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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media (35 page)

Cabalgando rápidamente, llegaron al caer la noche del siguiente día, y hombres y caballos estaban muy cansados. Fría y blanca lucía la casa sobre la colina al último resplandor del sol bajo las nubes. Cuando Aldarion la vio, a lo lejos, hizo sonar el cuerno para anunciarse.

Cuando saltó del caballo en el patio anterior, vio a Erendis: vestida de blanco esperaba en los escalones que ascendían hacia las columnas, delante de las puertas. Se mantenía erguida, pero al acercarse, él vio que estaba pálida, y que los ojos le brillaban demasiado.

—Llegáis tarde, mi señor —dijo—. Hacía ya mucho que había dejado de esperaros. Temo que no hay una bienvenida preparada para vos, como la hubiera habido en otro tiempo.

—Los marineros se contentan fácilmente —dijo Aldarion.

—Está bien que así sea —dijo ella; y se volvió a la casa y lo dejó. Entonces dos mujeres avanzaron y una anciana descendió la escalinata. Cuando Aldarion entró, dijo ella en voz alta para que él pudiera oírla: —No hay alojamiento para vosotros aquí. ¡Id a la casa al pie de la colina!

—No, Zamîn —le dijo Ulbar—. No me quedaré. Voy a mi casa con la venia del señor Aldarion. ¿Está todo bien allí?

—Bastante bien —dijo ella—. Tu hijo ha comido hasta olvidarte. Pero ¡ve y encuentra tus propias respuestas! Estarás allí más abrigado que tu Capitán.

Erendis no se hizo presente a la mesa donde unas mujeres sirvieron a Aldarion una cena tardía en una cámara apartada. Pero antes que él hubiera acabado de comer, ella entró y dijo delante de las mujeres:

—Estaréis cansado, mi señor, después de tanta prisa. Se os ha aprontado un cuarto de huéspedes, y está a vuestra disposición. Mis mujeres os asistirán. Si tenéis frío, pedidles que enciendan un fuego.

Aldarion no contestó. Fue temprano al dormitorio y como en verdad estaba cansado, se echó en la cama y olvidó pronto las sombras de la Tierra Media y de Númenor en un sueño profundo. Pero con el canto del gallo despertó con gran inquietud y enfado. Se levantó de inmediato y pensó en abandonar la casa sin ruido: encontraría a Henderch, su hombre de confianza, y a los caballos, e irían a casa de su pariente, Hallatan, el señor pastor de Hyarastorni. Más tarde convocaría a Erendis con su hija a Armenelos y ya no tendría más tratos en terreno de ella. Pero mientras iba hacia las puertas, Erendis se le acercó. No se había acostado esa noche y se detuvo ante él, en el umbral.

—Os vais más de prisa de lo que habéis venido, mi señor —dijo—. Espero que como marinero no hayáis encontrado demasiado fastidiosa esta casa de mujeres, y por eso os vais así antes de resolver vuestros asuntos. En verdad, ¿qué asunto os trajo aquí?

¿Puedo saberlo antes de que os vayáis?

—Se me dijo en Armenelos que mi esposa estaba aquí, y que había traído aquí a mi hija —respondió él—. En cuanto a mi esposa, estaba equivocado, según parece, pero ¿no tengo yo una hija?

—La teníais hace algunos años —dijo ella—. Pero mi hija no se ha levantado todavía.

—Que se levante entonces mientras voy en busca de mi caballo —dijo Aldarion.

Erendis habría querido evitar el encuentro de Aldarion y Ancalimë en esa ocasión, pero temía ir demasiado lejos y perder el favor del Rey, y el Consejo
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ya había expresado su descontento por el hecho de que la niña fuera criada en el campo. Por tanto, cuando Aldarion volvió a caballo junto con Henderch, Ancalimë estaba junto a su madre en el umbral. Se mantenía erguida y rígida como su madre, y no lo saludó en ningún momento cuando él desmontó y subió por las escaleras hacia ella.

—¿Quién sois? —preguntó—. ¿Y por qué me ordenáis levantarme tan temprano, antes de que haya movimiento en la casa?

