Read Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media Online
Authors: J.R.R. Tolkien
Tags: #Fantasía
No algo muy distinto le ocurría con el Mar. Porque como se lo había dicho Núneth a Erendis mucho antes: —A los barcos, puede que los ame, hija mía, como obras de la mente y la mano del hombre; pero no creo que sean los vientos ni las vastas aguas lo que así le quema el corazón, ni siquiera la vista de tierras extranjeras, sino un calor que tiene en la mente o algún sueño que lo persigue. —Y puede que en eso no estuviera muy lejos de la verdad; pues Aldarion era hombre de gran previsión y pensaba en los días futuros en que el pueblo necesitaría más espacio y mayor riqueza; y lo supiera él claramente o no, soñaba con la gloria de Númenor y el poder de sus reyes, y buscaba los peldaños por los que podría ascender a un más amplio dominio. Así fue que al cabo de un tiempo abandonó otra vez la silvicultura para dedicarse a la construcción de barcos, y tuvo la idea de un poderoso navío-castillo, con altos mástiles y grandes velas como nubes, capaz de cargar hombres y provisiones como para una ciudad. Entonces en los astilleros de Rómenna se afanaron las sierras y los martillos, mientras que en medio de muchas naves más pequeñas las costillas de un enorme casco iban cobrando forma; y todos se asombraban y maravillaban. Turuphanto, la Ballena de Madera lo llamaron, pero no era ése su nombre.
Erendis supo estas cosas, aunque Aldarion no se las había contado, y se sintió inquieta. Por tanto, un día le dijo: —¿Qué es todo eso que se oye de barcos, Señor de los Puertos? ¿No tenemos suficientes? ¿A cuántos hermosos árboles se les ha quitado la vida este año? —Hablaba a la ligera y sonreía.
—El hombre en tierra en algo ha de ocuparse—respondió él—, aunque tenga una bella esposa. Los árboles crecen y los árboles caen. Planto más que los que son derribados. —También él hablaba en tono ligero, pero no la miraba a los ojos, y no volvieron a hablar de esas cosas.
Pero cuando Ancalimë tenía casi cuatro años, Aldarion le declaró por fin abiertamente a Erendis su deseo de volver a la mar. Ella se quedó sentada en silencio, pues él no había dicho nada que ella ya no supiera; y de nada servían las palabras. Aldarion se demoró hasta el cumpleaños de Ancalimë, y le prestó mucha atención ese día. La niña reía y estaba contenta, al contrario de lo que ocurría con otras gentes de la casa; y cuando la llevaron a la cama, le preguntó a su padre: —¿Dónde iremos este verano, tatanya? Me gustaría ver la casa blanca del país de las ovejas, del que mami me habla. —Aldarion no respondió; y al día siguiente abandonó la casa y se ausentó durante varios días. Cuando todo estuvo pronto, regresó y se despidió de Erendis. Y a pesar de ella, los ojos se le llenaron de lágrimas. El se apenó, pero también se sintió incómodo, pues estaba decidido, y se le había endurecido el corazón.— ¡Vamos, Erendis! —dijo—. Ocho años me he quedado. No podéis retener para siempre con dulces lazos al hijo del Rey, que lleva la sangre de Tuor y Eärendil. Y no voy al encuentro de la muerte. Pronto volveré.
—¿Pronto? —dijo ella—. Pero los años son implacables y no los traeré de vuelta con vos. Y los míos son menos que los vuestros. Mi juventud se va; y ¿dónde están mis hijos y dónde vuestro heredero?
Durante mucho tiempo y demasiado a menudo ha estado frío mi lecho últimamente.
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—A menudo y últimamente creí que así lo preferíais —dijo Aldarion—. Pero no nos enfademos aunque no seamos del mismo parecer. Miraos en el espejo, Erendis. Sois hermosa, y la sombra de la vejez ni siquiera os ha tocado. Tenéis tiempo de sobra para mi profunda necesidad. Dos años! ¡Dos años es todo lo que pido!
Pero Erendis respondió: —Decid más bien: «Dos años es lo que habré de tomarme, lo queráis o no». ¡Tomad los dos años, pues! Pero no más. El hijo de un Rey de la sangre de Eärendil ha de ser también un hombre de palabra.
