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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media (18 page)

—¡Khîm, Khîm, Khîm! —gemía el viejo Enano mesándose la barba.

—No todas tus flechas volaron en vano —dijo Túrin a Andróg—. Pero es probable que de ésta te arrepientas. Se te van las flechas demasiado a la ligera; pero también es probable que no vivas lo suficiente como para corregirte. —Luego, entrando lentamente, Túrin se estuvo a espaldas de Mîm y le habló.— ¿Qué ocurre, Mîm? —dijo—. Conozco algunas artes curativas. ¿Puedo ayudarte?

Mîm volvió la cabeza y había una luz roja en sus ojos. —No, a no ser que puedas volver el tiempo atrás, y cortar luego las crueles manos de tus hombres —respondió—. Este es mi hijo atravesado por una flecha. Está ahora más allá de toda palabra. Murió al ponerse el sol. Tus ligaduras me impidieron curarlo.

Otra vez la piedad demasiado tiempo petrificada inundó el corazón de Túrin como agua brotada de una roca. —¡Ay! —dijo—. Haría volver atrás esa flecha si pudiera. Ahora Bar-en-Danwedh, Casa del Rescate, se llamará ésta en verdad. Porque vivamos en ella o no, me tendré por tu deudor; y si alguna vez llego a poseer alguna fortuna, te pagaré un rescate en oro macizo por tu hijo, en señal de dolor aunque eso no devolverá la alegría que ha perdido tu corazón.

Entonces Mîm se puso en pie y miró largo tiempo a Túrin. —Te escucho —dijo—. Hablas como los señores Enanos de antaño, y eso me maravilla. Mi corazón está ahora más sereno, aunque no complacido. Por tanto, pagaré mi propio rescate: puedes vivir aquí si quieres. Pero esto agregaré: el que disparó ese tiro ha de romper su arco y sus flechas y las ha de poner a los pies de mi hijo; y nunca más ha de cargar arco ni flechas. Si lo hace, morirá. De este modo lo maldigo.

Andróg tuvo miedo cuando oyó esa maldición; y aunque lo hizo de muy mala gana, quebró su arco y sus flechas y las puso a los pies del Enano muerto. Pero cuando salió de la cámara, miró con malignidad a Mîm y murmuro: —Dicen que la maldición de un Enano no ceja jamás; pero la de un Hombre también puede llegar a destino. ¡Que muera con la garganta atravesada por un dardo!
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Esa noche yacieron en la estancia, y tardaron en dormirse a causa de los lamentos de Mîm y de Ibun, el otro hijo de Mîm. Pero cuando despertaron, los enanos se habían ido, y una piedra cerraba la cámara. El día estaba nuevamente hermoso, y al sol de la mañana los proscritos se lavaron en el estanque y se prepararon los alimentos de que disponían; y mientras estaban comiendo Mîm se apareció delante de ellos.

Hizo una reverencia ante Túrin. —Se ha ido y todo está terminado —dijo—. Yace con sus padres. Volvemos ahora a la vida que nos queda, aunque los días que tengamos por delante sean breves. ¿Te complace la casa de Mîm? ¿Está pagado y aceptado el rescate?

—Lo está —dijo Túrin.

—Entonces todo te pertenece y puedes ordenar tu vivienda a tu antojo, salvo la cámara que está cerrada: nadie la abrirá salvo yo.

—Te escuchamos —dijo Túrin—. En cuanto a nuestra vida aquí, está segura, o así lo parece al menos; pero tenemos que conseguir alimentos y otras cosas. ¿Cómo saldremos? O, mejor aún, ¿cómo hemos de volver?

Esta inquietud hizo reír a Mîm.

—¿Temes haber seguido a una araña hasta el centro de la tela? —dijo—. ¡Mîm no devora Hombres! Y mal se las vería una araña con treinta avispas al mismo tiempo. Vosotros estáis armados, tenedlo en cuenta, y yo estoy aquí desnudo. No; tenemos mucho que compartir, vosotros y yo: casa, alimento y fuego, y quizá otras ganancias. La casa, creo, la guardaréis y la mantendréis en secreto por vuestro propio bien, aun cuando conozcáis el camino por el que se sale y se vuelve. Lo conoceréis cuando sea oportuno. Pero entretanto Mîm debe guiaros, o Ibun, su hijo.

Lo aceptó así Túrin y dio las gracias a Mîm, y la mayor parte de sus hombres estuvieron conformes; porque al sol de la mañana, todavía alto en el cielo, el sitio parecía hermoso para vivir en él. Sólo Andróg no estaba satisfecho.

—Cuanto más pronto seamos dueños de nuestras entradas y salidas, mejor que mejor —dijo—. Nunca habíamos puesto nuestra ventura en manos de un prisionero ofendido.

Ese día descansaron y limpiaron las armas y compusieron sus enseres; porque tenían alimentos que les durarían un día o dos todavía, y Mîm sumaba lo suyo a lo que poseían. Les prestó tres grandes ollas y también fuego; y trajo un saco. —Basura —dijo—. Indigna de robo. Sólo raíces silvestres.

