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Authors: Friedrich Nietzsche

El anticristo (9 page)

Una religión como el cristianismo, que en ningún punto se encuentra en contacto con la realidad, que se quiebra en cuanto la verdad adquiere sus derechos aún en un solo punto, debe naturalmente ser enemiga mortal de la sabiduría del mundo, o sea de la ciencia; debe aprobar todos los medios con que la disciplina del espíritu, la pureza y la serenidad en los casos de conciencia del espíritu, la noble frialdad y libertad del espíritu pueden ser envenenadas, calumniadas, difamadas. La fe como imperativo es el veto contra la ciencia; en la práctica es la mentira a toda costa... Pablo comprendió que la mentira —que la fe— es necesaria; a su vez la Iglesia, más tarde, comprendió a Pablo.

Aquel Dios que Pablo se inventó, un Dios que desacredita la sabiduría del mundo (o en sentido estricto, los dos grandes adversarios de toda superstición: la filología y la medicina), no es en realidad mas que la resuelta decisión de Pablo de llamar Dios a su propia voluntad, la Thora; esto es judaico. Pablo quiere desacreditar la sabiduría del mundo: sus enemigos son los buenos filólogos y los médicos de la escuela alejandrina; a éstos les hace la guerra. En realidad, no se es filólogo y médico sin ser al mismo tiempo anticristiano. Porque en calidad de filólogos se mira detrás de los libros santos, y en calidad de médicos se ve detrás del cristiano típico la degeneración psicológica. El médico dice: Incurable; el filólogo dice: Charlatanería.

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¿Se ha entendido bien la famosa historia que se encuentra el principio de la Biblia, la del terrible miedo de Dios ante la ciencia? No se ha comprendido. Este libro de sacerdotes por antonomasia comienza, como es justo, con la gran dificultad íntima del sacerdote: el sacerdote tiene solo peligro; por consiguiente, Dios tiene sólo un gran peligro.

El viejo Dios, todo espíritu, todo gran sacerdote, todo perfección, pasea por distracción en sus jardines; pero se aburre. En vano luchan contra el tedio los dioses mismos. ¿Qué hace Dios? Inventa al hombre; el hombre es divertido... Pero he aquí que también el hombre se aburre. La compasión de Dios por la única miseria que todos los Paraísos tienen en si, no conoce límites: pronto creó otros animales. Primer error de Dios: el hombre no encontró divertidos a los animales —fue su amo, no quiso ser un animal. Después de esto Dios creó a la mujer. Y, en realidad, entonces acabó de aburrirse; pero acabaron también otras cosas. La mujer fue el segundo error de Dios. “La mujer es, por su naturaleza, serpiente: Eva”; esto lo sabe todo sacerdote; “de las mujeres procede todo el mal sobre la tierra”; esto también lo sabe todo sacerdote. “Por consiguiente, también de ella viene la ciencia...” Precisamente, de la mujer aprende el hombre a gustar el árbol del conocimiento...

¿Qué había sucedido? El viejo Dios se vio acometido de un tremendo error. El hombre mismo se había hecho su mayor error; Dios se había creado un rival; la ciencia nos hace iguales a Dios; ¡cuando él hombre se hace sabio han terminado los sacerdotes y los dioses! Moraleja: la ciencia es la cosa vedada en sí, es lo único vedado. La ciencia es el primer pecado, el germen de todos los pecados, el pecado original. Sólo esto es la moral. Tú no debes conocer: todo lo demás se sigue de aquí. El tremendo miedo experimentado por Dios no le impidió ser hábil. ¿Cómo nos defenderemos de la ciencia? Éste fue durante mucho tiempo su problema capital, Respuesta: ¡Arrojemos al hombre del Paraíso! La felicidad, el ocio, conducen a pensar; todos los pensamientos son malos pensamientos... El hombre no debe pensar.