A la mañana siguiente Aldarion se fue de prisa. Levantó a Ancalimë en brazos y la besó, pero aunque ella se le aferró al cuello, la dejó rápidamente y se alejó cabalgando a toda carrera. Poco después el gran barco abandonó Rómenna. Hirilondë lo llamó, el Descubridor de Puertos; pero abandonó Númenor sin la bendición de Tar-Meneldur; y Erendis no vino a poner la Rama verde del Retorno, ni tampoco la envió al puerto. La cara de Aldarion estaba sombría y preocupada mientras en proa miraba la gran rama de oiolairë puesta allí por la esposa del capitán; pero no miró atrás hasta que el Meneltarma se perdió en el crepúsculo.
Todo ese día se quedó Erendis en su cuarto a solas y entristecida; pero en lo profundo de su corazón sentía un dolor nuevo, de frío enojo, y su amor por Aldarion estaba gravemente herido. Odiaba al Mar; y ahora, ni siquiera quería mirar a los árboles, que antes había amado, pues le recordaban los mástiles de los grandes navíos. Por tanto, antes de no mucho, abandonó Armenelos y fue a Emerië, en medio de la Isla, donde siempre, lejos y cerca, el balido de las ovejas flotaba en el viento. —Me es más dulce a los oídos que el chillido de las gaviotas —dijo sentada a La puerta de la casa blanca, el regalo del Rey que se levantaba sobre una cuesta de cara al oeste, con extensos prados en derredor que se unían sin muros ni setos con los pastizales. Allí llevó a Ancalimë, y no tenían otra compañía que ellas mismas. Porque los sirvientes de la casa de Erendis eran todos mujeres; y ella quería inculcar en su hija la amargura que sentía por los hombres. Ancalimë en verdad rara vez veía a un hombre, pues Erendis no había constituido ninguna hacienda, y sus pocos granjeros y pastores vivían en una casa apartada. Otros hombres no iban allí, salvo rara vez algún mensajero del Rey; y éste no tardaba en marcharse a la carrera, pues los hombres creían sentir en esa casa un frío que los impulsaba a alejarse, y mientras se encontraban dentro, hablaban en susurros.
Una mañana, poco después de llegar Erendis a Emerië, despertó con el canto de unos pájaros, y allí, en el antepecho de la ventana, estaban los pájaros de los Elfos que durante mucho tiempo habían vivido en el jardín de Armenelos, pero que ella había dejado olvidados.
—Pobrecitos, tontos, ¡marchaos de aquí! —dijo—. Este no es sitio para una alegría como la vuestra.
Entonces los pájaros dejaron de cantar y se alejaron volando hacia los árboles; tres veces revolotearon sobre los tejados y luego partieron hacia el oeste. Esa noche se posaron en el antepecho de la ventana de la cámara del padre de Erendis, donde ella había dormido con Aldarion después de la fiesta celebrada en Andúnië; y allí los encontraron Núneth y Beregar en la mañana del día siguiente. Pero cuando Núneth les tendió la mano, levantaron vuelo y se fueron, y ella se quedó mirándolos hasta que se convirtieron en unos puntos a la luz del sol, precipitados hacia el mar, de regreso a la tierra de la que venían.
—El se ha ido otra vez, entonces, y la ha dejado—dijo Núneth.
—¿Por qué no ha enviado un mensaje? —preguntó Beregar—. ¿O por qué no ha venido a casa?
—Pues sí que ha enviado un mensaje —dijo Núneth—. Porque ha rechazado a los pájaros de los Elfos, lo que ha estado mal de parte de ella. No pronostica nada bueno. ¿Por qué, por qué, hija mía? Sin duda sabías lo que tenías que enfrentar. Pero déjala tranquila, Beregar, dondequiera que esté. Esta ya no es su casa, y aquí no encontrará cura. El volverá. Que entonces los Valar le den sabiduría… O al menos un poco de astucia!
