Read Crítica de la Religión y del Estado Online
Authors: Jean Meslier
Serían todas las personas de talento, los más honestos y los más ilustrados, quienes debieran pensar seriamente y trabajar con ahínco en un asunto tan importante como éste, desengañando por doquier a los pueblos de los errores en que se hallan, haciendo odiosa y despreciable la autoridad excesiva de los grandes de la tierra, excitando por doquier a los pueblos a sacudir el yugo insoportable de los tiempos y persuadiendo generalmente a todos los hombres de estas dos verdades importantes y fundamentales: a) que para perfeccionarse en las ciencias y en las artes, que son aquello a que los hombres deben dedicarse principalmente en la vida, no deben seguir otras luces que las de la razón humana;
b)
que para establecer buenas leyes sólo deben seguirse las reglas de la prudencia y de la sabiduría humana, es decir, las reglas de la probidad, de la justicia y de la equidad natural, sin entretenerse vanamente con lo que dicen unos impostores ni con lo que hacen algunos deícolas idólatras y supersticiosos, lo que procuraría a todos los hombres mil veces más bienes, más satisfacción y más reposo para el cuerpo y el espíritu de lo que lograrían hacer todas las falsas máximas y todas las prácticas vanas de sus supersticiosas religiones.
Pero ya que nadie se atreve a hacer estos esclarecimientos a los pueblos o, mejor, ya que nadie se atreve a empezar a hacerlo o, incluso, puesto que las obras y los escritos de los que ya habrían querido emprenderlo no aparecen públicamente en el mundo, que nadie los ve, que se suprimen intencionadamente y que se ocultan a propósito a los pueblos a fin de que no los vean ni descubran a través de ellos los errores, los abusos y las imposturas en que se les mantiene y que, al contrario, sólo se les muestran los libros y los escritos de una multitud de piadosos ignorantes o seductores hipócritas que bajo velo de piedad sólo se complacen en mantener e incluso multiplicar los errores y las supersticiones, además digo yo que es así y que aquéllos, que por su ciencia y por su cultura, serían los indicados para emprender y llevar a cabo felizmente para los pueblos un proyecto tan bueno y tan loable como sería el de desengañarlos de todos los errores y de todas las supersticiones, en las obras que dan al público sólo se dedican a favorecer, a mantener y a aumentar el número de errores y a agravar el número insoportable de supersticiones, en lugar de procurar abolirías y hacerlas despreciables, y sólo se dedican a halagar a los grandes, a prodigarles cobardemente mil alabanzas indignas en lugar de condenar sus vicios abiertamente y decirles generosamente la verdad; y ya que éstos no toman un partido tan bajo y tan indigno más que con intenciones bajas e indignas complacencias, o por motivos basados en algunos intereses particulares, como para hacerles mejor la corte y para hacerse más dignos ellos y sus familias o sus asociados, etc., trataré, a pesar de mi debilidad y del pequeño genio que pueda tener, aquí trataré, amigos míos, de descubriros ingenuamente las verdades que se os ocultan; trataré de haceros ver claramente la vanidad y la falsedad de todos estos supuestos misterios tan grandes, tan santos, tan divinos y tan temibles que se os hace adorar; como también la vanidad y la falsedad de todas estas pretendidas verdades tan grandes y tan importantes que vuestros sacerdotes, vuestros predicadores y vuestros doctores os obligan a creer tan indispensablemente, bajo pena, como ellos dicen, de condena eterna: trataré, digo, de haceros ver su vanidad y su falsedad.
