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Authors: Friedrich Nietzsche

El anticristo (10 page)

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Es tan falso que los mártires sufran algo por la verdad de una cosa, que yo me atrevería a negar que jamás un mártir haya tenido nunca nada que ver con la verdad. En el tono en que un mártir lanza a la faz del mundo su convicción, se manifiesta ya un grado tan bajo de probidad intelectual, tal obtusidad para el problema de la verdad, que nunca hace falta refutar a un mártir. La verdad no es cosa que uno posea y otro no: sólo ciudadanos o apóstoles de ciudadanos a la manera de Lutero pueden pensar así en la verdad. Se puede tener seguridad de que, según el grado de conciencia en las cosas del espíritu, la capacidad de decidir, la decisión en este punto será siempre mayor. Ser competente en cinco cosas y rehusar delicadamente ser competente en lo demás... La verdad, como entiende esta palabra todo profeta, todo librepensador, todo socialista, todo hombre de Iglesia, es una perfecta prueba del hecho de que ni siquiera ha comenzado aquella disciplina del espíritu y aquella superación de sí mismo que es necesaria para encontrar cualquier verdad, por mínima que sea.

Los mártires, dicho sea de pasada, fueron una gran desgracia en la historia, sedujeron... La conclusión de todos los idiotas, comprendidas las mujeres y el pueblo, de que tenga valor una causa por la cual alguien afronta la muerte (o una causa que, como el cristianismo primitivo, engendra epidemias de gentes que corren a la muerte), esta conclusión dificultó indeciblemente la investigación, el espíritu de la investigación y de la circunspección. Los mártires hicieron daño a la verdad... Hoy mismo basta una cierta crueldad de persecución para crear un nombre honorable a cualquier sectarismo carente en sí de valor. ¿Cómo? ¿Cambia el valor de una causa el hecho de que alguien exponga por ella la vida? Un error que llega a ser honorable es un error que posee un hechizo más para seducir: ¿creéis vosotros, señores teólogos, que vamos a daros ocasión de haceros mártires por vuestra mentira? Se refuta una cosa poniéndola cuidadosamente en hielo; así se refuta también a los teólogos...

Ésta fue, precisamente, en la historia del mundo la estupidez de todos los perseguidores: que dieron apariencia de honorabilidad a la causa de los adversarios, que les hicieron el don del hechizo, del martirio... Aún hoy la mujer se pone de rodillas ante un error, porque se le ha dicho que alguien murió por este error en la cruz. ¿Es pues, la cruz un argumento? Pero sobre todas estas cosas hay uno que ha dicho la palabra de que había necesidad desde hace miles de años: Zaratustra.

“Éstos escribieron signos de sangre sobre la senda que recorrieron, y su locura enseñó que con la sangre se demuestra la verdad.

“Pero la sangre es el peor testimonio de la verdad; la sangre envenena la más pura doctrina y la cambia en locura y odio de los corazones.

“Y si alguien corre al fuego por su doctrina, ¿qué prueba esto? Más verdad es que la propia doctrina surge del propio incendio.”

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No nos dejemos engañar; los grandes espíritus son escépticos. Zaratustra es un escéptico. La fortaleza, la libertad proveniente de la fuerza y del exceso de fuerza del espíritu se demuestra mediante el escepticismo. Los hombres de convicciones no merecen ser tomados en consideración para todos los principios fundamentales de valor y no valor. Las convicciones son prisiones. Los convencidos no ven bastante lejos, no ven por debajo de sí; pero para poder hablar de valor y no valor se deben mirar quinientas convicciones por bajo de sí, detrás de sí... Un espíritu que apetezca cosas grandes y que quiera también los medios para conseguirlas, es necesariamente escéptico. La libertad de toda clase de convicciones forma parte de la fuerza, la facultad de mirar libremente... La gran pasión, la base y la potencia del propio ser, aun más iluminada y más despótica que él mismo, toma todo su intelecto a su servicio; nos limpia de escrúpulos; nos da el valor hasta de usar medios impíos; en ciertas circunstancias nos concede convicciones. La convicción puede ser medio: muchas cosas se consiguen sólo por medio de una convicción. La gran pasión tiene necesidad de convicciones, hace uso de ellas, pero no se somete a ellas, se sabe soberana.