Aldarion la miró atentamente, y aunque tenía una expresión severa, se sonreía por dentro: porque veía en ella a su propia hija más que a la de Erendis, a pesar de la educación que había recibido.

—Me conocisteis una vez, Señora Ancalimë —le dijo—, pero no importa. Hoy no soy más que un mensajero venido de Armenelos para recordaros que sois la hija del Heredero del Rey; y (como puedo verlo ahora) que seréis su Heredera llegado el momento. No siempre viviréis aquí. Volved ahora a vuestro lecho, mi Señora, hasta que vuestra doncella se despierte, si queréis. Tengo prisa por ver al Rey. ¡Adiós! —Besó la mano de Ancalimë y descendió las escaleras; luego montó y se alejó a la carrera saludando con la mano.

Erendis, sola a la ventana, lo vio cabalgar colina abajo, y advirtió que se dirigía a Hyarastorni y no a Armenelos. Entonces lloró de pena, pero más todavía de rabia. Había esperado imponer alguna penitencia, que pudiera retirar después de que Aldarion le pidiera perdón; pero él la había tratado como si ella fuera la única culpable, y no la había tenido en cuenta delante de su hija. Demasiado tarde recordaba las palabras que le dijera Núneth mucho tiempo atrás, y veía a Aldarion ahora como a alguien grande e indomable, impulsado por una fiera determinación, aún más peligroso cuando actuaba con frialdad.

—¡Peligroso! —dijo—. Soy acero difícil de doblegar. Así lo comprobaría él, aun cuando fuera Rey de Númenor.

Aldarion cabalgó a Hyarastorni, la casa de Hallatan, su primo; porque tenía intención de descansar allí un tiempo y reflexionar. Cuando estuvo cerca, oyó sonido de música, y descubrió que los pastores celebraban alegremente el regreso a casa de Ulbar con muchas maravillosas historias y regalos; y la esposa de Ulbar, enguirlandada, bailaba con él al son de los caramillos. En un principio nadie advirtió la presencia de Aldarion, aun a caballo, que los observaba con una sonrisa; pero de pronto Ulbar exclamó: —¡El Gran Capitán! —e Îbal, su hijo, corrió hacia los estribos de Aldarion—. ¡Señor Capitán! —clamó.

—¿De qué se trata? Tengo prisa —dijo Aldarion; porque había cambiado de humor, y sentía enfado y amargura.

—Sólo quiero preguntar —dijo el niño— qué edad ha de tener un hombre para que pueda hacerse a la mar en un barco como mi padre.

—La edad de las montañas y ninguna otra esperanza en la vida —dijo Aldarion—. O más sencillamente, ¡cuando se lo diga el corazón! Pero tu madre, hijo de Ulbar, ¿no ha de darme la bienvenida?

Cuando la esposa de Ulbar se aproximó, Aldarion le tomó la mano. —¿Querrás recibir esto de mí?

—dijo—. No es más que una pequeña retribución por los seis años de Ulbar que tú me diste, la ayuda de un corazón noble. —Y de un saquito bajo la capa sacó una joya roja como el fuego, engarzada sobre una banda de oro, y se la puso en la mano.— Viene del Rey de los Elfos —dijo—. Pero la considerará en buenas manos cuando yo se lo diga. —Entonces Aldarion se despidió de la gente allí reunida y se alejó cabalgando, sin deseos ya de quedarse en aquella casa. Cuando Hallatan se enteró de la extraña llegada y la precipitada partida de Aldarion, se quedó perplejo, hasta que otras noticias recorrieron el campo.

Aldarion todavía no estaba muy lejos de Hyarastorni, cuando se detuvo de pronto y habló con Henderch, su compañero. —Sea cual fuere la bienvenida que te espere en el Oeste, amigo, no te apartaré de ella. Ve a tu casa con mi agradecimiento. Deseo viajar solo.

—No es conveniente, Señor Capitán —dijo Henderch.

—Tienes razón —dijo Aldarion—. Pero así son las cosas. ¡Adiós!

Y prosiguió cabalgando solo hacia Armenelos, y nunca más puso el pie en Emerië.