Que los sacerdotes, los predicadores, los doctores y que todos los hacedores de tales mentiras, de tales errores y de tales imposturas se escandalicen por ello y que se enojen tanto como quieran, tras mi muerte, que me traten si quieren de impío, de apóstata, de blasfemo y de ateo, que me injurien y me maldigan entonces tanto como quieran; no me preocupa nada, puesto que esto no me dará la menor inquietud del mundo; paralelamente que hagan entonces con mi cuerpo lo que quieran, que lo desgarren, que lo despedacen en trozos, que lo cuezan o lo frían y que se lo coman incluso si quieren en la salsa que más les guste, no me apena nada; para entonces estaré fuera de sus garras, nada podrá darme miedo. Únicamente preveo que mis parientes y amigos, cuando esto ocurra, podrán disgustarse y apesadumbrarse al ver y oír todo lo que se pueda decir o hacer indignamente de mí o contra mí después de muerto. De buena gana les ahorraría este disgusto, efectivamente, pero esta consideración, por fuerte que sea, no me retendrá; el celo de la verdad y la justicia, el celo del bien público, así como mi odio y mi indignación al ver reinar en toda la tierra los errores y las imposturas de la religión, a la vez que el orgullo y la injusticia de los grandes, tan imperiosa y tiránicamente, pasarán en mí por encima de todas las demás consideraciones particulares, por fuertes que puedan ser. Por lo demás, amigos míos, no pienso que esta empresa deba hacerme tan odioso ni atraerme tantos enemigos como podría imaginarse; tal vez podría halagarme si este escrito con lo informal e imperfecto que es (por haberlo hecho aprisa y escrito con precipitación) pasara más lejos de vuestras manos y tuviera la suerte de hacerse público, y se examinaran bien todos mis sentimientos y todas las razones sobre las que se fundan, tal vez (al menos entre las personas cultas y honradas) tendría tantos aprobadores favorables como malos censores, Y desde ahora puedo decir que varios de los que por su rango, o por su carácter, o por su calidad de jueces y de magistrados, u otra, se vean obligados a condenarme exteriormente ante los hombres, me aprobarán interiormente en su corazón.
[T. I (pp. 10-39) O. C.]
Sabed pues, amigos míos, sabed que todo lo que se declara y todo lo que se practica en el mundo para el culto y la adoración de los dioses no son más que errores, abusos, ilusiones e imposturas; todas las leyes y las órdenes que se publican bajo el nombre y la autoridad de Dios, o de los dioses, verdaderamente sólo son invenciones humanas, al igual que todos estos bellos espectáculos de fiesta y de sacrificios, o de oficios divinos, y todas estas otras prácticas supersticiosas de religión y de devoción que se hacen en su honor; todas estas cosas, repito, sólo son invenciones humanas que han sido, como ya he observado, inventadas por políticos refinados y astutos, cultivadas además y multiplicadas por falsos seductores e impostores, después recibidas ciegamente por ignorantes y luego, finalmente, mantenidas y autorizadas por las leyes de los príncipes y de los grandes de la tierra, que se han servido de esta clase de invenciones humanas para sujetar así con mayor facilidad a los hombres en general y hacer de ellos lo que quieran. Pero en el fondo todas estas invenciones no son más que infundios, como decía el señor de Montaigne
(Essais),
pues sólo sirven para contener el espíritu de los ignorantes y de los simples; los sabios no se sujetan, ni se dejan sujetar, porque en efecto sólo es de ignorantes y simples poner fe en ello y dejarse guiar así. Y lo que digo aquí en general de la vanidad y de la falsedad de las religiones del mundo, no lo digo únicamente de las religiones paganas y extrañas que ya consideráis falsas» sino lo digo igualmente de vuestra religión cristiana, porque, en efecto, no es menos vana ni menos falsa que cualquier otra, e incluso podría decir en un sentido que tal vez es más vana aún y más falsa que ninguna otra, porque no hay ninguna cuyos principios sean tan ridículos, ni tan absurdos, ni que sea tan contraria a la naturaleza misma y al sano juicio. Esto es lo que os digo, amigos míos, a fin de que en lo sucesivo no os dejéis engañar por las bellas promesas que se os hacen de las pretendidas recompensas eternas de un paraíso imaginario y que hagáis descansar también a vuestros espíritus y vuestros corazones contra todos los vanos temores que se os dan de los supuestos castigos eternos de un infierno que no existe; pues todo lo que se os dice de tan bello y tan magnífico de lo uno y de tan terrible y tan espantoso de lo otro no es más que fábula; no se puede esperar ningún bien ni temer ningún mal tras la muerte; aprovechad pues sabiamente el tiempo, viviendo bien y gozando sobria, pacífica y alegremente si podéis de los bienes de la vida y de los frutos de vuestros trabajos, pues es lo que os pertenece y el mejor partido que podéis tomar ya que la muerte, al poner fin a la vida, también pone fin a todo conocimiento y a todo sentimiento del bien y del mal.
