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Authors: Friedrich Nietzsche

El anticristo (5 page)

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La historia de Israel tiene un valor inapreciable como historia típica de toda desnaturalización de los valores naturales: señalaré cinco hechos de ésta.

En el origen, sobre todo en la época de los reyes, el mismo Israel estaba en relaciones justas, o sea naturales, con las cosas todas. Su Javeh era la expresión de la conciencia de poderío, el gozo de sí mismo, la esperanza de sí mismo; en él se esperaba victoria y salvación, con él se tenía confianza en la naturaleza, se aguardaba que la naturaleza diera aquello de que el pueblo tenía necesidad, sobre todo la lluvia. Javeh es el Dios de Israel y por consiguiente el Dios de la justicia: ésta es la lógica de todo pueblo fuerte y que posee conciencia perfecta de su propio poder. En los ritos festivos se manifiestan estos dos aspectos de la afirmación que de sí mismo hace un pueblo: este pueblo es reconocedor de los grandes destinos en virtud de los cuales ascendió mucho, y de la sucesión de las estaciones y de su fortuna en el pastoreo y en la agricultura.

Durante mucho tiempo este estado de cosas es el ideal, aún cuando estaba ya dolorosamente suprimido en virtud de la anarquía en el interior y de los asirios en el exterior. Pero el pueblo conservó como aspiración suprema aquella visión de un rey buen soldado y juez austero: la conservó sobre todo aquel típico profeta (o sea crítico y satírico del momento) llamado Isaías.

Pero todas las esperanzas resultaron incumplidas. El viejo Dios no podía ya nada de lo que pudo en otro tiempo. Había que abandonarle. ¿Qué sucedió? Se alteró su concepción, se desnaturalizó su concepción: a tal precio se conservó.

Javeh, el Dios de la justicia, no fue ya una misma cosa con Israel, una expresión del sentimiento personal del pueblo: fue desde entonces un Dios bajo condiciones...; su concepción fue un instrumento en manos de los agitadores sacerdotales, los cuales desde entonces interpretaron toda fortuna como premio y toda desventura como castigo de una desobediencia a Dios, aquella manera mentirosa de interpretar un pretenso orden moral del mundo por la cual, de una vez para siempre, fue invertido el concepto natural de causa y efecto. Cuando con el premio y el castigo se ha arrojado del mundo la causalidad natural, hay necesidad de una causalidad contraria a la naturaleza; y luego sigue todo el resto de las cosas innaturales. Un Dios que exige, en lugar de un Dios que socorre, que aconseja, que es, en el fondo, el verbo de toda feliz inspiración del valor y de la confianza en sí. La moral no es ya expresión de las condiciones de vida y de crecimiento de un pueblo, no es ya su más profundo instinto de vida, sino que se ha vuelto abstracta, se ha vuelto contraria a la vida; la moral es la perversión sistemática de la fantasía, es la mala mirada para todas las cosas. ¿Qué es la moral judaica, qué es la moral cristiana? Es el acaso que ha perdido su inocencia; es la desventura manchada con el concepto de pecado; es el bienestar considerado como peligro, como tentación; el malestar fisiológico envenenado por el gusano del remordimiento...

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El concepto de Dios, falsificado; el concepto de moral, falsificado; a este punto no se ciñó el sacerdote judaico. No podemos utilizar toda la historia de Israel: echémosla lejos. Así dijeron los sacerdotes.