Pero una vez cocinadas, esas raíces resultaron muy buenas, algo semejantes al pan; y los proscritos se alegraron, porque durante mucho tiempo carecieron de pan, salvo cuando podían robarlo. —Los Elfos Salvajes no las conocen; los Elfos Grises no las han encontrado; los orgullosos de allende el Mar son demasiado orgullosos para cavar —dijo Mîm.

—¿Cómo se llaman? —preguntó Túrin.

Mîm lo miró de soslayo. —No tienen nombre, salvo en la lengua de los Enanos, que mantenemos en secreto —dijo—. Y no enseñamos a los Hombres a encontrarlas, porque los Hombres son codiciosos y derrochadores y acabarían con todas las plantas; en cambio ahora pasan junto a ellas mientras andan a tropiezos por el descampado. No sabréis más por mí; pero podéis hacer uso de mi liberalidad en tanto habléis con dulzura y no espiéis ni robéis. —Entonces volvió a reír para sí. —Tienen un gran valor —dijo—. Más que el oro en el hambre del invierno, porque pueden atesorarse como las nueces de una ardilla y ya empezábamos su almacenaje con las primeras maduras. Pero sois tontos si creéis que no habría estado dispuesto a perder una pequeña cantidad ni siquiera por salvar la vida.

—Te escucho —dijo Ulrad, que había examinado el saco cuando capturaran a Mîm—. No obstante, no quisiste separarte de él, y tus palabras me intrigan más todavía.

Mîm se volvió y lo miró sombrío. —Tú eres uno de los tontos que la primavera no lloraría si murieras en invierno —dijo—. Había dado mi palabra, y por tanto habría vuelto, lo quisiera o no, con saco o sin él. ¡Que un hombre sin ley ni fe piense lo que quiera! Pero no me agrada que unos malvados me quiten por la fuerza lo que es mío, aunque sólo fuera una tirilla de calzado. ¿No recuerdo acaso que tus manos estaban entre las de los que me amarraron y me impidieron volver a hablar con mi hijo? Cuando saque el pan de la tierra de mi almacén, a ti no te daré nada, y si lo comes, será por la generosidad de tus compañeros, no la mía.

Entonces Mîm se apartó; pero Ulrad, que se había amilanado ante su ira, habló a sus espaldas: —¡Altivas palabras! Pero el viejo bribón tenía otras cosas en el saco, de forma parecida, sólo que más duras y pesadas. Quizá haya otras cosas en el descampado además del pan de la tierra que los Elfos no han encontrado y los Hombres no conocen.
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—Quizá sea así —dijo Túrin—. No obstante, el Enano dijo la verdad sobre un punto al menos: cuando te llamó tonto. ¿Por qué has de dar voz a tus pensamientos? El silencio, si las buenas palabras se te atragantan, serviría mejor a nuestros fines.

Ese día transcurrió en paz, y ninguno de los proscritos tuvo deseos de salir. Túrin se paseó largo tiempo por el verde césped de la terraza de un extremo al otro; y miró hacia el este y el oeste y el norte, y se asombró al ver cuán distante se extendía la vista en el aire claro. Miró hacia el norte y divisó el Bosque de Brethil, que verdeaba en las laderas de Amon Obel, y hacia allí volvía la mirada una y otra vez, no sabía por qué; porque el corazón hacía que mirara hacia el noroeste, donde al cabo de una legua tras otra, sobre los bordes del cielo, le parecía poder divisar las Montañas de la Sombra, los muros de su hogar. Pero al caer la tarde Túrin miró en el oeste el cielo del crepúsculo, mientras el sol rojo atravesaba las nieblas por encima de las costas distantes, y el Valle del Narog yacía profundo en las sombras.

Así empezó la estadía de Túrin, hijo de Húrin, en los recintos de Mîm, en Bar-en-Danwedh, la Casa del Rescate.

Para la historia de Túrin, desde su llegada a Bar-en-Danwedh hasta la caída de Nargothrond, véase
El Silmarillion
, y más adelante el Apéndice de «Narn i hîn Húrin».

7
La vuelta de Túrin a Dor-lómin

P
or fin, fatigado por la prisa y el largo camino (porque durante más de cuarenta leguas había viajado sin descanso), Túrin llegó junto con los primeros hielos del invierno a los estanques de Ivrin, donde antes había conseguido curarse. Pero no eran ahora más que lodo congelado, y ya no le fue posible beber allí.

Llegó luego a los pasos por los que se accedía a Dor-Lómin;
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y la nieve venía amarga desde el Norte, y los caminos eran fríos y peligrosos. Aunque habían transcurrido veintitrés años desde que había pisado esa senda, la tenía grabada en el corazón, tanto había sido el dolor de cada paso que lo separaba de Morwen. Así, por fin, volvió a la tierra de su infancia. Estaba lóbrega y vacía; y la gente era allí escasa e intratable, y hablaba el lenguaje áspero de los Hombres del Este, y la vieja lengua se había convertido en la lengua de los siervos o de los enemigos.

