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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media (17 page)

Una noche, mientras acechaban en medio de la oscuridad sin fuego, Túrin pensó en la vida que había tenido hasta entonces, y le pareció que podía mejorarse. «He de encontrar algún refugio seguro —pensó— y reunir provisiones contra el invierno y el hambre». Y al día siguiente condujo lejos a sus hombres, más lejos de lo que habían estado nunca del Teiglin y de las fronteras de Doriath. Al cabo de tres días de viaje, se detuvieron en la linde occidental de los bosques del Valle del Sirion. Allí la tierra se hacía más seca y más desnuda a medida que empezaba a ascender hacia los páramos.

Poco después, un día de lluvia en que la luz grisácea menguaba, Túrin y sus hombres hallaron refugio en un matorral de acebos; y en derredor se extendía un espacio vacío de árboles, en el que había muchas grandes piedras erguidas unas contra otras o derribadas. Todo estaba en silencio, excepto por las gotas que caían de las hojas. De pronto un hombre que estaba de guardia dio la alarma, y saliendo del refugio vieron a tres figuras embozadas, vestidas de gris, que andaban furtivas entre las piedras. Cada uno cargaba un gran saco, pero, a pesar de ello, iban deprisa.

Túrin les dio la voz de alto, y los hombres corrieron detrás como perros; pero los encapuchados continuaron su camino, y aunque Andróg les disparaba flechas, dos de ellos se desvanecieron en el crepúsculo. Uno quedó atrás, pues era más lento o cargaba un peso mayor; y pronto fue alcanzado y derribado y sujetado por muchas manos, aunque se debatía y mordía como una bestia. Pero llegó Túrin y reprendió a sus hombres. —¿Qué tenéis ahí? ¿Qué necesidad hay de ser tan feroces? Es viejo y pequeño. ¿Qué mal hay en él?

—Muerde —dijo Andróg mostrándole una mano que sangraba—. Es un Orco o de la especie de los Orcos. ¿Lo matamos?

—No se merece menos por engañar nuestras esperanzas —dijo otro, que se había apoderado del saco—. No hay aquí nada más que raíces y piedrecitas.

—No —replicó Túrin—, tiene barba. Es sólo un Enano, me parece. Dejadlo que se ponga en pie y que hable.

Así fue que Mîm entró en la Historia de los Hijos de Húrin. Porque se irguió con dificultad sobre sus rodillas a los pies de Túrin y suplicó que le perdonaran la vida. —Soy viejo —dijo— y pobre. Sólo un enano como decís, y no un Orco. Mîm es mi nombre. No dejéis que me maten, señor, sin causa alguna, como lo harían los Orcos.

Entonces Túrin se apiadó de él en su corazón, pero dijo: —Pareces pobre, Mîm, en efecto, aunque esto es extraño en un Enano; pero nosotros lo somos más todavía, me parece: Hombres sin casa ni amigos. Si dijera que no te perdonamos por piedad solamente, pues muy grande es la necesidad que padecemos, ¿qué rescate ofrecerías?

—No sé qué deseáis, señor —dijo Mîm precavido.

—En este momento, bastante poco —dijo Túrin mirando amargamente alrededor con los ojos nublados de lluvia—. Un sitio seguro donde dormir al abrigo de los húmedos bosques. Sin duda cuentas con eso para ti.

—Así es —dijo Mîm—; pero no puedo darlo en rescate. Soy demasiado viejo para vivir bajo el cielo.

—No es necesario que envejezcas más —dijo Andróg, avanzando con un cuchillo en la mano que no tenía herida—. Yo puedo prevenirlo.

—Señor —gritó Mîm muy asustado—. Si yo pierdo la vida, vosotros perderéis la vivienda; porque no la encontraréis sin Mîm. No puedo dárosla, pero la compartiré. Hay más espacio en ella que el que hubo otrora: tantos son los que se han ido para siempre —y se echó a llorar.

—Se te perdona la vida, Mîm —dijo Túrin.

—Hasta que lleguemos a su guarida al menos —dijo Andróg.

Pero Túrin se volvió hacia él y dijo: —Si Mîm nos lleva a su morada sin engaño y la morada es buena, habrá pagado rescate por su vida, y ningún hombre de los que me siguen lo matará, lo juro.

Entonces Mîm enlazó con sus brazos las rodillas de Túrin diciendo: —Mîm será vuestro amigo, señor. Al principio creí que erais un Elfo por vuestra lengua y vuestra voz; pero si sois un Hombre, mejor. A Mîm no le gustan los Elfos.

—¿Dónde se encuentra esa casa tuya? —preguntó Andróg—. Tendrá que ser buena, en verdad, si Andróg ha de compartirla con un Enano. Porque a Andróg no le gustan los Enanos. No hay mucho de bueno en las historias de esa raza que vino del Este.

—Juzga mi casa cuando la veas —dijo Mîm—. Pero necesitaréis luz para el camino, Hombres vacilantes. Volveré pronto y os guiaré.

—¡No, no! —dijo Andróg—. No permitirás esto ¿no es cierto, capitán? Nunca volverías a ver al viejo bribón.