Y el sacerdote en sí inventa la miseria, la muerte, los peligros mortales del parto, toda clase de sufrimientos, de dolores, de fatigas, y sobre todo la enfermedad; ¡simples medios en la lucha contra la ciencia! La miseria le impide al hombre pensar... Y, sin embargo, ¡cosa terrible!, la obra de la ciencia se eleva, llega hasta el cielo, haciendo palidecer a los dioses. ¿Qué hacer? El viejo Dios inventa la guerra, separa a los pueblos, hace que los hombres se destruyan unos a otros (los sacerdotes tuvieron siempre necesidad de la guerra). ¡De la guerra, que, entre otras cosas, es una gran perturbadora de la paz de la ciencia! ¡Oh cosa increíble! No obstante la guerra, la ciencia, la emancipación del poder del sacerdote, aumentan. Y una última decisión se presenta al viejo Dios: El hombre se ha hecho científico; no sirve, hay que ahogarlo.

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¿Se me ha entendido? El comienzo de la Biblia contiene toda la psicología del sacerdote. El sacerdote sólo conoce un peligro: la ciencia, el sano concepto de causa y efecto. Pero la ciencia prospera conjuntamente sólo en situaciones favorables; hay que tener tiempo, hay que tener espíritu de sobra para investigar... Por consiguiente, se debe hacer al hombre infeliz: ésta fue en todo tiempo la lógica del sacerdote.

Ya se adivina qué ha entrado en el mundo con arreglo a esta lógica: el pecado. El concepto de culpa y de castigo, todo el orden moral del mundo fue inventado contra la ciencia, contra la liberación del hombre del poder del sacerdote... El hombre no debe mirar fuera de sí, sino dentro de sí; no debe mirar en las cosas con habilidad y prudencia para aprender; en general, ni debe mirar; debe sufrir... Y debe sufrir de modo que tenga constantemente necesidad del sacerdote. ¡Fuera los médicos! ¡Hay necesidad de un salvador! ¡El concepto de culpa y de castigo, comprendida la doctrina de la gracia, de la redención, del perdón —todas completas mentiras privadas de toda realidad psicológica— fue inventado para destruir en el hombre el sentido de las causas; fue un atentado contra la noción de causa y efecto! ¡Y no un atentado realizado con el puño, con el cuchillo, con la sinceridad en el odio y en el amor, sino partiendo de los instintos más viles, más astutos, más bajos! ¡Un atentado de sacerdotes! ¡Un atentado de parásitos! ¡Un vampirismo de pálidas sanguijuelas subterráneas!... Si las consecuencias naturales de una acción no son ya naturales, sino que se fantasea que sean influidas por conceptos fantasmas de la superstición, por Dios, por espíritus, por almas, como consecuencias puramente morales, como premio, castigo, indicación, medio de educación, es destruida la premisa de la ciencia y se ha cometido el mayor delito contra la humanidad. El pecado, repitámoslo, esa forma por excelencia de descaro por parte de la humanidad, fue inventado para hacer imposible la ciencia, la civilización y el ennoblecimiento del hombre; el sacerdote domina gracias a la invención del pecado.

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Al llegar a este punto no puedo prescindir de una psicología de la fe, del creyente, a favor, como es justo, de los creyentes. Si tampoco faltan hoy personas que ignoran cuán indecoroso es el ser creyente —o cómo esto es un signo de decadencia, de falta de voluntad de vivir—, ya se sabrá mañana. Mi voz llega incluso a los duros de oído. Parece, si no he comprendido mal, que hay entre los cristianos un criterio de la verdad que se llama la prueba de la fuerza. La fe nos hace felices: luego es verdadera. Ante todo, se podría objetar aquí que la felicidad tampoco está demostrada, sino que no es mas que una promesa: la felicidad va unida a las condiciones de la fe; hay que ser feliz porque se cree... Pero ¿cómo se puede demostrar que efectivamente sucede lo que el sacerdote promete al creyente en un más allá inaccesible a todo control? La presunta prueba de la fuerza es, por consiguiente, a su vez la creencia en que no faltará aquel efecto que se nos promete por la fe. Aderezado en una fórmula: “yo creo que la fe nos hace, felices; por consiguiente, la fe es verdadera.” Pero con esto estamos ya al cabo de la calle. Aquel “por consiguiente” es el absurdo mismo tomado como criterio de verdad.