Cuando Aldarion abandonó la cámara, Meneldur miró con asombro la carta que su hijo le había dado; porque vio que provenía del Rey Gil-galad de Lindón. Estaba sellada y tenía su emblema de estrellas blancas sobre un círculo azul.
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En el pliegue exterior estaba escrito:

Entregada en Mithlond en manos del Señor Aldarion, Heredero del Rey de Númenor, para ser entregada personalmente al Alto Rey en Armenelos.

Entonces Meneldur rompió el sello y leyó:

Ereinion Gil-galad, hijo de Fingon, a Tar-Meneldur de la línea de Eärendil, salve: los Valar os guarden y que no haya sombras en la Isla de los Reyes.

Hace ya mucho que os debo agradecimiento por haberme enviado tantas veces a vuestro hijo Anardil Aldarion: a quien considero el más grande Amigo de los Elfos que hay ahora entre los Hombres. En esta ocasión os pido perdón por haberlo retenido demasiado; porque yo tenía gran necesidad del conocimiento de los Hombres y de sus lenguas que sólo él posee. Ha desafiado múltiples peligros para traerme su consejo. De mi necesidad, él os dirá algo; no obstante, no llega a advertir claramente el tamaño de esa necesidad, pues es joven y tiene muchas esperanzas. Por tanto, escribo esto sólo para los ojos del Rey de Númenor.

Una nueva sombra se levanta en el Este. No se trata de la tiranía de Hombres malvados, como cree vuestro hijo; pero un servidor de Morgoth está moviéndose, y las criaturas malignas han despertado otra vez. Cada año el Mal gana en fuerza, pues la mayor parte de los Hombres están dispuestos a servirlo. No pasará mucho tiempo, según mi parecer, en que la amenaza será excesiva para los Eldar, que no podrán oponérsele sin ayuda. Por tanto, cada vez que veo una de las altas naves de los Reyes de los Hombres, mi corazón se apacigua. Y ahora tengo la audacia de solicitar vuestra asistencia. Si os sobran fuerzas de Hombres, prestádmelas, os lo ruego.

Vuestro hijo os informará, si queréis, de todas nuestras razones. Pero en resumen su consejo (siempre atinado) es que cuando sobrevenga el ataque, como sobrevendrá sin duda alguna, hemos de intentar la defensa de las Tierras del Oeste, donde moran los Eldar y los Hombres de vuestra raza cuyos corazones no están todavía oscurecidos. Cuando menos hemos de defender Eriador y las orillas de los largos ríos al oeste de las montañas que llamamos Hithaeglir: nuestra principal defensa. Pero en ese muro de montañas hay una gran hendidura hacia el sur en la tierra de Calenardhon; y por esa vía puede llegar la invasión del Este. Ya el enemigo se acerca arrastrándose a lo largo de la costa. Podríamos defender Eriador e impedir el asalto si tuviéramos alguna plaza fuerte en la costa cercana.

Todo esto, el Señor Aldarion lo ha comprendido hace años. En Vinyalondë, junto a la desembocadura del Gwathló, trabajó mucho tiempo en la construcción de un gran puerto fortificado, seguro contra lo que venga por tierra y por mar; pero estas grandes obras han resultado inútiles. Conoce bien tales asuntos, porque mucho ha aprendido de Círdan, y comprende mejor que nadie las necesidades de vuestros grandes navíos. Pero nunca tuvo hombres suficientes; mientras que a Círdan no le sobran los artífices ni los albañiles.

El Rey conocerá sus propias necesidades; pero si escucha con favor al Señor Aldarion y lo apoya en todo lo posible, habrá un poco más de esperanza en el mundo. Los recuerdos de la Primera Edad no son claros, y las cosas están enfriándose en la Tierra Media. Que no se desvanezca también la vieja amistad de los Eldar y los Dúnedain.

Escuchad! La oscuridad que se acerca está cargada de odio hacia nosotros, y el aborrecimiento en que os tiene no es mucho menor. Pronto sus alas cubrirán el Gran Mar de extremo a extremo, si seguimos permitiéndole que crezca.

Manwë os mantenga al abrigo del Único y envíe buenos vientos a vuestros velámenes.