Viceversa, la necesidad de creer, la necesidad de un absoluto en el sí y en el no, el carlylismo, si se me permite la expresión, es una necesidad de los débiles. El hombre de la fe, el creyente de todo género, es necesariamente un hombre dependiente, un hombre que no puede ponerse como fin, que no puede en general poner fines sacándolos de sí. El creyente no se pertenece a sí mismo, sólo puede ser un medio, debe ser empleado, tiene necesidad de alguien que se valga de él. Su instinto atribuye el supremo honor a la moral de la despersonalización; a ésta le persuade todo: su habilidad, su experiencia, su vanidad. Toda especie de fe es una expresión de despersonalización, de renuncia de sí mismo... Si pensamos cuán necesario es a la mayor parte de los hombres un regulador que les ligue y les fije desde el exterior, y cuánto la constricción, o en sentido más elevado, la esclavitud, es la única y última condición en que prospera el hombre débil de voluntad, y especialmente la mujer, se comprende también la convicción o fe. El hombre de convicciones tiene en la fe su espina dorsal. No ver muchas cosas, no sentirse cautivo de nada, ser siempre hombre de partido, tener una óptica severa y necesaria en todos los valores, todo esto es condición de la existencia de semejante especie de hombres. Pero con esto se es lo contrario, el antagonista del veraz, de la verdad... El creyente no es libre de tener en general una conciencia para el problema de verdadero y no verdadero: el ser leales en este punto sería pronto su ruina. La dependencia patológica de su óptica hace del hombre convencido un fanático —Savonarola, Lutero, Rousseau, Robespierre, Saint-Simon—, el tipo opuesto del espíritu fuerte y libre. Pero las grandes actitudes de estos espíritus enfermos, de estos epilépticos de la idea, impresionan a la masa; los fanáticos son pintorescos, la humanidad prefiere ver actitudes a oír argumentos...

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Demos un paso más en la psicología de la convicción, de la fe. Ya durante largo tiempo he invitado yo a considerar si las convicciones no son enemigas más peligrosas de la verdad que las mentiras —
Humano, demasiado humano
, I, aforismo 483. Ahora quisiera plantear la pregunta decisiva: ¿Existe en general una contradicción entre la convicción y la mentira? Todos creen que si; pero ¡qué no cree la gente! Toda convicción tiene su historia, sus formas previas, sus errores; se convierte en convicción después de mucho tiempo de no serlo, después de haber sido durante largo tiempo apenas tal convicción. ¿Cómo? ¿No podría también existir la mentira en estas formas embrionarias de la convicción? Algunas veces sólo hubo necesidad de un cambio de persona: en el hijo llega a ser convicción lo que en el padre era todavía mentira. Por mentira entiendo yo no querer ver una cosa que se ve, no querer verla en el modo que se la ve; no tiene importancia el hecho de que la mentira se realice ante testigos o sin testigos. La mentira más común es aquella con la que nos engañamos a nosotros mismos; mentir a los demás es relativamente el caso excepcional.

Ahora bien: este negarse a ver lo que se ve, este no querer ver en el modo que se ve una cosa, es casi la primera condición de todos los que forman un partido, en cualquier sentido; el hombre de partido se hace necesariamente un hombre que miente. Por ejemplo, los historiadores alemanes están convencidos de que Roma fue el despotismo, que los alemanes han traído al mundo el espíritu de libertad. ¿Qué diferencia hay entre esta convicción y una mentira? ¿Nos podríamos asombrar si por instinto todos los partidos, aún el partido de los historiadores alemanes, tuvieran en la boca las grandes frases de la moral, si la moral sobrevive casi sólo porque el hombre de partido de cualquier género tiene necesidad de ellas a cada instante? “Ésta es nuestra convicción: nosotros la profesamos a la faz de todo el mundo, vivimos y morimos por ella —¡respetad a todo el que tiene convicciones!”—; cosas de esta índole he oído yo, hasta en boca de los antisemitas. ¡Al contrario, señores míos! Un antisemita no es más respetable por el hecho de que mienta sistemáticamente... Los sacerdotes, que en tales cosas son más sutiles y comprenden perfectamente la objeción implícita en el concepto de convicción, o sea de la mentira sistemática, porque va dirigida a un fin, han heredado de los hebreos la habilidad de introducir en este lugar la idea de Dios, voluntad de Dios, revelación divina. El mismo Kant, con su imperativo categórico, se encontró en el mismo caso: aquí su razón se hizo práctica.

Hay problemas en los que la decisión sobre la verdad o falsedad que contienen no está concedida al hombre: todos los más elevados problemas, todos los sublimes problemas de valor se encuentran más allá de la razón humana... Comprender los límites de la razón, esto es precisamente la filosofía... ¿A qué fin concedió Dios al hombre la revelación? ¿Habría hecho cosa superflua? El hombre no puede saber por sí mismo qué es el bien y el mal; por eso Dios le enseñó su voluntad... Moraleja: el sacerdote no miente, no existe el problema de verdadero o no verdadero en las cosas de que hablan los sacerdotes; estas cosas no permiten mentir. Porque para mentir se debería poder decidir qué es lo verdadero; pero el hombre no puede hacer esto; por consiguiente, el sacerdote no es mas que el intérprete de Dios.