Estos sacerdotes realizaron aquel prodigio de falsificación, del cual es prueba gran parte de la Biblia: transfirieron al campo religioso el pasado de su propio pueblo con un incomparable desprecio de toda tradición, de toda realidad histórica; es decir, hicieron de aquel pasado un estúpido mecanismo de salvación, un mecanismo de culpa contra Javeh y del consiguiente castigo, de devoción a Javeh y del consiguiente premio. Experimentaríamos una impresión mucho más dolorosa de este vergonzoso acto de falsificación de la historia, si la interpretación eclesiástica de la historia, desde hace milenios acá, no nos hubiese hecho obtusos para las exigencias, de la probidad
in historicis
. Y los filósofos secundaron a la Iglesia: la mentira del orden moral del mundo invadió todo el campo de la filosofía moderna. ¿Qué significa orden moral del mundo? Que hay, de una vez para siempre, una voluntad de Dios respecto de lo que el hombre debe hacer o dejar de hacer; que el valor de un pueblo, de un individuo, se mide por el grado de obediencia prestada a la voluntad divina; que en los destinos de un pueblo, de un individuo, se muestra como dominante la voluntad de Dios, o sea como punitiva y remunerativa, según el grado de obediencia. La realidad puesta en el lugar de esta miserable mentira, significa: una raza parasitaria de hombres que prospera únicamente a expensas de todas las formas sanas de la vida, la raza del sacerdote, que abusa del nombre de Dios, que llama reino de Dios a un estado social en el que el sacerdote fija el valor de las cosas, que llama voluntad de Dios a los medios con los cuales semejante estado es conseguido o conservado; que, con frío egoísmo, mide los pueblos, los tiempos, los individuos, por el hecho de que ayuden o contraríen el predominio de los sacerdotes. Obsérvese cómo trabajan los sacerdotes: en manos de los sacerdotes hebreos la gran época de la historia de Israel se convirtió en una época de decadencia; el destierro, la larga desventura, se transformó en un eterno castigo por la gran época, por una época en que el sacerdote no era aún nada. De las grandes figuras de la historia de Israel, de aquellas figuras, muy libres, hicieron, según las necesidades, miserables hipócritas o socarrones o ateos, simplificaron la psicología de todo gran acontecimiento en la fórmula idiota de obediencia o desobediencia a Dios. Un paso más, la voluntad de Dios (o sea las condiciones de conservación del poder de los sacerdotes) debe ser conocida; a este fin es necesaria una gran falsificación literaria, es descubierta una Sagrada Escritura, es publicada bajo la pompa hierática, con días de expiación y lamentaciones sobre el largo pecado. La voluntad de Dios estaba fijada durante dilatado tiempo: la desgracia fue que el pueblo se alejó de ella... Ya Moisés había recibido la revelación de la voluntad de Dios... ¿Qué sucedió? El sacerdote había formulado, con rigor y pedantería, de una vez para siempre, hasta los grandes y pequeños impuestos que se debían pagar (sin olvidar los mejores trozos de carne, porque el sacerdote es un gran devorador de bistec), lo que quiere tener, lo que es voluntad de Dios... Desde entonces todas las cosas de la vida quedaban reglamentadas de modo que el sacerdote era en todas partes indispensable; en todas las vicisitudes naturales de la vida, en el nacimiento, en el matrimonio, en las enfermedades, en la muerte, para no hablar del sacrificio (de la Cena), aparece el santo parásito, para quitarles su carácter natural, o, según su lenguaje, para santificarlas...

Porque hay que comprender esto: toda costumbre natural, toda institución natural (Estado, tribunales, bodas, asistencia a los enfermos y a los pobres), toda exigencia inspirada por el instinto de la vida, en resumen, todo lo que tiene en sí su valor, es, por el parasitismo del sacerdote (o del orden moral del mundo), privado sistemáticamente de valor, opuesto a su valor: y luego es precisa una sanción, es necesario un poder valorizador que niegue en aquellas cosas la naturaleza, y cree para ellas precisamente un valor... El sacerdote desvalora, quita santidad a la naturaleza: a este precio, en general, existe. La desobediencia de Dios, o sea al sacerdote, a la ley, recibe de ahora en adelante el nombre de pecado: los medios para reconciliarnos con Dios son, como se ha convenido, medios por los que la sujeción al sacerdote es garantizada aún profundamente: el sacerdote es el único que puede salvar...

Desde el punto de vista psicológico, en toda sociedad u organización sacerdotal los pecados se hacen indispensables: son los verdaderos manipuladores del poder; el sacerdote vive de los pecados, tiene necesidad de que haya pecadores... Principio supremo: “Dios perdona a los que hacen penitencia”; en otros términos: Dios perdona a quien se somete al sacerdote.

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En este terreno tan falso, en que toda la naturaleza, todo valor natural, toda realidad tenía contra sí los más profundos instintos de la clase dominante, creció el cristianismo, forma de enemistad mortal hacia la realidad aún no superada. El pueblo santo, que para todas las cosas sólo conservaba valores sacerdotales y palabras sacerdotales, y, con una lógica de argumentación que puede inspirar terror, había separado de sí como ejemplo, como mundo, como pecado, todo lo que de poderío existía aún en la tierra; este pueblo creó por instinto una última fórmula, lógica hasta la negación de sí misma: como cristiano, negó hasta la última forma de la realidad, el pueblo santo, el pueblo de los elegidos, la misma realidad hebrea. Éste es un caso de primer orden: el pequeño mundo insurreccional que fue bautizado con el nombre de Jesús de Nazaret, es una vez más el instinto judaico, en otros términos, el instinto de los sacerdotes que no soporta ya al sacerdote como realidad; es la invención de una forma de existencia aún más abstracta, de una visión del mundo aún más irreal que la que va unida la organización de una Iglesia. El cristianismo niega a la Iglesia.

Yo no sé contra quién se dirigía la insurrección de la cual Jesús fue considerado acertada o equivocadamente como autor, si no fue contra la Iglesia judaica, dando a la Iglesia exactamente el sentido en que hoy tomamos esta palabra. Fue una insurrección contra los buenos y los justos, contra los Santos de Israel, contra la jerarquía de la sociedad, no contra la corrupción de la sociedad, sino contra la casta, el privilegio, el orden, la fórmula; fue la incredulidad en los hombres superiores, un no dicho a todo lo que era sacerdote y teólogo. Pero la jerarquía que con aquella insurrección, aun cuando no fuera sino por un momento, se puso en pleito, era la construcción lacustre en que el pueblo hebreo continuó existiendo sobre las aguas, la última posibilidad fatigosamente conseguida de sobrevivir, el residuo de su existencia política particular: un ataque contra ella era un ataque contra el más profundo instinto del pueblo, contra la más tenaz voluntad de vivir de un pueblo que jamás ha existido en la tierra.