Pero como no es el libertinaje (como podría pensarse) lo que me hace entrar en estos sentimientos, sino que es únicamente la fuerza de la verdad y la evidencia del hecho lo que me hace convencerme de ello, y no pido ni quiero tampoco que nadie de vosotros, ni ningún otro, me crea sólo por mi palabra en una cosa que sería de tan gran importancia, y deseo, por el contrario, haceros conocer por vosotros mismos la verdad de todo lo que acabo de decir mediante razones y mediante pruebas claras y convincentes voy a proponeros aquí algunas tan claras y convincentes como no pueda haber en ningún tipo de ciencia, y trataré de hacéroslas tan claras e inteligibles que por poco talento que tengáis comprenderéis sin dificultad que efectivamente estáis en el error y que se os imponen muchos con respecto a la religión y que todo lo que se os obliga a creer como fe divina no merece que le adhiráis ninguna fe humana.
[T. I (pp. 39-43) O. C. De la primera prueba.]
Conforme a esto, el gran cardenal de Richelieu hace observar en sus
Reflexiones políticas
que «los príncipes nunca son tan hábiles como para encontrar pretextos que hacen plausibles sus demandas, y como el de la religión —dice— causa mayor impresión sobre las almas que los demás, creen haber avanzado mucho cuando ello les permite satisfacer sus proyectos» (tom. 3, p. 31). «Bajo esta máscara —prosigue—, a menudo han ocultado sus pretensiones más ambiciosas» (aún habría podido añadir
y sus más detestables acciones),
y respecto a la conducta particular que Numa Pompilius observó para con sus pueblos, dice que «este rey no inventó nada mejor para hacer reconocer sus leyes y sus acciones al pueblo romano, que decirles que las hacía todas aconsejado por la ninfa Egeria, la cual le transmitía la voluntad de los dioses». En la
Historia romana se
indica que los principales de la ciudad de Roma, tras haber empleado inútilmente toda clase de artificios para impedir que el pueblo no se elevara a las magistraturas, «optaron finalmente por el recurso o el pretexto de la religión e hicieron creer al pueblo que tras haber consultado a los dioses en relación a este asunto, éstos habían testimoniado que era profanar los honores de la República comunicarlos al pueblo y que, siendo así, le suplicaban encarecidamente renunciar a esta pretensión, simulando desearlo más para la satisfacción de los dioses que para su interés particular».
Y la razón por la que todos los grandes políticos abusan así de los pueblos es, según su decir, tras el de Scerola, gran pontífice, y tras el de Warron, gran teólogo en su tiempo, porque es necesario, dicen, que los pueblos ignoren muchas cosas verdaderas y crean muchas falsas; y «el divino Platón —como hace observar el señor de Montaigne— dice abiertamente en su
República
que en provecho de los hombres a menudo es necesario mantenerlos sujetos»
(Essais).
Parece, no obstante, que los primeros inventores de estas santas y piadosas falacias todavía tenían al menos cierto resto de pudor y de modestia, o que todavía no se atrevían a llevar su ambición tan lejos como habrían podido llevarla, puesto que entonces se contentaban con atribuirse únicamente el honor de ser los depositarios y los intérpretes de las voluntades de los dioses, sin atribuirse mayores prerrogativas. Pero varios de los que les sucedieron llevaron mucho más lejos su ambición; habría sido demasiado poco para ellos decir únicamente que habrían sido enviados o inspirados por los dioses, se quisieron hacer dioses ellos mismos, o más bien alcanzaron este exceso de locura y presunción queriendo hacerse mirar y honrar como dioses.