—Está oscureciendo —dijo Túrin—. Que nos deje alguna prenda. ¿Te guardaremos el saco con su contenido, Mîm?

Pero entonces el Enano cayó de rodillas, otra vez muy perturbado. —Si Mîm no tuviera intención de volver, no volvería por un viejo saco de raíces —dijo—. Volveré. ¡Dejadme partir!

—No lo haré —dijo Túrin—. Si no quieres separarte de tu saco, has de permanecer con él. Una noche pasada bajo las hojas quizá haga que te apiades de nosotros. —Pero observó, y también los demás, que Mîm daba más importancia a su cargamento que lo que éste parecía valer a simple vista.

Condujeron al viejo Enano al miserable campamento, y mientras él andaba, murmuraba en una lengua extraña que un antiguo odio volvía áspera; pero cuando le amarraron las piernas, se calló de repente. Y los que estaban de guardia lo vieron sentado toda la noche, silencioso e inmóvil como una piedra, salvo sus ojos insomnes que resplandecían mientras escrutaban la oscuridad.

Antes de la mañana amainó la lluvia, y un viento agitó los árboles. El alba llegó más brillante que en los últimos días, y los aires ligeros del Sur despejaron el cielo, pálido y claro en torno al sol naciente. Mîm seguía sentado sin moverse y parecía como muerto; porque ahora tenía cerrados los pesados párpados, y la luz de la mañana lo mostraba marchito y arrugado de vejez. Túrin se levantó y lo miró. —Hay luz bastante ahora —dijo.

Entonces Mîm abrió los ojos y señaló sus ligaduras; y cuando lo hubieran desatado, habló con fiereza: —¡Enteraos de esto, necios! —dijo—. ¡No amarréis jamás a un Enano! No podrá perdonarlo. No deseo morir, pero el corazón me arde por lo que habéis hecho. Me arrepiento de lo que os he prometido.

—Pero yo no —dijo Túrin—. Me conducirás a tu casa. Hasta entonces, no hablaremos de muerte. Ésa es mi voluntad. —Miró fijamente los ojos del Enano, y Mîm no pudo soportarlo; pocos eran en verdad los que podían desafiar la mirada de Túrin cuando había en ella decisión o cólera. No tardó en volver la cabeza y se puso en pie.— ¡Seguidme, señor! —dijo.

—Bien —dijo Túrin—. Pero ahora añadiré esto: comprendo tu orgullo. Puede que mueras, pero no volveré a amarrarte.

Entonces Mîm los llevó de nuevo al lugar donde lo habían capturado y señaló hacia el oeste. —¡Allí está mi casa! —dijo—. La habréis visto a menudo, supongo, porque es elevada. Sharbhund la llamábamos antes que los Elfos cambiaran todos los nombres. —Entonces vieron que estaba señalando Amon Rûdh, la Colina Calva, cuya cabeza monda dominaba muchas leguas de descampado.

—La hemos visto, pero nunca de cerca —dijo Andróg—. Porque ¿qué guarida segura puede haber allí, o agua o cualquier otra cosa que necesitemos? Adiviné que habría alguna trampa. ¿Acaso los hombres se esconden en la cima de las montañas?

—Una vista amplia puede resultar más segura que acechar en las sombras —dijo Túrin—. Amon Rûdh domina grandes distancias. Bien, Mîm, iré a ver qué puedes ofrecer. ¿Cuánto nos llevará a nosotros, Hombres vacilantes, llegar allí?

—Todo este día hasta que anochezca —respondió Mîm.

La compañía se puso en camino hacia el oeste, y Túrin iba a la cabeza con Mîm a su lado. Caminaban cautelosos cuando abandonaron el bosque, pero toda la tierra estaba desierta y en silencio. Pasaron por sobre las rocas tumbadas y comenzaron a escalar; porque Amon Rûdh estaba en el extremo oeste de los altos páramos, entre los valles del Sirion y el Narog, y la cima se levantaba sobre el baldío pedregoso a más de mil pies de altura. Sobre la ladera oriental un terreno quebrantado ascendía lentamente entre abedules y serbales y viejos árboles de espinos arraigados en la roca. En lo más bajo de las cuestas de Amon Rûdh, crecían malezas de
aeglos
; pero la escarpada cabeza gris estaba desnuda, salvo por el
seregon
rojo que cubría la piedra.
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Cuando caía la tarde, los proscritos se acercaron al pie de la montaña. Llegaban ahora desde el norte porque por ese camino los había conducido Mîm, y la luz del sol poniente daba sobre la cima de Amon Rûdh y el
seregon
estaba plenamente florecido.

—¡Mirad! Hay sangre en la cima de la montaña —dijo Andróg.

—Aún no —dijo Túrin.

El sol se ponía y la luz declinaba en las hondonadas. La montaña se levantaba ahora por delante y por encima de ellos, y se preguntaban qué necesidad había de guía para llegar a una meta tan evidente. Pero mientras Mîm los conducía y empezaron a ascender las últimas cuestas empinadas, advirtieron que Mîm seguía algún sendero por signos secretos o por una muy vieja costumbre. El sendero serpenteaba de continuo, y si miraban de costado veían unos valles oscuros, que se abrían a un lado y a otro, o que la tierra descendía a baldíos de piedra gris con aberturas o pendientes ocultas por arbustos y espinos. Allí, sin guía, habrían tenido que esforzarse y trepar durante muchos días para encontrar un camino.

