Read Crítica de la Religión y del Estado Online
Authors: Jean Meslier
[T. I (pp. 83-89) O. C. De la segunda prueba.]
Pero es fácil refutar todos estos vanos razonamientos y hacer ver claramente la vanidad de todos estos supuestos motivos de credibilidad, y de todos estos supuestos milagros tan grandes y prodigiosos que nuestros cristícolas llaman testimonios claros y seguros de la verdad de su religión. Pues, primero, es un error evidente pretender que argumentos y pruebas que pueden igual y tan fácilmente servir para establecer o confirmar la mentira y la impostura, como para establecer o confirmar la verdad, puedan ser testimonios seguros de la verdad. Luego, los argumentos y pruebas que nuestros cristícolas extraen de sus pretendidos motivos de credibilidad, pueden igual y tan fácilmente servir para establecer y confirmar la mentira y la impostura, como para establecer y confirmar la verdad. Prueba de lo cual es que efectivamente no hay religiones, por falsas que sean, que no pretendan apoyarse sobre semejantes motivos de credibilidad, ni hay ninguna que no pretenda tener una doctrina sana y verdadera, no hay ninguna que al menos no pretenda a su manera condenar todos los vicios y recomendar la práctica de todas las virtudes, no hay ninguna que no haya tenido doctos y celosos defensores, que han sufrido rudas persecuciones e incluso la muerte, para el mantenimiento y la defensa de sus religiones. Y finalmente no hay ninguna que no pretenda tener milagros y prodigios que han sido hechos en su favor. Los mahometanos, por ejemplo, los alegan a favor de su falsa religión, así como los cristianos a favor de la suya; los indios los alegan a favor de la suya y todos los paganos alegan también una infinidad a favor de sus falsas religiones, testigo todas estas pretendidas metamorfosis maravillosas y milagrosas de las que habla Ovidio, metamorfosis que son como tantos milagros grandes y prodigiosos que se habrían hecho a favor de las religiones paganas. Si nuestros cristícolas se amparan de los oráculos y de las profecías que pretenden haberse realizado a su favor, a favor de su religión, ocurre lo mismo en las religiones paganas y así la ventaja que se podría esperar poder extraer de estos pretendidos motivos de credibilidad se encuentra casi de igual modo en toda clase de religiones; esto es lo que ha dado lugar al juicioso señor de Montaigne a decir que «todas las apariencias son comunes a todas las religiones, esperanza, confianza, acontecimientos, ceremonias, penitencias, mártires..., etc.»
(Essais).
«Dios —dice— recibe y toma en su origen el honor y la reverencia que los hombres le rinden, bajo cualquier rostro, bajo cualquier nombre, de la manera que sea. Este celo — dice— ha sido universalmente visto desde el cielo con buen ojo. Todas las políticas —agrega— han sacado fruto de sus devociones, los hombres, las acciones impías, han tenido por doquier sucesos convenientes. Las historias paganas reconocen —dice— la dignidad, orden, justicia de los prodigios y de los oráculos empleados para su provecho e instrucción, en sus religiones fabulosas
(Essais).
Augusto — dice—, como ya he observado, tuvo más templos que Júpiter y fue servido con igual religión y creencia de milagros»
(Id.).
En Delfos, ciudad de Beocia, antaño había un templo muy célebre dedicado a Apolo, donde éste profería sus oráculos y por esto era frecuentado por todas las partes del mundo, enriquecido y ornado con infinitas plegarias y ofrendas de un gran valor
(Dic. Hist.).
Paralelamente, en Epidauro, ciudad del Peloponeso, en Dalmacia, había antaño un templo muy célebre dedicado a Esculapio, dios de la medicina, donde éste profería sus oráculos y donde los romanos acudieron a él cuando se hallaron afligidos por la peste, haciendo transportar a este dios en forma de dragón a su ciudad de Roma y en su templo de Epidauro se veían infinidad de cuadros en los que se representaban los curas y las curaciones milagrosas que se decía que había hecho...
(Dict. Hist.).
Y varios otros ejemplos parecidos, que sería demasiado largo referir aquí. Siendo así, como lo demuestran todas las historias y la práctica de todas las religiones se deduce que todos estos supuestos motivos de credibilidad, de los que nuestros cristícolas tanto quieren valerse, generalmente se encuentran en todas las religiones, y, por consiguiente, no pueden servir de pruebas, ni de testimonios seguros de la verdad de su religión, como tampoco de la verdad de ninguna otra. La consecuencia de ello es clara y evidente.
[T. I (pp. 89-93) O. C. De la segunda prueba.]