Antaño esto era bastante frecuente en los emperadores romanos, y entre otras cosas, en la
Historia romana,
se indica que el emperador Heliogábalo, el más disoluto, el más licencioso, el más infame y el más execrable que existió jamás, se atrevió, sin embargo, a hacerse elevar al rango de los dioses ya en vida, ordenando que entre los nombres de los demás dioses que los magistrados invocaban en sus sacrificios reclamasen también a Heliogábalo, que era un nuevo dios que Roma nunca había conocido. El emperador Domiciano tuvo la misma ambición; quiso que el senado le hiciera erigir estatuas todas de oro, y mandó también mediante ordenanza pública que todas las cartas y peticiones se le dirigieran a título de señor y dios. El emperador Calígula, que fue también uno de los más malvados, más infames y más detestables tiranos que hayan existido jamás, quiso igualmente ser adorado como un dios, hizo colocar sus estatuas frente a las de Júpiter y quitar la cabeza a varias de aquéllas para colocar la suya, e incluso envió su estatua para ser colocada en el templo de Jerusalén
(Dic. Hist.).
El emperador Commodus quiso ser llamado Hércules, hijo de Júpiter, el más grande de los dioses, y a este fin a menudo se vestía con una piel de león sosteniendo entre sus brazos una maza, imitaba a Hércules, y con tal indumentaria rondaba día y noche matando a varias personas.
Se han encontrado no sólo emperadores, sino también varios otros de menor calidad, e incluso hombres de baja extracción y de baja fortuna que han tenido esta insensata vanidad y esta insensata ambición de querer hacerse creer y hacerse estimar como dioses, y, entre otras cosas, se dice de un cierto Psaphón, libanés, hombre desconocido y de baja extracción, que habiendo querido pasar por un dios se le ocurrió esta astucia que le dio bastante buen resultado por cierto tiempo. Recogió varios pájaros dé diversos lugares a los que enseñó con gran esmero a repetir estas palabras: «Psaphón es un gran dios, Psaphón es un gran dios.» Luego, tras haber soltado y puesto a sus pájaros en libertad, éstos se dispersaron por todas las provincias y lugares circunvecinos, unos por un lado y otros por otro, y se pusieron a decir y a repetir a menudo en sus gorjeos: «Psaphón es un gran dios, Psaphón es un gran dios.» De manera que los pueblos, al oír hablar así a este tipo de pájaros e ignorando la artimaña, empezaron a adorar a este nuevo dios y a ofrecerle sacrificios, hasta que al fin descubrieron la artimaña y cesaron de adorar a este dios
(Dic. Hist.).
También se dice que un cierto Annón, cartaginés, quiso a este mismo a servirse de una astucia semejante, pero no le dio tan buen resultado como a Psaphón porque sus pájaros, a los que había enseñado a decir estas palabras: «Annón es un gran dios, Annón es un gran dios», en cuanto los soltaron olvidaron las palabras que habían aprendido. El cardenal del Perron, si no me equivoco, habla de ciertos dos doctores en teología diciendo que uno creía ser el Padre eterno y el otro creía ser el Hijo de Dios eterno. Se podrían citar otros varios ejemplos de los que han sido tentados por semejante locura o semejante temeridad y, al parecer, el primer inicio de la creencia de los dioses sólo procede de que algunos hombres vanos y presuntuosos se han querido atribuir así el nombre y la cualidad de dios, lo que está muy de acuerdo con lo que se cuenta en el Libro de la Sabiduría con respecto al comienzo del reino de la idolatría y como puede verse extensamente en el capítulo 14 de dicho Libro de la Sabiduría.