Este santo anárquico, que llamó a la revuelta contra el orden dominante al bajo pueblo, a los réprobos y pecadores; a los chandala, en el seno del judaísmo, con un lenguaje, si hemos de dar fe a los Evangelios, que aun hoy conduciría a un hombre a la Siberia, fue un delincuente político en la medida en que los delincuentes políticos eran posibles en una comunidad absurdamente impolítica. Esto le condujo a la Cruz. Murió por su culpa; falta todo motivo para creer que muriera por culpa de otros, aunque esto se ha sostenido repetidamente.

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Cosa completamente distinta es si tuvo en general conciencia de semejante contradicción, o si no fue simplemente considerado como esta contradicción. Y justamente aquí toco yo el problema de la psicología del redentor.

Confieso que pocos libros leo con tanta dificultad como los Evangelios. Estas dificultades son diferentes de aquellas en cuya demostración la docta curiosidad del espíritu alemán ha conseguido uno de sus más innegables triunfos. Es ya remoto el tiempo en que también yo, como todo joven docto, saboreaba, con la prudente lentitud de un filólogo refinado, la obra del incomparable Strauss. Tenia entonces veinte años: hoy soy demasiado serio para estas cosas. ¿Qué me importan a mí las contradicciones de la tradición? ¿Cómo se puede llamar tradiciones a las leyendas genéricas de santos? Las historias de santos son la literatura más equívoca que existe: emplear con ellas métodos científicos, “si no poseemos otros” documentos, me parece cosa condenada a priori; es un simple pasatiempo de eruditos.

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Lo que a mí me importa es el tipo psicológico del redentor. Éste podría estar contenido en los Evangelios a despecho de los Evangelios, por cuanto éstos son mutilados o sobrecargados de rasgos extraños: como el tipo de Francisco de Asís está contenido en sus leyendas a despecho de sus leyendas. No se trata de la verdad sobre aquello que él ha hecho o dicho, sobre el modo como murió realmente, sino del problema de si su tipo puede ser en general representado aún, si es tradicional.

Las tentativas que yo conozco de leer en los Evangelios hasta la historia de un alma, me parecen pruebas de una ligereza psicológica abominable. El señor Renan, este payaso in psicologicis, ha aportado para su explicación del tipo de Jesús las dos ideas más inadecuadas que a este propósito se pudieran imaginar: la idea de genio y la idea de héroe
(heros)
. Pero si hay una idea poco evangélica, es la idea de héroe. Aquí se ha convertido en instinto precisamente lo contrario de toda lucha, de todo sentimiento de lucha: aquí, la incapacidad de resistir se hace moral (no resistir al mal es la más profunda palabra del Evangelio, en cierto sentido es su clave), la beatitud está en la paz, en la dulzura del ánimo, en la imposibilidad de ser enemigos. ¿Qué significa la buena nueva? Significa que se ha hallado la verdadera vida, la vida eterna, no en una promesa, sino que ya existe, está en nosotros; como un vivir en el amor, en el amor sin detracción o exclusión, sin distancia. Cada uno de nosotros es hijo de Dios...; Jesús no pretende absolutamente nada por sí solo; cada uno de nosotros es igual a otro como hijo de Dios...

¡Hacer de Jesús un héroe!... ¡Y qué error la palabra genio! Todo nuestro concepto, todo concepto de espíritu propio de nuestra cultura carece de sentido en el mundo en que vive Jesús. Para hablar con el rigor del fisiólogo, aquí estaría en su puesto otra palabra... Nosotros conocemos un estado de morbosa excitabilidad del sentido del tacto, que retrocede ante todo contacto, ante la idea de apresar cualquier objeto sólido. Transportemos a su última lógica semejante
habitus
fisiológico, como odio instintivo de toda realidad, como una fuga a lo intangible, a lo incomprensible, como repugnancia a toda fórmula, a toda noción de tiempo y de espacio, a todo lo que es fijo, costumbre, institución, Iglesia; como un habitar en un mundo no tocado de ninguna especie de realidad, en un mundo simplemente interior, verdadero, eterno... “El reino de Dios está en vosotros”...

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El odio instintivo contra la realidad es consecuencia de una extrema incapacidad de sufrimiento y de irritación, que no quiere ya ser en general tocada, porque de todo contacto recibe una impresión demasiado profunda.

La exclusión instintiva de todo lo que nos repugna, de toda enemistad, de todo límite y distancia en el sentimiento, es consecuencia de una extrema incapacidad de sufrimiento y de irritación, que siente ya como un dolor intolerable (o sea como nocivo, como desaconsejado por el instinto de conservación) toda resistencia, toda necesidad de resistir, y sólo conoce la beatitud (el placer) en no oponerse ya a nada, ni al alma ni al bien, y considerar el amor como la única, como la última posibilidad de vida.

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