Destaco particularmente tres. El primero es que ésta hace consistir la perfección de la virtud y el mayor bien o ventaja del hombre en el amor y en la búsqueda de dolores y sufrimientos. [...] El segundo error de su moral consiste en que ésta condena como vicios y como crímenes dignos de punición eterna, no sólo las obras, sino también los pensamientos, los deseos y los afectos de la carne, que son lo más natural, lo más conveniente y lo más necesario para la conservación y la multiplicación del género humano, pues ésta los condena absolutamente y los considera como vicios y como crímenes Signos de castigos eternos en todos aquellos y aquellas que no están unidos legítimamente por los lazos del matrimonio según sus leyes y sus prescripciones. Lo que ésta entiende no sólo por la unión carnal y efectiva del macho y de la hembra, sino también por todas las acciones y contactos lascivos incluso por todos los deseos, por todos los afectos, por todas las miradas que tiendan voluntaria-mente a este fin, pensamientos, deseos o afectos, todos los cuales considera, digo, como crímenes dignos e punición eterna, siguiendo esta máxima de su Dios Cristo que ha dicho que cualquiera que mire una mujer con la intención o el deseo de gozar de la ya ha cometido el adulterio en su corazón, y ya i culpable de este crimen
(«jam moechatus est eam corde suo»)
(Mat., 528). De manera que siguiendo esta máxima, la religión cristiana, que se cree la más pura y la más santa, considera pecados mortales dignos de castigos eternos del infierno, no sólo como acabo de decir, todas las acciones y todos los contactos lascivos, sino también todos los deseos, todos los pensamientos, todas las miradas y todas las palabras que tiendan voluntariamente a este fin, en aquellos, como he dicho, y en aquellas que no estén unidos legítimamente según sus leyes y sus prescripciones. El tercer error de su moral consiste en que ésta aprueba y recomienda la práctica y la observancia de ciertas máximas y casi de ciertos preceptos, que tienden manifiestamente al derrocamiento de la justicia y de la equidad natural, y que tienden manifiestamente también a favorecer a los malos y a hacer oprimir a los buenos y a los débiles. [.:.]
Es un error decir que la perfección de la virtud consistiría en el amor y en la búsqueda de dolores y sufrimientos; pues es como si se dijera que la mayor perfección de la virtud consistiría en amar ser miserable y desdichado, es como si se dijera que la mayor perfección de la virtud consistiría en amar y en buscar lo que fuera más contrario a la naturaleza y lo que incluso tendiera a su destrucción; pues no puede negarse que los dolores y los sufrimientos, que el hambre y la sed, que las injurias y las persecuciones no sean contrarias a la naturaleza y que todas estas cosas no tiendan además a su destrucción.
Así, es manifiestamente un error y es además una locura decir que la perfección de la virtud consistiría en amar y en buscar lo que sería contrario a la naturaleza y lo que incluso tendiera a su destrucción. Y también es manifiestamente un error y una locura decir que el mayor bien, y la mayor dicha del hombre consistiría en llorar y gemir, en ser pobre y desdichado, en tener hambre y en tener sed..., etc. Y por consiguiente es un error decir que la perfección de la virtud y que el mayor bien del hombre consistiría en el amor y en la búsqueda de sufrimientos. [...]
Paralelamente es un error de la moral cristiana condenar, como ella hace, todos los placeres naturales del cuerpo y no sólo, como he dicho, las acciones y las obras naturales de la carne, sino también todos los deseos y todos los pensamientos Voluntarios de gozar de él, si no es, como dicen, en un matrimonio legítimo hecho según sus leyes y sus prescripciones. Es, digo, un error en esta moral mirar todas estas cosas como acciones y como pensamientos criminales y dignos de punición eterna. Pues como no hay nada más natural y más legítimo que esta inclinación que lleva naturalmente a todos los hombres a esta propensión, de alguna forma supone condenar la naturaleza misma y a su autor (si ésta tuviera otro que ella misma), el condenar como viciosa y como criminal en los hombres y en las mujeres una inclinación que les es tan natural y que además les viene del fondo más íntimo de su naturaleza. ¡Cómo, Dios! ¿Cómo un Dios infinitamente bueno querría, por ejemplo, hacer arder eternamente en las llamas del infierno a unos jóvenes solamente por haber pasado unos momentos de placer juntos, por haber seguido esta dulce propensión de la naturaleza y por haberse abandonado a una propensión que Dios mismo les habría impreso tan fuertemente en su naturaleza o incluso solamente por haber consentido o haberse complacido en pensamientos, en deseos o en movimientos carnales que Dios mismo habría formado y excitado en ellos? Esto es enteramente ridículo y absurdo y es indigno tener solamente tales pensamientos de un Dios y de un Ser que fuera infinitamente bueno e infinitamente perfecto; el solo pensamiento de una crueldad tal produce horror
(meminisse horret animus).
Y así es manifiestamente un error en la moral cristiana condenar, como ella hace, en los hombres, pensamientos, deseos e inclinaciones que les son tan naturales, que son tan legítimos y tan necesarios para la; conservación y la multiplicación del género humano y es un error considerarlos como inclinaciones viciosas y como vicios dignos de punición y reprobación eterna.
