yo no había tenido noticia hasta entonces y que los hombres habían evitado mencionar.

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