Semejante silogismo de los sacerdotes no es simplemente judaico y cristiano: el derecho de mentir y la habilidad de la revelación son propios del tipo sacerdote, tanto de los sacerdotes de la decadencia como de los del paganismo (paganos son aquellos que dicen sí a la vida, para los cuales Dios es la palabra para decir sí a todas las cosas). La ley, la voluntad de Dios, el libro sagrado, la inspiración, son sólo palabras para indicar las condiciones en las cuales el sacerdote adquiere el poder, por las cuales conserva su poder; estos conceptos se encuentran en la base de todas las organizaciones sacerdotales, de todas las formaciones sacerdotales y filosófico-sacerdotales. La santa mentira es común a Confucio, al Código de Manú, a Mahoma, a la Iglesia cristiana: no falta en Platón. La verdad está aquí; estas palabras, dondequiera que son pronunciadas, significan: el sacerdote miente...

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Finalmente, es importante el fin por el cual se miente. Mi objeción contra los medios empleados por el cristianismo es ésta: que en él faltan los fines santos. Sólo fines malos: envenenamiento, calumnias, negación de la vida, desprecio del cuerpo, envilecimiento y corrupción del hombre mediante el concepto de pecado; por consiguiente, también sus medios son malos.

Yo leo con sentimiento opuesto el Código de Manú, obra incomparablemente más intelectual y superior; sería un pecado contra el Espíritu el nombrarle juntamente con la Biblia. Pronto se comprende por qué: porque tiene detrás de sí una verdadera filosofía; la tiene en sí, y no solamente un judaísmo maloliente, mezcla de rabinismo y de superstición; da a morder algo, hasta al psicólogo más estragado. No olvidemos lo principal, la diferencia fundamental de toda especie de Biblia; con el Código de Manú, las clases nobles, los filósofos y los guerreros conservan su poder sobre las masas: por todas partes valores nobles, un sentido de perfección, una afirmación de la vida, un sentimiento triunfal de satisfacción de sí mismo y de la vida, sobre todo el libro brilla el sol. Todas las cosas sobre las cuales el cristiano desahoga su inagotable vulgaridad, por ejemplo, la generación, la mujer, el matrimonio, son tratadas aquí seriamente, con respeto, con amor y confianza. ¿Cómo poner en las manos de las mujeres y de los niños un libro que contiene aquellas abyectas palabras: “Para evitar la prostitución que tenga cada uno una mujer propia y cada mujer un hombre...; es mejor casarse que abrasarse?” Y ¿se puede ser cristiano siendo así que con el concepto de la inmaculada concepción el nacimiento del hombre es cristianizado, esto es, maculado?...

Yo no conozco libro alguno en que se diga a la mujer tantas cosas buenas y tiernas como en el Código de Manú; aquellos viejos santones tratan a la mujer con una gracia y delicadeza que acaso no ha sido superada nunca. “La boca de una mujer —se lee allí—, el seno de una joven, la oración de un niño, el humo del sacrificio, son siempre puros.” Y en otro lugar: “No hay nada más puro que la luz del sol, la sombra de una vaca, el aire, el agua, el fuego y la respiración de una joven.” Un último pasaje, que es quizá también una santa mentira: “Todas las aberturas del cuerpo por encima del Ombligo son puras, las de debajo son impuras. Sólo en la virgen es puro todo el cuerpo.”

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Se toma en flagrante la insanía de los medios de que se vale el cristiano cuando se compara el fin del cristianismo con el del Código de Manú; cuando se pone de manifiesto este contraste de fines. El crítico del cristianismo no puede menos de hacerle despreciable. Un Código como el de Manú, nace como nace todo buen Código: resume la experiencia, la sabiduría y la moral experimental de largos milenios; concluye, no crea. La premisa de una codificación de este género es el juicio que los medios con que crear autoridad a una verdad conquistada lentamente y a caro precio sean profundamente diversos de aquellos por los que se podría demostrar aquella verdad. Un Código no relata nunca la utilidad, las razones, la casuística de los precedentes de una ley: porque con ello perdería el tono imperativo, el tú debes, la condición para ser obedecido. El problema estriba precisamente en esto.

En un cierto punto de la evolución de un pueblo, la clase más juiciosa, o sea la que sabe mirar atrás y a lo lejos, declara establecida la práctica según la cual se debe o se puede vivir.

El fin de esta clase es hacer una recolección lo más posible rica y constante de los tiempos de experimentación y de las malas experiencias. Ante todo, de lo que nos debemos guardar es de la continuación del experimento, de la preexistencia de un estado fluido de valores, del indagar, del elegir, del criticar los valores hasta el infinito. Contra esto se alza un doble muro; ante todo la revelación, o sea la afirmación de que la razón de aquellas leyes no es de origen humano, no ha sido buscada y encontrada lentamente entre errores, sino que ésta, como de origen divino, es completa, perfecta, sin historia, un don, un milagro, simplemente comunicada... En segundo lugar, la tradición, o sea la afirmación de que la ley existía ya desde tiempo antiquísimo, y que el ponerla en duda sería contrario a la piedad, sería un delito contra los antepasados. La autoridad de la ley se funda en estas dos tesis: Dios la dio, los antepasados la observaron.

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