Al fin llegaron a un terreno más empinado, pero menos irregular. Pasaron bajo la sombra de unos viejos serbales a avenidas de altos
aeglos
: y la penumbra exhalaba un dulce aroma.
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Entonces, de repente, encontraron ante ellos un muro de piedra, liso y escarpado, que se alzaba como una torre en el crepúsculo.

—¿Es ésta la puerta de tu casa? —preguntó Túrin—. A los Enanos les encanta la piedra, según dicen. —Se acercó a Mîm por temor de que éste les hiciese, a último momento, alguna jugarreta.

—No la puerta de la casa, sino el portón del patio —dijo Mîm. Entonces se volvió a la derecha a lo largo del pie del acantilado, y al cabo de veinte pasos se detuvo de súbito; y Túrin vio que por obra de manos o del tiempo había una falla en la piedra, donde las dos caras del muro se superponían, y entre ellas, a la izquierda, había una abertura. Unas plantas colgantes arraigadas en grietas que había en lo alto disimulaban la entrada, y dentro había un empinado sendero de piedra que ascendía en la oscuridad. De él brotaba agua, y todo estaba muy húmedo. Uno por uno fueron entrando en fila. En la cima el sendero doblaba a la derecha, y otra vez al sur, y a través de una maleza de espinos llegaba a una planicie verde, y desaparecía luego en las sombras. Habían llegado a la casa de Mîm, Bar-en-Nibin-noeg,
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que sólo se recuerda en las antiguas historias de Doriath y Nargothrond, y que ningún Hombre había visto. Pero caía la noche, y el este estaba iluminado de estrellas, y no podían ver todavía la forma de ese extraño lugar.

Amon Rûdh tenía una corona: una gran masa rocallosa, parecida a una escarpada gorra de piedra, con una cima chata y desnuda. Sobre el lado norte había una terraza nivelada y casi cuadrada, que no podía verse desde abajo; porque detrás de ella se levantaba la corona de la montaña como un muro, y las vertientes este y oeste eran unos riscos escarpados. Sólo desde el norte, por donde ellos habían venido, aquellos que conocieran el camino
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podían llegar allí. Desde la hendidura salía una senda hacia un bosquecillo de abedules enanos, que crecían en torno a un límpido estanque en una cuenca abierta en la roca. A este estanque lo alimentaba una fuente, que manaba al pie del muro que tenía por detrás, y por un arroyuelo se vertía como una hebra blanca sobre el borde occidental de la terraza. Detrás de la pantalla de árboles, entre dos altas estribaciones de roca, había una cueva. No parecía más que una gruta poco profunda, con un arco bajo y quebrado; pero había sido excavada y horadada profundamente en la montaña por las manos lentas de los Enanos Pequeños, en el curso de los largos años que allí habían vivido, sin que los Elfos Grises de los bosques vinieran a perturbarlos.

A través de la profunda penumbra Mîm los condujo más allá del estanque, donde ahora se espejaban las pálidas estrellas entre las sombras de los abedules. A la entrada de la cueva, se volvió e hizo una reverencia a Túrin. —Entrad —dijo— a Bar-en-Danwedh, la Casa del Rescate; porque ése será su nombre.

—Puede que así sea —dijo Túrin—. Miraré primero. —Entonces entró con Mîm, y los otros, al ver que no mostraba ningún temor, lo siguieron, aun Andróg, el que más desconfiaba del Enano. Pronto se encontraron en una negra oscuridad; pero Mîm batió palmas y una lucecita apareció de súbito en un rincón; y desde un pasaje en el fondo de la gruta exterior, avanzó otro Enano que llevaba una pequeña antorcha.

—¡Ja! ¡Erré tal como lo temía! —dijo Andróg. Pero Mîm habló con el otro deprisa en su propia áspera lengua, y perturbado o enfadado por lo que estaba oyendo, se precipitó en el pasaje y desapareció. Entonces Andróg quiso tomar la delantera—. ¡Ataquemos primero! —dijo—. Puede haber todo un enjambre, pero son pequeños.

—Tres solamente, me parece —dijo Túrin; y emprendió la marcha, mientras detrás de él los proscritos avanzaban vacilando, palpando las rugosas paredes.

Muchas veces el pasaje doblaba abruptamente a un lado y a otro; pero por fin, una luz tenue brilló delante, y llegaron a una estancia pequeña pero alta iluminada pálidamente por unas lámparas que colgaban de delgadas cadenas desde el techo en sombras. Mîm no se encontraba allí, pero era posible oír su voz, y guiado por ella, Túrin llegó a la puerta de una habitación que se abría al fondo de la estancia. Miró dentro y vio a Mîm arrodillado en el suelo. Junto a él estaba en silencio el Enano con la antorcha; pero sobre un lecho de piedra junto a la pared más lejana, yacía otro.

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