Meneldur dejó que el pergamino le cayera sobre las rodillas. Unas grandes nubes arrastradas por un viento del Este habían precipitado el crepúsculo, y las altas candelas parecían menguar en la lobreguez que llenaba la cámara.

—¡Quiera Eru llevarme antes que ese tiempo llegue! —gritó con grandes voces. Luego se dijo a sí mismo—: Ay!, qué desgracia que su orgullo y mi frialdad nos hayan mantenido apartados tanto tiempo. Pero será atinado cederle el Cetro antes de lo que yo había pensado. Porque estas cosas están fuera de mi alcance.

Cuando los Valar nos dieron la Tierra del Don, no nos dejaron allí como delegados: nos dieron el Reino de Númenor, no el del mundo. Ellos son los Señores. A nosotros nos incumbía poner fin al odio y a la guerra; porque la guerra había terminado, y Morgoth había sido expulsado de Arda. Así lo creí y así se me enseñó.

No obstante, si el mundo se oscurece otra vez, los Señores deben saberlo; y no me han enviado ninguna señal. A menos que esto lo sea. Y ¿entonces qué? Nuestros padres fueron recompensados por haber contribuido a la derrota de la Gran Sombra. ¿Se mantendrán sus hijos apartados si el Mal encuentra nueva cabeza?

Tengo demasiadas dudas, para gobernar bien.

¿Nos prepararemos, o dejaremos que las cosas ocurran? Si nos preparamos para una guerra que por ahora es sólo una conjetura, ¿tendremos que sacar a artesanos y labradores de sus pacíficos trabajos y enseñarles a derramar sangre en el combate? Habrá que poner hierros en manos de capitanes codiciosos que no aman otra cosa que la conquista y se vanagloriarán si hacen una matanza? le dirán a Eru:

Al menos vuestros enemigos estaban entre ellos? ¿nos cruzaremos de brazos mientras los amigos mueren injustamente? ¿Permitiremos que los hombres vivan ciegos y en paz hasta que el expoliador esté a la puerta? ¿Qué harán entonces: oponer las manos desnudas al hierro y morir en vano, o huir dejando detrás los gritos de las mujeres? ¿Le dirán a Eru: Al menos no he derramado ni una gota de sangre?

Cuando una u otra vía conducen al mal, ¿de qué sirve elegir? ¡Gobiernen los Valar bajo la égida de Eru! Cederé el Cetro a Aldarion. Sin embargo, también esto es una elección, porque bien sé qué camino tomará. A no ser que Erendis…

Entonces Meneldur pensó con disgusto en Erendis en Emerië. «Pero poca es la esperanza allí (si puede llamársela esperanza). El no cederá en asuntos tan graves. Y sé bien lo que ella decidiría… aun suponiendo que consintiera en escuchar, tanto como para poder entender. Porque su corazón no tiene alas que la lleven más allá de Númenor, y no sospecha lo que eso costaría. Si luego de elegir tropezase con la muerte, moriría valientemente. Pero ¿qué hará con la vida y la voluntad de otros? Todavía nos falta descubrirlo, a los Valar, y a mi mismo».

Aldarion volvió a Rómenna el cuarto día después de regresar el Hirilondë a puerto. Estaba sucio por el polvo del camino y fatigado, y fue en seguida a bordo del Eämbar, donde pensaba instalarse. Pero esa vez, como lo comprobó con amargura, corrían muchos rumores por la ciudad. Al día siguiente reunió unos hombres en Rómenna y los condujo a Armenelos. Allí ordené a algunos que derribaran todos los árboles del jardín, excepto uno, y los llevaran a los astilleros; a otros, que echaran la casa abajo. Sólo conservo con vida el árbol blanco de los Elfos; y cuando los leñadores hubieron partido, lo miró allí en pie en medio de la desolación y vio por primera vez que era hermoso en sí mismo. En su lento crecimiento élfico no tenia aun sino doce pies de altura, y era recto, esbelto, juvenil, cargado ahora de flores invernales en las ramas erguidas que apuntaban al cielo. Le recordó a su hija, y dijo: —También a ti te llamaré Ancalimë. Que los dos se mantengan así altos, en larga vida, y sin que el viento o una voluntad ajena puedan torcerlos, y que nadie ni nada llegue a troncharlos!

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