Cuando llegó el segundo año de la partida de Aldarion, por deseo del Rey, Erendis ordenó que la casa de Armenelos fuera dispuesta y aprontada; pero ella no hizo ningún preparativo para volver. Al Rey le envió una respuesta diciendo: —Iré si me lo ordenáis, atar aranya. Pero ¿es mi deber ahora apresurarme? ¿No habrá tiempo bastante cuando la vela se divise en el Este? —Y a sí misma se dijo:— ¿Hará el Rey que espere en los muelles como la novia de un marinero? Ojalá lo fuera, pero ya no lo soy más. He desempeñado ese papel hasta el fin.
Pero transcurrió ese año y no se divisó vela alguna; y el año siguiente llegó y se desvaneció en el otoño. Entonces Erendis se volvió dura y silenciosa. Ordenó que cerraran la casa de Armenelos, y jamás se alejaba más que unas horas de la casa de Emerië. El amor que tenía lo daba todo a su hija, y se aferraba a ella, y no permitía que Ancalimë no estuviera a su lado, ni siquiera para visitar a Núneth y a la parentela de las Tierras del Oeste. Toda enseñanza la recibía Ancalimë de su madre; y aprendió a escribir, a leer y a hablar bien la lengua élfica con Erendis, según la manera en que la empleaban los hombres elevados de Númenor. Porque en las Tierras del Oeste, en casas como la de Beregar, se utilizaba una lengua común, y Erendis hablaba rara vez el Númenóreano, que era la lengua preferida de Aldarion. Mucho también aprendió Ancalimë de Númenor y de los días antiguos en los libros y pergaminos que ella podía entender; y oía también historias de otra especie, de la gente y del país, en boca de las mujeres de la casa, aunque de esto Erendis nada sabía; pero las mujeres evitaban hablar con la niña, pues le tenían miedo a Erendis; y en la casa blanca de Emerië, Ancalimë reía muy rara vez. Era una casa silenciosa y no había música en ella, como si allí hubiera muerto alguien poco tiempo atrás; porque era costumbre en Númenor en aquellos días, que los hombres tocaran los instrumentos, y la música que escuchaba Ancalimë en su infancia era lo que cantaban las mujeres mientras trabajaban al aire libre, lejos de los oídos de la Blanca Señora de Emerië. Pero ahora Ancalimë tenía siete años, y cada vez que se lo permitían, salía de la casa e iba a los amplios prados donde podía correr en libertad; y a veces iba en compañía de una pastora cuidando de las ovejas y comiendo bajo el cielo.
Un día del verano de ese año, un niño pequeño, aunque mayor que ella, fue a la casa con un recado de las granjas distantes; y Ancalimë se le acercó mientras él comía un pedazo de pan y bebía de una jarra de leche en el patio de atrás de la casa. El la miró sin interés y siguió bebiendo. Luego dejó la jarra a un lado.
—Sigue mirando si quieres, ojazos —dijo—. Eres una niña bonita, pero demasiado delgada. ¿Quieres comer? —Sacó una hogaza de la bolsa.
—¡Vete, Îbal! —gritó una vieja que salía por la puerta de la lechería—. ¡Y usa tus largas piernas o habrás olvidado el mensaje que te di para tu madre, aun antes de llegar a casa!
—¡No hace falta un perro guardián donde tú estás, madre Zamîn! —gritó el niño, y con un ladrido y un salto pasó por sobre el portalón y bajó corriendo la colina. Zamîn era una vieja campesina de lengua suelta y a quien nadie amilanaba fácilmente, ni siquiera la Señora Blanca.
—¿Qué era esa criatura ruidosa? —preguntó Ancalimë.
—Un niño —dijo Zamîn—, si sabes qué es eso. Aunque ¿cómo habrías de saberlo? Son criaturas que comen y rompen cosas. Ese está siempre comiendo… pero no en vano. Un magnífico muchachón encontrará el padre cuando regrese; aunque si tarda demasiado, apenas lo conocerá. Lo mismo podría decir de otros.
—¿Entonces el niño también tiene padre? —preguntó Ancalimë.
—Por cierto —dijo Zamîn—. Ulbar, uno de los pastores del gran señor del sur: el Señor de las Ovejas lo llamamos, un pariente del Rey.
—Entonces, ¿por qué el padre del niño no está en casa?
—¿Por qué, hérinkë? —dijo Zamîn—. Porque oyó hablar de esos Aventureros y se unió a ellos y se fue de viaje con tu padre, el señor Aldarion, aunque sólo los Valar saben adónde o por qué.