Sin embargo, no digo esto para aprobar, ni para favorecer de ninguna manera el libertinaje de aquellos o aquellas que se abandonen indiscretamente o excesivamente a esta inclinación animal y condeno sus excesos y sus desenfrenos, al igual que toda otra clase de excesos y de desenfrenos y no pretendo excusar ni a aquellos ni aquellas que se exponen indiscretamente a perder su honra o a incurrir en algunas otras desgracias enojosas para tener tal placer, ni tampoco excusar a aquellos y aquellas que por una conducta sospechosa dieran lugar o motivo a hablar mal o a pensar mal de ellos, por cuanto a este respecto, así como en muchas otras cosas, hay que conformarse a las leyes, a las costumbres y usos del país en que se vive; entre nosotros el matrimonio entre parientes y parientas próximos está absolutamente prohibido, sería un crimen doble unirse carnalmente con una parienta próxima, al menos si se hiciera sin permiso y sin dispensa legítima; en otra parte esto está comúnmente permitido e incluso sería un deber de piedad y de justicia, que perfeccionaría el matrimonio, mediante este doble vínculo de amor que procedería del parentesco y de la unión conyugal, según lo que dice un poeta, de algunas naciones en que esto se hace comúnmente:
...Gentes esse feruntur
In quibus et nato genitrix, et nata parenti
Jungitur, et pietas geminalo crescit amare.
(OVIDIO,
L. 3.31)
Lo mejor, pues, en esto para todo particular es seguir prudencialmente las leyes y las costumbres de su país, sin hacer hablar mal ni pensar mal de sí, según esta otra máxima de nuestros propios cristícolas que dicen que si estáis en Roma, hagáis como en Roma y que si estáis en otra parte, hagáis como en otra parte.
Si fueris Romae, Romano vivito more.
Si fueris alibi vivito sicut ibi.
Pero decir que este tipo de acciones, de deseos o de pensamientos y complacencias sean crímenes dignos de castigos eternos y suplicios eternos como enseñan la religión y la moral cristiana, es un error que no es creíble y es indigno pensar que una bondad suprema quisiera castigar a los hombres tan rigurosamente por cosas tan vanas y ligeras. Prudentes, no obstante, son aquellos que pueden contenerse y que no siguen ciegamente ni indiscretamente esta dulce y violenta propensión de la naturaleza. Y prudente era aquel que en relación a ello decía que no compraba tan caro un arrepentimiento
(non emo tanti poenítere).
Pero necios también, en mi opinión, son aquellos que por beatería y por superstición no se atreverían a probar al menos algunas veces lo que es. Todavía habría varias cosas que decir sobre esto, pero lo que acabo de decir basta para poner de manifiesto el error de la moral cristiana al respecto.
He aquí otro error de esta moral cristiana; enseña que es preciso amar a sus enemigos, que no hay que vengarse de las injurias, y que tampoco hay que resistir a los malos. Sino que por el contrario hay que bendecir a los que nos maldicen, hacer el bien a quienes nos hacen el mal, dejarnos despojar cuando se nos quiere coger lo que tenemos y sufrir siempre pacíficamente las injurias y los malos tratos que se nos hacen..., etc. Es, digo, un error o más bien son errores enseñar tales cosas y querer hacer seguir y practicar tales máximas de moral, que son tan contrarias al buen y legítimo gobierno de los hombres. Así, estas máximas son enteramente contrarias a todo lo que acabo de decir, pues es evidentemente del derecho natural, del sano juicio, de la justicia y de la equidad natural conservar nuestra vida y nuestros bienes contra aquellos que quieran arrebatárnoslos injustamente. Y como es natural odiar el mal, también es natural odiar a los que nos hacen el mal injustamente. Así, las susodichas máximas de la moral cristiana van directamente contra todos estos derechos naturales y tienden manifiestamente al derrocamiento de la justicia, a la opresión de los pobres y de los débiles y son contrarias al buen gobierno de los hombres: recuerdo haber leído en alguna parte que fue por una razón semejante que el emperador Julián, llamado el Apóstata, abandonó la religión cristiana, no pudiendo persuadirse de que una religión que por sus preceptos y máximas morales tendía al derrocamiento de la justicia y de la equidad natural pudiera ser verdadera o pudiera ser verdaderamente de institución divina.
[...]
Verdad es que algunas veces se dan ciertos casos o ciertas ocasiones en las que valdría más soportar pacíficamente algunas ofensas, algunos agravios, algunas injurias y algunas injusticias, que desear vengarse y en las cuales valdría más ceder algo a los malos, que no querer cederles nada jamás. Se sabe que en estas circunstancias, lo prudente es escoger un mal menor, para evitar uno mayor; es preciso comprar la paz, cuando no se puede tener de otro modo. Pero decir generalmente, siguiendo las máximas de la moral cristiana, que hay que soportarlo todo de los malos, que hay que dejarse despojar, dejarse maltratar, dejarse aplastar, dejarse desgarrar y, si la ocasión se presentara, dejarse quemar todos vivos y que aun pese a ello es preciso amar a los malos y hacerles el bien, y todo ello bajo pretexto de una mayor perfección de virtud y con la esperanza vana y engañosa de una mayor recompensa eterna que no vendrá jamás. Son errores ridículos y absurdos, errores contrarios al sentido común, contrarios a la naturaleza, contrarios al sano juicio, nocivos para las personas de bien, y perjudiciales para el Estado y para el buen gobierno de los hombres, el cual exige que las personas de bien se mantengan en paz y que los malos sean severamente reprimidos y castigados por sus maldades.