Pero supongamos, con alguna indulgencia, que esté demostrado que la fe asegura la felicidad (que la felicidad no es sólo deseada, no es sólo prometida de labios un tanto sospechosos, de los sacerdotes): ¿fue nunca la felicidad —o para hablar técnicamente, el placer— una prueba de la verdad? Dista tanto de serlo que casi es lo contrario; en todo caso es la más vehemente sospecha contra la “verdad”, cuando sentimientos de placer toman la palabra a la pregunta: ¿qué es la verdad? La prueba del placer es una prueba para el placer, nada más. ¿De dónde se podrá sacar que precisamente los juicios verdaderos causan mayor placer que los falsos, y que, de conformidad con una armonía preestablecida, llevan necesariamente consigo sentimientos placenteros? La experiencia de todos los espíritus severos y profundos enseña lo contrario. Para conquistar la verdad hay que sacrificar casi todo lo que es grato a nuestro corazón, a nuestro amor, a nuestra confianza en la vida. Para ello es necesario grandeza de alma: el servicio de la verdad es el más duro de todos los servicios. ¿Qué significa ser probo en las cosas del espíritu? Significa ser severos con nuestro propio corazón, despreciar los bellos sentimientos y formarse una conciencia de cada sí y de cada no. La fe nos hace felices, por lo tanto miente.

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Una breve visita a un manicomio nos enseña con suficiente claridad que la fe en ciertas circunstancias hace hombres felices, que la felicidad no hace de una idea fija una idea verdadera, que la fe no transporta las montañas, sino que coloca montañas donde no las hay. Esto no convence a un sacerdote, porque éste niega por instinto que la enfermedad sea una enfermedad y el manicomio un manicomio. El cristianismo tiene necesidad de la enfermedad, casi como la Grecia tenía necesidad de un exceso de salud; hacer enfermos es la verdadera intención recóndita de todo el sistema de salvación propio de la Iglesia. Y la Iglesia misma, ¿no es el manicomio católico como último ideal? ¿La tierra, en general, como manicomio? El hombre religioso, cual le quiere la Iglesia, es un decadente típico; el momento en que una crisis religiosa se posesiona de un pueblo es siempre caracterizado por epidemias nerviosas; el mundo interno del hombre religioso se parece al mundo interior de los sobreexcitados y de los agotados, hasta el punto de confundirse con él; los más elevados estados de ánimo que el cristianismo ha colocado sobre la humanidad como valores supremos, son formas epileptoides; la Iglesia ha santificado solamente a locos o a grandes impostores
in majorem dei honorem
... Yo osé una vez definir todo el
training
cristiano de la expiación y de la redención (hoy estudiado especialmente en Inglaterra) como una locura circular producida metódicamente, como es natural, sobre un terreno ya preparado, o sea fundamentalmente morboso. Nadie es libre de llegar a ser cristiano: no se convierte la gente al cristianismo, hay que estar bastante enfermo para el cristianismo...

Nosotros, que tenemos el valor de la salud y también del desprecio, ¡cuánto derecho tenemos a despreciar una religión que enseñó a comprender mal el cuerpo, que no quiso desembarazarse de la superstición del alma!; ¡que hace un mérito de la falta de alimentación!; ¡que combate en la salud una especie de enemigo, de diablo, de tentación!; ¡que se persuadió de que es posible llevar un alma perfecta en un cuerpo cadavérico, y a este fin debió formarse una nueva concepción de la perfección, una criatura pálida, enfermiza, idiotamente fanática, la dicha santidad, la santidad que es simplemente una serie de síntomas de un cuerpo empobrecido, enervado, irremediablemente lesionado!...

El movimiento cristiano como movimiento europeo es, a priori, un movimiento colectivo de los elementos de desecho y de descarte de todo género (los cuales quieren llegar con el cristianismo al poder). No expresa el ocaso de una raza, es un agregado de formas de decadencia provenientes de todo lugar, las cuales se reúnen y se buscan. No es, como se cree, la corrupción de la antigüedad misma, de la noble antigüedad que hizo posible el cristianismo; nunca se combatirá con suficiente saña, el idiotismo erudito que aún sostiene una cosa semejante. En la época en que las capas sociales enfermizas y dañadas del chandala se cristianizaron en todo el imperio romano, el tipo opuesto, la nobleza, existía precisamente en su forma más hermosa y más dura. El gran número alcanzó el poder; el democratismo de los instintos cristianos venció... El cristianismo no fue nacional, no se concretó a una raza; se dirigió a todos los desheredados de la vida, encontró en todas partes sus aliados. El cristianismo tiene en su base el rencor de los enfermos, dirige sus instintos contra los sanos, contra la salud. Todo lo que está bien constituido, todo lo que es altivo, orgulloso, sobre todo la belleza, lastima sus ojos y sus oídos. Recordaré, una vez más, la inestimable frase de Pablo: “Lo que es débil a los ojos del mundo, lo que es loco para el mundo, lo que es innoble y despreciable para el mundo, fue elegido por Dios”; ésta fue la fórmula,
in hoc signo
llegó la decadencia.