Esa noche Ancalimë preguntó de pronto a su madre: —¿Mi padre se llama también el señor Aldarion?
—Así se llamaba —respondió Erendis—. Pero ¿por qué lo preguntas? —Hablaba en un tono tranquilo y desinteresado, pero por dentro estaba asombrada y perturbada, porque nunca hasta entonces habían intercambiado una palabra sobre Aldarion.
Ancalimë no contestó la pregunta. —¿Y cuándo volverá? —dijo.
—¡No me lo preguntes! —dijo Erendis—. No lo sé. Nunca, quizá. Pero no te preocupes, porque tienes una madre, y ella no te abandonará mientras tú la ames.
Ancalimë no volvió a hablar de su padre.
Los días pasaron trayendo otro año, y luego otro; esa primavera Ancalimë cumplió nueve años. Los corderos nacieron y crecieron; llegó el tiempo de la esquila y pasó; un verano ardiente quemó la hierba. El otoño se deshizo en lluvia. Y entonces, empujado sobre las aguas grises por un viento nuboso, volvió Hirilondë trayendo a Aldarion a Rómenna; y se envió la noticia a Emerië, pero Erendis no hizo ningún comentario. No había nadie en los muelles que saludara a los recién llegados. Aldarion cabalgó en la lluvia a Armenelos, y encontró la casa cerrada. Se sintió consternado, pero no preguntó nada a nadie; primero buscaría al Rey, porque, según creía, tenía mucho que decirle.
No encontró su bienvenida más cálida de lo que esperaba; y Meneldur le habló como un Rey que cuestiona la conducta de un capitán. —Has estado fuera mucho tiempo —dijo fríamente—. Han pasado mas de tres años desde la fecha en que prometiste volver.
—¡Ay! —dijo Aldarion—. Aun yo me he cansado del mar, y por mucho tiempo mi corazón echó de menos el Oeste. Pero me he demorado en contra de mi propia voluntad. Hay mucho por hacer. Y todo sale mal en mi ausencia.
—No lo dudo —dijo Meneldur—. Comprobarás que lo mismo sucede en tu propio país, me temo.
—Eso espero enderezarlo —dijo Aldarion—. Pero el mundo está cambiando otra vez. Han transcurrido cerca de mil años desde que los Señores del Oeste lucharon contra Angband; y esos días están olvidados o envueltos en confusas leyendas entre los Hombres de la Tierra Media. La inquietud y el miedo acosan otra vez a esos hombres. Tengo que hablar contigo y darte cuenta de mis hechos y de lo que debería hacerse.
—Así lo será —dijo Meneldur—. En verdad, no espero menos. Pero hay otros asuntos que juzgo más importantes. «Que el Rey gobierne bien su propia casa antes de corregir a los demás», se dice. Eso es válido para todos los hombres. Te daré ahora un consejo, hijo de Meneldur. Tú también tienes una vida propia. Has descuidado siempre la mitad de ti mismo. A ti ahora te digo: ¡ve a tu casa!
Aldarion se quedó de súbito inmóvil y el rostro grave. —Si lo sabes, dímelo —dijo—: ¿Dónde está mi casa?
—Donde está tu esposa —dijo Meneldur—. No has cumplido la palabra que le diste, fuera por necesidad o no. Vive ahora en Emerië, en su propia casa, lejos del mar. Allí has de ir en seguida.
—Si me hubiera dejado algún mensaje diciéndome dónde encontrarla, habría ido directamente desde el puerto —dijo Aldarion—. Pero cuando menos, no tengo ahora que pedir noticias a los extraños. —Se volvió entonces para irse, pero en seguida dijo, deteniéndose un instante: —El Capitán Aldarion ha olvidado algo que pertenece a su otra mitad, y que en su indocilidad también considera urgente. Tiene una carta que ha de entregar al Rey en Armenelos. —Y dándosela a Meneldur, hizo una reverencia y abandonó la cámara; y a la hora montó a caballo y se puso en viaje aunque ya caía la noche. Con él no llevaba sino dos compañeros, hombres de su barco: Henderch, de las Tierras del Oeste, y Ulbar, nativo de Emerië.