Por tanto Túrin avanzó cauteloso, embozado y en silencio, y llegó por fin a la casa que buscaba. Se alzaba vacía y oscura, y nada viviente había cerca; porque Morwen había partido, y Brodda, el Intruso (el que había desposado por la fuerza a Aerin, pariente de Húrin), había saqueado la casa y se había llevado bienes y sirvientes. La casa de Brodda era la que quedaba más cerca de la vieja casa de Húrin, y hacia allí se encaminó Túrin, agotado por el viaje y la pena, para pedir albergue; y le fue concedido, porque Aerin todavía conservaba allí algunas de las bondadosas prácticas de antaño. Se le dio un asiento junto al fuego entre los sirvientes y unos pocos vagabundos casi tan tristes y cansados como él; y pidió noticias de la tierra.

Entonces los allí reunidos guardaron silencio, y algunos se alejaron y miraron con desconfianza al forastero. Pero un viejo vagabundo con una muleta, dijo: —Si por fuerza tienes que hablar en la vieja lengua, hazlo más despacio y no pidas noticias. ¿Quieres que te azoten por bribón o te cuelguen por espía? Porque bien puede que seas alguna de las dos cosas por tu aspecto. Lo que quiere decir —y acercándose le habló al oído a Túrin— una de las buenas gentes de antaño que vino con Hador en los días dorados, antes que las cabezas tuvieran pelo de lobo. Algunos aquí son de esa especie, aunque convertidos en esclavos y mendigos, y si no fuera por la Señora Aerin no estarían junto a este fuego ni recibirían este caldo. ¿De dónde eres y que nuevas traes?

—Hubo una Señora llamada Morwen —contestó Túrin—, y hace mucho tiempo viví en su casa. Allí fui, después de haber viajado muy lejos, en busca de bienvenida, pero no hubo gente ni fuego que me recibieran.

—Ni los ha habido durante todo este largo año y todavía más —respondió el viejo—. Aunque ya desde la guerra mortal no abundaron en esa casa la gente y el fuego. Porque ella era de la gente de antaño; como sin duda sabes, la viuda de nuestro señor, Húrin, hijo de Galdor. No obstante, no se atrevieron a tocarla, porque le tenían miedo; orgullosa y bella como una reina antes que el dolor la marcara. Bruja la llamaban, y la evitaban. Bruja: no significa sino «amiga de los Elfos» en la nueva lengua. Sin embargo, la despojaron de todo. A menudo ella y su hija habrían pasado hambre si no hubiera sido por la Señora Aerin. Las ayudaba en secreto, se dice, y por eso el palurdo Brodda, su marido por necesidad, la golpeaba a menudo.

—¿Y todo este largo año y más? —preguntó Túrin—. ¿Están muertas o han sido convertidas en esclavas? ¿O han sido atacadas por los Orcos?

—No se sabe de cierto —dijo el viejo—. Pero se ha ido con su hija; y este tal Brodda ha saqueado la casa y se ha apoderado del resto de los bienes. Ni un perro queda siquiera, y los hombres que quedaban fueron convertidos en esclavos; salvo algunos que se han vuelto mendigos, como yo. Yo, Sador el Cojo, la serví muchos años, y al gran Amo antes: un hacha maldita intervino en los bosques hace ya mucho tiempo; de no haber sido así yacería ahora en el Gran Túmulo. Bien recuerdo el día en que el hijo de Húrin fue enviado lejos, y cómo lloraba; y ella, después que el niño se hubo marchado. Fue al Reino Escondido, según dijeron.

De pronto el viejo calló y miró a Túrin con aire dubitativo.

—Soy viejo y un charlatán —dijo—. ¡No me hagas caso! Pero es agradable hablar la vieja lengua con alguien que la habla tan bien como en tiempos pasados; son duros estos días y es necesario tener cautela. No todos los que hablan la noble lengua tienen noble el corazón.

—En verdad —dijo Túrin—. Mi corazón está lóbrego. Pero si temes que sea un espía del Norte o del Este, tienes ahora menos sabiduría que la que tuviste hace mucho, ¡Sador Labadal!

El viejo lo miró boquiabierto; luego, temblando, habló: —¡Ven afuera! Hace más frío, pero hay menos peligro. Tú hablas muy alto y yo demasiado para estar en casa de un Hombre del Este.

Cuando los dos hubieron salido al patio, aferró la capa de Túrin. —Hace mucho viviste en esa casa, dices. Señor Túrin, hijo de Húrin, ¿por qué has regresado? Mis ojos se han abierto, y mis oídos, por fin; tienes la voz de tu padre. Pero sólo el joven Túrin me dio siempre ese nombre: Labadal. No lo hacía con malicia: éramos amigos felices en esos días. ¿Qué busca él aquí ahora? Pocos somos los que quedamos; y somos viejos e inermes. Más felices son los que yacen en el Gran Túmulo.

—No he venido aquí con pensamientos de batalla —dijo Túrin—, aunque tus palabras los hayan despertado ahora, Labadal. Pero es necesario esperar. Vine en busca de la Señora Morwen y de Niënor. ¿Qué puedes decirme, y deprisa?

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