Dios en la cruz, ¿todavía no se puede comprender el terrible pensamiento oculto en este símbolo? Todo lo que es sufrimiento, todo lo que está suspendido de una cruz es divino... Todos nosotros estamos suspendidos de una cruz, por consiguiente, todos nosotros somos divinos... Nosotros solos somos divinos... El cristianismo fue una victoria, por él pereció una mentalidad más noble; el cristianismo ha sido hasta hoy la más grande desgracia de la humanidad.

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El cristianismo está también en contradicción con toda buena constitución intelectual; sólo puede valerse de la razón enferma como razón cristiana, toma el partido de todo lo que es idiota, lanza la maldición sobre el espíritu, sobre la soberbia del espíritu sano. Como la enfermedad pertenece a la esencia del cristianismo, también el estado típico de ánimo cristiano, la fe, debe ser una forma de enfermedad, y todos los caminos rectos, honrados, científicos, que conducen al conocimiento deben ser refutados por la Iglesia como caminos prohibidos. Ya la duda es un pecado... La falta completa de limpieza psicológica en el sacerdote —que se revela en su mirada— es un fenómeno y una consecuencia de la decadencia; obsérvese de un lado las mujeres histéricas, y de otro los niños de constitución raquítica, y se verá que ordinariamente, la falsedad instintiva, el placer de mentir por mentir, son manifestaciones de decadencia. La fe significa no querer saber qué es la verdad. El pietista, el sacerdote de ambos sexos, es falso porque es un enfermo, su instinto exige que la verdad no tenga razón en ningún punto.

“Lo que nos hace enfermos es bueno; lo que proviene de la abundancia, del exceso, del poder, es malo”; así piensa el creyente. Yo adivino a todo teólogo predestinado por la esclavitud a la mentira. Otro indicio del teólogo es su incapacidad para la filología. Por filología debe entenderse aquí, en sentido muy general, el arte de leer bien; de saber interpretar los hechos, sin falsearlos con interpretaciones; sin perder, por el deseo de comprender, la prudencia, la paciencia, la finura. La filología como
ephexis
en la interpretación; ya se trate de libros o de noticias, de periódicos, de destinos o de hechos meteorológicos, para no hablar de la salvación del alma... El modo en que un teólogo, ya se encuentre en Berlín o en Roma, interpreta una palabra de la Escritura o un acontecimiento, una victoria del ejército nacional, por ejemplo, bajo la alta luz de los salmos de David, es siempre de tal manera audaz que a un filólogo le hace perder la paciencia. ¿Y qué decir cuando los pietistas y otras vacas de Suavia justifican su miserable existencia cotidiana con el dedo de Dios, y de él hacen un milagro de la gracia, de la providencia; un milagro de santa experiencia? El más modesto empleo del espíritu, para no decir de la decencia, debería llevar a estos intérpretes a persuadirse de la completa puerilidad e indignidad de semejante abuso del dedo de Dios. Si se tuviese en el cuerpo una medida de piedad, por pequeña que fuera, un Dios que nos cura oportunamente de un constipado o nos hace salir en coche en el momento en que estalla un gran aguacero, debería ser un Dios tan absurdo que, si existiese, debería ser abolido. Un Dios cual mensajero, como cartero, como mercader, es en el fondo una palabra para indicar la más estúpida especie de todos los casos... La Divina providencia, como es aquella en que todavía cree en la Alemania “culta” una tercera parte de los hombres, sería una objeción contra Dios como no habría otra más formidable. Y en todo caso es una objeción contra los alemanes.

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